Las guerras entre los grupos étnicos originales de la California

 

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La península de Baja California es hermosa en paisajes tanto al interior como en sus costas. Sus sierras y llanos contrastan con el maravilloso blanco-azul de sus playas y mares, lo cual lo hace un lugar idóneo para habitarse desde hace miles de años. Sin embargo esta belleza que se aprecia aún hoy en día no bastaba para mantener en paz a sus habitantes sino que de forma frecuente se trababan guerras entre ellos con no pocas víctimas.

Al interior de las bandas o rancherías de pericúes, guaycuras y cochimíes se establecía un equilibrio más o menos permanente debido a la consanguinidad de los integrantes. Por lo general el grupo consistía en los ancianos que eran los ascendientes vivos más antiguos de este grupo y los demás hombres y mujeres eran sus hijos y nietos. También a estos grupos se sumaban hombres y mujeres de otras bandas que se unían a través de ceremonia de casamiento  o con una simple manifestación de intención de estar juntos. Lo anterior favorecía por un lado la renovación genética a efecto de evitar la concepción consanguínea, y por otro lado permitía el establecimiento de alianzas entre estos grupos lo que garantizaba el acceso a fuentes de alimento, agua y territorios que de otra forma estarían vedados.

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En ocasiones, las diferencias entre las bandas o rancherías se originaba por parcialidades y rencores de unas contra otras, como menciona Miguel del Barco. El origen de ellos eran, por poner algunos ejemplos, las relaciones sexuales no consentidas entre integrantes de diferente grupo, el penetrar en territorios y convertirse en competidores serios de los escasos recursos de alimento y bebida que había en ellos. Los jesuitas comentan en sus escritos que a veces estos conflictos eran por situaciones tan pueriles como negarse el saludo o tomar momentáneamente un objeto que pertenecía a otra persona. Una vez que se iniciaba el agravio las situaciones iban subiendo de tono ya que uno de ellos le infería alguna hostilidad o daño al contrincante y así sucesivamente. Al final, cuando alguno de los pendencieros consideraba que se le había infringido demasiado daño o que él estaba en desventaja para ofender al rival entonces procedía a llamar en su socorro las rancherías amigas, para dar todas juntas sobre las contrarias.

Los californios, sabedores de las graves consecuencias que podría acarrearle para su salud el hecho de ser herido en estos combates (rozones, heridas graves, luxaciones, fracturas, etc.) procuraba rehuir el enfrentamiento físico lo más posible. Simplemente hay que imaginarnos que en aquellos años, los diferentes grupos étnicos originales requerían de tener todos sus miembros y sentidos corporales en buen estado para arrancar al desierto el alimento y bebida necesaria, ya sea en el mar, la sierra o la llanura, y el hecho de tener alguna lesión los exponía a dejar de conseguir alimento mientras se curaban, o en el peor de los casos, a sufrir de una infección que desencadenara una gangrena o septicemia. Es por lo anterior que cuando los grupos habían decidido enfrentarse con otro, se encargaban de publicar a los cuatro vientos, de forma estruendosa, que estaban haciendo acopio de flechas, arcos, pedernales y demás herramientas, para hacer la guerra, y cerciorarse que la banda enemiga lo supiera. En muchas ocasiones este tipo de estrategia daba el efecto deseado y la banda menos fuerte ponía pies en polvorosa, huyendo.

Cuando se realizaba el combate entre estos grupos, el hombre más hábil para el manejo de las armas o conocedor del terreno donde pelearía y de técnicas de guerra, era el que tomaba el liderazgo (que sólo duraba durante este periodo de guerra). Los hombres, de cada bando, se organizaban en pelotones, los cuales se dirigían al terreno seleccionado para pelear entre grande algazara y gritería con el fin de intimidar a sus oponentes. Después de unos minutos en que ninguno de los bandos demostraba miedo o deseos de retirarse, venía la confrontación armada: por turnos, los pelotones delanteros iniciaban la lucha cuerpo a cuerpo o lanzándose flechas y otros objetos, y cuando este grupo se cansaba, se le acababan las flechas o simplemente se retiraban, el pelotón siguiente pasaba al frente a enfrentar al grupo oponente.

Según el jesuita Miguel del Barco, nos comenta en sus crónicas que las armas que utilizaban estos grupos para la guerra eran: el arco y la flecha, que dicho sea de paso, la mayoría de ellos eran expertos y podían acertar a objetos a distancias grandísimas, también utilizaban largos palos, como lanzas, a los cuales les endurecían la punta al ponerlas al fuego. Los cochimíes que vivían en las inmediaciones de la Misión de San Borja, y más al norte, también utilizaban una especie de picadera de cantero; por un extremo con pico y por otro la boca o hachuela de corte. También estos mismos grupos utilizaban una garrucha de pozo, de un palmo de diámetro, con su canalita en medio, y con su cabo, de palmo y medio de largo.

Durante estas guerras había muertos y heridos por ambos bandos, y si tomamos en cuenta que estos enfrentamientos eran constantes, podemos decir que constituían un mecanismo de selección natural en donde los fuertes, diestros y más hábiles sobrevivían. En conclusión, el sacerdote Miguel del Barco, el cual residió durante casi 32 años en la Misión de San Francisco Javier de Vigge-Biaundó, comenta que en estas batallas vencía, no quien tenía más destreza o más pujanza y valor, sino quien se mantenía más firme contra el miedo propio, o acertaba a infundirle al enemigo. Así crecían, y se hacían generales los rencores, las parcialidades y las guerras, al paso de unos y otros se disminuían con recíprocas muertes. Como bien comentamos al principio, la presión emocional y psicológica sobre el enemigo era el factor determinante para el triunfo de estos enfrentamientos, tal como lo es ahora.

 

Bibliografía

Historia General de Baja California Sur. I. La economía regional. Dení Trejo Barajas (Coordinación general). Edith González Cruz (Editora del volumen).

 

 




La construcción de la California Misionera: fantasía y realidad

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Cuando la Compañía de Jesús, logró que se le concediera su ingreso a la California a través de la licencia expedida por el virrey José Sarmiento Valladares en el año de 1697, iniciaron con el reclutamiento de misioneros que quisiera venir a dar su vida en esta península a cambio de evangelizar a sus pobladores. Muchos de los que llegaron durante sus 70 años de estancia tenían diferentes visiones sobre esta tierra y su potencial, lo que nos hace pensar en que en algunas ocasiones construyeron una “geografía fantasiosa de la California”.

Juan María de Salvatierra, Píccolo y Ugarte, que fueron los primeros misioneros en arribar a la California, tuvieron los sabios consejos de Eusebio Francisco Kino, el cual por dos años había habitado esta península en la fracasada expedición del almirante Isidro Atondo y Antillón. Sus experiencias al recorrer cientos de leguas hacia diferentes puntos de la península les permitieron dibujar en su mente los paisajes que había descubierto, y al mismo tiempo, cuando llegaron a la California en 1697, y empezaron a  explorarla, a aceptar los escenarios que se les presentaban.

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Sin embargo, aún con lo anterior, muchos de los sacerdotes que llegaban a esta tierra, lo hacía “con un ánimo fresco, capaz de forjar espejismos en las mentes de aquellos pioneros” (La economía misional de Francisco Altable). Y es que la fe y la razón en muy pocas veces se ponen de acuerdo en la mente de los hombres. Todos estos sacerdotes habían sido forjados en colegios en donde se les hacía creer con todas sus fuerzas que el suplicio y el martirio por lograr prosperar la misión a la que se les enviara, era lo máximo a lo debían dirigir sus anhelos. Durante años escuchaban testimonios de misioneros que eran asesinados por grupos de indígenas, y que al regar con su sangre la tierra donde fueron enviados, era la antesala al ingreso a la gloria eterna. Su mente estaba entrenada para ver fértiles campos entre las espinas y cardones, y a saborear deliciosos platillos cuando apenas podían llevar a sus estómagos un pedazo de pan rancio y una sabandija cazada con miles de penurias.

Y es que sólo con tener personas con este tipo de entrenamiento, que fueran capaces de venir a pasar hambres, grandes sacrificios, soledades e incomprensión, sin recibir nada a cambio más que la promesa de una vida llena de felicidad después de su muerte, fue posible el que se conquistara la agreste California. Muchos de estos misioneros realizaron grandes recorridos por mar y tierra en toda la península con la esperanza de encontrar “el oculto edén” detrás de cada cerro, en la siguiente cueva o en la ensenada que se veía a lo lejos.

Un ejemplo claro de lo anterior lo leemos en la crónica que realizó el padre Ignacio María Nápoli en el año de 1721, cuando fue enviado para establecer la misión que posteriormente llevaría por nombre del Apóstol Santiago. El sacerdote mencionaba, que a su paso por las regiones australes de la California, había visto parajes en donde se podían sembrar cientos de almudes de maíz y trigo, y recoger cientos por uno de ellos que se sembrara, que los bosques y ríos que ahí se encontraban podían dar de comer a todos los habitantes no sólo de la península sino de la Nueva España. Es verdad que el padre realizó su viaje durante el mes de agosto, y en un año que particularmente había sido muy benéfico en precipitaciones pluviales, pero de ninguna manera se podía asemejar a los que el sacerdote Nápoli veía en su fantasiosa imaginación, y que registró en su informe.

De igual forma, el sacerdote Francisco María Piccolo, S. J., da cuenta en un informe titulado Informe Del Estado de la Nueva Cristiandad de California, el cual fue elaborado en 1702 y llevado a la ciudad de Guadalajara, en donde menciona los inmensos placeres perleros y la gran cantidad de recursos con los que se contaba en la California, por lo que solicitaba el apoyo de sus superiores de la Orden para continuar con su benéfica conquista espiritual. Lo cierto es que cuando Píccolo realiza este viaje, Salvatierra y Ugarte —que eran sus hermanos de orden que quedaron en la California—, estaban a punto de morir de hambre por no tener ya nada de provisiones para alimentarse, y se veían en la necesidad de acudir al monte, al igual que los soldados que los acompañaban, a recoger plantas y sabandijas como lo hacían los californios, para subsistir. Sin embargo en la correspondencia e informes que enviaban fuera de California, insistían en la presencia de grandes posibilidades para obtener alimento y hacer florecer el desierto.

“La fe religiosa” que demostraron la mayor parte de los misioneros, sobre todo la primer generación que llegó, encabezada por Salvatierra, Píccolo y Ugarte, fue pieza fundamental para el establecimiento y puesta en marcha del proyecto misional en estas tierras. Su “sincera religiosidad”, como quiera que este concepto se pueda interpretar por el Lector, permitió que decenas de acaudalados mecenas de la Ciudad de México y otros sitios de la Nueva España, accedieran a desembolsar grandes cantidades para seguir manteniendo y expandiendo las misiones en la California. Los sacerdotes jamás vieron su estancia en esta tierra como lo hacía un soldado o un explorador, los cuales acuden a estos lugares movidos por la codicia o por el precio de su paga, y que tras encontrar los primeros obstáculos o simplemente al acabarse el alimento y las remesas de dinero, de inmediato piensan en regresar y abandonar la misión. Fue por ello que después de la llegada de Hernán Cortés a la California, en 1535, se sucedieron varias decenas de exploraciones, las cuales acabaron en rotundos fracasos. Lo anterior se debió por el argumento que acabo de mencionar. Incluso, España llegó a tomar la decisión de considerar la península como “tierra inconquistable” y por lo mismo suspendió cualquier expedición hasta este destino durante muchos años.

Finalmente es importante mencionar que, si bien es cierto que los sacerdotes eran capaces de percibir la esterilidad del suelo peninsular cuando no había lluvias frecuentes, así como la resistencia permanente de los californios para seguir sus instrucciones y cambiar su forma de vida, se cuidaron muy bien de que estas situaciones no se vieran reflejados en sus informes. Todo lo contrario, pintaban un panorama prometedor, y a unos pobladores en un estado casi “edénico” y siempre dispuestos a cooperar con ellos, o por lo menos así lo escribían en sus informes en la primera veintena de años tras su llegada. No podían perder la confianza de las autoridades virreinales así como de los mecenas que les proporcionaban los recursos económicos para sostener sus misiones, por lo que debían de sostener sus visiones fantasiosas a como diera lugar. Un ejemplo delo anterior se percibe en una carta escrita por el sacerdote Juan María de Salvatierra en donde menciona que el pasto que se daba en Loreto “era de tal bondad que el poco ganado que tenía había engordado y que la tierra circundante se reconocía como buena para las actividades pecuarias”.

Hombres de fe y de decisiones, los misioneros jesuitas fueron la piedra fundamental que estableció las bases firmes de la colonización de la península de California. Bien haríamos los actuales habitantes en reconocer su benéfica y trascendental obra a través de monumentos, nombres de calles, títulos de bibliotecas y demás espacios para la cultura, las artes y la ciencia con nombres de todos estos misioneros que forjaron nuestro presente.

Bibliografía:

Historia General de Baja California Sur. I. La economía regional. Dení Trejo Barajas (Coordinación general). Edith González Cruz (Editora del volumen).

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




Cosmogonía de los antiguos californios

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Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

La Paz, Baja California Sur (BCS). Cada uno de los pueblos en el orbe han tratado de dar una explicación a las preguntas más trascendentales de la humanidad, las cuales son ¿de dónde venimos?, ¿para qué estamos aquí?, ¿quién nos creó?, ¿hacia dónde vamos?. Las respuestas que se han dado han sido condicionadas por su nivel cultural, su desarrollo, e incluso, por los intercambios con grupos con los que tuvieron contacto.

En el caso de nuestros californios, sí dieron respuesta a estas preguntas, lamentablemente, por carecer de un sistema de escritura no pudieron perpetuarlas hasta los tiempos modernos, siendo sólo consignadas, de forma parcial, tergiversada, y a regañadientes por los jesuitas. En nuestra parte sur de la península de California existieron diferentes etnias, las cuales fueron agrupadas en tres grandes grupos por los jesuitas. Cada uno de ellos tenía su propia forma de interpretar el mundo y cómo fueron creados. Las podemos resumir de la siguiente manera:

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Los pericúes creían que en el cielo habitaba un gran señor que creó el cielo, la tierra y el mar. Lo llamaban Niparajá —en algunos escritos aparece como Niparaya. Estaba casado con Anajicojondi, con la que había tenido tres hijos, uno de ellos de nombre Cuajaip —otros los escriben como Quaayaip—, vivió entre ellos y los adoctrinaba. Cada que él quería entraba debajo de la tierra y creaba a más hombres, a pesar de que él los ayudaba, los hombres se revelaron, le atravesaron la cabeza con un ruedo de espinas y lo mataron. El sacerdote Venegas escribió que: “dicen que su cuerpo se conserva como si estuviera dormido, manando constantemente sangre. Tiene un tecolote a su lado que le habla”.

También mencionaban que en el cielo vivió un gran personaje al que llamaban Tuparán —otros le decían Bac—, y que se conjuró contra Niparajá. Al final de la gran batalla, Tuparán y los suyos fueron vencidos y arrojados del cielo para encerrarlos en una cueva cerca del mar. Niparajá creó a las ballenas para que vigilaran la cueva y no los dejaran salir. Se tenía la creencia entre los pericúes que, aquel que moría en la guerra no iba al cielo con Niparajá, sino a la cueva con Tuparán. Creían que las estrellas eran de metal y habían sido creadas por un numen llamado Purutahui, y la luna por otro de nombre Cucunumic.

El jesuita Francisco Javier Clavijero menciona que, los «guaicuras» creían que en el norte vivía un espíritu de nombre Guamongo, el cual era maligno y enviaba a la tierra las enfermedades. También, mencionan que había un numen llamado Gujiaqui, quien sembró las pitahayas y dispuso los lugares donde se obtenía la pesca. Él les enseñó a tejer las capas con los cabellos de sus devotos. Tiempo después ya que hubo terminado su misión entre ellos, regresó al norte. Los «guaicuras» creían que el sol, la luna y los demás astros eran fogatas encendidas en el cielo por hombres y mujeres que diariamente caían al mar para volver a salir al día siguiente y encenderlas de nuevo.

En el caso de los cochimíes, Clavijero menciona que, creían en un gran señor que vivía en el cielo y al cual llamaban en su lengua “el que vive”. Este señor había concebido a dos hijos sin concurso de mujer. Ellos habían creado el cielo, la tierra, las plantas, los animales, el hombre, y la mujer. También, habían formado a unos seres invisibles que con el tiempo se volvieron contra ellos y contra el hombre, de tal forma que cuando uno de ellos moría, los metían debajo de la tierra para que no vieran a “el que vive”. Se menciona que creían en “Tamá ambei ucambi tevirichi”, esto es, “el hombre venido del cielo”, al cual rendían culto a través de una ceremonia especial muy particular.

Es muy probable que los californios de las diferentes etnias hayan tenido más creencias sobre diferentes dioses, así como rituales para celebrar diferentes situaciones como el inicio y fin del año, las diferentes temporadas, nacimiento, la muerte, casamiento, entre oros. Sin embargo, poco o nada quedó de la memoria de estos sucesos. Los jesuitas, que fueron los que por 70 años convivieron cotidianamente con ellos, sólo compendiaron algunas ideas incompletas e inconexas, ya que se negaban a ser muy específicos por las reservas que tenían para guardar la memoria de estos sucesos porque era una invitación a que en un futuro se rescatara y volvieran a practicarse. Además, todas estas prácticas las consideraban demoniacas y abominables.

Cuando los jesuitas fueron expulsados de la california, sólo quedaban con vida un poco más de siete mil californios, casi todos ya convertidos al cristianismo, hablaban español, vestían, y tenían las costumbres como los demás pobladores de la Nueva España. No existía ya californio que recordaran sus antiguas leyendas y cosmogonía, ni tampoco había quedado reseña escrita de ellas.

Bibliografía:

Historia de la Antigua ó Baja California – Francisco Javier Clavijero.

Historia natural y crónica de la Antigua California – Miguel del Barco.

Noticia de la California y de su conquista temporal y espiritual hasta el tiempo presente. 3 tomos. – Miguel Venegas.

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De jesuitas y zorrillos en la Antigua California

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Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

La Paz, Baja California Sur (BCS). Al llegar a la California, los jesuitas descubrieron una gran cantidad de flora y fauna, lo cual hizo que inmediatamente su espíritu inquisidor e ilustrado tratara de hallar referentes en animales y plantas que ya eran conocidas en otras partes del mundo. Fue por ello que casi siempre en sus observaciones hacían comparaciones por lo general acertadas, y otras no tanto, en donde trataban de ejemplificar que tal o cual animal o planta “era como” tal o cual otra ya conocida. A los ignacianos y sus portentosos escritos se debe que nuestra biodiversidad haya sido conocida muy bien en diversos lugares de Europa antes que, incluso, en la misma Nueva España.

El caso que hoy nos ocupa es la forma en que Miguel del Barco insigne jesuita español que misionó por más de 32 años en la California, 30 de ellos en la misión de San Francisco Xavier de Vigge Biaundó, describe al tristemente célebre zorrillo californiano. Este sacerdote lo describe como “un animalito bastante peludo, lleno de listas blancas y negras en el lomo y costados. Muchos, en lugar de las listas negras, las tienen pardas. Son muy hermosos a la vista, especialmente los primeros”.

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No tardó mucho tiempo en encontrar el mecanismo de defensa de este animalito: “cuando se asustan o tienen miedo, levantan derechamente en lo alto la cola, cuyos largos pelos, saliendo en su principio juntos, se esparcen en lo más alto vistosamente hacia todos lados, formando la figura de una garzota, pero más abierta y extendida en lo alto. Su principal arma para defenderse de sus enemigos, y aun para ofenderlos, es un fetor intensísimo, que despiden de sí, cuando se ven en los mayores aprietos”. Con su carácter curioso y su mente siempre dispuesta a realizar un análisis escolástico profundo de todos los sucesos que presenciaba, del Barco ejemplificaba los efectos que producía este “fetor” en diferentes circunstancias:

a) “Si un zorrillo se ve muy acosado de un perro, cuando éste va ya a echarle sus dientes, despide el zorrillo oportunamente su arma; y es tan fuerte que el perro como aturdido con ese fetor infernal, prontamente se retira, sacudiendo el hocico y respirando fuerte en ademán de quien dice: ¡esto no se puede aguantar!»

b) «Si el indio, al disparar la flecha le acierta tan bien que al primer golpe le deja muerto de repente, no hecha hedor; mas si se siente herido, sin quedar luego muerto, entonces suelta un fetor intolerable, como si quisiera vengarse de quien le hirió y deja la pieza inficionada para mucho tiempo. Para evitar este inconveniente se experimentó ser mejor sacarlos vivos, tomados por la cola, lo cual es fácil, porque como el zorrillo la levanta en alto cuando tiene miedo, como antes dije, y se mete detrás de cualquiera cosa para esconderse, se le coge de la cola y se levanta en alto, quedando con la cabeza abajo sin poder morder. Si prontamente le sacan fuera y llevan algo lejos, el que le lleva asido de la cola le da una fuerte sacudida contra una piedra, queda muerto sin fetor. Más si después de cogido, se hace mucho ruido y algazara, como suelen los muchachos cuando han cogido la presa, sucede que el desventurado, con el gran miedo, despide su arma, como delante de mí sucedió algunas veces”.

El padre Miguel pudo determinar los hábitos de vida del zorrillo. Nos dice que por lo general acostumbra comer huevos de gallina, y en caso de lograr atrapar a alguna de estas aves solamente las degüella y bebe su sangre, comiendo muy poco de su carne. Suele esconderse en los corrales de estos animales e irlos devorando poco a poco hasta que acaba con todos ellos. También, se alimenta de insectos como el ciempiés. Sus hábitos son nocturnos por lo que en el día es raro que se vea alguno merodeando. Observó que, las temporadas en que es más común observarlos es a finales del otoño y principios del invierno. Son animalitos asustadizos que prefieren esconderse y rehuir la pelea, solamente cuando se ven acorralados y en peligro inminente es cuando hacen uso de su “arma pestilente”.

El sacerdote del Barco comenta que apreció la duración del hedor que producía esta arma del zorrillo en varias ocasiones las cuales ejemplifica: “una de ellas, cerca de la puerta, al sacarle de mi aposento colgado de la cola; lo cual fue bastante para que la madera de la puerta recibiese la impresión tan fuertemente que, por muchos días y aun semanas, se percibía al entrar y salir el hedor del zorrillo, no obstante, que la puerta caía al aire libre”.

Otra oportunidad fue esta: “en una ocasión despidió su arma junto a cierta vasija de metal de China y por el lado en que recibió la impresión la conservó tan tenazmente que, después de muchos días, la mano que tocaba aquella vasija quedaba infeccionada del mismo fetor. Traté de fregar y frotar despacio para que le perdiera y trayéndomela después, advertí que, aunque ya menos que antes, aún se percibía el hedor. Volvieron a repetir la operación fuerte, hasta que en fin le perdió”.

Con su mente analítica, el sacerdote da una explicación de cuál es el origen de esta extraña arma del zorrillo, que es tan efectiva para ahuyentar a todo aquel que intente provocar su ira. No olvidemos que los jesuitas durante sus estudios en los colegios recibían materias y leían libros sobre botánica y zoología lo que les ayudaba mucho cuando tenían que hacer sus informes sobre estos aspectos de la región donde les tocaba ejercer su ministerio.

La explicación que desarrolló el ignaciano fue la siguiente: “comúnmente se cree que este fetor proviene de la orina de este animalito. A mí me parece que no nace, sino de un flato que despide, de un aire espesísimo, el cual difundiéndose y mezclándose con el aire común que respiramos, no sólo le comunica su fetor, sino que experimenta que dentro de la circunferencia de algunos pasos, verbi gratia seis o más hacia todos lados en distancia de su origen, todo el aire se espesa y se engruesa, de suerte que aun por sólo este título parece que dificulta la respiración y casi se puede palpar”.

Durante su discurso sobre este tema Del Barco niega que el olor tan fétido provenga de la orina del animalito, ya que él no ha observado que cuando este animal lanza su “arma” queden gotas de orina en el suelo, además que para él es imposible que la orina líquida pueda transmitir ese fetor hacia el aire cercano al animal, por lo que concluye: “si esto fuera así, debía ser en tal cantidad —la orina— que a una ojeada, no pudiera escaparse a la vista, pero ésta nunca lo ha descubierto y así concluyo que no la orina, sino un flato causa el fetor del zorrillo”.

En la actualidad se ha podido comprobar que lo que produce el fuerte olor que secretan los zorrillos (mofetas) es un líquido producido por unas glándulas anales. Este líquido es expulsado con tal fuerza que logra llegar hasta dos metros de distancia, es por ello que en ocasiones sale “pulverizado” en pequeñas gotas que son difíciles de percibir a simple vista —y menos cuando es en la noche—. La sustancia activa de este olor tan desagradable (fetor) es el azufre.

Como apunte final les comento que Miguel del barco dejó asentado que el nombre que los cochimíes daban a este animal era “yijú”.

Bibliografía:

Historia natural y crónica de la Antigua California – Miguel del Barco.

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Francisco María Nápoli SJ entra a la nación cora

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Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

La Paz, Baja California Sur (BCS). En muchos trabajos como la milicia, la docencia en educación básica, las misiones culturales y unos pocos más, es común que a los que se inician en estas labores se les envíe a zonas precarias y los que ya han estado antes desean salir lo más pronto posible para acercarse a un lugar más poblado y con mayores posibilidades de progreso. Sin embargo, hubo un tiempo en que acudir a los sitios más apartados y peligrosos fue algo deseable por parte de un grupo de individuos, como lo fueron los misioneros de la Compañía de Jesús.

A partir del año de 1697, el sacerdote Salvatierra fundó la misión de Nuestra Señora de Loreto Conchó en la California, el sitio más apartado y agreste de lo que en ese entonces era la Nueva España. El clima árido y extremoso de estas tierras hacía que la vida de sus habitantes nativos y de los colonos que llegaban a ella fuera un suplicio. Era común que se vivieran grandes hambrunas, así como epidemias que diezmaban no sólo a los californios, sino también a aquellos que se aventuraba a realizar sus labores en estas latitudes.

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Tarea permanente de los jesuitas fue el establecer una cadena de misiones que abarcara toda la península. En el año de 1721, se había reiniciado el establecimiento gracias a la llegada de más misioneros. Fue para el mes de marzo de este año que arribó a Loreto el sacerdote italiano Francisco María Nápoli, el cual de inmediato fue comisionado por el sacerdote Juan de Ugarte, que en ese entonces tenía bajo su responsabilidad la dirección de las misiones de California, para que estableciera una misión en un sitio que se denominaba La ensenada de las palmas y que estaba ubicado al sur de la misión de Nuestra Señora de La Paz Airapí.

De forma apresurada se le entregó bastimento, así como objetos que entregaría a los habitantes del sitio donde establecería la misión para granjearse sus favores y amistad, algo muy usual cuando se pretendía ingresar a un territorio inexplorado y/o establecer una misión. Para que fuera más rápido el traslado del padre Nápoli a la misión de La Paz, se decide que se le lleve en el barco con el que se contaba en Loreto, sin embargo, lejos estaba de ser una buena idea. Debido a que durante los meses en que se inició la empresa son comunes los temporales en el Golfo de California, tuvieron mal tiempo por lo que este periplo duró 14 días, en los cuales el mismo Nápoli sentía que iban a ser los últimos de su existencia.

Al llegar a La Paz fue recibido de forma por demás afectuosa por los catecúmenos que ya estaba en proceso de evangelización por el padre Jaime Bravo. Algo muy interesante que sucedió fue que el padre Nápoli al entrar al puerto traía en sus manos un crucifijo, y se acerca a uno de los guaycuras más viejos del lugar preguntándole que si quién era al que traía en sus brazos, este le respondió “que era un viejo a quien le habían traído muerto en esta tierra, y nosotros le habíamos dado un flechazo porque no quería coger venados”. Poco después el sacerdote reflexionaba sobre el enfado que esta gente tenía siempre con los hombres de lengua barba ya que los consideraban capaces de hacer “más hechicerías”.

Durante los cinco o seis días que permaneció el sacerdote Nápoli en La Paz, auxilió al padre Bravo bautizando a algunos niños. También pudo apreciar la forma en que los californios trataban el cuerpo de sus difuntos, a los cuales incineraban, y en caso de sepultarlos lo hacían “retorciéndolos”, a decir del padre. Dentro de las explicaciones que le dio el padre Bravo sobre la ubicación de la ensenada donde plantaría la misión, le informó que había tenido oportunidad de conocer este sitio en el año 1708, cuando partiendo del puerto de Matanchel hacia Loreto, fue “arrebatado” por una tormenta y varó el barco en esa ensenada. Durante las horas que estuvo en el sitio pudo constatar el carácter afable de los pericúes, los cuales les regalaron fruta, pescados y cueros, además de tratarlos con cordialidad. El mismo testimonio daban los buzos que habián llegado a este sitio.

El día 17 de agosto de 1721, parten por tierra los sacerdotes Bravo y Nápoli, una pequeña escolta de cuatro soldados encabezados por el capitán Esteban Rodríguez Lorenzo y un pequeño grupo de guaycuras fieles, mientras tanto en algunas canoas deciden enviar a la ensenada, la mayor parte del bastimento y regalos. Durante ocho largos días se internaron por diferentes rutas rumbo a su destino, pero por ser camino inexplorado en ocasiones deben regresar o avanzar muy poco. El padre Nápoli hace referencia que en dos ocasiones el capitán Rodríguez Lorenzo y su caballo se despeñaron y sólo por la “intervención de la sagrada madona” no perdió la vida.

Algo que se le ha criticado al padre Nápoli son sus descripciones “alegres y fantasiosas” que realizó de los sitios que conoció en la California. Un ejemplo de ello fue lo que dejó escrito en el informe de este viaje y que a continuación transcribo:

“Gracias al Señor que al remate de esta pobre tierra haya puesto lo que tiene. Primeramente, es tierra llana y fertilísima, que lo denota su apariencia misma. Tiene llanos espaciosísimos hasta el cabo de San Lucas, y desiertos de gente, llenos todos de bellísimas y amenas flores, muchísima arboleda grande y gorda para mucha tablasón, que se hallan en tierras calientes, [in]números y cuantiosos arroyos, ríos, valles muy grandes y buenos y sin dificultad para que dicha agua baje a dichas tierras, para que pueda fructificar bastantísima copia de maíz, trigo y cuanto se sembrara, que bastaría para abastecer toda esta pobre tierra de California en un paraje muy hermoso que tiene llanos muy grandes y valles sin monte ninguno, donde se halla muchísima arboleda grande que da mucha sombra, al cual le puse Santa Rosalía.

Es bastante para nutrir muchísimo ganado así mayor como menor, y otras bestias por el bastante pasto y hermosos aguajes. Lo mismo digo del otro más importante paraje, que le puse San Bernardo por haberse descubierto el día del santo, y tiene hermosísimos llanos, bosques de flores, mucha arboleda grande. Llueve en mayor cantidad que en otras partes, tiene pastos riquísimos para muchísimo ganado mayor, tierras húmedas de por sí, bastantes palmares, muchas aguas corrientes y cuatro sacas de ellas, y cuantiosas de importancia que corresponden a las tierras bajas y cercanas, y despegadas de montes y limpias de piedras, que tienen varios carrizales de cañas muy gordas, que son las primeras descubiertas y vistas en la desdichada tierra de California”. 

Pero bueno, como descargo puedo decir que a los ojos de estos hombres de fe, de estos valerosos y abnegados misioneros que venían a dar la vida por su obra misionera, cualquier matorral verde en estas latitudes, se les antojaría como el abeto más grande de un bosque europeo. Además, el padre Nápoli había emprendido su viaje en la temporada de mayor lluvia en nuestra península, por lo que no miente al decir que todo era verdor y que encontró una gran cantidad de arroyos de agua bebible.

Al final, el 25 de agosto, llegó la expedición de tierra a La ensenada de las palmas, la cual describe de la siguiente forma el padre Nápoli: “Que es muy grande, teniendo de punta a punta cerca [de] doce leguas, es muy amena, así por el espacioso mar, como por las muchas lagunas que tiene de agua muy buena y los muchísimos palmares que parecen [otros] tantos bosques”. De lo que ocurrió en los siguientes días de su llegada al sitio nos ocuparemos en un nuevo reportaje.

Bibliografía:

“Tres documentos sobre el descubrimiento y exploración de Baja California por Francisco María Píccolo, Juan de Ugarte y Guillermo Stratford”. Roberto Ramos (comp.).

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