Dialéctica de la California: Rousseau frente a Baegert (I)

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Colaboración Especial

Por Francisco Draco Lizárraga Hernández

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La solitaria contemplación de la Naturaleza ha sido considerada desde la Antigüedad como una de las más sublimes fuentes de inspiración artística y filosófica, y posiblemente pocos pensadores han aprovechado la soledad del medio natural con tanto deleite como hizo Jean-Jacques Rousseau. En la última obra de este filósofo suizo, Ensoñaciones del caminante solitario, él mismo hace una reflexión general sobre su pensamiento a lo largo de sus caminatas por los Alpes; llega a la conclusión de que el Hombre provino de la Naturaleza como un animal solitario y que los únicos seres humanos que aún conservaban el estado prístino de la Humanidad eran los nativos de América que aún habitaban en las selvas, bosques, desiertos e islas alejadas de la civilización. De esta manera, Rousseau sentó las bases del romanticismo, movimiento que exaltó la soledad y los terrores del ser humano al enfrentarse a la majestuosidad e inclemencia de la Naturaleza, destacando particularmente dos ambientes aparentemente antitéticos: el desierto y el océano.

La profunda soledad que suele caracterizar al desierto y al mar es la causa por la cual, según Immanuel Kant en su ensayo Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, estos lugares son capaces de infundir el sentimiento de lo sublime terrorífico hasta llegar a la ofuscación de la Razón, con lo cual generan quimeras y visiones lóbregas y pesimistas de la realidad. Partiendo de lo anterior, una de las regiones del mundo donde pudiera llegarse a este extremo es la península de Baja California, tierra donde el desierto está rodeado por el inmenso Océano Pacífico y el Golfo de California, siendo posiblemente la península más aislada del mundo. Fue en esta tierra donde, provenientes de diversas partes del mundo, pero con una misma misión, muchos soldados de la Compañía de Jesús, replicaron el llamado de Abraham de dejar su casa para ir al lugar que le indicara el Señor y ahí construir una nueva nación. Hombres que, en su afán de asemejarse a Cristo y a los profetas, proclamaron la Palabra de Dios a pueblos ignotos e incivilizados en medio de tribulaciones y pobreza, con el fin de lograr la conversión y salvación de miles de almas; no obstante, al final fueron sólo voces que clamaron en el desierto.

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Expulsados de los dominios del Imperio español por las órdenes de Carlos III en 1767, denostados por la acerba pluma de los filósofos ilustrados encabezados por Voltaire —quien en diversas cartas y en su cuento filosófico La princesa de Babilonia encomió a los Borbones por expulsar a los ignacianos de sus reinos—, y al final desconocidos por la misma Iglesia católica tras la promulgación del breve apostólico Dominus ac Redemptor por parte del papa Clemente XIV en 1773, los jesuitas quedaron reducidos al clero secular e iniciaron una larga noche oscura del alma que se prolongaría por 40 años hasta la restauración de la Orden en 1814. Durante este extenso caminar por un desierto espiritual, muchos miembros de la extinta Compañía de Jesús, con la agónica esperanza de poder restaurar algo del prestigio perdido del regimiento de San Ignacio de Loyola, empezaron a redactar obras cuasi enciclopédicas donde se hacía apología de las conquistas apostólicas de la Orden en los países que les fueron encomendados para evangelizar. Dentro de toda esta miríada de apologetas jesuíticos, los antiguos misioneros de la California fueron posiblemente los que mejor expusieron los suplicios, miserias y calamidades a los que se enfrentaron una gran parte de los jesuitas durante su salvífica labor en tierras de paganos.

Con un aspecto “generalmente desagradable y hórrido”, como aseguró el padre Francisco Xavier Clavijero en su obra póstuma Historia de la Antigua o Baja California, la península de Baja California fue el escenario donde, a lo largo de 70 años, los jesuitas llevaron a cabo una de las conquistas evangélicas más arduas que se hayan realizado en la historia de la cristiandad. Se enfrentaron, en primer lugar, con una región casi totalmente aislada del resto del Nuevo Mundo y con condiciones extremadamente áridas e inclementes, a lo cual se añadía el muy exiguo desarrollo sociocultural de los californios, quienes permanecieron en lo que Miguel León Portilla denominó como un “paleolítico fosilizado” y que, según lo que ha sido constatado por las evidencias antropológicas, no tuvieron ningún contacto o noticia de las grandes civilizaciones prehispánicas del centro del país y viceversa.

Ante esta absoluta carencia de la más mínima sofisticación por parte de los californios, y aunado al aislamiento geográfico, a su dispersión poblacional y a la poca disposición por evangelizarse de algunos grupos, los misioneros de la California, hombres de excelsa formación académica y humanística, tuvieron que resignarse a sentirse solos en medio de tribus incivilizadas y rudos soldados; tenían únicamente el consuelo de la oración y el solaz de la correspondencia epistolar entre sus hermanos de la Compañía como medios para paliar su soledad y no caer en la desesperación o en el ofuscamiento de su razón; no obstante, posiblemente el misionero que experimentó con mayor profundidad los prolongados efectos de la recóndita soledad del desierto bajacaliforniano fue el alemán Johann Jacob Baegert —o Bägert, en la grafía original alemana—, párroco de la misión de San Luis Gonzaga de Chiriyaquí, establecida en medio del país de los Guaycuras, “el más seco y estéril de toda la California”, según lo recopilado por el padre Clavijero.

El padre Baegert —oriundo de la ciudad de Schlettstadt, Alsacia, conocida hoy en día como Sélestat, al oriente de Francia— fue, al igual que todos sus compañeros misioneros, un hombre docto versado en humanidades y teología. Baegert, a diferencia de la mayoría de los jesuitas que misionaron en la Antigua California, provenía de un ambiente intelectual altamente polemista ya que Alsacia, que en ese entonces su población era mayormente germánica pero dependiente de la Corona francesa; debido a su condición limítrofe con Alemania y Suiza, fue un centro de intercambio y combate cultural e ideológico entre las principales escuelas de pensamiento de su época: la apologética escolástica abrazada por los jesuitas desde su fundación durante la Contrarreforma, el protestantismo de corte humanista emanado de las obras de Calvino y Lutero, y el racionalismo ilustrado que rápidamente se extendía por Europa gracias a los esfuerzos de Voltaire, Diderot y D’Alembert.

Fue en medio de esta palestra intelectual donde el joven Baegert, hijo de un talabartero, con apenas 19 años, inició su noviciado en 1736 en la ciudad de Maguncia, Alemania, que en ese entonces era la capital del electorado homónimo. Fue ahí donde, confinado tras las murallas de esta ciudad ante el asedio francés que padeció durante la Guerra de Sucesión Polaca, por cuatro años Baegert estudió arduamente los principios esenciales de las doctrinas católicas junto con todas las ramas de las humanidades y filosofía, lo cual le permitió que en 1740, con tan sólo 23 años, se le permitiese impartir materias fundamentales en la formación jesuítica —como gramática, poética y lógica— en el colegio de la Compañía de Jesús en Mannheim, en el Palatinado del Rin, la cual era una de las ciudades más cosmopolitas del Sacro Imperio Germánico, gracias a que su soberano, Carlos III Felipe de Neoburgo, la había convertido en la capital de sus dominios apenas 20 años antes. Con esto, Baegert tuvo la oportunidad de fraguar su enérgica y aguda vocación apologética frente a predicadores protestantes e intelectuales seguidores del Aufklärung -es decir, la Ilustración alemana según la definición de Kant- en la corte del príncipe palatino.

Tras tres fructíferos años como profesor en Mannheim, Baegert regresó a Alsacia para continuar con su formación sacerdotal al iniciar sus estudios teológicos en el prestigioso colegio de Molsheim, el mayor bastión de la Contrarreforma en su provincia natal. Una vez concluida su instrucción en teología, Baegert fue admitido en su totalidad a la Compañía de Jesús y se ordenó sacerdote en 1747, tras lo cual fue enviado a la cercana ciudad de Haguenau para que sirviera como vicario de la iglesia que la Orden administraba en el lugar y que impartiese materias de humanidades en el colegio jesuita de esa ciudad; sin embargo, su renovada labor docente tuvo que ser interrumpida debido a que recibió la orden de ir a Cádiz, España, para que le diesen instrucciones sobre su nueva labor misionera, con lo cual inició lo que muchos años después él consideró como un exilio por la gracia de Dios.

Con apenas tres años de haberse ordenado sacerdote, Johann Baegert llegó a la California luego de un viaje de casi dos años desde su natal Alsacia hasta la Nueva España, teniendo de por medio prolongadas estancias en Génova y Cádiz antes de llegar a América. Según lo que consta en una de las cartas que el padre Johann Baegert escribió a su hermano, George Baegert —quien también era jesuita—, el joven misionero estaba muy entusiasmado por su nueva labor, afirmando que su llamado a las conquistas apostólicas americanas provenía inconcusamente de Dios, alegrándose particularmente de haber sido llamado para evangelizar la península bajacaliforniana, de la cual afirmó: “California bendita me fue asignada, digo California, la cual, de haber podido, yo mismo hubiera elegido”. Jamás se imaginó que, 22 años más tarde, al inicio de su controversial obra Noticias de la península americana de la California —el “libro negro” de la historiografía misional de Baja California según el historiador sudcaliforniano Pablo L. Martínez—, él mismo escribiría: “Todo lo concerniente a la California es tan poca cosa, que no vale la pena alzar la pluma para escribir algo sobre ella”.

Al mismo tiempo que Baegert se sumergía en la más recóndita soledad en una tierra árida, estéril y miserable, aislada por el océano y poblada por gente que “es indistinguible de las bestias”; en Francia, la Academia de Dijon premiaba a un ginebrino poco conocido por una particular obra titulada Discurso sobre las Artes y las Ciencias; muy curiosamente, compartía el mismo nombre de pila del padre Johann Jacob Baegert —Juan Jacobo en castellano— y que, empero, no se escapó de la ácida e irónica pluma del alsaciano, quien lo llamó “un infame soñador”: Jean-Jacques Rousseau.

La ópera prima del filósofo suizo, justo antes del prefacio del autor, contiene una locución latina extraída de la obra elegíaca Las tristezas, escrita por Ovidio, en la cual se expresa: Barbarus hic ego sum quia non intelligor illis —que en castellano se traduciría como: “Aquí soy yo el bárbaro, porque nadie me entiende”. Con esto, de manera casi premonitoria, Rousseau anticipó las controversias de sus obras, que eventualmente le valieron la reprobación de la iglesia católica y los protestantes junto con el repudio de los filósofos ilustrados, especialmente de Voltaire.

La principal razón por la que el ginebrino fue anatemizado por los grupos más importantes de intelectuales de su tiempo se debió, en primer lugar, a que en una época donde se consideraba que las luces de la Razón y el conocimiento disiparían las tinieblas de la ignorancia y superstición para hacer que el Hombre alcanzara la mayoría de edad intelectual como lo señala Kant en su ensayo ¿Qué es la Ilustración?, Rousseau criticó fuertemente el progreso de las artes y las ciencias; consideró que, lejos de mejorar la naturaleza humana y purificar las costumbres, estas sólo desnaturalizan la bondad intrínseca del Hombre y lo convierten en esclavo de las vanidades y la sociedad “civilizada”. Partiendo de esto último, para Rousseau es más digno de admiración un guerrero atlético que combate desnudo con fiereza y coraje, que el literato más encumbrado y conocedor de las bellas artes y las ciencias en Europa—hace con esto una abierta referencia a Voltaire, a quien acusa de ser un esclavo de los gustos del público de su época— ya que este último, con todo su refinamiento y sapiencia, tiende a la ociosidad, al egoísmo y a los vicios, cargando con pesadas cadenas enguirnaldadas con la erudición y el lujo que lo separan de los atributos naturales del Hombre: la virtud, justicia y honor.

Dentro de esta misma obra, Rousseau afirma que las artes y ciencias han nacido como consecuencia de la ociosidad y las injusticias propias de la civilización; por lo cual el progreso del conocimiento no debe ser equiparado con el progreso moral ya que este retrocede mientras el otro avanza; además, considera que han sido el origen de la decadencia moral y social de los grandes imperios, razón por la cual afirma que ha sido la Naturaleza misma la que ha privado al Hombre de estos conocimientos desde sus orígenes a fin de evitar la disolución de las costumbres. Consecuentemente, este filósofo suizo considera que la enseñanza de las humanidades y ciencias no sólo deprava al ser humano y lo inclina a todos los vicios, sino que ésta debe ser sustituida por una educación en la que se privilegie la honestidad, justicia y valentía en el caso de los pueblos europeos; mientras que, en el caso de las naciones nativas del Nuevo Mundo, estas últimas deben permanecer sin influencia de la civilización occidental con la finalidad de que no se perviertan. De esta manera, Rousseau propone que es preferible un pueblo ignorante, pobre e inocente a un país sofisticado y cultivado pero corrompido.

Continuará…

Bibliografía

Baegert, J.J. (2013). Noticias de la península americana de la California. La Paz: Archivo Histórico Pablo L. Martínez.

Clavijero, F.X. (2007). Historia de la Antigua o Baja California. Ciudad de México: Editorial Porrúa.

Gómez-Lomelí, L.F. (2018). La estética de la penuria: El colapso de la civilización occidental entre los guaycuras. Cuernavaca: Fondo Editorial del Estado de Morelos.

Kant, I. (2013). ¿Qué es la Ilustración? Madrid: Alianza Editorial.

Kant, I. (2018). Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Ciudad de México: Grupo Editorial Tomo.

Martínez-Morón, N. (2018). La California de Baegert. La Paz: Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

Rousseau, J.J. (2001). Rêveries du promeneur solitaire. París: Le Livre de Poche.

Rousseau, J.J. (2011). Discours sur les Sciences et les Arts. Québec: Université Laval

Rousseau, J.J. (2011). Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes. Québec: Université Laval.

Voltaire (2016). La princesse de Babylone. París: Éditions Gallimard.

Taraval, S. (2017). La rebelión de los californios 1734-1737. La Paz: Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

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Colaboración Especial

Francisco Draco Lizárraga Hernández 

Estudiante de octavo semestre de biología marina en la UABCS. Nacido el 14 de diciembre de 1998, originario y criado en Mazatlán, Sinaloa. De vocación científica, pero con inclinaciones humanísticas, se considera un bibliófilo empedernido, así como un devoto del laboratorio

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