
El eco de los corridos: 31 años de apología al crimen y su legado de destrucción

FOTOS: Billboard | Los Angeles Times.
Vientos de Pueblo
José Luis Cortés M.
San José del Cabo, Baja California Sur (BCS). El tiempo, implacable testigo de nuestras acciones, siempre revela las cicatrices que dejamos en el camino. Hoy, tres décadas después de que los primeros acordes de un género musical oscurecieran la tradición mexicana de contar historias a través del canto, queda claro el impacto devastador de los corridos explícitos o narco-corridos. Un fenómeno que comenzó como una curiosidad cultural en 1994 se ha transformado en un reflejo de la normalización de la violencia, la apología del delito y una herramienta de propaganda para figuras de dudoso proceder.
Todo comenzó con La Clave Privada , un tema grabado por Los Tucanes de Tijuana, agrupación que marcó un antes y un después en el panorama musical mexicano. La canción, lejos de ser una simple pieza artística, narraba con detalle la vida de un capo ficticio, exaltando su poder, sus armas y su capacidad para burlar a las autoridades. Poco después, la Banda El Recodo, otra institución de la música regional mexicana, también grabó la misma melodía, amplificando su alcance. En ese entonces, no hubo sanciones, advertencias ni debates sobre el impacto social de este tipo de letras. Ni siquiera cuando los versos claramente exaltaban actividades ilícitas y glorificaban a figuras asociadas con el crimen organizado. La puerta quedó abierta, y lo que siguió fue una avalancha de composiciones que convirtieron a narcotraficantes, sicarios y líderes del crimen en héroes modernos.
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Los corridos tradicionales, aquellos que surgieron durante la Revolución Mexicana, eran himnos de resistencia, relatos heroicos y memorias colectivas. Contaban batallas, sacrificios y luchas por la justicia. Eran la voz de un pueblo que buscaba preservar su historia a través de versos simples, pero poderosos. Sin embargo, el giro hacia lo explícito convirtió esta noble tradición en un vehículo para legitimar actividades ilícitas, ensalzar la muerte y normalizar conductas antisociales. Lo que alguna vez fue un arte para honrar héroes se transformó en un espejo distorsionado donde los villanos se volvieron ídolos.
El caso más reciente que evidencia los estragos de este fenómeno ocurrió en Texcoco, Estado de México, donde un palenque fue reducido a escombros tras un concierto de música grupera. Las imágenes de jóvenes destrozando vehículos, rompiendo mobiliario y enfrentándose entre sí inundaron redes sociales, generando indignación nacional. Pero no era la primera vez que se veían señales de alarma. Meses antes, artistas habían sido detenidos, multados e incluso señalados públicamente por promover comportamientos violentos en sus presentaciones. Uno de ellos, ante la presión, declaró que dejaría de interpretar corridos explícitos. Una confesión tardía que llegó solo cuando el daño ya estaba hecho.
La comparación con otros fenómenos culturales resulta inevitable. Tomemos, por ejemplo, el famoso “grito homofóbico” que desde hace años se escucha en los estadios de fútbol mexicanos, particularmente en el Estadio Jalisco, casa del Atlas (donde aparentemente inició por ahí del año 2000). Este cántico, dirigido inicialmente contra los porteros rivales, se convirtió en una práctica generalizada sin consecuencias inmediatas. No fue hasta que organismos internacionales como la FIFA intervinieron que comenzaron a imponerse sanciones, casi 25 años después de su primera aparición en un Atlas vs Guadalajara. Sin embargo, para entonces, el hábito ya estaba arraigado en la cultura deportiva. El daño final podría ser un castigo ejemplar a México si sus seguidores insisten con el grito en los estadios. Lo mismo ocurre con los corridos explícitos: su crecimiento descontrolado durante décadas permitió que se infiltraran en la psique colectiva sin que nadie levantara la voz a tiempo. Ni el Atlas ni Los Tucanes de Tijuana recibieron sanciones por haber sembrado las semillas de estos males culturales.
Expertos en sociología y comunicación coinciden en que la música tiene un poderoso efecto en la formación de valores y actitudes, especialmente entre los jóvenes. Los estudios demuestran que la repetición constante de mensajes puede moldear percepciones y conductas. Cuando un artista interpreta un corrido que describe a un criminal como un héroe, está enviando un mensaje claro: la ilegalidad puede ser admirada, el poder obtenido por medios violentos es deseable y la ley es irrelevante. Estos mensajes, multiplicados por millones de reproducciones en plataformas digitales y transmitidos en eventos masivos, han contribuido a erosionar el tejido social.
La respuesta está en la falta de regulación y responsabilidad por parte de quienes tienen el poder de frenar estas prácticas. Durante años, sellos discográficos, productores y artistas priorizaron las ganancias sobre el impacto social. Autoridades culturales y educativas permanecieron indiferentes, mientras que medios de comunicación amplificaban estos contenidos sin cuestionar su ética. Fue necesario que ocurrieran tragedias visibles, como el caos en Texcoco, para que finalmente se encendieran las alarmas. Mientras tanto, quienes dieron inicio a este movimiento, como Los Tucanes de Tijuana y la Banda El Recodo, nunca fueron llamados a cuentas por su papel en la creación de esta crisis cultural.
Hoy, frente a esta realidad, surge una pregunta crucial: ¿qué hacemos ahora? La solución no es simplemente prohibir un género musical; eso sería un parche insuficiente. Lo que se necesita es una revisión profunda de cómo consumimos y valoramos la cultura popular. Es urgente implementar políticas públicas que promuevan la educación artística, incentiven la creación de contenido positivo y establezcan límites claros para la apología del delito. También es necesario que los artistas asuman su responsabilidad social y entiendan que su influencia va más allá del escenario.
Treinta y un años después de aquel primer paso en falso, es momento de recuperar la esencia de los corridos tradicionales. Historias que inspiren, que construyan puentes y que celebren la verdadera grandeza del ser humano. Desde los vientos de pueblo que alguna vez llevaron versos de héroes y justicia, hoy el eco trae advertencias: lo que sembramos en silencio, tarde o temprano, nos arroja su cosecha. Pero no basta con lamentar; es hora de confrontar estas prácticas que han corrompido nuestra cultura. Retemos a las autoridades a actuar antes de que más daño se perpetúe, exijamos a los artistas que asuman su poder como creadores de valores y no de apologías, y eduquemos a las nuevas generaciones para que sean guardianes de una tradición que ennoblece en lugar de destruir. La solución no está en prohibir, sino en transformar: recuperemos la música como un faro de esperanza, no como un reflejo de nuestras peores sombras. El tiempo de actuar es ahora, porque el futuro que construyamos será el que heredemos.
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