El tzompantli: arqueología de “lo rematadamente cíclico” (II)

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FOTOS: Internet.

Colaboración Especial

Por Jorge Peredo y Modesto Peralta Delgado

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Para Mircea Eliade, el mito es sumamente complejo de conceptualizar, aunque brinda lo que él mismo considera, podría ser el término más amplio: El mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los “comienzos” […] Es, pues, siempre el relato de una “creación”: se narra cómo algo ha sido producido, ha comenzado a ser. El mito no habla de lo que ha sucedido realmente, de lo que se ha manifestado plenamente […]En suma, los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo sagrado que fundamenta realmente el Mundo y lo que le hace tal como es hoy en día […] El mito se considera como una historia sagrada y, por tanto, una “historia verdadera” puesto que se refiere siempre a realidades.  (1992, p.12).

Eduardo Matos Moctezuma, empero, reconociendo que “detrás de cada rito, hay un mito”, no deja fuera el énfasis de que también formaron parte intrínseca del sistema cultural y político. Si bien, el tzompantli es de uso religioso, también pudo ser útil para presumir poderío y generar miedo: “no sería exagerado decir que estos cráneos expuestos a manera de trofeos estuvieron funcionando también como elemento coercitivo de tipo social” (2015, p.326). Michel Graulich es contundente al referirse específicamente al uso político del sacrificio humano, “a partir del momento en que se convirtió en un instrumento genocida y terrorista, sirvió sobre todo para cimentar el nuevo orden del imperio” (2016, p.266).

Ve la primera parte de este artículo aquí: El tzopantli: entre la sangre y las calaveritas de chocolate (I)

Por otra parte, para Emilie Carreón Blaine pareciera un tanto injusto privilegiar el tzompantli con el significado de ser un trofeo de guerra —el uso de un ritual para justificar las persecuciones de los aztecas hacia pueblos vecinos, de los que obtenían prisioneros que finalmente sacrificaban. Le parece controvertido el concepto en sí: si tzompantli es la práctica, los instrumentos o el lugar; de cualquier modo, usa el término de “espacio de muerte” de Michael Taussing para hablar del “lugar donde se ejecuta la muerte y/o la exposición de restos humanos, producto del sacrificio ritual público prehispánico o del castigo ejemplar novohispano” (2006, p.9). Puesto que, en su artículo, hace constar que exactamente los sitios usados para los sacrificios de los aztecas, fueron usados inmediatamente después por los conquistadores para castigar y matar mediante la horca o la picota; de tal manera que popularmente se ha confundido, malinterpretado o acentuado en exceso la violencia por sacrificio de los primeros, minimizando la violencia punitiva ejercida los segundos. Por supuesto, no ignora, respecto a los aztecas, que implicaba efectivamente un ritual para los dioses donde había derramamiento de sangre. Sin embargo, mientras que la picota tiene en definitiva el objeto de destruir, el tzompantli, como se dirá, estaba consagrado a la vida: al néctar para los dioses.

La herencia del espanto

En relación al hallazgo del extremo Este y la fachada externa del tzompantli,  en el 2020, el titular del Programa de Arqueología Urbana (PAU), Raúl Barrera Rodríguez, y la jefa de campo en la excavación, Lorena Vázquez Vallín, declararon a través de un comunicado del INAH, que si bien el imponente monumento era una declaración de poder y principios bélicos para los enemigos de los mexicas, es  “un edificio de vida antes que de muerte” (2020). En ese mismo boletín de prensa, Alejandra Frausto, titular de la Secretaría de Cultura del Gobierno de México, declara que “el Huey Tzompantli es, sin duda, uno de los hallazgos arqueológicos más impactantes de los últimos años en nuestro país, pues es un importante testimonio del poderío y grandeza que alcanzó México-Tenochtitlán” (INAH, 2020).

Parecería que, con timidez, este monumento que regresa nos ofrece de nuevo al mito y comienza a disiparse la herencia del espanto de los conquistadores. Aparece la oportunidad de decir algo nuevo sobre lo antiguo, la posibilidad de enriquecer lo que se repite con una actitud diferente, pero hay una dubitación ante los significados que han sido fijados por la tradición. Ocurre en las vísperas de un año colmado de celebraciones históricas y míticas: la celebración simbólica de los 700 años de la fundación de México-Tenochtitlán en 1321, los 500 años de la conquista y los 200 años de la culminación de Guerra de Independencia. Además, ante el panorama de las elecciones intermedias de junio de 2021: las más grandes de la historia en México; y en plena pandemia por la COVID-19. Esas cuencas de cráneos humanos se asomaron entre las piedras en tiempos claves de la memoria patria.

El mundo “rematadamente cíclico” es un tiempo mítico que podría resumirse en estas líneas: “¿Qué es lo que se fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que se ha hecho? Lo mismo que se hará”, tal como se lee en Eclesiastés 1:5-9. Estas líneas sorprenden porque como hace notar Stephen Jay Gould, la metáfora predominante en la historia bíblica es la flecha del tiempo, una sucesión o encabalgamiento irreversible de acontecimientos irrepetibles donde cada momento ocupa una posición específica y diferenciada en la secuencia: “Dios crea la Tierra una vez, le instruye a Noé que resista una inundación en un arca particular, comunica a Moisés en un momento específico y envía a su hijo en un momento determinado, en un lugar determinado para morir por nosotros en la cruz y resucitar al tercer día”. Esta concepción ha sido considerada por muchos académicos como la contribución más importante del pensamiento judío, pues favorecen la cadena del tiempo lineal en oposición a la inmanencia del tiempo (Gould, 2020, p.32).

El tiempo cíclico, por el contrario, durante siglos fue la casa de los mexicas. En esta visión “los eventos no tienen significado como acontecimientos particulares con un impacto causal en una historia contingente. Los estados fundamentales son inmanentes en el tiempo, siempre están presentes y nunca cambian. Los movimientos aparentes forman parte de ciclos que se repiten y las diferencias del pasado serán realidades del futuro. El tiempo carece de dirección” (Gould, 2020, p.32). Puede referirse a una “permanencia verdadera e invariable o estructura inmanente” o “a ciclos recurrentes de acontecimientos separables que se repiten de modo preciso” (p.35). Para los aztecas, la destrucción del mundo, de la vida y de los macehuales no significaba otra cosa que el umbral de una nueva era.

Lo “rematadamente cíclico”

Eterno retorno es un tiempo en el que todo se extinguía para volver a crearse.  A nosotros nos parece que esta idea de que todo lo que ocurre y existe, fue ya y volverá a ser hasta el infinito, es rematada y a la vez resulta trágica, pero puede ser también gloriosa. Cada que el universo muere, es como cuando en la fábula de Nietzsche, Zaratustra duerme atormentado por la visión del eterno retorno de lo mismo y cada que inicia es una oportunidad de vivir sin miedo. Las mujeres y los hombres de la antigüedad vivían en dos clases de tiempo: el sagrado y el profano, de los cuales el más importante es el primero: “un tiempo circular, reversible y recuperable, como una especie de eterno presente mítico que se reintegra periódicamente mediante el artificio de los ritos” (Eliade, 1998, p.55) El rito es la efectuación, o si se prefiere, la re-efectuación del mito.

En sí “el mito es la historia sagrada” de un acontecimiento cuyos personajes no son humanos, se trata de dioses o héroes civilizadores. Este carácter primordial hace de él un misterio que, al ser revelado, fundamenta “la verdad absoluta”. Eliade no se olvida de advertir que hay “historias sagradas trágicas” y “el hombre tiene una gran responsabilidad ante sí mismo y ante la naturaleza al reactualizarlas periódicamente” (p.80). El canibalismo, por supuesto es una consecuencia de esta clase de pactos cósmicos. Según ciertos mitos de los pueblos paleocultivadores, el primer árbol frutal brotó del cuerpo de un niño sacrificado.  Comer es un acto que participa de esa deidad que habita ahora en el mundo de los muertos. El ser humano, gracias al fruto que ingiere, participa de la existencia del ser fundante. Se narra lo realizado por estos seres divinos en el inicio del tiempo, el momento en que el mundo, el universo, los hombres, los pueblos comenzaron a ser (Eliade, 2018, p. 72). Siempre ha sido la narración de un evento, específicamente, el del advenimiento: “las sociedades que han vivido del mito y en el mito han vivido en la dimensión de un evento constitutivo” (Lacoue-Labarthe, 2011, p.14).

En la actualidad, cuando hablamos de mito, para muchas personas suele asociarse a algo ficticio o imaginario que tiene sus raíces en las sensibilidades de la antigüedad; este pensamiento proviene desde los griegos antiguos, para quienes había una clara oposición entre una cosa dicha por la boca (mythos) y su correlato (ergon, la cosa hecha, la obra) (Gentilli, 2015, p.69). Nosotros hablamos de una sociedad en la que el mito “tiene vida, en el sentido de proporcionar modelos a la conducta humana, y conferir por eso mismo significación y valor a la existencia” (Eliade, 1998, p.8). Es decir, la cosa hecha, es la cosa, no “una representación”. La batalla primordial contra el caos o el primer sacrificio atroz del que resurge el mundo. La primera se descubre en todas las grandes guerras, el segundo es un pecado que debe resarcirse una y otra vez. La función magistral del mito es, pues, la de fijar los modelos ejemplares de todos los ritos y todas las actividades humanas significativas (p.72).

En la cosmogonía azteca, hubo cuatro soles antes del nuestro —el Quinto Sol—, cada uno gobernado por un Dios. Cada uno de los soles terminó con un desastre siendo el último, por supuesto, el diluvio: “Y así cesaron de haber macehuales, y el cielo cesó porque cayó sobre la tierra” (Garibay K, 2015, p.33).  Tras esta hecatombe, los dioses volvieron a dar vida a la Tierra, pero como sólo tenían fuego para iluminarse decidieron que necesitaban hacer un Sol, sólo que antes necesitaría corazones para comer y sangre para beber, por lo que hicieron la guerra y crearon nuevos seres humanos para tuviese calaveritas con que alimentarse (p.34). La transición del día y de la noche era en sí la eterna repetición de la saga del Dios.  Alfonso Caso (2020) narra que cuándo Coatlicue, la Diosa de la Tierra, quedó preñada por una bola de plumas, su hija, la Luna Coyolxhauqui y sus hermanos, las estrellas Cenzonhuitznáhuac se enfurecieron y decidieron matarla (p.22). Cuando los enemigos llegaron, nació el gran Huitzilopochtli, quién, armado con la serpiente de fuego, decapitó a la Luna y puso en fuga a las estrellas. Cada nuevo día, él debe nacer, y para hacerlo, debe volver a derrotar del mismo modo a la Luna y las estrellas. El Dios necesita mantenerse fuerte para poder librar esta batalla interminable, por lo que debe recibir su alimento sagrado, el chalchíuatl: agua preciosa. Sólo así habrá alternancia entre los días y las noches, podrá dar frutos la Tierra y será posible en ella la vida (Graulich, 2016, p.117).

Los mexicas son el pueblo elegido por el Dios para proporcionarle su alimento. Desde el nacimiento son preparados para ser guerreros, pues su misión es obtener a través del combate la energía que alimenta al cosmos.  Así, el imperio azteca recurrió a una forma de guerra sagrada llamada Xochiyáoyotl —o “Guerra Florida”— cuyo único objeto era el de obtener prisioneros para el sacrificio. Hay que notar, cómo hemos saltado del mito a la acción: el mito se vive. La guerra sagrada es una reproducción de la lucha entre Huitzilopochtli, Coyolxhauqui y sus 400 hermanos: las estrellas. Los prisioneros eran llevados a Tenochtitlán para ser sacrificados en el Templo Mayor. El corazón, la sangre y las cabezas se ofrecían en oblación; eran el alimento de los dioses, junto con el maíz y el cacao (p.237). Las cabezas se colocaban en el tzompantli ante la pirámide. Graulich escribe que “este armazón representaba evidentemente un árbol con sus frutos y probablemente garantizaba el renacimiento de las víctimas” (p.227). Los cráneos eran comida para los dioses, sin embargo, eran los hombres quienes devoraban la carne. Según ellos, los cráneos desnudos ensartados en las vigas se convertían en semillas de las que surgiría nueva vida y vendrían con ella nuevos guerreros para ofrecerla y mantener con ella el orden cósmico (p.445).

Para terminar: calaveritas de chocolate

Como indicamos, nuestro esfuerzo por desentrañar ciertas declaraciones de figuras importantes de la ciencia y la cultura en México, no se puede considerar riguroso, pues partimos de la sombra y nuestros martillazos son decididos, pero en la oscuridad. Era inevitable que la ironía marcara la pauta, pues fueron unas líneas casuales, aparentemente inocuas, las que desataron nuestros afanes escriturales. En vez de perforar la ciudad, jugamos a excavar el discurso presente para descubrir las estructuras sobre las que se asienta. El problema del espacio nos llevó al del tiempo por mediación del lenguaje.

Quisimos explorar esa inquietud de vivir sobre mundos superpuestos en el tiempo y el espacio, mitos que fueron —aparentemente— expulsados de la historia y monumentos que iban destinados a ser ruinas. Su persistencia a manifestarse, de significar algo para nosotros. ¿Qué significa cuando se habla de esto? ¿Cuál es el sentido que se le da? Encontramos cierta lógica que explicaría las extrañas coincidencias, así como la tenacidad con la que la antigua Tenochtitlán se yuxtapone desde sus profundidades a la moderna Ciudad de México. Es terco el pasado. Ahora, con estos fragmentos entresacados de textos diversos, reconstruimos posibles narrativas de lo perdido que podrían expresar lo no dicho en lo dicho:

  1. Las calaveritas de chocolate que aún no se han vendido, pero que tal vez harán las delicias de los niños del futuro, serían una reiteración absurda del cacao de los dioses: una señal de que las cosmogonías antiguas fueron derrotadas, pero consiguen aferrarse con las ínfimas fuerzas que le quedan.  Sería como rebabas del poder de dioses famélicos.
  2. Las calaveritas de chocolate nunca serán, porque una vez más los dioses se han vengado al manifestarse en esta estructura que vuelve. Es el eco de las carcajadas de los dioses entre las piedras.
  3. Las calaveritas de chocolate como expresión de lo rematadamente cíclico sirven de pretexto para hacer patente cómo el orden actual y todo aquello que nos parece tan normal e inofensivo, se ha construido sobre la destrucción de un mundo anterior. Por más que intentemos borrarlo, los vestigios nos recuerdan que el pasado, por más lejano que lo percibamos, vive en el presente. Comer una calaverita de chocolate sería entrar en comunión con el
  4. Las calaveras de hombres, mujeres y niños unidas unas a otras con argamasa en un armazón siniestro, símbolo de la grandeza y el poderío azteca, forman parte de un renacimiento, de una era nueva que se nutre con la gloria del pasado. Podrían simbolizar semillas de vida, la transición entre el mundo perdido y el nuevo. Su emergencia se entendería como evidencia de que la grandeza de los aztecas no se desvaneció, sino que está disuelta en lo que somos ahora y que poco a poco vuelve a manifestarse. Quizás se trata de un pasaje retórico lleno de color y nostalgia, como de feria; la fiesta de la sangre, el dolor como tributo; que esa mole resultante de los sacrificios de quién sabe cuántas personas es una torre dedicada a la vida, testimonio de la grandeza de Tenochtitlán. Sin embargo, seguramente así, exactamente así, lo dijeron los sacerdotes y tlatoanis hace más de 500 años.

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 Referencias

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