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El uso de las imágenes en la catequismo de los californios

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS. Hace unos meses, cuando me encontraba en el interior de la Iglesia de San Francisco Javier, en el poblado del mismo nombre en Baja California Sur, me quedé en un profundo estado de contemplación al admirar su retablo principal, el cual está dedicado al mismo santo. Los nueve óleos que flanquean la estatua del santo le dan un ambiente supranatural, al tiempo que la cubierta áurea del retablo genera una impresión de estar ante la presencia de algo sumamente sagrado. El objetivo de esta obra ¿fue tener un altar hermosamente ornamentado o su función fue más allá? La respuesta a lo anterior la descubriremos a continuación.

El uso de imágenes y esculturas en el culto cristiano venía como herencia de las religiones y veneraciones más antiguas que las precedieron: egipcios, judaísmo, helenismo, etcétera. De las cuales se nutrió para su surgimiento, pero que, paulatinamente, les fue dando un sesgo muy específico que actualmente conforma toda la teoría que subyace a esta religión. Sin embargo, este camino nunca estuvo salvo de obstáculos. Siempre hubo grupos de cristianos que se oponían al uso de imágenes como objeto de culto y lo anterior se percibe en una carta dirigida al Obispo Sereno de Marsella escrita a finales del siglo VII, San Gregorio censuraba la destrucción de imágenes religiosas perpetrada en la diócesis marsellesa, señalando el provecho que habría podido extraerse de ellas: Te alabamos por haber prohibido adorar las imágenes, aunque reprobamos que las hayas destruido. Adorar una imagen es diferente de aprender lo que se debe adorar por medio de la pintura […] La obra de arte tiene pleno derecho de existir, pues su fin no es ser adorada por los fieles, sino enseñar a los ignorantes. Lo que los doctos pueden leer con su inteligencia en los libros, lo ven los ignorantes con sus ojos en los cuadros. Lo que todos tienen que imitar y realizar, unos lo ven pintado en las paredes y otros lo leen escrito en los libros.

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Años después, durante el imperio Bizantino, surgió una facción al interior de la iglesia que pedía la erradicación del culto de imágenes y esculturas, a este movimiento se le conoció como iconoclasta. En el año 787 se realizó el VII Concilio Ecuménico en Nicea, para que zanjara la cuestión de forma concluyente. El Concilio determinó que las imágenes no sólo eran útiles, sino sagradas. No en sí mismas, sino por lo que representaban: “El honor rendido a la imagen revierte a lo que ésta representa”. Recalcó la diferencia entre un ídolo y un ícono; el primero, como su nombre lo indica, es un vehículo para la idolatría, mientras que el segundo es un intermediario con lo sagrado.

Fue durante los siglos que van del XII al XV que se dio la gran efervescencia del uso de esculturas y pinturas como forma de transmitir las enseñanzas bíblicas así como los dogmas cristianos, sin embargo, la heterogeneidad de corrientes que surgieron al interior del cristianismo hicieron peligrar la unidad tan frágil que existía. Fue entonces que surge un gran cisma denominado La Reforma —encabezado por Martín Lutero—, que entre sus postulados buscaba la desaparición de las imágenes como objeto de devoción y culto en el cristianismo. De nuevo, para aclarar este desaguisado se tuvo que convocar a un concilio, el cual se celebró en Trento (1545-1565) en donde se reafirmó la importancia de imágenes con una utilidad didáctica, sin embargo, concedía razón en la necesidad de que hubiera un mayor control de parte de la iglesia en su elaboración y contenido.

Hay que tomar en cuenta que la Sociedad de Jesús nace en plena debacle reformista, en el año de 1540, y su propósito principal es ser fieles defensores de la doctrina católica así como leales en todo a El Papa. Con el paso de los años fueron perfeccionando el uso de técnicas que les permitieran evangelizar a los grupos de “gentiles” entre los que les tocaba realizar sus misiones y poder cumplir con su objetivo con el mayor de los éxitos de forma perdurable y rápida. En el caso de la Nueva España, la orden de los jesuitas fue casi de las últimas en llegar y fueron destinados para realizar su ministerio en el septentrión novohispano, en las tierras que fueron catalogadas como “los confines de la cristiandad”.

Uno de estos sitios fue la Antigua California, a la cual arribaron de forma permanente a partir del año de 1697 cuando fundan la Misión y Real Presidio de Loreto. Conforme fueron aprendiendo la lengua de los naturales poco a poco analizaron sus ceremonias, rituales y creencias con el fin de conocer la manera de aprovecharlas para la comprensión de los rezos y misterios de la fe, que, hasta ese momento, sólo se enseñaban de forma mecánica y memorística, pero con una limitada comprensión de su contenido. No debemos olvidar que de acuerdo a las manifestaciones culturales de los californios se pudieron ubicar en la etapa del paleolítico, lo que se manifestaba en una gran disparidad y desfase entre el pensamiento de los colonos y el de los nativos.

Además de las estrategias ya descritas, los ignacianos reforzaban su adoctrinamiento a través de mostrar imágenes a sus catecúmenos. Las mencionadas imágenes las traían consigo los sacerdotes o las pedían a sus sedes en las ciudades de Guadalajara y la Ciudad de México, y eran elaboradas bajo rigurosas normas y controles tratando en todo momento el causar un impacto no sólo en la memoria de los naturales sino en sus emociones, ya que se consideraba que una imagen, sea una pintura o una escultura, posee una carga semántica muy compleja y completa que evoca emociones indescriptibles y que facilita la percepción de aspectos abstractos como valores, virtudes y actos que difícilmente pueden ser expresados con lenguaje verbal o escrito.

Sin embargo, este proceso no siempre provocaba los efectos deseados y esto fue descrito en un relato un tanto jocoso por el sacerdote Ignaz Pfefferkorn: Un ejemplo de lo anterior es lo acaecido a un misionero jesuita que, con el fin de enseñar a los indios qué les esperaría si se iban al infierno por no ser buenos cristianos, les mostró una llamativa pintura en la que se veían ardientes llamas atormentando el alma de un pecador, y varias espantosas serpientes que parecían querer devorarla, con todo lo cual se pretendía causar el horror de los nativos. Sin embargo, éstos vieron la pintura primero con detenimiento, y luego mostraron alegría. Al preguntárseles por qué les gustaba aquella imagen del infierno, contestaron que sería una gran ventaja estar en un sitio con lumbre para calentarse en las noches frías, y víboras para comer.

Poco a poco al ir evolucionando las “reducciones” en las que fueron confinados una buena parte de los Californios y que llevaron pomposamente el nombre de misiones, el proceso de evangelización (catequización) fue haciéndose más rápido y efectivo. Dentro de las iglesias que se iban erigiendo empezaron a poblase de óleos y esculturas que evocaban pasajes bíblicos, virtudes que debían ser emuladas por los feligreses, y por qué no, castigos que les esperaban en esta y en otra vida si acaso se desviaban de los preceptos enseñados por los sacerdotes. La vida dentro de las misiones se regía por una estricta disciplina religiosa en donde el tañer de la campana de la iglesia marcaba el inicio de las labores diarias las cuales siempre comenzaban con la visita a la iglesia para el canto del “Alabado”, rezo del rosario y encomendarse en su jornada al altísimo.

No cabe duda que la veneración que se tiene de las imágenes sacras por los descendientes de esos californios y los primeros colonos europeos que llegaron a estas tierras, los cuales ahora viven en ranchos, pueblos y ciudades por toda la geografía peninsular, es un legado que viene desde estos tiempos misionales y que debe ser analizado y respetado como un patrimonio intangible de nuestra cultura sudpeninsular.

Bibliografía.

Sonora, a Description of the Province, Ignaz Pfefferkorn, S.J.

El arte sacro como catecismo visual y complemento litúrgico en las misiones de Las Californias, Elizabeth Agripina Simpson Gutiérrez.

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El canto y la música en las Misiones Californianas

IMÁGENES: Cortesía

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). En la educación que se imparte actualmente en las escuelas, ocasionalmente se realizan actividades musicales como el canto y la danza. Su aprendizaje se reserva, por lo general, para ocasiones especiales como las famosas “asambleas” o para festivales artísticos, sin embargo, su enseñanza cotidiana se ha relegado para dar paso a una educación academicista. En la antigua California, los misioneros hacían de estas dos expresiones artísticas algo cotidiano.

Durante el establecimiento de las Misiones Californianas, los sacerdotes pensaron en diferentes estrategias para acercar a los naturales al aprendizaje de los rezos. Si bien es cierto que las largas recitaciones a cargo de un temastián del mismo grupo lograba este cometido, esto era muy tardado y no lograba el efecto de que lo realizaran con goce y alegría. Fieles observadores de las costumbres de los nativos, se dieron cuenta que el canto y la danza formaba parte de sus rituales inmemoriales y decidieron utilizarlos a su favor. Fue así como la enseñanza de los rezos empezó a hacerse por medio de la entonación de cantos. Fue la oportunidad idónea para practicar la gran cantidad de cantos de los que disponían los sacerdotes y una ocasión de goce por parte de los naturales.

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En las cartas y relaciones redactadas por los misioneros, se pueden leer una gran cantidad de referencias sobre las oportunidades que se tuvieron para practicar estos cantos e, incluso, la enseñanza formal de ellos en las instituciones educativas que crearon en sus Misiones. En el diario que llevó el almirante Isidro Atondo y Antillón en su exploración por la California reporta lo siguiente: Después de la noche de navidad de 1683, que se celebró con tres misas, cantos y bailes, los expedicionarios hicieron varios reconocimientos por los alrededores, se ocuparon en hacer adobes para levantar más viviendas. El anterior relato se dejó asentado durante la primera incursión que realizaron partiendo hacia el oeste del puerto de San Bruno.

El sacerdote Clemente Guillén, durante sus viajes de exploración hacia la región de Bahía Magdalena escribió lo siguiente: Esa noche, después de rezado el Rosario y dichas las Letanías Lauretanas se cantó El Alabado, lo que  impresionó agradablemente a los indios del lugar, que se acercaron al real para oír los cantos. Como podemos darnos cuenta el canto se convirtió en una actividad de práctica de la nueva religión, así como un momento de relajamiento para los catecúmenos. Uno de los sacerdotes que destacó en la enseñanza del canto fue el sacerdote veneciano Pedro María Nascimben, al cual recordaban sus compañeros de Misión por haber enseñado canto coral tanto a hombres como mujeres nativos en la misión de Mulegé.

Hasta el siempre mal humorado jesuita J. J. Baegert dejó un apartado en sus relaciones para hablar sobre la influencia benéfica de dos sacerdotes en la enseñanza del canto: …El padre Xavier Bischoff, de Glatz en Bohemia, y el padre Pedro Nascimben, de Venecia, Italia, fueron particularmente responsables de introducir el canto coral a California. Habían entrenado a los californios, tanto hombres como mujeres, con incomparable esfuerzo y paciencia... Se dice incluso que, cuando los franciscanos llegaron iniciaron su labor en la iglesia de Loreto, se sorprendieron agradablemente al escuchar el coro tan entonado y musicalmente educado que constituyó el sacerdote Bischoff en ese lugar.

Los sacerdotes Juan de Ugarte y Juan María de Salvatierra también destacaron en la enseñanza musical de los neófitos, lo cual fue relativamente fácil debido a la sensibilidad y predisposición de muchos de los niños y niñas del lugar, los cuales de buen agrado practicaban los cantos que les enseñaban y los ejecutaban con gran maestría. Otro sacerdote jesuita de nombre Gaspar Trujillo, durante su estancia en la Misión de Loreto adquirió varios instrumentos musicales, destacando en ello un órgano, con los cuales pudo acrecentar la capacidad de canto y el aprendizaje musical de los naturales. El jesuita José Mariano Rothea instaló una escuela en su misión de San Ignacio Kadakaamán, en donde instruía a los niños y niñas en las materias de español, historia, religión y canto, además de clases de costura para las niñas.

Digno de un estudio más profundo sería el poder saber cuáles eran las canciones que se les enseñaban a los Californios en las Misiones, así como la música de las mismas. Lo anterior complementaría en grado sumo la hermosa historia misional que poseemos.

 

Bibliografía:

Misioneros Jesuitas En Baja California – Antonio Ponce Aguilar

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Dialéctica de la California: Rousseau frente a Baegert (II)

FOTOS. Internet

Colaboración Especial

Por Francisco Draco Lizárraga Hernández

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Sin lugar a dudas, estas posturas de Jean-Jacques Rousseau enervaron a los jesuitas ya que hacían que sus conquistas apostólicas y empresas civilizatorias fueran consideradas como perniciosas, por lo cual no faltaron duras objeciones a estas ideas por parte de la Compañía de Jesús y de la Iglesia católica en general. Ante esto, los antiguos misioneros de la California, al poco tiempo de haber iniciado su exilio en el Viejo Continente luego de su deportación de los imperios borbónicos, se lanzaron a la palestra intelectual de la época; la finalidad era refutar la ilusoria idea del buen salvaje predicada por Rousseau y desmentir los falsos rumores sobre las riquezas que estos religiosos amasaron en la península de Baja California durante sus siete décadas de apostolado.

Dentro de la Historia de la Antigua o Baja California, el padre Clavijero no hesita en evidenciar la barbarie y condiciones tan precarias en las que vivían los antiguos californios cada vez que tiene la oportunidad; razón por la cual dedicó un capítulo entero en hacer un elogio a la labor del padre Juan de Ugarte como el pionero de la educación en la Baja California al haber fundado una escuela para enseñar a los neófitos no sólo la doctrina católica; sino que también este misionero se empeñó arduamente en que sus feligreses, “tan acostumbrados a una perpetua ociosidad y una libertad desenfrenada”, aprendiesen a labrar la tierra y a realizar oficios; esto con el fin de civilizarlos para que eventualmente fuesen autosuficientes. Tanta era la admiración de Francisco Xavier Clavijero por el padre Ugarte  —ya que él nunca pisó la California—, que no dudó en decir que sus 30 años en la península equivalieron a un siglo en la evangelización de los Californios, sintiéndose muy conmovido por las tres décadas que este misionero de ingenio sublime tuvo que, voluntariamente y por la gracia de Dios, conversar con “estúpidos salvajes”; ello pese a haberse criado en una casa opulenta, y de haber sido educado en las mejores escuelas de la Nueva España de su época.

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En el caso del padre Johann Jacob Baegert, él no sólo se conformó con calificar a los indígenas de la península de la Baja California como salvajes, como lo hizo Clavijero, sino que, a lo largo de toda su obra sobre la California, realiza una diatriba amarga y feroz contra los Californios al decir: “Por regla general puede decirse de los californios que son tontos, torpes, toscos, sucios, insolentes, ingratos, mentirosos, pillos, perezosos en extremo, grandes habladores […] son gente desorientada, desprevenida, irreflexiva e irresponsable; gente que para nada puede dominarse y que en todo siguen sus instintos naturales, igual a las bestias”. Con esto, el padre Baegert no sólo quiere reforzar la idea de lo difícil que fue la evangelización en la Antigua California a causa de la bestialidad de sus pobladores; sino que también pareciera que, con base en su experiencia misional, busca destruir los argumentos de Rousseau sobre la bondad y virtud innata de los pueblos incivilizados de América, mostrando con ello la supuesta necesidad que se tenía por llevar a los californios el Evangelio para iluminar sus almas y en enseñarles a vivir de manera civilizada para que saliesen de su perenne ociosidad y libertinaje; siendo esto último absolutamente opuesto a la tesis del filósofo ginebrino de que los vicios son engendrados por los lujos y la pereza propia del Hombre culto y versado en las artes y ciencias.

Al utilizar a los californios como el más claro ejemplo de cómo un pueblo totalmente desposeído de cultura y buenas maneras no necesariamente es virtuoso por naturaleza, y que incluso puede ser tendiente a los vicios y bajas pasiones a causa de la concupiscencia intrínseca del ser humano; Baegert en cierto modo logra desmitificar la idea del buen salvaje americano y refuta la tesis esgrimida por Rousseau sobre el carácter pernicioso de la civilización en la bondad natural del Hombre, haciendo todo esto de una manera mucho más contundente y fehaciente que las objeciones presentadas por Voltaire contra las ideas del filósofo ginebrino. Estos argumentos se basan en la erudición libresca del escritor francés y son magistralmente presentadas en su obra Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, al elogiar el progreso de las grandes civilizaciones históricas a través del uso de la razón y del fomento a las artes y ciencias, pero carecen de la más mínima aproximación empírica a los usos y costumbres de los pueblos nativos del continente americano.

No conforme con lo anterior, el padre Baegert se atreve a decir que, pese a la incivilización de los californios, estos son verdaderos hijos de Adán y poseen el raciocinio que el Creador le concede a todos los seres humanos, afirmando que estos indígenas no llegarían a niveles tan lamentables de bestialidad si se les mandara en su infancia a Europa para que se les instruyese en modales, artes y ciencias; sólo así serían iguales a los europeos y desarrollarían todos sus talentos.

De esta manera, mientras que Baegert y los demás misioneros de la California laboraban incansablemente por evangelizar y civilizar a los nativos de esta península; en Francia, en 1755, el ahora afamado y controversial Jean-Jacques Rousseau presentaba su segunda obra filosófica -actualmente considerada como central en el pensamiento de este autor, junto con El contrato social-, el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Dentro de este ensayo, el filósofo suizo hace una profunda reflexión sobre los fundamentos antropológicos y morales de la civilización occidental al proponer un pasado hipotético en el cual los primeros seres humanos vivían solitariamente en idílicos bosques y selvas, donde satisfacían sus necesidades más esenciales y coexistían en armonía con la flora y fauna. Existían pocas diferencias entre el Hombre y los demás animales en plano físico; sin embargo, el pensador ginebrino considera que existen dos características distintivas del ser humano frente a los otros animales: la perfectibilidad, es decir, la capacidad de evolucionar gracias al aprendizaje obtenido mediante la observación; esto con la finalidad de adaptarse a los cambios de su entorno al modificar la Naturaleza dentro y fuera de él; y la idea de su propia libertad, la cual se fundamenta metafísicamente en la perfectibilidad al ser esta última la que da origen al raciocinio.

Para Rousseau, la bondad natural del Hombre comenzó a perderse cuando éste empezó a suprimir sus prístinos instintos para entregarse a la reflexión y al pensamiento, lo cual generó que dejara estar totalmente consagrado al sentimiento de su existencia actual y a su autopreservación más inmediata. En consecuencia, las preocupaciones derivadas por la incertidumbre de su bienestar futuro lo convirtieron en un ser egoísta y alienado de la Naturaleza y el prójimo, perdiendo de esta manera la virtud humana más esencial y primigenia: la piedad. En palabras del autor, el estado de reflexión es contrario a la Naturaleza, y por ello el hombre pensante es un animal depravado y tendiente al vicio; por ende, para el filósofo ginebrino la mayoría de los males de la Humanidad pudiesen haber sido evitados si los primeros seres humanos hubieran conservado su estilo de vida natural, sencillo, solitario y uniforme. Aunado a lo anterior, Rousseau no duda en afirmar que el surgimiento de la propiedad privada, como consecuencia del asentamiento de los primeros grupos humanos en sitios favorables para practicar la agricultura y ganadería, es el principio de todas las injusticias y vicios que han aquejado a la humanidad a lo largo de su historia ya que esto representa el comienzo de la sociedad civil y las leyes.

En su estado natural, el Hombre es virtuoso e inocente al considerar que su principal instinto es el deseo de preservar su propia vida –la autoconservación, que Rousseau la denominó “amor a sí mismo”—; esto produce un sentimiento de compasión ya que existe un rechazo natural al sufrimiento del prójimo al recordar este último las malas experiencias que uno mismo padece, siendo ésta la razón por la cual el hombre salvaje sólo busca conservar su vida pero sin causar o desear perjuicios a sus semejantes. Sin embargo, la sociedad civil genera que esta sana autopreservación y empatía natural se perviertan en ambición, indolencia y el deseo de ser exaltado por los demás ya que el individuo, al vivir en la civilización, está constantemente comparándose y siendo comparado con sus semejantes; esto hace que desee superar a su prójimo en todos los aspectos posibles y con ello construirse una buena reputación, con lo cual se privilegian las riquezas materiales y la astucia frente a la fuerza física y la piedad.

Toda esta alienación del Hombre de su estado natural como consecuencia del raciocinio y el establecimiento de sociedades civiles generan una perenne desigualdad entre todos los individuos, la cual es legitimada por las leyes, disfrazada por las buenas maneras y refinada por el progreso de las artes y ciencias. En consecuencia, la quimera más ardiente de Rousseau era recuperar en lo máximo posible aquella piedad perdida del hombre primitivo y restaurar los valores más elevados de las civilizaciones antiguas, aunque él bien sabía que esto era imposible para los países europeos y que eventualmente los pueblos incivilizados restantes sucumbirían a la civilización occidental.

Evidentemente, esta segunda obra de Rousseau fue atacada por los detractores de su pensamiento, quienes recrudecieron su aversión por él, siendo acusado de pelagianismo por parte de la iglesia católica y abiertamente rechazado por la mayoría de ilustrados al considerar que esta obra buscaba generar una guerra contra la razón, el progreso y la modernidad. Con gran sorna y mordacidad, Voltaire respondió a este ensayo del ginebrino con una cáustica carta en la que afirmó: “Jamás se había empleado tanto entendimiento en querer hacernos bestias. Uno siente el deseo de andar a cuatro patas cuando se lee su obra”. Más adelante dentro de la misma epístola, el filósofo francés arguye contra la idea de la bondad natural de los salvajes al mencionar las guerras tribales de los indígenas del Canadá, quienes gustosos se aliaron con franceses o ingleses según su conveniencia a fin de derrotar a sus naciones enemigas.

Por su parte, a los antiguos misioneros de la California les resultó providencialmente provechoso que los Californios habitasen en un “paleolítico fosilizado” para invalidar las ideas sobre el verdadero estado natural del ser humano durante sus orígenes más remotos. Posiblemente la prueba más contundente con la que contaron los jesuitas para sustentar las ideas de la concupiscencia y la culpa original sostenidas por la Iglesia católica fue el capítulo más cruento y agrio de la ocupación ignaciana de la península: la rebelión de los pericúes en 1734. Si bien pudiera aducirse que dicho alzamiento contra los misioneros no nació de la supuesta perfidia de los pericúes, sino que fue ocasionada por las vejaciones que recibían por parte de soldados y peones que acompañaban a los jesuitas, al igual que por la prohibición y condena explícita de la poligamia -practicada muy ampliamente en este grupo indígena- por parte de estos religiosos.

Francisco Xavier Clavijero, dentro de su enciclopédica obra sobre la Antigua California, retoma la experiencia personal que le testificó el padre Miguel del Barco —antiguo párroco de la Misión de San Francisco Javier y compañero de exilio de Clavijero— junto con la correspondencia de Clemente Guillén y Jaime Bravo y el crudísimo testimonio escrito por Segismundo Taraval, quien hubiera muerto a manos de los pericúes de no haber huido a la isla del Espíritu Santo luego de enterarse del cruento asesinato de sus colegas Lorenzo Carranco y Nicolás Tamaral, encargados de las misiones de Santiago de los Coras y San José del Cabo, respectivamente. Con todo esto, Clavijero, a lo largo de diez capítulos, describe con gran lujo de detalles y precisión los sucesos previos al estallido de esta rebelión, así como su desarrollo y final luego de tres años de lucha entre los Pericúes sublevados y los soldados traídos desde Sonora y Sinaloa para sofocar el alzamiento.

A lo largo de la narración, Clavijero remarca constantemente la frialdad de las maquinaciones de los conjurados y la brutalidad con la que asesinaron a los misioneros antes mencionados y a los indígenas que se mantuvieron fieles a la fe católica; no obstante, el iracundo y mordaz padre Baegert, en tan sólo un capítulo de seis páginas, logra describir de manera muy sintetizada y clara los acontecimientos de la rebelión de los pericúes pese a no haber sido testigo de ninguno de ellos, reforzando su visión pesimista sobre los californios, de quienes dice en dicho capítulo: “A todos sus defectos, los Californios aún agregan su sed de venganza y su crueldad. Poco les importa la vida y por una fruslería matan a un hombre”. Con esto, Baegert reafirma sus argumentos contra las tesis de Rousseau sobre la bondad natural del Hombre salvaje y la corrupción intrínseca de la civilización occidental, mostrando con ello que los seres humanos siempre tienden al mal por causa de pecado original; de esta manera, el jesuita alsaciano pretende justificar las conquistas apostólicas ignacianas frente a los ilustrados y protestantes.

Noticias de la península americana de la California pudiera considerarse como un amargo lamento sobre el fracaso de los jesuitas en la península de Baja California, una taciturna queja sobre la desolación y ruina a la que se enfrentaron los misioneros al evangelizar a los Californios y un esfuerzo testimonial e intelectual por restaurar el honor de la Compañía de Jesús; sin embargo, el padre Baegert, inconscientemente, coincidió con Rousseau en un aspecto: la sublimidad de la soledad y de la contemplación de la Naturaleza. Johann Jacob Baegert, pese a su inagotable ironía y pesimismo sobre su labor, encontró un solaz a su soledad en la contemplación del tórrido y desolado paisaje de la península, haciendo delirantes descripciones sobre la California que parecieran anticiparse al romanticismo engendrado por Rousseau en su última obra; como se atestigua en su capítulo dedicado a las espinas y matorrales de la península donde Baegert, en un acto de curiosidad y tal vez de hastío, afirma haber contado las espinas de una cactácea, una por una hasta llegar a las 1680, con lo cual afirma: “Parece que la maldición que Dios fulminó sobre la tierra después del pecado del primer hombre ha recaído de una manera especial sobre la California; hasta pudiera dudarse que en dos terceras partes de Europa haya tantas púas y espinas como en California sola”. Al final, al misionero y al filósofo los unió el sentimiento de lo sublime terrorífico de Kant ante la profunda soledad del Hombre en medio de una Naturaleza imponente y silenciosa.

Bibliografía

Baegert, J.J. (2013). Noticias de la península americana de la California. La Paz: Archivo Histórico Pablo L. Martínez.

Clavijero, F.X. (2007). Historia de la Antigua o Baja California. Ciudad de México: Editorial Porrúa.

Gómez-Lomelí, L.F. (2018). La estética de la penuria: El colapso de la civilización occidental entre los guaycuras. Cuernavaca: Fondo Editorial del Estado de Morelos.

Kant, I. (2013). ¿Qué es la Ilustración? Madrid: Alianza Editorial.

Kant, I. (2018). Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Ciudad de México: Grupo Editorial Tomo.

Martínez-Morón, N. (2018). La California de Baegert. La Paz: Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

Rousseau, J.J. (2001). Rêveries du promeneur solitaire. París: Le Livre de Poche.

Rousseau, J.J. (2011). Discours sur les Sciences et les Arts. Québec: Université Laval

Rousseau, J.J. (2011). Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes. Québec: Université Laval.

Voltaire (2016). La princesse de Babylone. París: Éditions Gallimard.

Taraval, S. (2017). La rebelión de los californios 1734-1737. La Paz: Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

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Dialéctica de la California: Rousseau frente a Baegert (I)

FOTOS. Internet

Colaboración Especial

Por Francisco Draco Lizárraga Hernández

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La solitaria contemplación de la Naturaleza ha sido considerada desde la Antigüedad como una de las más sublimes fuentes de inspiración artística y filosófica, y posiblemente pocos pensadores han aprovechado la soledad del medio natural con tanto deleite como hizo Jean-Jacques Rousseau. En la última obra de este filósofo suizo, Ensoñaciones del caminante solitario, él mismo hace una reflexión general sobre su pensamiento a lo largo de sus caminatas por los Alpes; llega a la conclusión de que el Hombre provino de la Naturaleza como un animal solitario y que los únicos seres humanos que aún conservaban el estado prístino de la Humanidad eran los nativos de América que aún habitaban en las selvas, bosques, desiertos e islas alejadas de la civilización. De esta manera, Rousseau sentó las bases del romanticismo, movimiento que exaltó la soledad y los terrores del ser humano al enfrentarse a la majestuosidad e inclemencia de la Naturaleza, destacando particularmente dos ambientes aparentemente antitéticos: el desierto y el océano.

La profunda soledad que suele caracterizar al desierto y al mar es la causa por la cual, según Immanuel Kant en su ensayo Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, estos lugares son capaces de infundir el sentimiento de lo sublime terrorífico hasta llegar a la ofuscación de la Razón, con lo cual generan quimeras y visiones lóbregas y pesimistas de la realidad. Partiendo de lo anterior, una de las regiones del mundo donde pudiera llegarse a este extremo es la península de Baja California, tierra donde el desierto está rodeado por el inmenso Océano Pacífico y el Golfo de California, siendo posiblemente la península más aislada del mundo. Fue en esta tierra donde, provenientes de diversas partes del mundo, pero con una misma misión, muchos soldados de la Compañía de Jesús, replicaron el llamado de Abraham de dejar su casa para ir al lugar que le indicara el Señor y ahí construir una nueva nación. Hombres que, en su afán de asemejarse a Cristo y a los profetas, proclamaron la Palabra de Dios a pueblos ignotos e incivilizados en medio de tribulaciones y pobreza, con el fin de lograr la conversión y salvación de miles de almas; no obstante, al final fueron sólo voces que clamaron en el desierto.

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Expulsados de los dominios del Imperio español por las órdenes de Carlos III en 1767, denostados por la acerba pluma de los filósofos ilustrados encabezados por Voltaire —quien en diversas cartas y en su cuento filosófico La princesa de Babilonia encomió a los Borbones por expulsar a los ignacianos de sus reinos—, y al final desconocidos por la misma Iglesia católica tras la promulgación del breve apostólico Dominus ac Redemptor por parte del papa Clemente XIV en 1773, los jesuitas quedaron reducidos al clero secular e iniciaron una larga noche oscura del alma que se prolongaría por 40 años hasta la restauración de la Orden en 1814. Durante este extenso caminar por un desierto espiritual, muchos miembros de la extinta Compañía de Jesús, con la agónica esperanza de poder restaurar algo del prestigio perdido del regimiento de San Ignacio de Loyola, empezaron a redactar obras cuasi enciclopédicas donde se hacía apología de las conquistas apostólicas de la Orden en los países que les fueron encomendados para evangelizar. Dentro de toda esta miríada de apologetas jesuíticos, los antiguos misioneros de la California fueron posiblemente los que mejor expusieron los suplicios, miserias y calamidades a los que se enfrentaron una gran parte de los jesuitas durante su salvífica labor en tierras de paganos.

Con un aspecto “generalmente desagradable y hórrido”, como aseguró el padre Francisco Xavier Clavijero en su obra póstuma Historia de la Antigua o Baja California, la península de Baja California fue el escenario donde, a lo largo de 70 años, los jesuitas llevaron a cabo una de las conquistas evangélicas más arduas que se hayan realizado en la historia de la cristiandad. Se enfrentaron, en primer lugar, con una región casi totalmente aislada del resto del Nuevo Mundo y con condiciones extremadamente áridas e inclementes, a lo cual se añadía el muy exiguo desarrollo sociocultural de los californios, quienes permanecieron en lo que Miguel León Portilla denominó como un “paleolítico fosilizado” y que, según lo que ha sido constatado por las evidencias antropológicas, no tuvieron ningún contacto o noticia de las grandes civilizaciones prehispánicas del centro del país y viceversa.

Ante esta absoluta carencia de la más mínima sofisticación por parte de los californios, y aunado al aislamiento geográfico, a su dispersión poblacional y a la poca disposición por evangelizarse de algunos grupos, los misioneros de la California, hombres de excelsa formación académica y humanística, tuvieron que resignarse a sentirse solos en medio de tribus incivilizadas y rudos soldados; tenían únicamente el consuelo de la oración y el solaz de la correspondencia epistolar entre sus hermanos de la Compañía como medios para paliar su soledad y no caer en la desesperación o en el ofuscamiento de su razón; no obstante, posiblemente el misionero que experimentó con mayor profundidad los prolongados efectos de la recóndita soledad del desierto bajacaliforniano fue el alemán Johann Jacob Baegert —o Bägert, en la grafía original alemana—, párroco de la misión de San Luis Gonzaga de Chiriyaquí, establecida en medio del país de los Guaycuras, “el más seco y estéril de toda la California”, según lo recopilado por el padre Clavijero.

El padre Baegert —oriundo de la ciudad de Schlettstadt, Alsacia, conocida hoy en día como Sélestat, al oriente de Francia— fue, al igual que todos sus compañeros misioneros, un hombre docto versado en humanidades y teología. Baegert, a diferencia de la mayoría de los jesuitas que misionaron en la Antigua California, provenía de un ambiente intelectual altamente polemista ya que Alsacia, que en ese entonces su población era mayormente germánica pero dependiente de la Corona francesa; debido a su condición limítrofe con Alemania y Suiza, fue un centro de intercambio y combate cultural e ideológico entre las principales escuelas de pensamiento de su época: la apologética escolástica abrazada por los jesuitas desde su fundación durante la Contrarreforma, el protestantismo de corte humanista emanado de las obras de Calvino y Lutero, y el racionalismo ilustrado que rápidamente se extendía por Europa gracias a los esfuerzos de Voltaire, Diderot y D’Alembert.

Fue en medio de esta palestra intelectual donde el joven Baegert, hijo de un talabartero, con apenas 19 años, inició su noviciado en 1736 en la ciudad de Maguncia, Alemania, que en ese entonces era la capital del electorado homónimo. Fue ahí donde, confinado tras las murallas de esta ciudad ante el asedio francés que padeció durante la Guerra de Sucesión Polaca, por cuatro años Baegert estudió arduamente los principios esenciales de las doctrinas católicas junto con todas las ramas de las humanidades y filosofía, lo cual le permitió que en 1740, con tan sólo 23 años, se le permitiese impartir materias fundamentales en la formación jesuítica —como gramática, poética y lógica— en el colegio de la Compañía de Jesús en Mannheim, en el Palatinado del Rin, la cual era una de las ciudades más cosmopolitas del Sacro Imperio Germánico, gracias a que su soberano, Carlos III Felipe de Neoburgo, la había convertido en la capital de sus dominios apenas 20 años antes. Con esto, Baegert tuvo la oportunidad de fraguar su enérgica y aguda vocación apologética frente a predicadores protestantes e intelectuales seguidores del Aufklärung -es decir, la Ilustración alemana según la definición de Kant- en la corte del príncipe palatino.

Tras tres fructíferos años como profesor en Mannheim, Baegert regresó a Alsacia para continuar con su formación sacerdotal al iniciar sus estudios teológicos en el prestigioso colegio de Molsheim, el mayor bastión de la Contrarreforma en su provincia natal. Una vez concluida su instrucción en teología, Baegert fue admitido en su totalidad a la Compañía de Jesús y se ordenó sacerdote en 1747, tras lo cual fue enviado a la cercana ciudad de Haguenau para que sirviera como vicario de la iglesia que la Orden administraba en el lugar y que impartiese materias de humanidades en el colegio jesuita de esa ciudad; sin embargo, su renovada labor docente tuvo que ser interrumpida debido a que recibió la orden de ir a Cádiz, España, para que le diesen instrucciones sobre su nueva labor misionera, con lo cual inició lo que muchos años después él consideró como un exilio por la gracia de Dios.

Con apenas tres años de haberse ordenado sacerdote, Johann Baegert llegó a la California luego de un viaje de casi dos años desde su natal Alsacia hasta la Nueva España, teniendo de por medio prolongadas estancias en Génova y Cádiz antes de llegar a América. Según lo que consta en una de las cartas que el padre Johann Baegert escribió a su hermano, George Baegert —quien también era jesuita—, el joven misionero estaba muy entusiasmado por su nueva labor, afirmando que su llamado a las conquistas apostólicas americanas provenía inconcusamente de Dios, alegrándose particularmente de haber sido llamado para evangelizar la península bajacaliforniana, de la cual afirmó: “California bendita me fue asignada, digo California, la cual, de haber podido, yo mismo hubiera elegido”. Jamás se imaginó que, 22 años más tarde, al inicio de su controversial obra Noticias de la península americana de la California —el “libro negro” de la historiografía misional de Baja California según el historiador sudcaliforniano Pablo L. Martínez—, él mismo escribiría: “Todo lo concerniente a la California es tan poca cosa, que no vale la pena alzar la pluma para escribir algo sobre ella”.

Al mismo tiempo que Baegert se sumergía en la más recóndita soledad en una tierra árida, estéril y miserable, aislada por el océano y poblada por gente que “es indistinguible de las bestias”; en Francia, la Academia de Dijon premiaba a un ginebrino poco conocido por una particular obra titulada Discurso sobre las Artes y las Ciencias; muy curiosamente, compartía el mismo nombre de pila del padre Johann Jacob Baegert —Juan Jacobo en castellano— y que, empero, no se escapó de la ácida e irónica pluma del alsaciano, quien lo llamó “un infame soñador”: Jean-Jacques Rousseau.

La ópera prima del filósofo suizo, justo antes del prefacio del autor, contiene una locución latina extraída de la obra elegíaca Las tristezas, escrita por Ovidio, en la cual se expresa: Barbarus hic ego sum quia non intelligor illis —que en castellano se traduciría como: “Aquí soy yo el bárbaro, porque nadie me entiende”. Con esto, de manera casi premonitoria, Rousseau anticipó las controversias de sus obras, que eventualmente le valieron la reprobación de la iglesia católica y los protestantes junto con el repudio de los filósofos ilustrados, especialmente de Voltaire.

La principal razón por la que el ginebrino fue anatemizado por los grupos más importantes de intelectuales de su tiempo se debió, en primer lugar, a que en una época donde se consideraba que las luces de la Razón y el conocimiento disiparían las tinieblas de la ignorancia y superstición para hacer que el Hombre alcanzara la mayoría de edad intelectual como lo señala Kant en su ensayo ¿Qué es la Ilustración?, Rousseau criticó fuertemente el progreso de las artes y las ciencias; consideró que, lejos de mejorar la naturaleza humana y purificar las costumbres, estas sólo desnaturalizan la bondad intrínseca del Hombre y lo convierten en esclavo de las vanidades y la sociedad “civilizada”. Partiendo de esto último, para Rousseau es más digno de admiración un guerrero atlético que combate desnudo con fiereza y coraje, que el literato más encumbrado y conocedor de las bellas artes y las ciencias en Europa—hace con esto una abierta referencia a Voltaire, a quien acusa de ser un esclavo de los gustos del público de su época— ya que este último, con todo su refinamiento y sapiencia, tiende a la ociosidad, al egoísmo y a los vicios, cargando con pesadas cadenas enguirnaldadas con la erudición y el lujo que lo separan de los atributos naturales del Hombre: la virtud, justicia y honor.

Dentro de esta misma obra, Rousseau afirma que las artes y ciencias han nacido como consecuencia de la ociosidad y las injusticias propias de la civilización; por lo cual el progreso del conocimiento no debe ser equiparado con el progreso moral ya que este retrocede mientras el otro avanza; además, considera que han sido el origen de la decadencia moral y social de los grandes imperios, razón por la cual afirma que ha sido la Naturaleza misma la que ha privado al Hombre de estos conocimientos desde sus orígenes a fin de evitar la disolución de las costumbres. Consecuentemente, este filósofo suizo considera que la enseñanza de las humanidades y ciencias no sólo deprava al ser humano y lo inclina a todos los vicios, sino que ésta debe ser sustituida por una educación en la que se privilegie la honestidad, justicia y valentía en el caso de los pueblos europeos; mientras que, en el caso de las naciones nativas del Nuevo Mundo, estas últimas deben permanecer sin influencia de la civilización occidental con la finalidad de que no se perviertan. De esta manera, Rousseau propone que es preferible un pueblo ignorante, pobre e inocente a un país sofisticado y cultivado pero corrompido.

Continuará…

Bibliografía

Baegert, J.J. (2013). Noticias de la península americana de la California. La Paz: Archivo Histórico Pablo L. Martínez.

Clavijero, F.X. (2007). Historia de la Antigua o Baja California. Ciudad de México: Editorial Porrúa.

Gómez-Lomelí, L.F. (2018). La estética de la penuria: El colapso de la civilización occidental entre los guaycuras. Cuernavaca: Fondo Editorial del Estado de Morelos.

Kant, I. (2013). ¿Qué es la Ilustración? Madrid: Alianza Editorial.

Kant, I. (2018). Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Ciudad de México: Grupo Editorial Tomo.

Martínez-Morón, N. (2018). La California de Baegert. La Paz: Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

Rousseau, J.J. (2001). Rêveries du promeneur solitaire. París: Le Livre de Poche.

Rousseau, J.J. (2011). Discours sur les Sciences et les Arts. Québec: Université Laval

Rousseau, J.J. (2011). Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes. Québec: Université Laval.

Voltaire (2016). La princesse de Babylone. París: Éditions Gallimard.

Taraval, S. (2017). La rebelión de los californios 1734-1737. La Paz: Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

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Las plagas de la California: la langosta, el chahuistle y la miel

IMÁGENES: Cortesía

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Una de las grandes preocupaciones que tuvieron los Jesuitas al iniciar el establecimiento de Misiones permanente fue el que se desarrollaran como establecimientos autosustentables, en donde pudieran funcionar con la producción de sus propios alimentos a través del cultivo y de la reproducción del ganado y aves de corral. En el caso de la agricultura, tuvo siempre alcances limitados debidos en una parte a la carencia de agua y tierra suficiente aunando a ello la existencia de plagas que la diezmaban constantemente.

Cuando se iba a establecer una Misión, lo primero que los sacerdotes buscaban para seleccionar el sitio idóneo para su levantamiento es que tuviera fuentes de agua permanentes y más o menos abundantes, así como tierra fértil para realizar siembras. Una vez designado el mejor lugar, se iniciaba con el levantamiento de algunas construcciones que albergaran la iglesia y a los misioneros y soldados, para posteriormente dar inicio con la siembra de diversas semillas entre las que sobresalía el maíz y el trigo. El maíz era la fuente primaria del alimento que se brindaba a los naturales, para convencerlos de que se trasladaran a la Misión (reducción) y una vez ahí permanecieran en ella. El platillo que se preparaba con este cereal se conocía como “pozol” y se cocinaba hirviendo la semilla en agua hasta ablandarla y posteriormente se dejaba enfriar un poco para ser consumida. En ocasiones, se mezclaba con un poco de carne por lo que pasaba a denominarse “pozole”.

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Sin embargo, en ciertas temporadas —y a veces durante varios años— los sembradíos de las Misiones eran asolados por una gran cantidad de insectos llamados langostas, los cuales se reproducían de manera exponencial y causaban una gran destrucción de las plantas no sólo en las Misiones sino en toda la California. El sacerdote Miguel del Barco dejó la siguiente información sobre la forma en que se afectaban las Misiones por estos voraces insectos: Si la langosta cae en alguna siembra de maíz o de trigo, y no hay allí mucha gente que la defienda, acaba enteramente con ella, sin salir de allí, hasta dejarla del todo destruida. Si hay gente, como cuando la siembra está inmediata a la Misión o cabecera, y la siembra es corta, se defiende de este modo. Acude la gente, y puestos en fila, van gritando y espantando con algo que llevan en la mano, y así van de un extremo al otro. La langosta, cuando la gente va llegando a ella, se levanta y vuela; pero luego vuelve a caer a espaldas de la misma gente; y cuando ésta acaba una aventada, ya otra vez está todo lleno de langosta. Y es menester repetir las aventadas continuamente todo el día, exceptuando el tiempo necesario para comer y descansar un poco.

Eran tan frecuentes los graves daños causados por estas langostas que el mismo jesuita dejó esta referencia: La plaga de langosta se padece muchas veces en la California. No sabemos la frecuencia con que antiguamente, en tiempo de su gentilidad, se padeció allí este azote. Lo cierto es que, desde el principio de la conquista, no se experimentó hasta el año de 1722. Después cesó hasta los años de 1746, 47, 48 y 49, en que seguidamente hubo esta plaga con los estragos que suelen causar en todas partes. Volviose a padecer los años de 1753 y 1754. Finalmente en los años de 1765, 1766 y 1767 se repitió este contratiempo; y aún a principios del de 1768, cuando los jesuitas salieron de la península, quedaba aún alguna, aunque no tanta como los años antecedentes.

La plaga de “la miel” que atacaba el maíz consistía en unas gotas a la vista como de agua o rocío grueso; pero melosas y viscosas, que se aparecen en las hojas y sucesivamente se van aumentando tanto que, en gruesas gotas caen al suelo, haciendo notable mancha en la tierra donde caen. Con esto, así las hojas como la caña de maíz se van secando sin dar fruto (Del Barco, op. cit.).

Ahora bien, refiriéndonos al chahuistle podemos decir que era una plaga que atacaba principalmente al maíz y que fue definida de la siguiente manera por el sacerdote Del Barco: Consiste en una especie de polvo delicadísimo del color del tabaco de Sevilla, el cual cae en las hojas y en la espiga. Si con los dos dedos de una mano se coge una hoja infecta de este mal, y se arrastran un poco por ella, se ven luego estos dedos como si hubieran tomado un polvo de tabaco y soltándole luego. Cuando esta enfermedad cae con fuerza, en pocos días se seca el trigo. En este caso, si el grano estaba ya lleno y algo sólido, poco o ningún daño le hace; pero esto rara vez sucede, porque ordinariamente cae cuando acaba de espigar o comienza a granar y tal vez aún antes de espigar y, así, todo se pierde.

Las plagas del chahuistle y “la miel” fueron traídas por los europeos, probablemente entre los mismos granos o alguna herramienta o ropa infectada que trajeron a la California y que posteriormente se diseminó por los campos de cultivo. En el caso de la langosta no fue así, ya que este insecto habitaba en todas estas tierras milenios antes de la llegada de los misioneros. Con mucha tristeza, el ignaciano Miguel del Barco hace una comparación de la gran diferencia que existe en cuanto a la autonomía en producción de alimentos entre las Misiones del interior de la Nueva España y las de la península: en la California, siendo las lluvias tan pocas e irregulares, nunca se puede con solas ellas lograr alguna siembra. Añádanse las plagas de la costa, chahuistle y miel, que muchos años se padecen, y se hará una gran rebaja en las cosechas.

Muy interesante sería que un agrónomo o biólogo especializado en este tipo de plagas hiciera un estudio para identificar aquellas que atacaban los cultivos misionales, definir su ruta de migración, efectos y la manera en que se combatían en aquellos años para así tener una idea más completa de estos fenómenos que formaron parte de la vida Misional de la Antigua California.

 

Bibliografía:

Historia Natural Y Crónica De La Antigua California – Miguel Del Barco

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