1

La Lauretana, el segundo navío construido en la antigua California

FOTOS: Internet

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

La Paz, Baja California Sur (BCS). Los barcos constituyeron la única forma de comunicación de las misiones jesuitas con el resto de la Nueva España. A través de ellos llegaban los ansiados alimentos que sostenían las misiones que se iban estableciendo, también eran portadores de la correspondencia, herramientas, personal y en fin de todo aquello que fuera necesario para continuar con la inacabable labor en estas tierras. Mucho se ha hablado de la balandra El triunfo de la Cruz como el primer barco construido completamente en la California, sin embargo también hubo otro más que fue creado en la península y que poco se ha escrito de él.

Los jesuitas son conocidos por los colegios que establecieron en muchas partes del orbe, por ser religiosos bien preparados en temas científicos y literarios además de ser misioneros entusiastas y perseverantes, sin embargo algo en lo que poco destacaron fue en la capacidad para hacer negocios. En varios informes que rindieron tanto el padre Salvatierra como otros de sus contemporáneos se quejaban amargamente de cómo habían sido timados en varias ocasiones por marineros y comerciantes que les vendieron barcos en mal estado y que zozobraron al poco tiempo de hacerse a la mar rumbo a la península. Lo anterior motivó a que el sacerdote Juan de Ugarte, aprovechando la estancia de un marinero que tenía conocimientos en la construcción de navíos se diera a la ardua, y hasta ese momento, impensable tarea de construir un barco en la California.

También te podría interesar: El conflicto de la falta de mujeres casaderas en las misiones de la Antigua California 

Después de varios meses de inmenso trabajo y en donde jugaron un papel insustituible y de gran reconocimiento los cochimíes del lado de la Sierra de Guadalupe pudo al fin terminarse balandra a la cual se le impuso el nombre de El triunfo de la Cruz por ser el 14 de septiembre, día en que fue botada al mar, el dedicado al santoral de la Exaltación de la Santa Cruz. Esto ocurrió en el año de 1720. Sin embargo, este navío si bien vino a alivianar el pesado trabajo de trasladar personas, ganado, alimentos y demás carga desde la contracosta hacia la península, no resolvía el problema en sí. En esos años, debido a la lentitud con la que se conseguían y cargaban los barcos —a veces duraban hasta un año en ello— era necesario que mientras una nave permanecía cargándose otra estuviera atracada en Loreto para las actividades de exploración o abastecimiento de alimentos de otras misiones del territorio, es por lo anterior que urgía el que se construyera una nueva embarcación que acompañara a la balandra construida.

Fue hasta el año de 1740 que los jesuitas contaron con suficiente dinero para poder destinarlo a la construcción de una nueva nave en estas tierras, ya que al hacerla bajo su vigilancia y dirección y supervisando cada uno de los pasos y el producto final, garantizaban en no volver a ser timados como en otras ocasiones. El encargado de llevar a cabo la supervisión de esta obra fue el padre Jaime Bravo, el cual en ese tiempo fungía como el Procurador de las Misiones con sede en Loreto.  No existen muchos datos sobre qué maderas se utilizaron para su construcción, si fueron extraídas de árboles de guéribo como en el caso de la balandra antes construida o fue madera reutilizada de algún naufragio o comprada en alguno de los puertos de la contracosta. También se ignora el tiempo que se llevó en su construcción, sólo que fue construida en el año de 1740.

Este barco, también correspondió al diseño de una balandra la cual es “una embarcación de vela, pequeña con un solo palo, al menos un foque en estay de proa, y cubierta superior. Son construidas con tablas de madera clavadas parcialmente una encima de la otra”. Una vez que estuvo finalizada recibió el nombre de Nuestra Señora de Loreto o Lauretana. La mencionada embarcación estuvo en funcionamiento durante 25 años, hasta 1765 en que seguramente naufragó o fue desechada por estar inutilizada. No olvidemos que en aquellos años eran muy comunes los encallamientos o que los barcos fueran llevados por tormentas a azotarse contra las rocas de la costa y sufrían graves daños o naufragaban. Sin embargo, se ignora a ciencia cierta cuál fue el destino final de esta balandra.

Bibliografía:

Misioneros Jesuitas En Baja California, Antonio Ponce Aguilar

Diccionario Marítimo Español. Madrid, imprenta Real

—–

AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




Francisco María Piccolo, pilar fundamental de la conquista espiritual de la California

FOTOS: Cortesía

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS).  Los polvorosos caminos del desierto Californiano fueron testigos de los afanes y preocupaciones de los Misioneros Jesuitas que, desde finales del siglo XVII y hasta poco más de la mitad del siglo XVIII, se dedicaron a traer la Fe y la cultura europea a la California ancestral. Uno de estos destacados sacerdotes fue el italiano Francisco María Píccolo, el cual sería el segundo integrante de la Compañía en arribar a estas tierras (en la etapa jesuita), sólo precedido por el Apóstol de las Californias, Juan María de Salvatierra.

Píccolo (bautizado con el nombre de Francesco Maria Piccolo o Francisco Picolo) nació el 25 de marzo de 1654 en el poblado Siciliano de Palermo, Italia; que en ese entonces formaba parte del reino de España. A los 19 años siente el llamado de la religión y decide integrarse al seminario de la Compañía de Jesús (1673).

También te podría interesar: Sumiko Sanay Maldonado, incansable gestora social e impulsora de San José del Cabo

Conforme fue avanzando en sus estudios su espíritu inquieto y sobretodo imbuido por el carisma misionero de la Orden, lo motiva a solicitar a sus superiores el ser trasladado a alguna Misión en la Nueva España. Una vez obtenida la autorización viaja hacia el nuevo continente en el año de 1684. Como muchos de sus hermanos, al llegar a la ciudad de México, fue destinado a las Misiones de la Sierra Tarahumara, al norte del virreinato, teniendo su cabecera en el poblado de Carichí. Durante 13 años, el padre Píccolo recorre las montañas y desfiladeros de aquellos sitios tratando de convertir al mayor número posible de tarahumaras, sin embargo, esto no era tarea fácil. En uno de sus relatos sobre sus andanzas por estas tierras comenta que, en una ocasión que cabalgaba por un camino en la serranía, se topó de súbito con un desfiladero de muchos cientos de metros de profundidad lo que hizo que se aventara del caballo, horrorizado, y tardara mucho tiempo en recobrarse del susto. En el año de 1689, a la edad de 35 años, profesa su último voto sacerdotal en la Compañía para ser ungido con el sacramento completo.

Es importante mencionar que durante su estancia en la tarahumara es muy probable que conoce al padre Juan María de Salvatierra, el cual seguramente le expuso este el proyecto de evangelización que estaban planeando junto con uno de los primeros Misioneros Jesuitas que había viajado a la península de California, Eusebio Francisco Kino. Después de conocer los detalles, Píccolo debió haber aceptado unirse a la expedición y apoyar en todo lo que estuviera en su mano para lograr el éxito de este gran paso que se estaba fraguando. En el año de 1697, una vez concedida la autorización por parte del virrey José Sarmiento y Valladares para que los sacerdotes Salvatierra y Kino iniciaran su actividad Misionera en la California, se da inicio a esta gran epopeya. Lamentablemente el principal promotor, Eusebio Francisco Kino, no logra acompañarlos, sin embargo el destino le tenía predestinada otra misión tal vez mucho más importante, que fue el dar apoyo con provisiones a las primeras Misiones que se fundaron en la California.

Unos pocos días después de fundada la impronta del Real Presidio de Loreto, llega al puerto el sacerdote Píccolo (23 de noviembre) el cual de inmediato inicia el estudio de la lengua de los laimones (grupo de naturales de la rama de los Cochimíes que habitaban en la Bahía de San Dionisio). A finales del mes de diciembre de 1698, una vez que estaba suficientemente preparado en el conocimiento de la lengua y costumbres de los habitantes de esas latitudes, organiza un plan con el padre Salvatierra a fin de explorar las rancherías que se encontraban en la irreductible Sierra de La Giganta y de paso explorar si fuera posible la costa del Pacífico (Mar del Sur) para localizar algún puerto de acogida para el galeón de Manila. Esta primera exploración la realizó acompañado del capitán del presidio de Loreto, don Luis de Torres y Tortolero así como de un pequeño grupo de Californios bautizados. Llegaron hasta lo que se conocía como Puerto Danzantes (hoy Puerto Escondido), lamentablemente no pudieron localizar algún sitio por donde franquear los altos cerros de la Giganta.

De regreso a Loreto, emprende el reconocimiento de un paraje que ya había sido visitado en el año de 1685 por el sacerdote Eusebio Fco. Kino durante la frustrada exploración encabezada por Isidro de Atondo y Antillón, este sitio era llamado por los Californios como “Londó”. Al llegar al lugar, acuden a recibirlo una gran cantidad de Californios los cuales aún recordaban al sacerdote Kino, ante la excelente disposición de los habitantes y por ser un lugar adecuado para fundar una Misión, lo anota como uno de los sitios donde se establecerá posteriormente cuando lleguen más hermanos de la Compañía a auxiliarlos.

El 10 de marzo de 1699 realiza un segundo viaje para incursionar en la sierra La Giganta. Hacía unos meses se había bautizado a un joven de aquellos lugares, al cual impusieron el nombre de Francisco Javier. Él y sus acompañantes relataron que era un sitio muy bien puesto para establecer una Misión, con mucha agua, tierra para cultivar y una gran cantidad de gentiles que serían rápidamente convertidos. Fue un viaje sumamente difícil y accidentado debido a lo abrupto de la serranía. Sus únicos acompañantes fueron algunos Californios bautizados, así como un pequeño grupo de Yaquis. Al llegar al paraje conocido en lengua Cochimí como “Vigge Biaundó”, quedó maravillado al poder corroborar el dicho de Francisco Javier. De inmediato inicia la construcción de una pequeña capillita y el día 11 de mayo de 1699 se declara formalmente fundada la Misión, la cual llevó por nombre San Francisco Javier. Al mismo tiempo que se hacía lo anterior, el padre Píccolo encabezó a un grupo de Californios los cuales fueron abriendo un camino entre este sitio y Loreto a fin de que pudieran estar mejor comunicados y sobre todo pudiera ser accesible a los caballos y mulas con el fin de poder llevar las provisiones necesarias. Fue en el mes de junio de 1699 que se da por finalizado este tramo de camino.

Durante el tiempo que permanece en el sitio recabó información entre los naturales sobre el mejor camino para acceder a la costa Oeste. Los informes que recibió le indicaron que la mejor opción era continuar por el cauce del arroyo “Las Parras”, por el mismo que había llegado a este sitio. Regresa a Loreto en donde prepara todos los materiales, cabalgaduras y personas que lo acompañarían en esta aventura y, el día 7 de octubre de 1699, inicia su viaje hacia las costas Occidentales. Lo acompaña además del grupo de naturales y Yaquis, el capitán del presidio y unos cuantos soldados. El último punto explorado donde hicieron escala fue en San Francisco Javier, momento que aprovechó el capitán del presidio y los soldados para fabricar adobes e iniciar con la construcción de una capilla y un cuarto para el sacerdote. El 27 de octubre, muy de mañana, salen los exploradores y durante su ruta fueron bien tratados por todos los Californios que encontraron los cuales les regalaban mezcales y conchas y les daban información o los acompañaban hacia los aguajes más cercanos.

Durante este viaje, el padre Píccolo pudo hacer gala de sus dotes de gran diplomacia, algo que lo caracterizó durante toda su vida. Siempre se distinguió por el gran respeto y aprecio por los naturales y sus costumbres, negándose, cuando así se lo ordenaban, a educar a los Californios  sólo en idioma Español. Su respeto por las decisiones de los naturales era tal que, por ejemplo, en este viaje pidió a las mujeres de una ranchería que le dejaran bautizar a sus hijos, pero ellas le replicaron que debían esperar a que regresaran sus esposos, que estaban de cacería, para que ellos tomaran esa decisión; el sacerdote Francisco María no puso objeciones ni reparos y prodigó el mismo cariño y alimento a todos sin molestia por la negativa.  Al poco tiempo llegan a su destino final y pudieron contemplar una inmensa bahía, con abundante alimento, pero que lamentablemente no ofrecía refugio pertinente para el Galeón de Manila. Permanecieron en el sitio por varios días hasta que empezaron a escasear las provisiones por lo que el padre Píccolo y el capitán ordenaron el regreso a San Francisco Javier. Tras una penosa marcha por parajes con escasa agua, llegan a San Javier el 30 de octubre aproximadamente a las 3 de la tarde. Como conclusión de este viaje podemos decir que había sido un éxito, puesto que llegaron a las costas del Mar del Sur y entablaron alianzas de amistad con los grupos de Californios que habitaban en esos terrenos.

Un suceso que estuvo a punto de dar por los suelos con este proyecto de Misión de San Francisco Javier Vigge Biaundó fue protagonizado por un soldado el cual se había casado con una neófita del lugar. Cuando llegó la temporada de la cosecha de pitahayas (denominada  Mejibó en lengua Cochimí) la esposa del soldado decide unirse con sus familiares y vagar por el monte recolectando y disfrutando de estos frutos. El esposo, molesto por su ausencia, decide seguirla para traerla de regreso, en el camino es abordado por un Californio ya anciano el cual trata de convencerlo para que no lo haga pero al calor de la discusión, el soldado le dispara y lo mata. Los demás habitantes de la ranchería al escuchar la detonación acuden al sitio y, al percatarse de lo ocurrido, asesinan al soldado destruyendo a su paso lo poco que se había construido de la Misión. Afortunadamente para el sacerdote Píccolo, éste se encontraba de viaje, ya que de lo contrario seguramente habría pagado con su vida por esta desafortunada situación. Con el tiempo los ánimos se calmaron y los cabecillas del levantamiento fueron perdonados, regresando la tranquilidad a esta Misión.

Durante el año de 1700 y 1701 se dejó sentir una gran hambruna en la California, al igual que otros sitios de la Nueva España, provocada por la casi total ausencia de lluvias. Esto motivó al padre Píccolo para que acudiera a las ciudades de Guadalajara y de México para gestionar apoyos en alimento y dinero para sus misiones Californianas, de no obtenerlo su labor evangélica en la península estaría comprometida. Durante su ausencia, el sacerdote recién llegado, Juan de Ugarte, lo cubrió en la titularidad de la misión de San Francisco Javier. Gracias a los buenos oficios de Píccolo, en enero de 1702 regresa a Loreto en el barco “San Javier” cargado con una buena cantidad de alimentos. Como un comentario que ejemplifica la desesperada situación que se vivía en la California por parte de los Colonos, el sacerdote Salvatierra dejó registrado en sus cartas que tanto sacerdotes como soldados “se habían visto en la necesidad de salir a buscar alimentos a la manera como lo hacían los nativos”.

Durante el año de 1702, el sacerdote Francisco María Píccolo, escribe su célebre informe titulado “Del estado de la nueva Christiandad de California, que pidió por auto la Real Audiencia de Guadalajara”. Este documento era un intento desesperado que realizó el ignaciano para convencer a las autoridades en apoyar de inmediato a sus hermanos de la California. En el escrito también realiza algunos comentarios sobre la fauna, flora y geografía de esta península. También reseña los esfuerzos que realizó al llegar a Loreto y cómo paulatinamente fue aprendiendo el idioma de los grupos de Californios hasta realizar los primeros viajes y fundaciones de misiones, las cuales hasta esa fecha eran cuatro: Nuestra Señora de Loreto, San Juan Londó, San Francisco Javier y Nuestra Señora de Los Dolores (en ésta última sólo había realizado algunos bautizos y concentración de naturales en este paraje).

El mencionado documento ha sido muy criticado por considerarlo como una versión con datos “exagerados y muy alegres” de la California. Incluso el mismo Miguel del Barco, misionero jesuita que por treinta años trabajó en las misiones de la península, lo califica de “tener muchos yerros” entre los que sobresale las “alabanzas a la fertilidad de la California”. Los defensores de los escritos de Píccolo sostienen que el sacerdote por lo general escogía sus caminos de exploración en cañadas de Arroyos y casi siempre en fechas en las que es probable que hubiera llovido, motivo por el cual hacía descripciones muy elogiosas del verdor de la península y la gran cantidad de flora y fauna que encontraba en su camino. En la actualidad, el proceso de desertificación que paulatinamente se ha extendido por la península ha ocasionado que el paisaje sea mucho muy diferente del que conoció Píccolo. A pesar de todo, el informe se ha publicado como libro en varios idiomas, sobresaliendo su inclusión en el libro “Kino’s historical Memoir of Pimeria Alta” de Herbert E. Bolton

Continuando con la vida del padre Píccolo, a pesar de sus grandes esfuerzos, como resultado de su viaje sólo obtuvo que se le pagara un apoyo de 6000 pesos que había estipulado el rey Felipe V para sostenimiento de las Misiones. En el mes de octubre de 1702, el barco que transportaba estas provisiones así como dos sacerdotes que se integraban a las acciones misioneras: Juan Manuel Basladúa y Jerónimo Minutuli, fueron sorprendidos por una gran tormenta la cual obligó al capitán a lanzar al mar la mayor parte de los suministros para evitar el naufragio y una muerte segura. Finalmente volvió la calma y pudieron llegar exhaustos y cansados a Loreto.

De regreso a la California se decide relevarlo definitivamente de su responsabilidad en la Misión de San Francisco Javier, quedando oficialmente encargado el padre Juan de Ugarte. A partir de este momento, Píccolo se dedica a gestionar recursos económicos y de alimentos para las escuálidas misiones Californianas y, en el año de 1704 viaja acompañado del sacerdote Basaldúa hacia Sonora, para solicitar al padre Eusebio Francisco Kino los socorriera con todo lo que pudiera enviar para estas tierras tan necesitadas. Como ya se ha comentado, Kino jamás se desvinculó de la California y puso a disposición de sus hermanos de Orden así como de los Californios todo lo que tuvo en su poder, enviando a través del puerto de Guaymas cargamentos de granos, herramientas, telas y en fin todo lo que pudieran necesitar. Por un breve periodo, durante este año,  el sacerdote Píccolo estuvo al frente de la Misión de San José de la Laguna o San José de Guaymas (hoy Guaymas), en Sonora.

De regreso a la península, el barco en que venía Píccolo transita frente a Bahía Concepción y Mulegé, causándole una grata impresión por su abundante agua y arboleda, pensando que sería un magnífico sitio para establecer una nueva Misión.  Lamentablemente, el honor de ser el fundador de la Misión no le tocó a Píccolo sino a su compañero de viaje, Juan Manuel Basaldúa, el cual en noviembre de 1705 funda la Misión que llevaría por nombre Santa Rosalía de Mulegé. En ese mismo año, el padre Francisco María es nombrado Visitador de las Misiones de Sonora y California por lo que tuvo que viajar constantemente en la gran extensión de este territorio, sin embargo, siempre tenía en mente a sus Californios y hermanos de la Compañía que habitaban estas tierras, por lo que de forma frecuente acudía al padre Kino para recordarle el envío de los apoyos.

En el año de 1709, al finalizar su encargo de Visitador, se traslada a la Misión de Santa Rosalía de Mulegé, donde el sacerdote Basaldúa había caído gravemente enfermo víctima de viruela. Debido a la severidad de su mal se le ordena quedarse con la titularidad de este sitio, permaneciendo en él por espacio de 9 largos años (hasta 1718). Como siempre, el padre Píccolo reinició su trabajo al frente de los Californios de esta misión evangelizándolos y enseñándoles las costumbres europeas, asistiéndoles en la enfermedad, la muerte y en general en todos los asuntos de la vida Misional. Aunado a lo anterior, continuó haciendo viajes de exploración por la sierra La Giganta para encontrar nuevos parajes y así evangelizar a más Californios. También, no cejaba en su empeño de encontrar algún puerto en la costa occidental para que sirviera como puerto para el Galeón de Manila.

En el año de 1706 aconteció un suceso muy desafortunado entre los sacerdotes y el hasta entonces capitán del presidio de Loreto, Antonio García de Mendoza. Esta persona acusó a Píccolo y Salvatierra de que les imponían mucho trabajo, a él y sus soldados, sin embargo, esto era una calumnia. El verdadero motivo de molestia del capitán era que los sacerdotes se oponían a que utilizara y explotara a los Californios en la pesca de perlas. Al final, la acusación del capitán no prosperó por lo que no le quedó más remedio que solicitar ser “licenciado” de su puesto, algo que de inmediato aceptaron los sacerdotes. A los pocos días y en votación secreta, los soldados deciden nombrar al portugués don Esteban Rodríguez Lorenzo como su nuevo comandante, destacando por ser muy trabajador y sobre todo afectó en grado sumo a los sacerdotes.

En el año de 1709, a petición de un grupo de Californios que procedían de una ranchería de nombre Kaelmet (hoy La Purísima), decide acompañarlos para verificar las condiciones del lugar y saber si era propicio para fundar una Misión. Al llegar al sitio lo encuentra muy hermoso con abundante agua y árboles, lo habitaban una gran cantidad de Californios los cuales se mostraron amables y afectuosos con los visitantes regalándoles agaves. Algunos de los naturales presentes le platican al padre Píccolo que siguiendo el cauce del arroyo pueden llegar al mar, el cual se encuentra a corta distancia. El sacerdote emprende el camino acompañado de los Californios y descubre un sitio maravilloso desde el que se aprecia el Mar del Sur, sin embargo no lo encuentran adecuado para establecer un puerto. Ese sitio actualmente se conoce como Boca de San Gregorio. Muy satisfecho de lo logrado, regresa a la Misión de Mulegé a la cual arriba el 24 de junio de 1709. En el año de 1712 realiza un nuevo viaje a este sitio en donde encuentra un lugar más propicio para fundar una Misión, lamentablemente por falta de misioneros esta fundación se retrasó hasta el año de 1717, imponiéndosele el nombre de La Purísima Concepción de la Santísima Virgen. En 1734, la Misión se traslada a un nuevo sitio que es donde definitivamente se encuentra.

El andariego padre Píccolo fue visitado en la misión de Mulegé por un grupo de Californios que residían en el valle de San Vicente, en un lugar por donde pasaba el arroyo Kadakaamán, y le piden que los acompañe ya que deseaban que los bautizara a ellos, sus mujeres y sus hijos y fundara una Misión en sus tierras. Ni tardo ni perezoso, el padre Píccolo, con sus 62 años a cuestas, hace los preparativos para visitar aquel lugar y parte de esta misión el día 13 de noviembre de 1716. A los pocos días llegan al lugar donde reconoce que es muy adecuado para la fundación de una Misión: mucha agua, muchas tierras para cultivar y una enorme cantidad de Californios que día a día iban llegando, tantos, que era imposible calcular la totalidad. En el paraje permanece todo el mes de diciembre y presencia diferentes ceremonias y costumbres de los habitantes de las rancherías, mismas que reseña en las cartas que escribió al padre Jaime Bravo, dejando evidencia con ello de su aguda inteligencia y gran capacidad de observador lo que permitió dar cuenta en estos maravillosos escritos etnográficos.

En el año de 1720 es nombrado Superior de las Misiones Californianas, pasando a residir al puerto de Loreto. Con el paso del tiempo la salud del sacerdote se va debilitando hasta el grado que en el año de 1721 se encuentra casi ciego, pero aún así seguía tratando de cumplir con sus obligaciones.  La falta de más misioneros que se destinaran al servicio de esta tierra y, el que todos los que residían en California se encontraran ocupados en resolver los graves problemas que les aquejaban en sus Misiones, ocasionaba que no pudiera relevársele de sus actividades. Aún con su precaria salud, el sacerdote Píccolo dictaba cartas en las que, tanto  intercedía ante las autoridades para que ampararan a los hijos de algún soldado del presidio como solicitaba encarecidamente que se destinaran más recursos para socorrer a las misiones que recién se iban fundando o se necesitaba fundar.

En el año de 1728, el sacerdote Jaime Bravo es comisionado para acudir a Loreto y socorrer en sus actividades al padre Píccolo. Los estragos que habían causado en su salud los años de privaciones así como los largos y pesados viajes de exploración fuero mermando día con día su cuerpo. El 22 de febrero de 1729, a la edad de setenta y cinco años, el sacerdote Francisco María Píccolo fallece en la quietud de su humilde camastro, rodeado por sus queridos Californios los cuales lo lloraron por varios días. Sus restos fueron sepultados en Loreto y tuvo el honor de ser el primer sacerdote jesuita que rindió tributo a la tierra en esta península Californiana.

Francisco María Píccolo fue un incansable viajero por las tierras Californianas, realizando incursiones de exploración y evangelización. Gracias a su espíritu inquieto y perseverante, contribuyó de forma directa e indirecta al establecimiento de un tercio de los establecimientos Misionales fundados por los jesuitas en nuestra península. Existe una frase que se atribuye a la Madre Teresa de Calcuta: “A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería mucho menos si le faltara una gota”. De la misma manera podemos resumir la obra del padre Píccolo, sin su entrega y amor por esta tierra, no seriamos la California que hoy tenemos.

 

Bibliografía:

Ponce A. (2012). Misioneros jesuitas en Baja California – 1683-1768. Madrid: Editorial Bubok

Lazcano C. (2017). Francisco María Píccolo: 288 años de su muerte, consultado el 18 de julio de 2020, de https://www.elvigia.net/general/2017/2/5/francisco-mara-pccolo-aos-muerte-263130.html

__

AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, esto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




La balandra El Triunfo de la Santa Cruz, una obra de ingeniería californiana

FOTO: Internet.

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Cada vez que escudriñamos los textos jesuitas, nos sorprende encontrar datos de hazañas logradas de forma casi milagrosa. Las tierras californianas durante muchísimos años fueron la frontera más septentrional de la Nueva España y, por lo mismo, las más aisladas. Sus habitantes tuvieron que echar mano de su ingenio para adaptar la tecnología europea y construir edificaciones y maquinaria, pero con variantes surgidas de la austeridad en que se vivía y de la mente ágil y versátil de los sacerdotes jesuitas y sus ayudantes, los Californios.

Como ya se ha escrito en diferentes textos, el aprovisionamiento de los escasos asentamientos humanos coloniales que había en la península, por lo general alrededor de las Misiones Jesuitas, se daba a través de las rutas de los navíos adquiridos por los sacerdotes para que hicieran los viajes entre poblados como Matanchel, San Blas y otros puntos de las costas de Sonora, y que, una vez cargados de alimentos, herramientas y demás implementos necesarios, los trasladaban hacia el puerto de Loreto, en donde eran guardados en un almacén y posteriormente distribuidos entre las misiones.

También te podría interesar: William Walker, un yankee sin futuro en la imponente California

Como es de suponerse, cuando los barcos se encontraban averiados o había mal tiempo, la navegación se interrumpía y podían pasar varios meses antes de que se lograra restablecer. Lo anterior, ocasionaba graves trastornos a la vida de los poblados californianos, ya que la gente pasaba grandes hambrunas y penurias.

Fue en una de esas ocasiones, en que uno de los barcos con los que se contaba para realizar los viajes de transporte de alimentos y enseres necesarios para las misiones californianas se destruyó y no se contaba con recursos para adquirir otro, que un sacerdote creativo, instruido y fuerte que había llegado a las Misiones Californianas, decide emprender la titánica y descabellada empresa de construir un barco totalmente manufacturado y con maderas de esta tierra peninsular. Me refiero al sacerdote jesuita Juan de Ugarte.

En su obra póstuma, Historia de la antigua o Baja California, el sacerdote Francisco Javier Clavijero menciona que el propósito que animó a Ugarte para realizar la construcción de esta balandra fue doble. Por un lado, deseaba tener un navío que le permitiera viajar por mar a todos los puntos de las costas de la California y Sonora en donde hubiera grupos de gentiles y poder predicar la palabra de Dios y con ello alentar su evangelización. Además de lo anterior, deseaba cumplir con uno de los encargos que constantemente realizaban los virreyes de la Nueva España, que era el escudriñar las costas del pacífico californiano, en la búsqueda de un puerto donde pudiera atracar el Galeón de Manila y ofrecerles alimento, agua y descanso a los cansados viajeros, que regresaban de su largo viaje por aquellas tierras.

También en su libro Historia natural y crónica de la antigua California, el sacerdote Miguel del Barco hace una breve referencia a la construcción de esta embarcación, elogiando la entereza y fuerza del sacerdote Ugarte en donde acota que en cualquiera cosa que ponía la mano hacía más que cuatro hombres juntos pudieran.

Debido a diversas experiencias que habían tenido los jesuitas con los constructores de naves en Nueva Galicia y Matanchel, desconfiaban de ellos (los llamaban arteros bellacos), por lo que Ugarte decide contratar un Maestro Constructor y varios oficiales (amanuenses hábiles que trabajaban bajo la dirección de un Maestro principal), a los cuales trajo probablemente de Matanchel o San Blas.

Debido a la aridez de estas tierras y al tipo de vegetación de matorrales y arbustos, se consideró que no había madera pertinente para extraer tablones que sirvieran para fabricar el barco. Ese fue el primer obstáculo a salvar, puesto que el traer este tipo de madera de la contracosta, además de representar un gran gasto, significaba decenas de viajes.

Pero como dice el viejo refrán Dios aprieta pero no ahorca, la solución le vino de parte de sus neófitos de la Misión de San Francisco Javier Vigge Biaundó, los cuales le comentaron que, a unas 100 leguas de su misión, al noroeste de Loreto, existían una sierra a la que los españoles llamaban de Guadalupe y en la cual había profundas cañadas en las que crecían árboles grandes y resistentes, de los cuales fácilmente podría extraer estas maderas. Estos árboles eran conocidos como guéribos o guáribos.

De inmediato Ugarte, junto con el Maestro Constructor y un grupo de neófitos, se dirigieron hacia aquel sitio. Al llegar pudieron apreciar al fondo de las barrancas una gran cantidad de estos árboles, sin embargo, sería una tarea casi imposible el trasladarlos hacia las costas donde se encontraba la Misión de Mulegé, unas 30 leguas, que fue el punto seleccionado para la construcción de un astillero improvisado. Aún así, cuando el Maestro Constructor le manifestó descorazonado este grave inconveniente, el sacerdote Juan de Ugarte le dijo eso déjemelo a mí y de inmediato puso manos a la obra.

Por espacio de cuatro meses, el sacerdote Ugarte permaneció en aquel sitio y, haciendo equipo con sus neófitos y con una gran cantidad de integrantes de rancherías que existían cerca de aquel sitio, empezó a talar los árboles y llevarlos cuesta arriba para extraerlos de aquel sitio. Fue grande el cansancio, más de una vez el sacerdote tuvo que curar las heridas que se hacían los neófitos al cumplir el pesado trabajo, e incluso él mismo se hizo graves heridas en sus manos, sin embargo, su ánimo jamás desfalleció. Era el primero que se presentaba a realizar las tareas del día, el que más trabajaba y el último que se retiraba a descansar. Mientras los neófitos cortaban los guéribos y les quitaban ramas y follaje, él dirigía a cuadrillas de neófitos para que hicieran un camino por donde pudieran trasladarse los troncones, jalados por mulas y bueyes, hacia la misión de Mulegé.

Es importante mencionar que la clavazón y demás partes metálicas necesarias en este tipo de embarcaciones, fueron compradas en Matanchel y transportadas hasta la California bajo la supervisión del Maestro Constructor que había contratado el sacerdote Ugarte.

Los afanes que vivía diariamente el sacerdote Ugarte, tanto en la tala de los guéribos como en su traslado hacia la misión de Santa Rosalía de Mulegé, serían una titánica tarea que dejaría exhausto a cualquier ser humano y que le consumiría todo el tiempo de la jornada diaria, sin embargo, nadie sabe de dónde sacaba la fuerza y el tiempo para también dedicarse a la conversión de los gentiles de las rancherías cercanas, de los cuales hizo una gran cantidad, que con el tiempo se trasladaron hacia las Misiones de San Ignacio Kadakaaman y Santa Rosalía de Mulegé.

El sacerdote Ugarte era un hombre con un gran sentido de previsión y un amplio conocedor de la índole humana, por lo que, sabiendo que los constructores del barco, todos ellos venidos de otras partes de la Nueva España, rápidamente se cansarían de vivir en estos sitios tan inhóspitos y desertarían, decidió, además de pagarles rigurosamente el salario convenido, en proveerlos de la mejor carne de res que pudiera tener en su Misión de San Francisco Javier y, además de ello, diariamente les entregaba raciones prudentes del buen vino que se producía en California, con lo cual logró mantenerlos interesados en el trabajo hasta su conclusión.

Finalmente el 14 de septiembre de 1719, la balandra estuvo concluida y fue botada al mar para pasar la prueba de fuego y ver si todos los grandes afanes y cansancios padecidos, había valido la pena. Y no hubo decepción, la balandra flotó tal y como se esperaba; a partir de ese día, fue uno de los barcos que más utilidad proporcionó a las misiones jesuitas.

El sacerdote Miguel del Barco, describe lo siguiente de esta nave: “en opinión de todos los inteligentes era el buque más bello, mas fuerte y más bien hecho de cuantos hasta entonces se habían visto en el golfo de la California”. El nombre que le fue impuesto por Juan de Ugarte en el momento de ser bendecida para que tuviera una larga y útil vida fue El Triunfo de la Santa Cruz.

En esta balandra se transportaron Juan de Ugarte y Jaime Bravo, cuando vinieron a buscar un punto en la bahía de La Paz para fundar la Misión del lugar, y fue en este mismo bajel que hicieron su último viaje los jesuitas que en el año de 1768 fueron expulsados de la California por orden del Rey de España.

Nada se sabe del fin que tuvo esta balandra, lo que sí se puede decir es que por lo menos tuvo una vida útil de 50 años, lo cual se conoce por las referencias en los escritos de los sacerdotes Jesuitas hasta el año de 1768.

Hermosas epopeyas se pueden rescatar de los escritos misionales, tesoros que nos llenan de nostalgia y ensoñación, y que nos narran la valentía, el arrojo y sobre todo la entereza que tuvieron aquellos hombres, naturales de la California y colonos extranjeros, que sembraron con su sudor, su sangre y su valentía, estas tierras que hoy conforman nuestra entrañable sudcalifornia.

 

Bibliografía:

Historia natural y crónica de la antigua california – Miguel del Barco

Historia de la antigua ó baja california – Francisco Javier Clavijero

Noticias de la península americana de california – Juan Jacobo Baegert

Noticia de la california y de su conquista temporal y espiritual hasta el tiempo presente tomo 1-3 – Miguel Venegas

AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, esto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.