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¿Tiene algún sentido seguir escribiendo literatura?

El librero

Ramón Cuéllar Márquez

 

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Hay escritores geniales, los hay con suerte, los hay con palancas o relaciones sociales, los hay muy limitados, los hay superpremiados, los hay quienes escriben por terapia y los hay quienes lo hacen por convicción de que la literatura es necesaria. De alguna manera esas diferencias son intercambiables y hay quienes solo se posicionan en una sola. Por supuesto, no es una generalidad, sino una mera observación. Lo cierto es que me hace preguntarme, después de tantos años, ¿tiene algún sentido seguir escribiendo, si cada quien lo hace desde una individualidad e interés? Es decir, ¿literatura para qué?

Esta pregunta no tiene respuesta porque cada quien le dará su idiosincrasia, sus filtros culturales, sus necesidades, sus pasiones, sus contradicciones, pero es una pregunta que surge al momento que estamos viviendo como personas y por el momento histórico que está en curso —que nos guste o no, estemos de acuerdo o no, está impactando la vida nacional—, tener un asidero donde podamos contestarnos nuestras inquietudes e inquietantes dudas sobre la realidad.

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A la luz de las nuevas realidades, que incluye a las redes sociales, los escritores se han visto envueltos en las circunstancias, donde el libro como pieza de triunfo personal está siendo desplazado por el mundo digital y la brevedad del texto. Si ese mundo digital lo está trastocando todo, si la gente ahora le gusta más la cortedad discursiva, ¿tiene algún sentido seguir escribiendo libros extensos?

Que me perdonen de antemano mis amigos que les gusta la microficción o el microrrelato, pero siempre he pensado que eso no es literatura. Solo es una línea breve de algo más grande. Claro, podemos hacer malabares retóricos y desplegar un ensayo para justificarlo. Pero eso no importa porque después de todo se trata solo de mi postura y hay quien puede coincidir y hay quien no.

La cosa es que, para mí, la aparición del microrrelato fue la antesala del internet, de los memes, los post en Facebook y los comentarios reducidos a 250 caracteres en Twitter. Debe haber otras redes (está la que maneja mi hija, el Wattpad, donde millones de jóvenes escriben historias sin otro interés más que el de divertirse, no de ser famosos o el de vender sus productos o, aún más, ser llamados escritores, pero yo me muevo en esas principalmente. Leemos mucho, pero desde ahí, ya no tanto desde un libro, que casi podría convertirse en pieza de museo tarde o temprano. No obstante, a veces el mundo digital funciona más como una adicción que como un modo de informarnos o recrearnos.

La pregunta estará siempre abierta y será respondida en la medida en que experimentemos las innovaciones digitales y con ello modificar nuestras costumbres literarias hacia universos desconocidos o de plano dejar de escribir, habiendo perdido el interés por una literatura que ha sufrido modificaciones intelectuales, en especial desde el surgimiento del neoliberalismo y la introducción de la llamada literatura light y luego los libros de autoayuda, que comenzaron a proliferar en la educación secundaria y preparatoria como literatura que desplazó a los autores universales por considerarlos inútiles —hola, Paulo Coelho y Carlos Cuauhtémoc Sánchez—. Como haber empezado un viaje y descubriéramos civilizaciones que no tengan nada que ver con los seres humanos y su cultura o si la literatura tendrá más que ver son la supervivencia que con el goce estético.

 

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




Si escribir no es revolución, la vida carece de sentido

FOTOS: Internet

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

La Paz, Baja California Sur (BCS). La literatura nos cambia para bien o para quién sabe. No está claro qué función cumple para un individuo en las actuales condiciones de cambios profundos que hay en México. Porque al menos es claro que hasta hace muy poco se trataba de ganar prestigio, un nombre, premios, becas, entrar a la sala de los dioses de la literatura o ya de perdida a la elite de Letras Libres o Nexos.

A veces comenzamos con pasión adolescente para que nos lean, decir lo que sentimos, pensamos o hacemos. Dejamos todo en un poema, en una novela, en una obra que hable más por nosotros. Pero el problema comienza cuando le damos más cargo a la relevancia, el que nuestros nombres aparezcan en las marquesinas de la historia.

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¿Para qué escribimos? Es una pregunta constante al momento de sentarnos durante horas para tener logros y avances, hasta que al fin alcancemos el objetivo primordial que es la consumación de una obra. En el transcurso de su creación nos asaltan las dudas, los miedos, las vanidades, las soberbias: aquello debe ser un monumento que todos deben admirar.

Un escritor frente a la máquina es un mono desnudo, no tiene lauros, joyas, estatuillas, medallas, solo está frente a su incertidumbre. No obstante, durante cuatro décadas muchos dedicamos nuestra energía a tener una “ganancia” de lo que hacíamos y caímos en el garlito de que la institución debía ser el mecenas obligatorio para que sacáramos a la luz nuestros avatares humanos.

El horizonte promisorio que nos seducía a través de convocatorias literarias para que compitiéramos por un monto, no era para nada despreciable. Así, muchos afanosos centraron sus baterías en escribir para que un jurado al azar pudiera también al azar escogerlos. En algunos casos las decisiones eran honestas y en otras tantas no. Chanchullos literarios por todos lados existen. Y una larga lista de bases que prometían dar a un ganador una cantidad simbólica de que culturalmente en las instituciones se estaba trabajando.

Terminamos atrapados en ese círculo vicioso. ¿Cuántos de esos premiados están siendo leídos después de cuarenta años? ¿Qué impacto social trajo un libro? Dirán que eso es muy relativo, que la obra es producto de la circunstancia personal, que el autor no puede circunscribirse a una necesidad social sino a una individual, que es la esencia de toda obra de arte. ¿Por qué no, entonces, todas las obras tienen alcances masivos si algunas son extraordinarias?, ¿o por su calidad baja, porque no somos lectores o porque las obras no tienen la menor importancia?

¿Cómo atraer la atención de un lector? Los de Netflix tienen a su cargo un equipo de escritores que conocen los resortes emocionales de la población y saben cómo hacerlo, ¿por qué un escritor cualquiera no puede hacerlo también?, ¿porque les falta formación o como les gusta decir a algunos, “no están actualizados”? ¿Los grandes escritores ya no existen o solo quedan los que buscan que su nombre aparezca en la marquesina solo porque sí? ¿Tiene sentido seguir escribiendo cuando hay billones de libros que pululan por todos lados y además hermosísimos?

Me pregunto. La experiencia de escribir es una experiencia lúdica, pero deja de serlo en el momento que la contaminamos con el deseo de ganar algo a toda costa, cualquier cosa. Me replicarán que están en su derecho, pero yo no me refiero a eso, sino a que la obra estará prisionera del objetivo y lejos de la libertad crítica para desarrollar una obra. Porque, seamos sinceros, si escribimos en función de ganar un premio, el sesgo, el deseo y la manipulación interior a la que nos sometemos produce un territorio con límites.

Se ven bien bonitos los premios en el currículum que ni qué, pero ¿cuántos están siendo leídos, llevados a la mesa de los lectores hipotéticos? La efímera vida nos conduce a través de obras fugaces y, sin embargo, buscamos la inmortalidad, que no nos olviden. ¿Es la vanidad o la impronta humana de que las letras sean los vínculos de una época? Tengo más preguntas que respuestas o tal vez las preguntas son la misma respuesta, pero de lo que sí estoy seguro es que escribir es un acto revolucionario, cuyo único sentido es darle significado a la realidad que nos cobija o en la que estamos atrapados. Al escribir entramos y salimos de ella.

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La buena esposa, de Meg Wolitzer

FOTOS: Internet

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Hace unos años, por canal 22 o TV UNAM, no recuerdo, escuchaba decir a Ignacio Padilla (1968-2016) en una entrevista que ser escritor era para gente exclusiva, altanera y con soberbia suficiente para resistirlo todo, que sin esos ingredientes era mejor que ni lo intentaran, pues solo era para iniciados. “Para mamones”, pensé en ese momento, y recordé a un maestro de la facultad de Filosofía y Letras que dijo durante una conferencia que estaba harto del “mamerto medio literario” en el que convivía. A mí siempre me lo ha parecido, algunos más otros menos, pero en general es un medio difícil, algunas veces plagado de escritores y poetas gandallas que aprovechan la menor oportunidad para sacar provecho económico, por mínimo que sea, y que incluye la difusión de su imagen, coaccionando a los medios culturales para que les den viáticos, hospedaje y hotel, esencialmente para tener barra libre los días de estancia. Y cuidado con que no se los den, porque montan en cólera pública para lograr sus objetivos: hacen de su ego un modus vivendi, que ni siquiera tiene que ver con su obra, a veces muy cuestionable y de baja calidad.

Les cuento todo esto por la novela que acabo de leer y que se relaciona con escritores que son verdaderos egos inflados, a los que no les importa pasar por encima de los demás para conseguir lo que quieren. Se trata de La buena esposa (2003), de Meg Wolitzer (Brooklyn, 1959), la historia de Joan Castleman, una mujer que es esposa de un escritor que ha alcanzado el estrellato literario al concedérsele un premio casi tan importante como el Nobel (estaba unos escalones más abajo). Narrada en primera persona, poco a poco nos introduce en el mundo de Joe Castleman durante el viaje que hacen a Helsinki, Finlandia. No iban a Estocolmo, pero al menos lo estaban reconociendo fuera de los Estados Unidos.

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La verdadera historia es la de ella, que tiene una vida gris e invisible al lado de aquel hombre ególatra, quien le ha dado una vida de sinsabores relegándola a un plano miserable, pero que al ir avanzando en la lectura descubrimos una verdad oculta que explica parte de la relación disfuncional y funcional al mismo tiempo, pues unieron sus vidas no solo por un amor apasionado inicial, sino por un proyecto de vida que benefició a ambos, en especial a él. A la par del conflicto de pareja, ella nos comunica que ha tomado una decisión, una que debió tomar años atrás y que a partir del viaje no regresaría con él a una vida marital.

Han tenido dos hijos, que no se llevan bien con el padre y que también han tenido que sobrevivir a los delirios egocéntricos del escritor. La relación entre ellos se decide antes de casarse, pues ella cancela toda posibilidad de realizarse como escritora y prefiere que sea él quien tome la batuta de la creatividad, puesto que tiene mayor carácter frente a lo público que ella, más tímida y reservada. De este modo, con un estilo íntimo, ágil y rítmico nos atrapa línea a línea en una narración que se divide entre la historia del marido reconocido y la de una mujer que alguna vez quiso ser escritora.

La buena esposa fue llevada al cine en 2018 (The Wife), dirigida por Björn Runge, con guion de Jane Anderson, y protagonizada por Glenn Close, Jonathan Pryce y Christian Slater, que aunque se trata de una excelente película, se aleja en algunos planos de la novela. Recomiendo leer primero la novela y luego ver la película; se trata de dos obras que sin duda les gustarán, mostrándoles una visión de las conductas humanas y de las relaciones de pareja enfermizas. El secreto detrás de la historia los dejará sorprendidos.

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Una década sin José Saramago. El visualizador de la pandemia moral

El Beso de la Mujer Araña

Por Modesto Peralta Delgado

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Un buen libro es como una piedra que se avienta a un río, sin saber nunca qué manos se encontrarán con ella, pero no para contemplarla sino para volver a arrojarla. No será la misma piedra, ésta contiene la potencia de la inspiración, es decir, habrá revelado a un nuevo escritor. El alcance puede ser tan insospechado que, por más honda o revuelta el agua, una pedrada podría atravesar continentes y épocas. Uno nunca puede saber hasta dónde llegará la palabra.

A 10 años de su muerte, dedico aquí unas pocas líneas a José Saramago, por ser uno de los escritores que más me inspiraron aunque jamás lo vi físicamente, ni de lejos, y nunca supo de mi existencia. Su literatura llegó un día a mis manos y ocupa un lugar importante, no sólo en el librero, sino en mi vida. El escritor nació en Azinhaga, Portugal, el 16 de noviembre de 1922, y murió en Tías, España, el 18 de junio de 2010. De familia pobre, trabajando en lo que pudiera darle para sobrevivir —como periodista—, vino a ser mundialmente famoso cuando ya había vivido más de seis décadas.

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Un Evangelio en las sombras

Hace casi 20 años lo leí por primera vez. Había salido de la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en Mexicali, y regresaba a Ciudad Constitución. Sin encontrar trabajo, algún tiempo fui ayudante de albañil, haciendo una labor agotadora que no tenía nada que lo mío; sinceramente, me sentía frustrado. Pero por manos de un amigo llegó hasta mí El Evangelio según Jesucristo. Lo leía por las noches, y a pesar de mi cansancio, lo avancé rápido. Esas noches, su lectura me instalaba en una atmósfera más de terror que de un halo divino. ¿Qué estaba leyendo? De cabo a rabo, la historia atrapó toda mi atención y recuerdo que se me enchinó la piel al llegar a la última línea.

Súbitamente, José Saramago se convirtió en uno de mis autores favoritos. Empecé a buscar sus libros, que si bien no los he leído todos, sí buena parte, y el caso de la versión sacrílega de los hechos alrededor del Nazareno, no era una excepción el estilo que empecé a admirar desde el comienzo. Es un verdadero maestro de la narrativa, de las oraciones subordinadas: frases larguísimas, sin guión ni indicación de qué personaje hablaba, y sin embargo, lo entendías; apelaba a la oralidad: no es un escritor complicado, sino que ‘escuchabas’ hablar a los personajes con un lenguaje sencillo —sin embargo, podían tratar los asuntos más profundos de la condición humana; y mantiene entretenida una trama donde siempre ocurrían y ocurrían cosas, sin detenerse a dar algún discurso: simplemente te contaba un cuento, pero podías ver de otra manera al mundo. Sin dejar de mencionar que siempre dejaba un final doble, el que anticipabas porque ya se acababan las páginas, pero también se daba el lujo de sembrar una vuelta de tuerca en las últimas líneas.

Después sabría que El Evangelio según Jesucristo, publicado en 1991, le había costado el exilio de su país: Portugal. Él alguna vez platicó que el título juraría haberlo visto en algún puesto de revistas, lo que no era cierto, pero lo imaginó tan vívidamente que así lo dispuso para su novela. Representaba una blasfemia inquietante para la grey católica, pero le concedió fama mundial, pues pronto empezó a conocerse su monumental obra, y más tarde, en 1998, ganar el Premio Nobel de Literatura.

Leer esta “versión” de las Escrituras te deja boquiabierto. Era la primera vez que la figura de José, el padre de Jesús, lo leía representado con tanto detalle. Ese personaje nunca le había creído a María que su hijo fue obra del Espíritu Santo, y sufrió remordimientos al huir con su niño por la amenaza de Herodes, por no avisar de la amenaza a las otras familias y con lo cual hubo una masacre de infantes que pudo prevenir. Aquí también descubres a un Dios maquiavélico, sediento de sangre y de gloria, que parecería ser más ruin que el mismo Diablo, quien es dibujado como una especie de sombra simpática del primero. Y es que a donde vaya Dios, irá el Diablo. El primero no quería deshacerse del segundo, pues le era sumamente útil para hacerse de nuevos simpatizantes. Y qué decir de un Jesús tan terrenal, tan existencial, lleno de dudas, nada contento con morir de modo tan infame.

Hasta la fecha, mi ejemplar obtuvo severas críticas y rayoneadas cuando lo llegué a prestar o hablar de él. Llamaba la atención desde el título, y supongo que yo estaba tan emocionado de describirlo que algunos vieron en mi rostro una sonrisa demoníaca. Como sea, el libro sigue allí. No dejaba indiferente a nadie, y algunos han temido leerlo. Tan osado es el libro que puede pasarte del lado de los ateos, agnósticos e iconoclastas, porqué aquí, definitivamente, Dios se muestra como un personaje cabrón y ojete.

Ensayando el COVID-19

Más tarde leí Ensayo sobre la ceguera, y reafirmé mi opinión sobre este maestro. Creo que a una década de su partida, es un material perfecto para leerse durante esta cuarentena —ochentena, cientoveintena o lo que resulte. Ahora que pasamos por una pandemia que ha detenido el mundo —una especie de guerra, sin muertos en la calle, pero que ha dejado en bancarrota a la población—, esta obra maestra se anticipa al comportamiento humano. En este “ensayo” hay una epidemia de ceguera, donde te haces ciego con el solo hecho de ver a otro ciego, hasta que prácticamente todos dejan de ver, pues es virtualmente imposible escapar. Se establece una cuarentena para los infectados, que viven un infierno bajo el confinamiento, y logran escapar para adentrarse en una ciudad devastada cuando se dan cuenta que la infección había llegado a todos. Sólo se trataba de sobrevivir.

En esta fábula moderna —publicada en 1995 y llevada al cine en 2008 por Fernando Meirelles— se pone a prueba la solidaridad y el amor frente al gandallismo y el egoísmo, tal como en estos tiempos. En las épocas de crisis, uno viene mostrando el cobre y termina sacando lo mejor y lo peor que cada uno tenemos. Y lo que hace evidente esta novela es que son más, muchos más, los abusivos que aquellos que actúan con compasión. ¿Qué tan dispuestos estamos a cooperar en favor de la sociedad en su conjunto? ¿Es más fácil tomar lo que no es tuyo que dar de lo tuyo a un desconocido?

No es una obra para decir “te enseña equis cosa”, pues el genio portugués no se proponía dar lecciones de moralidad, pero sí nos inspira a reflexionar sobre la condición humana, en especial en tiempos como el nuestro, frente a un mal que afecta literalmente a todo el mundo. José Saramago, seguramente, hubiera tenido alguna estupendo texto o una entrevista inteligente para estos días. Era un hombre pesimista, quizás no hubieran sido las mejores palabras de aliento, pero para él, los pesimistas son los que de verdad podrían cambiar el mundo, pues los optimistas están encantados con lo que hay. Y esa visión tan crítica es lo que uno como lector le agradece. En el fondo de todos sus escenarios y personajes, reflexiona sobre este mundo tan jodido e individualista que nos ha tocado vivir.

Queda decir una cosa. Hace 10 años yo era un empleado en una de esas pseudoempresas tecnológicas, y era la mañana del 18 de junio de 2010 cuando en las noticias del Internet se leía la muerte de José Saramago. Sentí una gran pena, como una pérdida personal muy fuerte —¡así era, para qué negarlo!— y no faltó el compañero que se sonrió preguntando porqué lloraba, que si lo conocía… ¡Claro que lo conocía! Lo había leído desde una década atrás, en una las peores épocas de mi vida, y encontrarme con sus letras me hizo recordarme que unas de las cosas que yo quería hacer y que le daba sentido a mi vida era escribir, que podía escribir, que él sería un referente importante, no importando que nunca lo fuera a igualar, sino que pudiera ser mi piedra de inspiración. Él nunca supo de mi existencia, ¡y qué importa!, yo me había encontrado con él a través de sus libros e intentaría empezar a practicar los mejores tiros en el río.

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Luces y sombras de los talleres literarios, ¿qué tan bueno es inscribirse en uno de ellos?

FOTOS: Internet

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Muchos hemos sido talleristas o miembros de talleres literarios. Desde su aparición como forma de “enseñar” los beneficios de escribir literatura en quienes tienen talento o de fomentar la escritura en quienes tienen interés, pero ninguna aptitud, se fue quedando como una forma de extender el placer del gusto por la literatura.

De esos talleres han surgido muchos escritores y escritoras que de alguna manera comienzan a destacar en el plano cultural. Uno de los síntomas de ello es que los más destacados comienzan a ganar premios y becas, aunque algunos aleguen que por las relaciones públicas, que por la corrupción en el medio literario lo logran, o porque simplemente en realidad sí es por su capacidad e insistencia: el puro trabajo de horas nalga.

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Como talleristas se puede aprender y comprobar que muchos terminan siendo verdaderas terapias de grupo, formas de que quienes llegan como interesados se dan cuenta que la literatura puede ser liberación, redención y despertar a otra realidad o a la realidad misma, cualquier cosa que eso signifique. A ciertos escritores no les gusta que los ubiquen como “terapistas”, como si eso los degradara o le quitara importancia a su actividad intelectual de enseñar. Conozco a un par, que molestos porque una de las alumnas dijo que se le había hecho tarde para llegar a la terapia, corregían y ofrecían el camino de la puerta de salida como solución para que nadie osara a decir que aquello se trataba casi casi de un grupo de autoayuda tipo doble A. A saber las proyecciones que cruzarán por sus cabezas.

En algunos casos la dependencia por el tallerista puede resultar contraproducente porque los alumnos terminan escribiendo como el guía literario y, muchas de las veces, esos “facilitadores” no estaban preparados ni conocían en realidad el valor y la tradición literaria. Muchos de los poetas o narradores de esos talleres traen a cuestas las mismas carencias de estructura, voz, ritmo y punto de vista de su instructor. O la soberbia.

Y es que, en el caso de esos talleres donde los participantes entendieron que la literatura era algo mucho más importante de lo que habían supuesto, que había que leer entre palabras y no tan sólo entre líneas, que la escritura era un acto no sólo de belleza, sino de liberación humana, de que la literatura podía en verdad causar una revolución en todos los sentidos, y que sus vidas podían ser trastocadas, transformadas por el impacto de dar un salto al vacío, tal como lo hizo Vicente Huidobro en Altazor. Esos talleres llevan a un proceso más grande, más humano, más luminoso que el de alcanzar metas meramente espectaculares para inflar nuestros egos. La literatura, como terapia, tiene total sentido en ese caso.

Existen otros talleres, talleristas, que ven una forma de cooptar simpatizantes para un fin político. Poetas y narradores que han forjado una pequeña obra con el fin de dirigir su agenda personal que les permita alcanzar un escalón social determinado, usualmente en la escala económica. Los vemos hacer mucha actividad cultural desinteresada, pero tiempo después están en posiciones políticas de privilegio, desde donde pueden ampliar su estatura intelectual y literaria. Hay otros más que ven en sus alumnos desconocidos a verdaderos talentos de donde pueden abrevar para sus obras personales, plagiando sus ideas e incluso libros completos. Existen cientos de casos de escritores talleristas que ofrecen y prometen oportunidades que nunca cumplirán, bajo la premisa de que “no estaban comprometidos a nada”, pero que sí sacaron jugo del talento de los tallereados y no precisamente por bien de los noveles. Los talleres literarios, en general, resultan fructíferos, sin embargo, no debemos ignorar lo que a veces se produce y reproduce detrás de ellos.

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