Entrevista con Don Roberto Castro Guerrero, un policía de los de antes

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FOTOS: Cortesía.

Vientos de Pueblo

José Luis Cortés M.

 

San José del Cabo, Baja California Sur (BCS). La tarde se desliza lenta en la habitación donde don Roberto Castro Guerrero, de 91 años, reposa en una cama rodeada de fotografías que parecen contar su vida en imágenes. En una de ellas, abraza a un niño que ríe sobre un caballo de madera; en otra, estrecha la mano de un agricultor bajo un sol inclemente. Su hija Patricia, quien me acompaña en esta visita, señala una foto en blanco y negro: “Papá, aquí está con los niños del parque Benito Juárez. ¿Se acuerda cuando los dejaba subir a la patrulla para que jugaran con la sirena?”. Don Roberto sonríe con ojos brillantes: “Eran otros tiempos… más simples”.

Y lo eran. En los ochenta y noventa, San José del Cabo era un pueblo donde las puertas no se cerraban con llave y los niños corrían libres por las calles, sin tablets ni celulares, sólo con la imaginación como compañera. “La gente confiaba —recuerda Adriana, otra de sus hijas, mientras acomoda un álbum familiar—. Si un balón se metía a un jardín, el dueño de la casa lo guardaba hasta que el niño volviera por él. Hoy, con tanta tecnología, los chicos ni se conocen entre sí”.

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Don Roberto, con voz suave pero clara, revive aquella época. “La seguridad no se trataba de armas, sino de presencia —dice—. Si veía a un niño solo en la calle, paraba la patrulla y le preguntaba si necesitaba ayuda. A veces sólo quería jugar fútbol, y yo me quedaba un rato”. Lupita, su hija mayor, interviene: “Nosotras nos enojábamos porque siempre llegaba tarde a cenar. ‘La gente me necesita’, decía. Y teníamos que entenderlo”.

Un vecino, don Arsenio, entra a la habitación con una caja de mangos. “Comandante, le traigo de su árbol —dice, refiriéndose a un ejemplar que don Roberto plantó hace décadas frente a su casa—. ¿Se acuerda cuando lo regaba todas las mañanas? Usted decía: ‘Si el pueblo crece, la sombra debe alcanzar para todos’”.

La vida de don Roberto era un tejido de pequeños gestos. Una mañana de 1993, una niña de 7 años se perdió en el mercado. Él la encontró llorando junto a un puesto de frutas, la subió a su patrulla y recorrió el pueblo con ella hasta reconocer su casa. “No sólo la devolvió —cuenta Patricia—, sino que después llevó despensas a la familia. ‘La pobreza es la primera semilla del miedo’, repetía”.

Alicia, que entonces era adolescente, lo acompañaba a veces en esos recorridos. “Lo veía dialogar con los jóvenes que hoy son padres de familia. Les decía: ‘El futuro no se compra con dinero, sino con trabajo’. Y ellos lo escuchaban porque sabían que no tenía doble cara”.

En las noches, don Roberto no descansaba. Si sonaba el teléfono, fuera por un choque o una disputa familiar, él acudía. “Una vez, una señora llamó porque su esposo, borracho, amenazaba con romper los muebles —recuerda Patricia—. Mi papá llegó, lo sentó en la cocina y le preparó café. ‘La violencia no arregla nada’, le dijo. Al final, el hombre lloraba pidiendo perdón. Así era él: un mediador, no un represor”.

Hoy, a sus 91 años, don Roberto sigue siendo el mismo. Aunque postrado, recibe visitas de quienes lo recuerdan como el guardián que no necesitaba armas para inspirar respeto. “La semana pasada vino un muchacho de 30 años —cuenta Alicia—. Le dijo: ‘Comandante, gracias a usted no me metí en problemas. Siempre me sacaba de la calle para llevarme a la escuela’. Y don Roberto, con su humor intacto, le respondió: ‘Pero si tú eras el más travieso’”.

La tarde se desvanece. Uno de sus yernos le ayuda a don Roberto a beber un poco de agua. “Don Roberto, ¿se acuerda de Doña Rosa? —pregunta—. Hoy me contó que usted le regaló un vestido para el cumpleaños de su hija en 1995. ‘No tenía qué ponerse’, le dijo. Y usted movió cielo y tierra para conseguírselo”.

Don Roberto cierra los ojos y sonríe. En la pared, una foto lo muestra rodeado de niños en un parque. Afuera, el viento mueve las hojas del árbol que plantó. “Este pueblo lo lleva en el alma —murmura Lupita—. Por eso la gente lo sigue queriendo tanto”.

Y en el silencio de la habitación, entre el tic-tac del reloj y la respiración pausada de don Roberto, se entiende que un hombre no necesita titulares para ser inolvidable. Solo manos tendidas, palabras sinceras y un corazón que nunca dejó de latir por los demás.

¿Qué nos falta hoy para recuperar aquellos valores? Mientras observo a don Roberto dormir, rodeado de sus hijas, surge una pregunta inevitable: ¿qué se necesita para que un pueblo vuelva a confiar en sus guardianes, para que los niños jueguen en las calles sin miedo, para que la autoridad sea sinónimo de esperanza y no de sospecha? La respuesta, quizá, esté en las pequeñas cosas que él practicó: escuchar antes de juzgar, tender puentes antes que muros, y entender que la verdadera seguridad nace del respeto, no del miedo.

Un agradecimiento eterno a don Roberto Castro Guerrero, por recordarnos que un uniforme no hace a un servidor, sino el alma que lo lleva. Por enseñarnos que la justicia no siempre está en las leyes, sino en las manos que ayudan a levantarse a quien cae. Y por regalarnos, en tiempos oscuros, la certeza de que un México mejor no es un sueño, sino una semilla que late en cada acto de bondad. Gracias, Comandante. Su legado es un faro que, incluso en la distancia, sigue alumbrando el camino.

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.

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José Luis Cortés

Escritor, filósofo, maestro de inglés y entrenador de liderazgo. Nació en Morelia, Michoacán, el 18 de mayo de 1973. Estudió Contaduría en la UABC de Tijuana, BC, y se certificó en Ontario, California, EEUU, como entrenador de liderazgo y como maestro de inglés. Soñador despierto toda la vida.

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