¿Novelas de narcos, mi amigo?

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El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Hace dos años vi unos capítulos de la serie El Chapo porque todo mundo hablaba de ella y quise asomarme para mirar qué había que llamaba tanto la atención. Traté de verla a solas por estar muy cargada de contenidos para mayores de edad. No obstante, mi hija, en una de esas vio algunas imágenes y me preguntó que si ese hombre había hecho algo por el país, que si era algún héroe nacional (andaba muy metida en la cosa de la Revolución Mexicana porque su maestro había logrado interesarla en la historia de México; no hablaba de otra cosa). Le dije que no. Cerré el canal y jamás volví a nada que tuviera que ver con esa serie. La verdad, me dio pena encontrarme en esa situación incómoda y no saber qué decir exactamente; algo le dije, pero no lo suficiente. A un adulto es más fácil explicarle, pero no a una niña. Esos primeros capítulos me parecieron insulsos, carentes de toda profundidad, sin crítica, una narrativa sin contenido, sólo la descripción de sucesos que ensalzaban la astucia del personaje; poseía un aparente ropaje de mensaje social, pero en realidad sólo era una telenovela creada desde la nota roja, justamente como lo hacía la famosa Alarma! de hace unos 4o años. No había mucha diferencia entre Los ricos también lloran y El Chapo.

Ese suceso con mi hija me ayudó a ver claramente que yo como adulto quizá podía asimilarla y verla como una realidad ficcionada, pero no una menor. Ellos ven el mundo distinto. Para ellos hay buenos y malos y a veces los límites entre una y otra cosa no los alcanzan a percibir. Si su papá veía aquello es porque era bueno y, por tanto, digno de verse y celebrarse. No es una cuestión moralista, sino un asunto de principios humanos o de valores si se quiere, aunque estos son mutables y permeables, y los principios no. Y es cierto: el país pasa por un túnel al que fuimos introducidos por décadas sin darnos cuenta (o tal vez sí, pero nos dio miedo o indiferencia hacer algo) y todo aquello que nos unió como familias hoy carece de sentido. No hablaré del rompimiento del tejido social por cuestiones de espacio, pero creo que todos tenemos eso en mente y sabemos a qué nos referimos.

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Hace unos días puse en mi muro del Facebook un acalorado mensaje a raíz de lo de Culiacán el jueves 17 de octubre, donde descalificaba la narcoliteratura. Varios me hicieron algunos comentarios muy atinados, una especie de defensa del subgénero. Hay quienes dicen que “no debemos darle la espalda” que porque “retrata la realidad”, “que es un reflejo de lo que estamos viviendo”, etcétera. Claro, ¿qué obra literaria no lo hace?: Condición humana, de André Malraux (por mencionar una), hace una extraordinaria visión de la estupidez de las guerras. Desde mi punto de vista, la narcoliteratura está muy lejos de eso. Otros que dicen que no porque un actor equis haga el papel de narco está haciendo apología del delito o la violencia, pues sería como pensar que como sale de ladrón en una película, todo mundo comenzará a robar.

Yo creo que no es tan simple. No creo que “sólo sea un programa” o “sólo sea una película”. Todo lo que entra a la mente es información, y ésta la soluciona, selecciona, empata, adiciona, equilibra y usa con fines de vivir y supervivir la realidad, o nos da herramientas para hacernos sentir seguros, tal como lo hacen el alcohol o las drogas. Quisiera decir que educa, pero creo que educación todavía es más amplia, porque ésta moldea la mente con fines humanísticos y prácticos. Y, bueno, esos programas no tienen la menor intención de eso, claro está, sino de vender. Por tanto, lo que experimentamos, lo que vivimos, lo que oímos, sí forma nuestra personalidad, arroja un resultado, una conducta social, un patrón a seguir.

¿Nos terminamos convirtiendo en eso después de un bombardeo constante? Digo, una película o la historia de un ladrón no hace que nos convirtamos en ladrones, pero si una industria se dedica por completo a decir que ese ladrón o ladrones son lo más chingón del mundo, y sale hasta en las toallas íntimas, algo deberá pasarnos. Como la corrupción en México: permitida, aplaudida y deseada porque “es lo que todo mundo hace y les va bien”. Cuando éramos niños, allá por 1977, en Baja California Norte, al pueblo donde vivíamos, Puertecitos, nos llevaron a ver la película La banda del carro rojo en un cine de carpa; no había conciencia de lo que veríamos, sólo era una película. Los niños salimos sintiéndonos Emilio Varela y se nos hacía de lo más fregón que hubieran engañado a la ley poniendo la droga en la llantas. Tiene un mensaje moralino y retorcido al final, “esto es malo”, pero a los niños eso nos valió madre: lo chingón era el contrabandista (así le llamaban a los narcos en esos años). Hoy, las editoriales piden a sus escritores que hagan series de libros para adolescentes con la temática del narco, el secuestro y etcétera, “para el fomento a la lectura entre los jóvenes”, alegan.

Existe en los hechos una cultura del narco, con productos comerciales legales e ilegales, y claro, la literatura no escapó a ese paradigma, y hoy está sumergida en la ola. Tal vez no siempre aplique aquello de que “escribes lo que vives” porque hay múltiples casos donde hay obras que no tocan el tema ni por asomo y experimentan con otras cosas, pero muchos de pronto se ven inmersos en la temática sin quizá proponérselo, porque algo nos toca de ello. ¿Quién no se ha sentido paranoico y con miedo de salir de casa en estos últimos años por lo mismo? Hace casi dos años, en 2017, Modesto Peralta, mi editor de Culco, me pidió reseñar un extraordinario trabajo disciplinario de periodismo de gente del gremio, Romper el silencio, y tardé dos meses en decidirme a que lo publicara por la ola de violencia que se había suscitado en todo BCS.

Recuerdo ese año de 2017 con amargo sabor de vida y con las inquietudes de un tiempo que no tenía asideros. En todas partes se hablaba de La Paz que se nos fue; los choferes del transporte no hacían otra cosa que hablar de ello, de los muertos, de las balaceras (incluso por mi colonia llegamos a oír muchas), y varios se solazaban de placer de estar al corriente del número de muertos, cómo habían muerto y en qué circunstancias (era el morbo desatado). Era un ambiente de lo más deplorable, decadente y sinsentido. Bajo esas circunstancias, ¿qué ganas de escribir literatura, o aún más, narcoliteratura? Yo no. Paso. Nunca he escrito una sola línea sobre la temática, ni cuento, ni poesía, ni novela. Para mí el tema está muerto aunque se insista a través de series, películas, canciones, corridos, poemas, novelas, cuentos. Sé que pronto pasará, como muchas cosas, pero la industria del bísnes está haciendo su agosto y contra eso es difícil no estar enterado. Sólo queda estar con los sentidos abiertos y que algún día nuestra humanidad reaccione ante la estupidez que estamos viviendo, porque a la industria no le interesa lo que opines, sino venderte lo que está de moda, mientras prolongue la imagen de violencia que pretende normalizarse para acrecentar su capital.

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El librero

Ramón Cuéllar Márquez

Nació en La Paz, en 1966. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Actualmente se desempeña como locutor, productor y guionista en Radio UABCS, en programas como “Stradivarius” y “Libreta Cultural”. Ha publicado los libros de poesía: “La prohibición del santo”, “Los cadáveres siguen allí”, “Observaciones y apuntes para desnudar la materia” y “Los poemas son para jugar”; las novelas “Volverá el silencio”, “Los cuerpos” e “Indagación a los cocodrilos”; de cuentos “Los círculos”; y de ensayos: “De varia estirpe”.

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