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Franz Inama, S.J.: Padre de la herpetología en Baja California (II)

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Colaboración Especial

Por Francisco Draco Lizárraga Hernández

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Poco antes de partir hacia la California, a Baegert e Inama se les unió otro joven jesuita alemán, oriundo de Düsseldorf, que igualmente había sido elegido por el padre Balthasar gracias a su carácter fuerte y laborioso, el padre George Retz, quien eventualmente se convirtió en la mano derecha y continuador de las exploraciones de Fernando Consag hacia el norte de la península de Baja California. Una vez alistada la comitiva de los tres alemanes, los nóveles misioneros dejaron la Ciudad de México para dirigirse hacia Guadalajara el 16 de noviembre de 1750; al llegar a esta última ciudad el 19 de diciembre de ése mismo año, se les unieron otros jesuitas que también habían sido asignados para evangelizar en la California. Finalmente partieron en caravana hacia el río Yaqui, de donde pasarían a la misión de Nuestra Señora de Loreto, capital de las Californias.

Una vez que llegaron a la península de Baja California, los tres jesuitas alemanes tuvieron que separarse porque se les asignaron diferentes zonas a lo largo de todo el territorio de la California. Al padre Retz se le envió a San Ignacio de Kaadakamaán, la más septentrional de todas las misiones, para que auxiliase al padre Consag en sus exploraciones hacia el norte peninsular; a Johann Baegert se le encomendó la alejada misión de San Luis Gonzaga, en el país de los guaycuras, para que desahogase las obligaciones del padre Lambert Hostell, quien estaba encargado de esta misión y de la de Nuestra Señora de los Dolores; y finalmente, a Inama se le confió la refundación de San José de Comondú, tarea en la cual contó el apoyo del ya experimentado y vivaz misionero Miguel del Barco.

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San José de Comondú era un paraje que fue visitado por primera vez en 1684, durante la expedición del padre Kino y el almirante Isidro Atondo y Antillón, aunque fue hasta 1708 cuando el misionero español Julián Mayorga asentó una misión en la zona; sin embargo, apenas dos años después, una epidemia de viruela mató a la mitad de los indígenas. Esto forzó al jesuita a desplazar el asentamiento unos 50 km hacia el suroeste, siendo éste último lugar él que le fue encomendado al joven austríaco. Cuando Inama llegó a la población anteriormente mencionada, lo que encontró fue una sencilla iglesia de adobe construida hacia 1736 —año en que murió el padre Mayorga—, en un paraje de tierra poco trabajado, pero con buen potencial productivo gracias a que se encontraba a un costado de un arroyo. Fue así que, casi después de instalarse en su nuevo hogar, Franz Inama inició la edificación de una iglesia de piedra a fin de que esta sustituyera a la de adobe, además de que se empeñó en construir un sistema de almacenaje de agua y riego para impulsar la agricultura en la misión. Debido a lo anterior, el austríaco realizó muchos viajes hacia la Sierra de La Giganta y las partes altas del arroyo de La Purísima a fin de traer las rocas y maderas necesarias para la obra. Por otra parte, su misionero vecino, el padre Del Barco, le envió trabajadores desde su misión para que colaborasen en la construcción del nuevo templo. Gracias a esto último, se comenzó a gestar una profunda amistad entre Inama y Miguel del Barco, la cual se vio reforzada por su interés mutuo hacia la historia natural.

Tras tres años de arduas labores, Franz Inama fue llamado a Loreto para que ahí profesase los votos solemnes de la Orden y que con ello pudiese ser ordenado como sacerdote, lo cual ocurrió en febrero de 1754. Un año después, Inama recibió al padre visitador general de las misiones del Norte de la Nueva España, José de Utrera, quien quedó muy sorprendido por los progresos del misionero en relativamente poco tiempo. Esto se debió a que encontró que la nueva iglesia estaba ya muy avanzada en su construcción, y el sistema de riego ya se encontraba operando. Adicionalmente, el padre Utrera observó con admiración el gran progreso que Inama había logrado en la educación y evangelización de los cochimíes que habitaban en la región, para los cuales había fundado dos escuelas separadas —una para niños y otra para niñas—, donde les impartía clases de manera muy similar a la de los seminarios católicos de la época. Esto último habla del gran interés que el padre Inama sentía por la educación de los Californios, a quienes los instruía en las doctrinas católicas y en los oficios más esenciales hasta que estos se casaban y formaban una familia, luego de lo cual los integraba al sector productivo de la misión.

En tan sólo unos pocos años, la misión de San José de Comondú, que hasta entonces había sido poco más que un sitio periférico y muy dependiente de la misión de San Francisco Javier de Viggé—Biaundó, pasó a ser uno de los asentamientos más productivos de la California jesuítica gracias al talento y arduo trabajo del padre Inama, contando con una de las iglesias más grandes de la península y una cantidad sustancial de ganado. Consecuentemente, el misionero austríaco no sólo consiguió un alto grado de autosuficiencia en su asentamiento, sino que pronto comenzó a proveer de víveres a las misiones cercanas en caso de que estas pasaran por períodos de escasez. Asimismo, en numerosas ocasiones pudo auxiliar a su desdichado amigo el padre Baegert, quien en repetidas veces le hizo saber su amarga frustración de que se le relegara a una misión en una tierra tan estéril y miserable como la de los guaycuras, a quienes Inama llegó a acoger en Comondú para que no muriesen de hambre cuando en San Luis Gonzaga se presentaban sequías más intensas de lo normal.

Durante todos estos años, el que posiblemente fue el mayor pasatiempo del padre Franz Inama, cuando descansaba de sus ocupaciones sacerdotales y misioneras, era la observación de la abrasadora y peculiar naturaleza de la península de Baja California; llevó a cabo numerosas descripciones de flora y fauna que comunicó a su buen amigo el padre Del Barco, quien retomó parte de la información proveída por el austríaco para la elaboración de su obra, Historia Natural y Crónica de la Antigua California. Por otro lado, se sabe que, en muchas ocasiones, Franz Inama escribió extensos reportes sobre los animales que observaba alrededor de su misión para luego enviárselos a sus colegas jesuitas, tanto dentro de la California como en las provincias de Sonora y Sinaloa. Sin embargo, pocos seres cautivaron tanto a Inama como las víboras de cascabel, las cuales causaban un gran temor debido a su veneno y a que todos los años generaban pérdida de vidas humanas y de ganado. Debido a esto, tal vez con el fin de entender mejor la manera en cómo estos reptiles ocasionaban daño, y con ello tener las bases para eventualmente afrontar éste problema con mucha mayor precisión y eficacia, el padre Inama se dio a la tarea de colectar a crótalos vivos a fin de estudiarlos con gran detalle.

En una carta que escribió al padre Miguel del Barco en 1765, el misionero austríaco relata los experimentos y observaciones que realizó con las víboras de cascabel a lo largo de varias semanas. Primeramente, Franz Inama planteó dos hipótesis sobre el origen de los efectos de la mordedura crotálica: la primera, defendida por el jesuita checo Ignaz Tirsch y bastante anticuada aún para la época, proponía que las serpientes no inyectan un veneno como tal, sino que los colmillos de estas tenían una textura microscópicamente irregular, la cual era contraria a la de la sangre de cualquier animal. Esto último, aunado a que la irritación de la víbora supuestamente exaltaba la aspereza en la textura del colmillo, ocasionaría un desbalance en los humores corporales, generando los síntomas del envenenamiento en la víctima. En contraste, Inama y Del Barco planteaban lo que ya se conocía desde los tiempos de Galeno, que las serpientes cuentan con un órgano —en éste caso, una glándula— productor de sustancias venenosas, que son inyectadas a través de sus colmillos al momento de morder. Después, el austríaco se dedicó a estudiar y describir con gran lujo de detalles la anatomía y comportamiento de los crótalos, para lo cual recolectó a 12 ejemplares vivos de estos ofidios.

Para darse una idea de la minuciosidad con la que Inama realizó sus estudios sobre las víboras de cascabel de la California, basta con mencionar que el padre Miguel del Barco sólo pone el fragmento más importante de la carta que le envió el austríaco, el cual se extiende a lo largo de 6 páginas de su Historia Natural y Crónica de la Antigua California. Entre las principales descripciones realizadas por Inama, destacan particularmente las siguientes:

Las cabezas de ellas —las víboras— son anchas, las bocas romas, las mejillas como hinchadas con un hueso especial en cada lado y por la multitud de los colmillos. Los oídos están junto a las ventanas de la nariz, esto es, inmediatamente arriba del dicho hueso con providencia singular quizá para que el oído esté cerca de las armas, que son los colmillos. Dicho hueso se halla fuera de la encía superior, y está entre dicha encía superior y la mejilla; y en él está encajado uno o dos colmillos, de suerte que en algunas víboras se encuentran cuatro encajados […] Los colmillos son corvos, pero no sobresalen fuera de la boca como los de los puercos, ni están levantados o derechos como los de cualquier animal; sino que están como acostados a lo largo de las encías, mirando la punta de cada colmillo hacia el tragadero. La víbora los mueve porque, al querer morder, los levanta. Y yo mismo, por medio de una navajita muy sutil, moví los colmillos para saber en dónde está el movimiento. Y para explicarme, digo que los colmillos acostados se parecen a navajas cerradas; y levantados, a navajas medio abiertas. […] Para comer tienen en las encías inferiores dos hileras de dientecillos algo corvos, cuyas puntas están hacia el tragadero; y así sirven también para no poder escapárseles la presa. Además de esto, en donde otros animales tienen el hocico, estas víboras tienen, así arriba como abajo, algunos dientecillos derechos y, fuera de estos dientecillos, no tienen otros en las encías superiores. Los colmillos no les sirven para comer, por ser muy largos en comparación de los dientecillos; de suerte que solamente son armas para picar e instrumentos para agarrar mejor a la presa.

Gracias a todo esto, es posible darse cuenta de lo exhaustivas que fueron las observaciones anatómicas realizadas por Inama. A todo esto, se suma el hecho de que el austríaco utilizó su microscopio traído desde Viena para comprobar si los colmillos de las víboras tenían una textura irregular como lo proponía el padre Tirsch; esto último resultó ser falso, pues Inama observó que, tanto en piezas recién extraídas como en secas, que las armas de los crótalos son “casi totalmente redondas, sin filo, sin aspereza, antes bien con mucha lisura y aun lustre”. Con esto, el jesuita austríaco se convirtió en el primer hombre del que se tenga registro que empleó un microscopio en la península de Baja California. Gracias a todo lo anterior, la hipótesis propuesta por el misionero checo quedaba en vías de ser refutada al no cumplirse una de sus suposiciones principales, la aspereza de los colmillos; sin embargo, el padre Franz Inama decidió dar la estocada final a la teoría de su colega de una manera empírica y elegante: mediante la experimentación con el veneno crotálico y los colmillos.

Inama, luego de haber extraído los colmillos de algunas víboras, procedió a picar en diversas partes del cuerpo a gallos y gallinas que criaba dentro de su misión; no presentaron ningún daño adicional a los piquetes que se les dieron, aun si muchos de estos fueron hechos con mayor fuerza a la que pueden propinar estos reptiles. Sólo en tres pollos hubo algún perjuicio un poco más significativo al presentarse una leve hinchazón; además, en uno de estos ejemplares ocurrió un sangrado fuerte, aunque esto se debió a que Inama a propósito le picó una vena de un costado, a manera de una sangría de barbero. El jesuita repitió el proceso con colmillos secos, y tampoco tuvo resultados destacables. Gracias esto, el austríaco afirmó que “es esto último de una sangría, hecha con un colmillo de víbora, una prueba real de que el colmillo solo no hace herida mortal”. Luego de deducir esto último, Franz Inama quiso corroborar que el veneno crotálico es el agente causal del daño generado por las mordidas de estas serpientes, para lo cual extrajo dicho fluido con ayuda de una navaja y una jofaina; el austríaco lo describió como un líquido poco denso de un color amarillo casi transparente.

Una vez que extrajó el veneno, Inama mojó los colmillos y un cortaplumas con éste fluido, y con ello procedió a picar nuevamente a gallos que tenía en su misión. En esta ocasión, el jesuita sí observó un daño mayor en las heridas, las cuales presentaron un sangrado abundante, una fuerte hinchazón y supuraciones a lo largo de varios días. Por otro lado, una de las víboras alcanzó a morder a uno de los pollos en un pie, causándole una gran inflamación en toda su pata que al final terminó con la pérdida del dedo en que recibió la mordedura. Con esto, Inama infirió correctamente que el veneno de las víboras ingresa al torrente sanguíneo de la víctima no sólo por acción de la mordida, sino que también los colmillos actúan de manera semejante a jeringas que impelen el letal fluido hacia la sangre. Finalmente, para corroborar que el veneno tiene un efecto mucho más mortífero cuando entra en contacto directo con los tejidos, el austríaco tomó una paloma y le suministró unas 4 o 5 gotas del fluido oralmente, después de lo cual se retiró a rezar el rosario junto con los indígenas de su misión; una vez que regresó, aproximadamente 45 minutos después, Inama encontró que la tórtola ya había muerto y que de su boca salía espuma. De esta manera, el párroco de San José de Comondú reafirmó concluyentemente su hipótesis sobre los daños ocasionados por el veneno crotálico.

Gracias a todas estas observaciones y experimentos, el padre Inama refutó la teoría defendida por Tirsch sobre las mordidas de serpientes de cascabel; además, todas estas observaciones las comunicó a sus colegas de otras misiones, a quienes les envió sus apuntes y muestras de colmillos. Tanto Miguel del Barco como Johann Jacob Baegert quedaron realmente impresionados por la claridad y minuciosidad de su estudio, por lo cual ambos encomiaron con gran reverencia al austríaco en sus respectivas obras que versan sobre la Antigua California. Considerando todo lo anterior, no es aventurado decir que Inama fue un hombre no sólo con curiosidad por la naturaleza, sino que hay fuertes atisbos de que poseía un verdadero interés científico, el cual lo llevó a realizar observaciones, descripciones y experimentos que recuerdan a los de los grandes naturalistas de su época. En conclusión, si pudiera hablarse de un verdadero pionero en el estudio de los reptiles de la península de Baja California, éste sin duda alguna sería el brillante Franz Inama.

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Franz Inama, S.J.: padre de la herpetología en Baja California

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Colaboración Especial

Por Francisco Draco Lizárraga Hernández

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Posiblemente uno de los grupos de animales que mayor ambivalencia ha causado a la Humanidad desde tiempos antiguos es el de los ofidios, es decir, las serpientes. Consideradas como encarnaciones de deidades en civilizaciones tan distantes y diferentes como lo son el Antiguo Egipto y los pueblos de la América prehispánica; y al mismo tiempo, temidas y condenadas por las culturas del Oriente Próximo y el mundo grecolatino, las serpientes sin duda alguna han causado fascinación, curiosidad o terror a cuantos grupos humanos han tenido contacto con ellas.

Debido a esto último, las serpientes han sido estudiadas desde épocas tan remotas como lo es el año 450 a.C en Egipto, tiempo del que data el papiro de Brooklyn, uno de los más arcaicos textos de medicina, y el más antiguo de herpetología —es decir, el estudio de los reptiles— que se ha conservado hasta la actualidad. En dicho tratado, el autor realizó la más antigua clasificación de serpientes de la que se tiene registro, la cual mayormente se basó en los efectos de sus mordeduras.

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Para los antiguos Californios, las víboras de cascabel —género Crotalus— eran sinónimo de peligro y muerte ya que el único “remedio” con el que contaban para curar sus mordeduras era, según lo registra el padre Francisco Xavier Clavijero en Historia de la Antigua o Baja California, un asqueroso menjurje que los misioneros denominaron como “triaca humana”. Éste consistía en una dilución de los excrementos frescos del que había sido mordido para que luego éste los ingiriera, quien lo hacía sin repugnancia “por amor a la vida” ante el temor de una muerte inminente. Si se considera que actualmente se sabe que el veneno de los crótalos se compone de una compleja mezcla de enzimas proteolíticas —destructoras de proteínas—, minerales y neurotoxinas, éste remedio ancestral no era más que un placebo que proporcionaba cierto alivio temporal en los pacientes mientras su mismo cuerpo se deshacía del veneno crotálico pues, contrariamente a lo que se piensa popularmente, las mordeduras de serpientes de cascabel pocas veces resultan verdaderamente mortíferas.

Dentro de la península de Baja California, se tiene registro de la presencia de 15 especies de ofidios del género Crotalus, siendo todas estas venenosas. Se tiene registro de que el gran naturalista sueco Carl Linnaeus ya había registrado al género Crotalus en la décima edición de su magnum opus, Systema naturae —publicada en 1758 y donde introduce su sistema de clasificación taxonómica binomial en el Reino Animal—. Únicamente se tenía descritas a dos especies de estos ofidios: C. durissus —nativa de Sudamérica— y C. horridus —en América del Norte—. Como consecuencia de esto último, los misioneros jesuitas de la Antigua California con afinidades naturalistas, como los padres Miguel del Barco y Johann Jacob Baegert, quienes más o menos estaban familiarizados con la incipiente zoología de su época, consideraban que sólo existía una especie de crótalo en la Baja California, C. horridus. Esta última, cabe aclarar, no está presente en la península.

Francisco Xavier Clavijero, quien sí conocía bastante bien la clasificación de Linnaeus, como se muestra en sus obras Historia Antigua de México e Historia de la Antigua o Baja California, llegó a afirmar que “En la California hay pocas especies de reptiles, a saber: lagartijas, ranas, sapos, tortugas y culebras. […] De culebras hay dos géneros, las de cascabel y las que no le tienen; éstas son más pequeñas que aquellas, pero su veneno es más activo”. Esto muestra el desconocimiento general que se tenía en ése momento sobre la fauna bajacaliforniana, lo que muy probablemente se debía, en primer lugar, a lo demandante de las labores evangelizadoras de los ignacianos en la península; ellos no sólo se dedicaban a predicar la Palabra de Dios, sino que también trabajaban la tierra para conseguir su sustento. Además, en el caso específico de las víboras de cascabel, tanto los misioneros como los Californios les tenían terror ya que se consideraba que su mordida era simplemente letal.

Éste miedo generalizado hacia las víboras de cascabel lo deja patente el mordaz sacerdote alemán Johann Jacob Baegert dentro de su cáustica obra, Noticias de la península americana de la California. En el capítulo octavo de dicho libro, De las sabandijas de la California, el padre Baegert afirma: “Salvo unas 2 ó 3 de otras especies, las peores son las que los franceses llaman serpents à sonnet serpientes de cascabel—. […] Nunca y en ninguna parte se está seguro de estos huéspedes indeseables, porque suben las escaleras y trepan las paredes de la casa”. No obstante, tanto Baegert y Del Barco, al igual que Clavijero —quien retomó los documentos que le legó Del Barco—, hablan con gran admiración del ingenio y valentía de un “hábil misionero”, originario de Viena, Austria, que muy pormenorizadamente estudió la anatomía y los efectos del veneno de los crótalos de la Baja California: el padre Franz —Francisco, en español— Inama, párroco de la Misión de San José de Comondú.

No se conocen muchos datos sobre la vida temprana del padre Inama, empero, es posible hacer ciertas inferencias sobre el contexto en el que vivió; esto con la finalidad de conocer un poco sobre su formación como jesuita y el origen de su curiosidad naturalista. Nacido en 1719, Franz Inama vivió durante toda su infancia y juventud en la capital de facto del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico, Viena, la ciudad más importante de Europa central en aquella época, y la más grande de todos los territorios de habla alemana.

Pese a que los Habsburgo se habían establecido en Viena desde 1440, fue hasta después del segundo sitio que sufrió por parte de los otomanos, en 1683, que comenzó realmente a florecer como una verdadera ciudad imperial. Esto se debió a que la aristocracia austríaca, tras verse librada de la amenaza de los otomanos, comenzó a demoler las vetustas fortificaciones medievales donde habitaban, sustituyéndolas por suntuosos palacios cortesanos. Por otra parte, a partir de 1715, el nuevo y ambicioso emperador del Sacro Imperio, Carlos VI, tras haber fracasado en asumir el trono español como resultado de la extinción de la rama hispana de los Habsburgo en 1700, impulsó enormemente la modernización de la capital austríaca gracias a su mecenazgo hacia los arquitectos y artistas vieneses, quienes hicieron de su ciudad un verdadero referente de la opulencia y sofisticación del arte barroco. Adicionalmente, Carlos VI, quien era un devoto católico que durante todo su reinado mantuvo a raya a los príncipes protestantes del Imperio, financió la construcción de nuevas iglesias, colegios y seminarios en Viena y sus alrededores a fin de formar clérigos leales a él que pudiesen neutralizar al protestantismo dentro de sus dominios. La Compañía de Jesús fue una de las órdenes religiosas más favorecidas gracias a que el emperador respetaba su alta intelectualidad y admiraba la rigurosa disciplina de sus miembros.

Fue durante esta boyante época cuando, en 1735, el joven Franz Inama, con tan sólo 16 años, ingresó al colegio de la Compañía de Jesús en su ciudad natal, lo cual le daba acceso a una las instituciones educativas más prestigiosas del mundo de aquel entonces: la Universidad de Viena. Desde su fundación en 1365, esta institución había sido el principal centro de enseñanza de teología y filosofía en Austria; posteriormente, ya en 1551, en plena época de la Contrarreforma, el emperador Fernando I —el hermano menor de Carlos V—, instaló a los jesuitas más brillantes del Imperio como catedráticos de la universidad, esto con el objetivo de fortalecer la formación de los alumnos en la defensa de la fe católica. 72 años después, Fernando II, quien había sido educado por ignacianos, concedió a estos religiosos la total administración de las facultades de filosofía y teología de la Universidad de Viena; gracias a esto, el Colegio Vienés de la Compañía de Jesús se convirtió en parte integral de esta institución, formando con ello la tercera escuela jesuita más grande de Europa, sólo por detrás del Colegio Romano —fundado por San Ignacio de Loyola— y del Colegio de Ingolstadt —donde se educó el padre Eusebio Francisco Kino—. Hacia la época de Inama, los jesuitas no sólo habían fundado unas cátedras muy sólidas en teología, filosofía y humanidades, sino que también establecieron la enseñanza de la física —tanto aristotélica como newtoniana— y las matemáticas, como parte integral de la formación de los novicios de la Orden. Asimismo, por aquellos años, el padre Joseph Franz, quien seguramente fue maestro de Inama, fundó el Museum mathematicum; éste fue uno de los precursores directos del actual Museo de Historia Natural de Viena y de la Facultad de Ciencias de esta institución —misma en la que estudió un siglo después el padre de la genética, Gregor Mendel—, impartiéndose clases de astronomía, óptica, geometría, geografía, mineralogía, etc.

Con toda seguridad, joven Franz Inama aprovechó al máximo la formación ofrecida por los ignacianos en Viena, adquiriendo una visión muy amplia y holística sobre la misión y espiritualidad de los jesuitas, basada en el principio de San Ignacio de Loyola de “encontrar a Dios en todas las cosas”, y también sobre el mundo natural. Fue así como, después de 6 o 7 años de estudios, el joven jesuita fue asignado como profesor en el colegio de la Orden en Passau —una ciudad de Baviera que es fronteriza con territorio austríaco—, luego de lo cual fue enviado a los colegios de Linz y Sopron —en Austria y Hungría, respectivamente—. Durante todo éste tiempo, se sabe que Inama mostró una excelente aptitud para la docencia, así como también se tiene conocimiento que cultivó un gran interés por las ciencias naturales —posiblemente influido por su maestro, el padre Franz—, especialmente por la zoología. Una vez finalizada su etapa de magisterio al cabo de tres años, hacia 1745, Inama regresó a Viena para continuar con los estudios teológicos de la formación jesuítica. En ése momento, el ambiente general en la capital del Imperio era de conmoción ya que, por primera vez desde que los Habsburgo comenzaron a reinar 1437, el trono imperial estaba ocupado de facto por una mujer: la archiduquesa María Teresa. Pese a que ella era, de iure, únicamente consorte del emperador Francisco I, su férreo carácter y su avidez de poder la convirtieron en la soberana del Sacro Imperio; esto a costa de la sangrienta Guerra de Sucesión Austríaca (1740—1748), obteniendo el reconocimiento legítimo de emperatriz a partir de 1745.

Los nuevos emperadores, quienes son uno de los mejores ejemplos del despotismo ilustrado, emprendieron una serie de reformas políticas, financieras, sociales y educativas en el Imperio, pero fue en Viena donde estas se vieron más reflejadas. Entre los muchos cambios impulsados, en 1748, el emperador Francisco ordenó la fundación de la Colección Imperial de Historia Natural; esta quedó a cargo del prestigiado naturalista francés Jean de Baillou y con la colaboración de la Universidad de Viena, destacando particularmente el padre Joseph Franz. Con todo esto, es muy probable que el joven Franz Inama haya tenido un buen acercamiento a esta nueva área de su alma máter mientras estudiaba teología; esto pudo haberlo llevado a consolidar su profundo interés por las ciencias naturales. Se familiarizó con el uso del equipo de disección, lupas y el novedoso microscopio de Lieberkühn —el más potente desde la invención de éste instrumento por parte de Anton van Leeuwenhoek en 1670—, de lo cual hizo gala durante sus investigaciones en la California.

Poco pudo haber durado el contacto y colaboración de Inama con esta colección de historia natural debido a que, en 1749, casi inmediatamente después de haber terminado sus estudios de teología y aún sin haberse ordenado presbítero, fue enviado a la Nueva España por órdenes de sus superiores para que allí recibiese más indicaciones sobre su nueva labor apostólica; no obstante, éste período de su formación sacerdotal dejó una huella profunda en él. Al salir de su ciudad natal hacia las exóticas y lejanas tierras de la América española, Franz Inama llevó consigo lupas de diferentes aumentos, un microscopio y un equipo completo de disección, lo cual refleja su interés por la zoología. Tras poco más de un año de viaje, en 1750, el joven jesuita arribó a la Ciudad de México, donde primeramente se dedicó a asistir a los catedráticos del Antiguo Colegio de San Ildefonso gracias a las buenas referencias que les dieron sus hermanos austríacos sobre Inama. Ahí mismo, el ignaciano austríaco conoció a otro joven miembro de la Orden, también de habla alemana, que ya había sido asignado para misionar en la California: el iracundo y sarcástico alsaciano Johann Jacob Baegert.

Aparentemente, ambos jesuitas sintieron cierta simpatía mutua, motivada, en primer lugar, porque hablaban la misma lengua y por sus intereses intelectuales en común, además de que el alsaciano sentía cierta desconfianza hacia sus compañeros españoles e italianos, y por ello prefería convivir con otros alemanes. No se sabe qué tanto Baegert pudo contar a Inama sobre la península de Baja California según lo que ya había leído en las cartas y reportes de los padres Juan María de Salvatierra y Francisco María Píccolo; empero, el joven austríaco sí pareció emocionarse por la idea de que posiblemente lo llamasen a participar en la evangelización de los Californios. Providencialmente, Franz Inama entró en contacto con el padre provincial de la Compañía de Jesús en la Nueva España, el suizo Johann Anton Balthasar – o Juan Antonio Baltasar en castellano—, quien conocía muy bien la situación de las misiones californianas gracias a su visita a la península en 1744, esto como parte de su labor como visitador de las provincias ignacianas del Norte. En dicha visita, el padre Balthasar se percató del delicado y desmerecido estado en que se encontraban las misiones bajacalifornianas como consecuencia de la rebelión de los pericúes, acaecida 10 años antes, razón por la cual se aprestó a buscar nuevos y jóvenes misioneros que pudiesen colaborar en la conquista apostólica de la California.

Cuando el padre provincial conoció a Inama, éste quedó muy agradado por la gran energía, buena salud y mente tan brillantemente inquisitiva del austríaco, quien además poseía, según sus contemporáneos, lo que Graham Greene llamó como el “refinado y cortés encanto de los vieneses”. Esto último es absolutamente contrario a lo que se pensaba de su compañero Baegert, que siempre fue descrito como poseedor de un carácter ríspido y furibundo. Por todo esto, el jesuita suizo decidió enviar a Franz Inama como misionero a la California al considerarlo sumamente apto para esta labor y al presentir que sería un buen pastor para la grey de Californios neófitos, en lo cual no se equivocó en lo absoluto.

Continuará…

Bibliografía:

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