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Primer avistamiento. La primera ola de Christopher Amador

FOTOS: Archivo

Colaboración Especial

Por Omar de la Cadena

Por fin tengo edad

para conducir mi nave,

lo que no sé es…

si incendiarla con estrellas

o hundirla con mi llanto.

“Marinero en tierra”

El mar es el silencio que hace dios para no pensar en la tierra

Christopher Amador

La poesía es el naufragio del hombre que tiene

por únicos remos

el arco y la lira.

“La poesía”

Escolios

Christopher Amador

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El hombre vive en mundos análogos, para no aburrirse; pero también para distinguirse. Elige un punto de vista, similar o distinto al de la manada, para pertenecer y permanecer dentro de una vasta geografía; tanto la que mira con los ojos como la que aspira con la imaginación. Christopher Amador es un poeta que ha adquirido la madurez en un oficio que es muchos y que es ninguno, como el de un pescador y lo que pesca: un ballenero que, en su desdoblamiento ritual, promete la longevidad de sus hazañas y de su oficio; enfrentándose a un cetáceo que revela su naturaleza, desde que comenzó a mecerse en la contradanza del mar, o cuando se determinó a volcarse sobre sus propias olas. Amador es un peregrino sobre páginas de arena y un marino sobre páginas de espuma: un poeta en busca en el poema el desenlace de su propia novela, como lo hiciera Rafael Alberti, un marinero en una tierra baldía.

Su primer oleaje abarca Canto a una mujer azul (2002), El mar es el silencio que hace dios para no pensar en la tierra (2008), El paisaje en la voz (2013), Escribir es incendiar (2010), y Espejo en añicos o nunca podrás escribir tu novela (2014). Aunque su viaje intelectual de seis años ha precedido el de los escaparates, con un viaje editorial distinto (porque cada poemario tiene una cronología y una secuencia que contradice su publicación), este primer oleaje está enlazado a un segundo, que quizá concluya con Escolios (2019) o con Claustrofobia-19. Bitácora del Covid: aforemas del encierro.

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En este volcarse sobre las olas, y debajo de ellas, encontramos la irreverencia y el ingenio de quien se echa al mar y al amar, como lo hiciera un Efraín Huerta o un Elías Nandino en sus versos más serios, eróticos, y jocosos; ya que en estos portentos de la poesía nacional encontramos la dimensión exacta de cada uno de los humoremas o alburemas de Amador: un despliegue de instantes de poesía; un grupo de carnadas poéticas saladas al sol. Canto por una mujer azul y Espejo en añicos o nunca podrás escribir tu novela, que datan del 2002 y el 2010, respectivamente, son el inicio y el fin de esa cresta poética. No obstante, aunque peguemos la oreja como a una caracola, en estos poemarios no escuchamos el mar sino las divagaciones de un pez o un pescador fuera del agua. De ahí su riqueza y, también, su destreza, en la diversidad de los poemas que revelan su circunstancia.

Como las olas, que vienen y van, sus poemas son falsos monólogos; ya que, si no dialogan con el lector o con el ser amado, dialogan con ese otro que va consigo mismo, cuando se piensa y se siente, fuera de sí, en primera y en terceras personas. Son conversacionales, pues, en el sentido amplio de la palabra. Esto genera el vértigo de ir por una espiral que, sin duda, a veces asciende y otras desciende, de lo real a lo inventado; porque durante la conversión de sentido en su primer poemario, cuando va de lo más acostumbrado a lo más inaudito, la mujer es un estado de ánimo (melancolía) antes de convertirse en agua salada, en mar, cuando el marinero le abre las piernas desde la quilla o separa las nubes desde al palo mayor en donde se encuentra, con el filo de algunos de sus versos:

Tus muslos son dos nubes sosteniendo el aguacero.

¿Quién pretende abrir el mar mientras empuja su velero?

Pero no siempre, metonimias de más o de menos, se transfigura en un barco, como he referido antes, sino en un pez o una ballena, porque sus versos nos atrapan con los dientes de su ingenio, o nos despabilan con el aletazo de su irreverencia. La mujer, al volverse en mar, hace esto posible; pero también cuando es tierra firme, en la Calafia referida de manera directa o indirecta; porque en su segundo poemario, El mar es el silencio que hace dios para no pensar en la tierra, con poemas del 2002 al 2006, nos muestra la cópula o catarsis divinizada de un marino que avista una ballena en menos de ocho versos de largo, como si fueran nubes o barcos que pasan y siguen de largo por las rutas marítimas de su universo poético:

No se puede ser poeta sin haber llorado un mar.

El mar me duele, tiembla en mí.

Hay un canto abriendo el pecho;

el poema salta como un pez.

Ser poeta es el oficio y la pasión por naufragar.

Lo mismo que atraen, repelen, sus poemas; tanto o más que una caricia o que cachetada verbal; porque es un poeta que nos pide acercarnos como alejarnos, preso de sus impulsos, para ver el ser en su heterogeneidad, la cosa en sus nominaciones engañosas, o el paisaje en sus contrasentidos. Esto sucede continuamente en los versos del 2004 en El paisaje en la voz, su tercer poemario, por medio de poemas cínicos y paródicos, como en el último Huerta, el de los poemínimos. Cuando dice: “Voy por Wall-mart/ como por Estados Unidos”, en su poema “Nostalgia con sabor a Paz”, parodia un verso de Piedra de sol (“Voy por tu cuerpo como por el mundo/ tu vientre es una plaza soleada/…”), picándole el ombligo al acucioso y estirado lector de poesía. Perdónenme el exceso, pero los poemas de Amador, parodiando a Courtoisie, son pinturas para ciegos; ya sea porque no pueden ver, o porque no lo hacen con sus demás sentidos.

Algo parecido, pero sin ironías, sucede con sus poemas del 2004 al 2008: Escribir es incendiar. Sus versos muestran un conflicto entre la razón y la pasión, porque el poeta se resiste a pensar lo que siente, y viceversa, cuando arremete el objeto amado y el oficio declarado con versos oracionales o dísticos sin rima, que tienden al epigrama y el aforismo: “El verdadero poeta no piensa: relampaguea.” Una verdad que rompe cualquier contrasentido cuando sus tópicos se vuelven de nuevo terrestres, aunque su verdadera intención es no salir del agua, porque quiere ponerse al margen de una monotonía espaciotemporal, como sucede de nuevo en “Proemio”, de Escolios (2019), un poemario de su segundo oleaje:

Me acerqué a la poesía

no para pensar lo que siento

sino para sentir, corazón

universal, mis reflexiones;

para no pasar de largo por la vida

palpando apenas la superficie,

para gastar el alma,

para que sus agujas despierten mi carne

y escribir el nombre de mi depredador

en la selva oscura de cada verso.

Su retórica justifica su poética; pero la evidencia indica que es un poeta que medita antes de poetizar, que da pausas y saltos espaciotemporales cuando toma el pulso de sus días; porque sus argumentos no aluden a las resquebrajaduras del poema, sino al desgarramiento de él mismo o del personaje del poema, al intentar zafarse de quien quiere sacarlo a flote, ponerlo en la superficie mientras aletea (las ballenas tienen aletas) hacia el abismo en múltiples bordes y peligros.

Esto es visible, incluso, un año después, en su poemario en prosa, Espejo en añicos o nunca podrás escribir una novela. Esta es una reunión de poemas narrativos con varios poemas discursivos (es decir, ensayísticos), o una bitácora de viaje con una trama sencilla, donde se personifica y/o desdobla su voz en el papel de Escribano Novelo o de Autor, para ser narrado o para narrarse en una novela que no puede escribir y que naufraga en sus orillas, como sucede con Nathanaël en Los alimentos terrenales (1897) de André Gide o al mismo Unamuno en Cómo se hace una novela (1929). Volver sobre sí mismo es su propósito esencial y no un acto fallido, porque la meditación del oficio es lo que lo saca a flote, lo que lo obliga a tomar aire y a hacerse visible, cuando cifra su poética en dos polos opuestos:

La literatura debe ser una garza con las patitas llenas de lodo.

Christopher demuestra una voluntad poética y un temple retórico contra viento y marea en un primer oleaje, que ha de continuar con similares ímpetus en su segundo oleaje, en su obra escrita después de 2010. Esto, aunque no nos sorprenda, debe alegrarnos; porque una ola se entrelazada con las que vienen; ya sea por las obsesiones declaradas o los cabos sueltos o las heridas que permanecen presentes, desatadas y abiertas; ya sea, también, porque en algunos de sus poemas posteriores demuestra la permanencia de algunos ejes de sus meditaciones más antiguas.

Así, de lo más alto a lo más bajo, el arte poético de Amador nos recuerda que el mundo requiere de vacíos, silencios, ausencias: vacíos de sentido, silencios de un poema a otro, y la ausencia del objeto amado. Algunas nostalgias, mutismos, y huecos se vuelven delicuescentes, porque el poeta los reconoce y los señala antes de ponerse a salvo de las trampas de la existencia; porque cada compilación de preguntas, de abismos, y de lamentos, demuestran el derecho y el deber de este poeta peninsular de lanzar respuestas además de preguntas, de cantar e igualmente de guardar silencio, de echar de menos o de más cuando se echa al mar picado de sus reflexiones sobre la vida y la poesía.

Sus lectores y sus críticos no esperan menos, sino una continuación de su primer oleaje, y no serán defraudados si el poeta ya se prepara para ofrecer el resultado de sus esfuerzos con un arpón en cada mano, para presentarnos un segundo y seguramente un tercer oleaje de su escritura poética.

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Antología de autores ficticios, de Octavio Escalante

FOTOS: Cortesía

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Octavio Escalante (La Paz, 1985) es uno de esos escritores que al leerlo sonreímos y disfrutamos, por su capacidad de narrar con precisión una multiplicidad de voces que asombran y entrañan un futuro prometedor para sus próximos libros. Tal es el caso de Antología de autores ficticios (ISC, 2017), un puñado de catorce relatos que en apariencia no se cruzan entre sí por ser de autores bien distintos (imaginarios), pero que por el cambio de voces logran un equilibrio narrativo que es de aplaudir.

Según nos plantea Escalante, se trata de autores que están vivos o que son reales, y que, gracias a esa condición, puede hacer lo que quiera con ellos porque no está obligado a buscar su autorización para publicarlos o, aún más, corregirles sus textos. Bajo esa premisa nos introduce en heterogéneos universos planteándonos situaciones inverosímiles, cargados casi siempre por una voz dinámica, rítmica, envolvente, que a veces raya en lo poético y que nos hace olvidar la historia contada para centrarnos más en el lenguaje.

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Y justamente ese lenguaje, bien definido, bien cuidado, bien estructurado nos evoca por momentos anotaciones de viaje, impresiones acerca de la vida cotidiana y de personas que nos resultan bien cercanas, pues la mayoría tienen rasgos locales, aunque estén revestidos de lejanas imágenes históricas. Tal vez una de sus narraciones más logradas es “Na zdravy!” del ficticio autor Jacobo Lara, que me recuerda a la maravillosa novela judía de Gustav Meyrink, El gólem. Sus otras historias tienen ese equilibrio que nos presenta a criaturas entrañables y extrañas, que perviven sus propias circunstancias, casi cíclicas, que se conectan unas con otras, creando puentes entre ellos por elementos narrativos más que por situaciones de vida literaria.

Esa vida literaria tiende redes entre los personajes, entre escritores tal vez desconocidos entre ellos (que incluye al propio Octavio Escalante y que se asume también como autor ficticio), pero que algunas costumbres particulares los unen en su naturaleza humana. Antología de autores ficticios explora una diversidad de temas que nos causan incertidumbre, incluso risas por la utilización de una sintaxis depurada y salpicada de localismos lingüísticos. A lo largo del libro descubrimos que la semana santa está deconstruida y nos revela que, en realidad, hay un propósito único que es vacacionar; asimismo, historias de narcos, de situaciones morbosas, de muertes.

Creo que Octavio Escalante es uno de los narradores sudcalifornianos que mejor logra edificar con solvencia su mundo narrativo, pero tal vez habría que esperar que algún día nos sorprenda con historias acabadas desde la ironía y el sarcasmo que lo caracterizan en las redes sociales, que creo yo es el germen estilístico de su voz narrativa.

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De pequeño dios a ventrilopoeta. Manifiesto poético

IMAGEN: Internet.

Colaboración Especial

Por Christopher Amador

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El lector es el gran ventrílocuo. Sin usar consonantes labiales nos tiene en su boca como el poeta usa a otros poetas cual marionetas que manipula (Francisco Hernández como el pináculo y más claro ejemplo). Lo que antes salía del corazón es empujado por el vientre y el lector es bacinica. Seguimos siendo los hombres huecos de T. S. Eliot, los hombres rellenos del polvo que se desprende de la madera al serrarla (aquél tiene madera mucha de escritor, éste muy poca). La poesía hoy es el juguete pero no la diversión, la risa ya no es lo mismo tras Nicanor Parra. Ventrilopoemas, ventrilopoesía… ¿Quién después de Nica bebe y habla sin ahogarse? Acaso sea hora de volver a casa, de-cantar para recordar y no cantar para ordenar el caos. Hemos prestado la voz a un espantapájaros. Poetas: el único método para la verdad es la interpretación de nuestro cinismo. El poema es un cielo sin orillas, agua que no sacia o calma la sed de los que la contemplan. La literatura congela nuestras manos para no pasar tan rápido las páginas del día, nos deja en la cara esa mirada postcoital adolescente en el azoro de estar vivos. Hay que aceptarlo, no estamos listos para, como el marinero fenicio que advierte Borges, devolver el remo —somos una eterna intertextualidad, continuar al otro, pasar la estafeta, hacer a muchas manos un estilo propio—. Mientras braceamos se construye la canoa; nuestro vivir es un buscar peces más gordos donde nadie está remando. Pisar de grillos en la noche la poesía es un laberinto de espejos encontrados donde las enunciaciones de la técnica se ven rebasadas a la hora de medir el mundo en las regiones de la mente desde la frágil materia del verbo. Cada verso en un poema es una punta de una misma figura geométrica donde la fábula y la metáfora de lo eterno se contiene, se multiplica. Estamos mil veces solos a la n potencia, cada punto y seguido nos abre una puerta a lo desconocido. No podemos parar, nos persigue un lobo, nuestro aliento es su aullido. Poesía es la relectura del presente, el nosotros como novedad ante la lectura; la escritura es una forma de leer, es la relectura de nuestros antepasados (escribir es releer clásicos). Como en los sueños, inventamos el poema que leemos. Sin embargo, yo no escribo para gustar, escribo para defenderme de la realidad. Escribir es defender un tiempo propio. Que la ciencia política se siga ocupando de los límites de la opinión, nosotros de no tropezar o pisar al vecino en la danza de la post-belleza y la posverdad. Lectoras, lectores: unos hablan con los pájaros, otros como ellos o a pesar de ellos (hay quienes incluso intentan, con sus palabras, volar más alto). Yo cuando escribo los apedreo, aliento la prisa de sus colores falsos. Hoy más que nunca es de valientes navegar con remo tan pobre como una guitarra o un adjetivo. Los gallos no deciden si amanece. Que quede claro: el poema es una muchacha que se mira en el espejo mientras cuenta l   e   n   t   a   m   e   n   t   e cada pétalo de su propia rosa. El poema de nuestro tiempo es la bitácora de un burócrata o de un becado que no permite lugar para el cuerpo tendido en pleno de la urgente Musa, un rascar de huevos que no puede ni llegar a ser puñeta. El bosque empieza en el primer arbusto que uno incendia. La poesía es el hilo de Ariadna que vibra y corre de la música de las esferas a la teoría de las súper cuerdas. De ese hilo pendemos todos los que la buscamos, los que intentamos oírla como dos niños que, con un hilo tenso y vasos de corcho, hacen un teléfono. Que alguien nos diga dónde el poema cuando la cultura de la terminología y el avance de los modelos para explicarnos la realidad es la nueva metafísica del logos. Dios no ha muerto, está soñando(nos).

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dejé mi rostro atrás). (Contando nubes

 

La poesía nos dejó hablando solos.

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Todos los recuerdos son lobos de Irving Ramírez

FOTOS: Cortesía.

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Hay un nuevo libro del escritor veracruzano Irving Ramírez (Xalapa, 1961), Todos los recuerdos son lobos (Colección Ficción Breve, Universidad Veracruzana, 2019), una exploración literaria regida por aforismos y que nos hace reflexionar en torno al universo de las cosas humanas de un modo especial. Cuando pensamos en el aforismo casi siempre lo ubicamos como una pequeña fracción del universo literario que es capaz de dominar una naturaleza absoluta, muy cercano a un principio filosófico y a una sentencia que nos enfrenta a las ideas y nos derrumba posibles prejuicios.

En el caso del libro de Irving Ramírez descubrimos que se trata de un cuidadoso ejercicio del pensamiento y que nos ofrece imágenes sintéticas y concretas de la vida cotidiana. Por supuesto, ese cuidado está sostenido en reflexiones de filósofos y escritores que han dedicado parte de su obra al aforismo, o que de plano el aforismo ha sido el centro de todo su andar intelectual, como es el caso de Antonio Porchia, uno de los que más me gusta.

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Estos aforismos de Irving Ramírez son la confirmación de que la literatura puede estar contenida en la brevedad —como es el caso de la minificción o el relato breve, aunque con propósitos distintos— y al mismo tiempo reflejar contundentemente una idea poética o filosófica, una relación siamés de la que habló el filósofo español Eduardo Nicol en Poesía y Filosofía, formas sublimes de hablar y que exhibe cómo ambas necesitan una de la otra. Irving Ramírez nos dice en la introducción de su libro que el aforismo es un híbrido entre filosofía y literatura, que “se trata de un texto de mínima factura, pero que busca el máximo sentido”.

Y justamente la búsqueda de ese sentido, o el asentamiento de ese sentido, nos recuerda —como Stephen Hawking lo sintetiza— que el universo sí puede ser encerrado en una nuez, igual que Irving logra hacerlo en cada línea y en cada palabra por donde desfilan la inteligencia, sus lecturas, la ironía, el humor negro, y la síntesis visionaria de un escritor que observa detenidamente el mundo y es capaz de retratarlo con las frases precisas, a partir de su experiencia cotidiana, donde se asientan sus instintos, fobias, pesadillas, aficiones, dudas y certezas, además de un honesto y elocuente ejercicio intelectual que nos pone frente a nuestras propias manías, tan a veces limitadas por nuestra relaciones humanas y la ignorancia.

Todos los recuerdos son lobos es sin dudarlo un libro que debe ser de cabecera, de esos libros de viaje, que en la página donde se abra encontraremos una y otra vez un acierto, una reflexión, una incomodidad, un derrumbamiento de una idea estancada en nuestra mente, que todo pasado no es otra cosa que nuestro fuego presente, como nos dice en La secuela de la Guerra Fría es una humanidad caliente. O cómo El diablo teme al hombre, porque el diablo teme al hombre.

Al explorar el libro, sus aforismos puntuales, los dardos apuntan y rasgan, envenenan y alimentan: Si los filósofos fuesen felices, no tendrían necesidad de la filosofía. Incluso las costumbres religiosas son expuestas como una ironía y como un cuestionamiento: Los seres que se acostumbran al calor anhelan el infierno perdido. O la contundente, casi cartesiana: Siempre que haya dudas, aliméntalas hasta que estallen: así se sabrá que no eran reales. Asimismo, nos muestra su capacidad de delimitar acciones que consideramos implícitas, pero que pueden poseer una carga definitoria: Añorar es tener un telescopio, desear es tener un microscopio. O también: Cuando crees una mentira que parece verdad, desconfiarás de todas las verdades que parecen mentiras.

Así que este nuevo libro de Irving Ramírez es para celebrar, leer una y otra vez por partes o completo, hasta que podamos contener la profundidad de sus aforismos, que resulta un encuentro con la literatura en su forma más pura.

Tanto se despide la humanidad que ha endiosado su propio cadáver, nos dice y sabemos que en efecto vivimos en una sociedad que no ha despertado de la larga noche de la modernidad sostenida con hilos del capital y la ganancia. Y para finalizar, este pedazo de síntesis de nuestra realidad histórica y que hermano con la situación de Bolivia: Muerto el perro se acabó la rabia; pero, muerta la rabia no se acabó el perro ni la idea de este. O en otras palabras: lo que sembró Evo Morales no lo podrá destruir la reacción ni la rabia.

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¿Novelas de narcos, mi amigo?

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El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Hace dos años vi unos capítulos de la serie El Chapo porque todo mundo hablaba de ella y quise asomarme para mirar qué había que llamaba tanto la atención. Traté de verla a solas por estar muy cargada de contenidos para mayores de edad. No obstante, mi hija, en una de esas vio algunas imágenes y me preguntó que si ese hombre había hecho algo por el país, que si era algún héroe nacional (andaba muy metida en la cosa de la Revolución Mexicana porque su maestro había logrado interesarla en la historia de México; no hablaba de otra cosa). Le dije que no. Cerré el canal y jamás volví a nada que tuviera que ver con esa serie. La verdad, me dio pena encontrarme en esa situación incómoda y no saber qué decir exactamente; algo le dije, pero no lo suficiente. A un adulto es más fácil explicarle, pero no a una niña. Esos primeros capítulos me parecieron insulsos, carentes de toda profundidad, sin crítica, una narrativa sin contenido, sólo la descripción de sucesos que ensalzaban la astucia del personaje; poseía un aparente ropaje de mensaje social, pero en realidad sólo era una telenovela creada desde la nota roja, justamente como lo hacía la famosa Alarma! de hace unos 4o años. No había mucha diferencia entre Los ricos también lloran y El Chapo.

Ese suceso con mi hija me ayudó a ver claramente que yo como adulto quizá podía asimilarla y verla como una realidad ficcionada, pero no una menor. Ellos ven el mundo distinto. Para ellos hay buenos y malos y a veces los límites entre una y otra cosa no los alcanzan a percibir. Si su papá veía aquello es porque era bueno y, por tanto, digno de verse y celebrarse. No es una cuestión moralista, sino un asunto de principios humanos o de valores si se quiere, aunque estos son mutables y permeables, y los principios no. Y es cierto: el país pasa por un túnel al que fuimos introducidos por décadas sin darnos cuenta (o tal vez sí, pero nos dio miedo o indiferencia hacer algo) y todo aquello que nos unió como familias hoy carece de sentido. No hablaré del rompimiento del tejido social por cuestiones de espacio, pero creo que todos tenemos eso en mente y sabemos a qué nos referimos.

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Hace unos días puse en mi muro del Facebook un acalorado mensaje a raíz de lo de Culiacán el jueves 17 de octubre, donde descalificaba la narcoliteratura. Varios me hicieron algunos comentarios muy atinados, una especie de defensa del subgénero. Hay quienes dicen que “no debemos darle la espalda” que porque “retrata la realidad”, “que es un reflejo de lo que estamos viviendo”, etcétera. Claro, ¿qué obra literaria no lo hace?: Condición humana, de André Malraux (por mencionar una), hace una extraordinaria visión de la estupidez de las guerras. Desde mi punto de vista, la narcoliteratura está muy lejos de eso. Otros que dicen que no porque un actor equis haga el papel de narco está haciendo apología del delito o la violencia, pues sería como pensar que como sale de ladrón en una película, todo mundo comenzará a robar.

Yo creo que no es tan simple. No creo que “sólo sea un programa” o “sólo sea una película”. Todo lo que entra a la mente es información, y ésta la soluciona, selecciona, empata, adiciona, equilibra y usa con fines de vivir y supervivir la realidad, o nos da herramientas para hacernos sentir seguros, tal como lo hacen el alcohol o las drogas. Quisiera decir que educa, pero creo que educación todavía es más amplia, porque ésta moldea la mente con fines humanísticos y prácticos. Y, bueno, esos programas no tienen la menor intención de eso, claro está, sino de vender. Por tanto, lo que experimentamos, lo que vivimos, lo que oímos, sí forma nuestra personalidad, arroja un resultado, una conducta social, un patrón a seguir.

¿Nos terminamos convirtiendo en eso después de un bombardeo constante? Digo, una película o la historia de un ladrón no hace que nos convirtamos en ladrones, pero si una industria se dedica por completo a decir que ese ladrón o ladrones son lo más chingón del mundo, y sale hasta en las toallas íntimas, algo deberá pasarnos. Como la corrupción en México: permitida, aplaudida y deseada porque “es lo que todo mundo hace y les va bien”. Cuando éramos niños, allá por 1977, en Baja California Norte, al pueblo donde vivíamos, Puertecitos, nos llevaron a ver la película La banda del carro rojo en un cine de carpa; no había conciencia de lo que veríamos, sólo era una película. Los niños salimos sintiéndonos Emilio Varela y se nos hacía de lo más fregón que hubieran engañado a la ley poniendo la droga en la llantas. Tiene un mensaje moralino y retorcido al final, “esto es malo”, pero a los niños eso nos valió madre: lo chingón era el contrabandista (así le llamaban a los narcos en esos años). Hoy, las editoriales piden a sus escritores que hagan series de libros para adolescentes con la temática del narco, el secuestro y etcétera, “para el fomento a la lectura entre los jóvenes”, alegan.

Existe en los hechos una cultura del narco, con productos comerciales legales e ilegales, y claro, la literatura no escapó a ese paradigma, y hoy está sumergida en la ola. Tal vez no siempre aplique aquello de que “escribes lo que vives” porque hay múltiples casos donde hay obras que no tocan el tema ni por asomo y experimentan con otras cosas, pero muchos de pronto se ven inmersos en la temática sin quizá proponérselo, porque algo nos toca de ello. ¿Quién no se ha sentido paranoico y con miedo de salir de casa en estos últimos años por lo mismo? Hace casi dos años, en 2017, Modesto Peralta, mi editor de Culco, me pidió reseñar un extraordinario trabajo disciplinario de periodismo de gente del gremio, Romper el silencio, y tardé dos meses en decidirme a que lo publicara por la ola de violencia que se había suscitado en todo BCS.

Recuerdo ese año de 2017 con amargo sabor de vida y con las inquietudes de un tiempo que no tenía asideros. En todas partes se hablaba de La Paz que se nos fue; los choferes del transporte no hacían otra cosa que hablar de ello, de los muertos, de las balaceras (incluso por mi colonia llegamos a oír muchas), y varios se solazaban de placer de estar al corriente del número de muertos, cómo habían muerto y en qué circunstancias (era el morbo desatado). Era un ambiente de lo más deplorable, decadente y sinsentido. Bajo esas circunstancias, ¿qué ganas de escribir literatura, o aún más, narcoliteratura? Yo no. Paso. Nunca he escrito una sola línea sobre la temática, ni cuento, ni poesía, ni novela. Para mí el tema está muerto aunque se insista a través de series, películas, canciones, corridos, poemas, novelas, cuentos. Sé que pronto pasará, como muchas cosas, pero la industria del bísnes está haciendo su agosto y contra eso es difícil no estar enterado. Sólo queda estar con los sentidos abiertos y que algún día nuestra humanidad reaccione ante la estupidez que estamos viviendo, porque a la industria no le interesa lo que opines, sino venderte lo que está de moda, mientras prolongue la imagen de violencia que pretende normalizarse para acrecentar su capital.

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