El sonido de la libertad: la denuncia en la era del postcine

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Alejandro Aguirre Riveros

La Paz, Baja California Sur (BCS). El cine es ese campo de batalla donde lo bueno y lo malo se miden en términos más complejos que solo calidad técnica. En este sentido El Sonido de la Libertad es una película que, aunque técnicamente imperfecta, se convierte en un acto de resistencia y denuncia. 

Basada en la historia real de Tim Ballard, un exagente del gobierno estadounidense que en 2013 decidió dejarlo todo para fundar una organización que rescata niños víctimas de tráfico sexual, la película es un viaje a los infiernos más oscuros de la humanidad y la luz que se necesita para combatirlos. Dirigida por Alejandro Monteverde, producida por Eduardo Verástegui y protagonizada por Jim Caviezel—quien muchos recordarán por sus roles en La delgada línea roja y La Pasión de Cristo—, El Sonido de la Libertad es un relato desgarrador y perturbador que, aunque imperfecto, tiene la potencia de un grito de guerra.

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Sin embargo, lo que realmente cautiva es cómo la película trasciende la mera experiencia cinematográfica para convertirse en una especie de epopeya moderna, un enfrentamiento al estilo de David contra Goliat. Con un presupuesto relativamente modesto de 14 millones de dólares, especialmente cuando se le compara con titanes de la industria, dirigida y producida por dos mexicanos, esta cinta se erige como la tercera película más taquillera del año en Estados Unidos, superada únicamente por Barbie y Oppenheimer. Más sorprendente aún es que ha logrado eclipsar a colosos de la industria con presupuestos astronómicos, como Indiana Jones 5 y Spider-Man: A través del Spider-Verso

Para explicar este insospechado triunfo en taquilla es indispensable hablar del postcine, un concepto acuñado por el crítico mexicano Gerardo Herrera que refleja la evolución del cine en la era de la información. Las películas, influenciadas por el exceso de datos y tecnología, ya no se centran en ser obras de arte originales, sino en productos calculados para maximizar la atención y rentabilidad. Esta tendencia, similar a los cambios en el fútbol, donde lo más importante pasa fuera de las canchas, como la famosa botella de cocacola de Cristiano Ronaldo, señala una disminución de la autenticidad y la conexión emocional, convirtiendo al cine en una manifestación de nuestra obsesión por la información en lugar de un medio para explorar la complejidad humana.

En el contexto del postcine, la película Sonido de la Libertad se convierte en un fascinante caso de estudio sobre cómo la información y la desinformación pueden ser manipuladas no sólo como narrativa, sino también como herramienta de marketing. Con un productor como Eduardo Verástegui, conocido por sus posturas ultraconservadoras, y un protagonista como Jim Caviezel, quien sigue teorías de conspiración relacionadas con QAnon; teoría que asegura la existencia de una trama secreta contra Donald Trump, acusando a actores de Hollywood y a políticos del Partido Demócrata de participar en redes de tráfico sexual, y que ha sido vinculada a teorías de conspiración anteriores, como el Pizzagate. 

En 2018, El sonido de la libertad estaba destinada a ser distribuida por Fox, pero la adquisición del estudio por parte de Disney alteró esos planes. Bajo la dirección de Disney, el proyecto fue descartado. Luego de un año de litigios sobre sus derechos, ningún otro estudio la adoptó. Estos hechos la posicionaron como víctima de censura indirecta. Esta imagen se acentuó cuando, tras su estreno, una campaña que incentivaba la compra de boletos vía una app para respaldar a quienes no podían costear la entrada reportó salas con todas las localidades vendidas, pero sorprendentemente vacías.

Estos hechos, sumados en última instancia a las teorías de la conspiración de la extrema derecha en Estados Unidos han servido como impulso adicional, contribuyendo a que esta película sea mucho más que un mero producto de entretenimiento. Es un espejo de una cultura cada vez más sumida en la postverdad y la desinformación.

A pesar de su mérito por llevar a la pantalla grande un tema como el tráfico infantil, la cinta, lamentablemente, cae en la trampa de emplear diálogos superficialmente construidos y actores de la talla de Gustavo Sánchez Parra son relegados a interpretar personajes unidimensionales. Estos personajes parecen diseñados específicamente para perpetuar estereotipos, como el cliché del antagonista latino: el hombre malo. Además, la película refuerza una narrativa problemática al centrarse en Tim Ballard como el arquetipo del hombre blanco salvador, lo que evidencia una falta de profundidad y una visión limitada en su enfoque narrativo.

Además, elude toda reflexión a la raíz del problema: el capitalismo actual, impulsado por la acumulación por desposesión, ha perfeccionado y universalizado la esclavitud económica, llevando a la mercantilización de la existencia humana. Los más lucrativos negocios en este sistema son el tráfico de personas, drogas y armas. El individuo común se enfrenta a una explotación sistemática o a la inanición, en un contexto de escasez artificial debido a la sobreexplotación laboral. En este contexto la trata infantil, y de personas en general, no es aislado y se manifiesta con mayor crudeza en el sur global.

En conclusión, El Sonido de la Libertad se configura como un experimento cinematográfico atrapado en su propia paradoja: un filme que denuncia una de las formas más brutales de deshumanización, pero que al mismo tiempo parece estar siendo moldeado por la cultura de la desinformación y la postverdad en la que vivimos. Es una película que, a pesar de sus fallas, no podemos permitirnos ignorar, por todo lo que implica dentro y fuera de la pantalla. 

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, esto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




Ecos del Apocalipsis Nuclear: La Dualidad de Oppenheimer en la Lente de Nolan

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Alejandro Aguirre Riveros

La Paz, Baja California Sur (BCS). En un resplandeciente rincón de La Paz, donde los reflejos del océano se funden con el malecón y los transeúntes avanzan ignorantes del paso del tiempo, surge una figura imponente: la estatua de Alfonso García Robles. Esta no es solo un atractivo para turistas que quieren capturar un instante frente al muelle fiscal; es un recordatorio de un compatriota cuyo legado en estos tiempos tumultuosos resuena fuerte y claro. García Robles, arquitecto del Tratado de Tlatelolco, proclamó a América Latina y el Caribe como zonas libres de armas nucleares en medio de la Guerra Fría. Una labor refrendada por el reconocimiento de ser el único mexicano galardonado hasta ahora con el Premio Nobel de la Paz.

Ante la crisis ucraniana, el equilibrio mundial pende de un hilo, aproximándonos alarmantemente al umbral de la medianoche en el famoso Reloj del Fin del Mundo. En este escenario, el legado de Robles cobra una relevancia inusitada. Se erige como un sombrío recordatorio del devastador poder de la bomba atómica, temática central del más reciente filme de Nolan. Es imperativo recordar que la primera detonación atómica ocurrió a tan solo 150 kilómetros de México, cerca de Ciudad Juárez, en el paraje conocido como La Jornada del Muerto.

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En una cartelera saturada de brillantes neones, superhéroes y escenarios postapocalípticos, Christopher Nolan nos devuelve a una realidad palpable con Oppenheimer. A través de su lente, nos adentra en el agitado cosmos mental del creador de la bomba atómica. Nolan, con su sello distintivo, presenta un viaje visualmente estelar, nuevamente sorprendiéndonos y demostrando que Cillian Murphy, en su papel principal, es la verdadera joya de esta producción.

El guion aborda los años formativos y desafíos de J. Robert Oppenheimer, desde sus días de estudio en Cambridge hasta su liderazgo en el Proyecto Manhattan. A medida que se desarrolla la trama, nos sumergimos en su vida, amores y dilemas morales, culminando en su conflicto con la creación de la primera arma de destrucción masiva.

Desde el inicio, Nolan demuestra su meticulosidad, reviviendo con precisión la época retratada. Pero más allá de la recreación histórica, lo que realmente atrapa es la prodigiosa interpretación de Murphy. La película no es solo un viaje por la historia, es una masterclass de conflicto moral y científico, y se siente como un thriller gracias al ritmo distintivo de Nolan.

Oppenheimer seguramente figurará en la próxima temporada de premios. Con Nolan al mando y Murphy al frente, no sería sorprendente verla nominada a múltiples Oscar.

No obstante, la película presenta claras deficiencias más allá de lo técnico. Al enfocarse en el drama personal de Oppenheimer, Nolan opaca la magnitud de la verdadera tragedia, relegando los horrores de la guerra y el desgarrador impacto humano de la bomba atómica. Esto resulta en una percepción para el espectador que desdibuja y despersonaliza la auténtica historia.

La historia de Oppenheimer, el cerebro detrás de la bomba atómica, tenía potencial para una introspección profunda, para una crítica seria sobre las decisiones y repercusiones morales. En cambio, Nolan optó por centrarse en la autoindulgencia, eclipsando el impacto real de la bomba y su legado genocida.

Aquellos que buscan una narrativa coherente o un enfoque genuino en los eventos históricos saldrán decepcionados. Entre saltos temporales desorientadores y diálogos interminables que parecen intentar, sin éxito, emular a Sorkin, la película a menudo se siente como una parodia de sí misma.

Nolan, en su fascinación por el dilema personal de Oppenheimer, parece olvidar la magnitud de la tragedia que la bomba representó. Lo que pudo haber sido una meditación sobre poder y consecuencias se siente más como un estudio superficial. Hay momentos donde Oppenheimer deslumbra, pero en otros, se pierde en un laberinto narrativo, ofreciendo un espectáculo visual que no hace justicia a su profundo contexto histórico y que se muestra excesivamente indulgente con el papel del ejército norteamericano en la Segunda Guerra Mundial.

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Barbie: el lado oscuro del feminismo woke

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Alejandro Aguirre Riveros

La Paz, Baja California Sur (BCS). La película pega fuerte desde el inicio con un homenaje descarado y genial a 2001: Odisea en el Espacio de Stanley Kubrick, gritándonos a la cara que esto no es una mera comedia trivial. No, amigos, en vez del monolito que reescribe la historia de la humanidad, nos topamos con una Barbie titánica, un símbolo de la evolución de una tradición de muñecas que, en el pasado, solo permitían jugar a ser mamá y que ahora invitan a jugar a ser una mujer empoderada. Y así, nos encontramos ante una inabarcable galería de roles y versiones de la famosa muñeca de Mattel.

Esta introducción busca distinguirse de las comedias banales, dejando claro que estamos ante una obra creada por dos cineastas que han perfeccionado su arte. Nos referimos a Greta Gerwig y Noah Baumbach, las mentes brillantes detrás de éxitos laureados por la crítica como Lady Bird y Marriage Story, quienes ahora intentan tejer su magia en torno al universo de Barbie.

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El diseño de producción es absolutamente deslumbrante, y las actuaciones son simplemente impecables. La fotografía es un sueño. La recreación de escenarios basados en los icónicos juguetes, pura nostalgia. La recuperación de la frescura y la magia de la imaginación infantil es sencillamente un viaje al pasado.

A todo esto, se suman las constantes referencias a otras cintas y es que Barbie resulta ser un exquisito cóctel cinéfilo, bebiendo descaradamente de la inspiración de clásicos como El Mago de Oz, Un Americano en París, Cantando bajo la Lluvia, Clueless y West Side Story. La cinta también está repleta de guiños a las emblemáticas coreografías de Gene Kelly, las vertiginosas escenas de acción de The Matrix y los extravagantes abrigos de piel de Sylvester Stallone. Y, en una vuelta de tuerca digna de El Show de Truman, la trama tiene a Barbie abandonando la seguridad de Barbieland para descubrir a la niña que juega con ella en el mundo real, explorando así su propio proceso de autodescubrimiento en un plano metanarrativo que es tan fresco y juguetón como la misma muñeca de Mattel.

Es esencial destacar las impresionantes interpretaciones de Margot Robbie y Ryan Gosling. Robbie, encarnando a la icónica muñeca rubia, y Gosling, en el papel de su eterno consorte Ken, nos sumergen en un universo repleto de glamour y fantasía. Ambos actores despliegan una ejecución impecable, infundiendo gracia y carisma a dos personajes que, en otras circunstancias, podrían haberse quedado en meras representaciones de gigantescos muñecos de plástico. A este dueto se agrega el talento cómico indiscutible de Will Ferrell, quien parece diluirse en un papel que se siente escasamente desarrollado y descolocado. Su interpretación se asemeja más a un cameo de alto calibre que a un elemento intrínseco en el tejido de la trama.

Por otro lado, el guion, aunque agudo e ingenioso en momentos, se siente contradictorio. Lo que emerge tras la comedia y el deslumbrante espectáculo audiovisual es un relato profundamente heteronormativo que intenta subirse al tren de la corriente ‘woke’, para tropezar con su propio discurso. La película, en esencia, intenta transmitir que hombres y mujeres no se necesitan de manera inherente, y que deben embarcarse en un viaje de búsqueda de significado como individuos. Sin embargo, no puede alejarse completamente de las convenciones del romance y del género binario, lo que deja a la trama ligeramente tambaleante.

La cinta afirma desafiar las estructuras patriarcales y los estereotipos de género, cuando en realidad no ofrece una visión verdaderamente inclusiva. Esencialmente, la película se transforma así en un gigantesco anuncio, una propaganda woke, que promueve la diversidad y la inclusión, pero solo en la superficie. Y aunque es cierto que hay algo de mérito en la trama, como la reflexión alrededor del patriarcado y la autodefinición de la mujer más allá de las relaciones románticas, la película parece evitar deliberadamente tomar una postura clara en temas como la sexualidad y la diversidad de género.

El resultado una deformación del discurso feminista para convertirse en una estrategia de marketing que vende una versión diluida del feminismo en lugar de un verdadero mensaje de igualdad y emancipación. La muestra más clara es la total ausencia de una Barbie lesbiana en la trama, lo cual resulta en una oportunidad perdida para romper con la heteronormatividad inherente al patriarcado que busca cuestionar. Su inclusión habría proporcionado una representación necesaria y habría fortalecido el mensaje de empoderamiento e individualidad que la película pretende transmitir.

Además, la cinta se desliza hacia un territorio problemático y ligeramente misántropo en su representación de los hombres. La caricaturización de estos como seres débiles, sometidos por sus propios deseos, parece un eco de visiones anticuadas que no concuerdan con los tiempos contemporáneos. Esta aproximación no sólo se siente desfasada, sino que además refuerza estereotipos dañinos. En lugar de desafiar y deconstruir estas imágenes cliché, la película inadvertidamente las perpetúa, desaprovechando una gran oportunidad para reevaluar y redefinir las normas de género en el ámbito de la gran pantalla. En última instancia, parece ser más un intento de capitalizar la corriente ‘woke’ que un esfuerzo serio por desafiar y cuestionar las normas de género y sexualidad.

Más allá de sus buenas intenciones y su elenco estelar, Barbie ofrece a Mattel una higienización de su imagen mediante un discurso feminista cosmético que exculpa a la compañía de juguetes, una entidad que ha prosperado a costa de objetivar y fetichizar las infancias a través de su icónica muñeca. Nos encontramos, por tanto, ante la cara más siniestra del feminismo woke, una tendencia que, a falta de una crítica sustancial, termina convirtiendo esta lucha por una sociedad más justa e igualitaria — la más significativa de la historia de la humanidad— en un mero producto de consumo.

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El Editor: Un Deslumbrante Despertar del Cine Sudcaliforniano

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Alejandro Aguirre Riveros

La Paz, Baja California Sur (BCS). Hay películas que sabes que serán memorables desde que presencias su arranque, y El Editor es una de ellas. Su premisa se aventura a responder la pregunta existencialista: si al borde de la muerte, vemos pasar nuestra vida proyectada a la manera de una película, ¿cómo sería esta proyección para un editor cinematográfico? 

Nuestro protagonista, Marcos, un editor absorto en el metacine, comienza a sufrir los efectos de un tumor cerebral que, de manera insidiosa, distorsiona su realidad, convirtiéndola en un teatro de sombras, una pesadilla poblada de espectros del séptimo arte. El resultado es una cinta que se desenvuelve con una originalidad y surrealismo que remite involuntariamente a los episodios más célebres de la icónica serie sesentera La Dimensión Desconocida. Con la diferencia de que aquí la narrativa se enriquece con un vívido despliegue de la maestría técnica; la transición, el uso del color, la música, los sonidos y la fotografía, cada elemento en su lugar, son una simbiosis perfecta para plasmar la perspectiva alterada de la realidad a partir de una interpretación cinematográfica que devora a la vida.

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Marcos, a medio camino hacia la muerte, encuentra su tragedia entrelazada con una trama de amor. Pero, aclaremos, no estamos hablando del típico cuento de chico conoce a chica. Este romance se desdobla en la textura del argumento, como un meticuloso collage de impresiones y sentimientos, reflejados con la profundidad y autenticidad que solo los detalles cinematográficos pueden brindar. Son secuencias que parecen sacadas de un sueño, donde los sonidos, los diálogos, los silencios y las imágenes dan vida a la historia de amor entre Marcos, el editor, y Abril, la fotógrafa. Cada conversación en pantalla es una danza entre sus oficios y artes, dando una nueva dimensión a la narrativa.

Y es aquí donde destaca el valor único de El Editor: su audaz exploración y auténtica interpretación del lenguaje cinematográfico, un idioma que, sin duda, se ha infiltrado en las capas más profundas de nuestra cultura audiovisual, transformándose en su léxico natural. Nos hemos empapado de este lenguaje a través de películas, series, e incluso las redes sociales, como Tik Tok, nos han enseñado a editar nuestros recuerdos y la forma en que interactuamos con la realidad. Precisamente, este léxico es la base sobre la que se construye El Editor, planteando una pregunta inquietante: ¿Quiénes somos como espectadores cuando el séptimo arte moldea nuestra interpretación de la realidad y nuestra interacción con ella? 

El mediometraje, dirigido por el paceño Alejandro Savant, se eleva aún más con su elenco estelar: Juan José Antuna, Abril Ortiz, Cecilia Galván, Mario Jaime, Cecilia Rodríguez y Rodrigo Neymar. Así como con la productora y co-cinematógrafa Itzú Martínez que desempeña un papel crucial en la transmisión de este léxico en una narrativa que se siente tan real como natural. Destacando en el ámbito de la imagen la forma en que La Paz se convierte en la co-protagonista de la historia, con sus parques y murales, el malecón, el palacio de gobierno, e incluso las playas, todos ellos representando un papel preponderante en esta interpretación cinematográfica de la vida. No como un simple telón de fondo, sino como un miembro integral de la trama, mostrando la belleza inherente de la ciudad a través de su lente.

Alejandro Savant

Esta obra es un fiel testimonio de la esencia paceña: una producción independiente que se rodó durante dos años con recursos propios y bajo el esquema guerrillero de filmación. Es un auténtico hito para el cine local, un fenómeno que, similar a su geografía insular, brota de la visión de Alejandro Savant. Este cineasta, formado íntegramente en Baja California Sur, un estado que carece de escuelas de cine y de cinetecas, logra hacer visible el talento local y desvela una sed inherente por narrar historias sudcalifornianas que van más allá del cliché, escapando de la añoranza caduca y forzada por la Ciudad de los Molinos, las pinturas rupestres y el pasado perlero para dialogar con lo universal desde lo local en un deslumbrante lenguaje millenial.

Sin duda, El Editor marcará un antes y un después, será recordada como la chispa que encendió la primavera del cine en Sudcalifornia. Pero esta no será una primavera convencional, sino más bien otoñal. Así como el desierto florece a la primera señal de lluvia en agosto, parece que la desolada cinematografía sufcaliforniana vislumbra el preludio de una lluvia creativa. Directores jóvenes y prometedores ya se asoman en el horizonte, dispuestos a irrumpir en escena, ya sea a través del documental o del cortometraje. Nombres como Paula de Anda, José Permar, David Liles, Reynaldo Meza, Mike Henaine, Gabriel Rodríguez, Manelick Ortega y Rey Hiram Lucero Marín, por citar a algunos, son los que están encendiendo las luces de este nuevo amanecer del cine sudcaliforniano. 

¡Festejemos pues el talento de casa! Y no pierdas de vista las próximas presentaciones de El Editor: Versión Final. Pero, ya te lo adelanto, no la busques en la cartelera de tu cine más cercano y tampoco en tu servicio de streaming preferido: ahí solo encontrarás cine gringo o chilango. La obra de Alejandro Savanta, como auténtico fruto de un esfuerzo guerrillero y contracultural, será proyectada en cines independientes, cineclubs y circuitos alternativos. Así que, prepara tus palomitas y disponte a disfrutar de esta joya fuera del circuito habitual. ¡El cine sudcaliforniano ha llegado para quedarse!

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Spider-Man: Across the Spider-Verse y la reinvención del cine de superhéroes

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Alejandro Aguirre Riveros

La Paz, Baja California Sur (BCS). Los superhéroes, esos seres enmascarados y en mallas que hemos idolatrado desde nuestra niñez, son en esencia un reflejo, una metáfora brillante y colorida de la sociedad en la que nacieron y se desarrollaron. A través de su historia se despliega un panorama sociocultural que trasciende sus viñetas, permitiendo descubrir facetas ocultas y menos exploradas de nuestro propio mundo. Es precisamente esta capacidad de reflejo social y cultural lo que hace que el análisis de Spider-Man: Across the Spider-Verse sea una propuesta fascinante, revelando una nueva dimensión del concepto de superhéroe.

Comencemos por entender el contexto de su origen: los superhéroes son una fantasía boomer norteamericana. Son la proyección de una generación que, en su infancia y adolescencia, gozó de una abundancia sin precedentes. Los ‘baby boomers’ disfrutaron de un crecimiento económico robusto, costos de vida bajos, y acceso a la educación de calidad. No es casualidad que la edad de oro de las historietas coincidiera con este periodo: los cómics de superhéroes reflejaban las aspiraciones y preocupaciones de la época, se convirtieron en el emblema del Sueño Americano y simbolizaban una prosperidad que parecía inagotable.

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Pero esta imagen del superhéroe cambió radicalmente tras la crisis de 2008. La pérdida masiva de viviendas, el aumento del desempleo y la creciente desigualdad económica desfiguraron el sueño americano, transformándolo en un espejismo inalcanzable. Los superhéroes, tradicionalmente alineados con el sistema y los defensores del orden, se desenmascararon, revelando su verdadero rostro como herramientas de propaganda y adoctrinamiento. Los superhéroes pasaron a ser lo que siempre fueron, en esencia: fascistas con capas y superpoderes.

El fascismo de los superhéroes se evidencia en el uso frecuente de la fuerza física para resolver problemas, su tendencia al vigilantismo que desafía el estado de derecho, su representación como seres superiores y la dicotomía maniqueísta y simplificada de una supuesta lucha entre el bien y el mal dentro de sus narrativas. Todo ello se pone en evidencia en la crisis narrativa actual que ha llevado a dos principales corrientes dentro de las adaptaciones del comic al séptimo arte: por un lado el Universo Cinematográfico de Marvel como máximo exponente de una infantilización del público, ofreciendo películas llenas de humor, acción y una moralidad simplificada que dan como resultado cintas por demás aburridas y llenas de clichés. Por otra parte, una narrativa más crítica busca explorar diversos temas para resignificar el papel del superhéroe en una realidad en la que parece ya no encontrar arraigo: en Logan (2017), se indaga acerca de la muerte del superhéroe; mientras que Joker (2019) nos brinda una revalorización del villano; en Dredd (2012) y la serie The Watchmen  (2019) se examina al superhéroe desde una perspectiva fascista; y por último cabría mencionar The Boys (2019-) en la que el superhéroe se redescubre como la expresión máxima del ultracorporativismo y el necro-capitalismo en acción.

Spider-Man: Across the Spider-Verse, sin embargo, elige una tercera vía, un camino menos transitado. El personaje de Miles Morales y el concepto del multiverso que incorpora la película aportan diversidad cultural y étnica a la ecuación, promoviendo la justicia colectiva y representando superhéroes como jóvenes comunes de comunidades multiculturales. Esta es una visión radicalmente diferente de la figura del superhéroe, que se aleja de la tradicional idea del superhombre» individualista y solitario y nos acerca a un concepto de héroe más inclusivo y democrático.

La trama de la película es una montaña rusa de emociones y sorpresas, que nos lleva desde las calles de Nueva York hasta las dimensiones más inesperadas del multiverso, entre las que sobresalen Mumbhattan — una ciudad en la Tierra-50101 basada en Mumbai y Manhattan — y la Gran Manzana en su versión Lego. Miles Morales, ahora un adolescente con aspiraciones universitarias, tiene que lidiar con la presión parental y su responsabilidad como Spider-Man, mientras enfrenta a un nuevo villano, The Spot, interpretado de manera magistral por Jason Schwartzman; al tiempo que recibe la visita inesperada de su amor imposible: Spider-Gwen. No obstante, Miles Morales no está solo en esta lucha. A su lado, se congrega una pléyade de superhéroes provenientes de diversos universos, dispuestos a afrontar el reto. Esta alianza ilustra que la lucha por la justicia es una contienda colectiva y multicultural: una Spider-Woman en estado de gestación, un Spiderman de origen hindú y un rebelde Spider-Punk británico, interpretado por Daniel Kaluuya, destacan entre el innumerable ejército de Spider-Men al que finalmente se une Miles Morales.

Into the Spider-Verse se llevó a casa el Oscar a la mejor película animada en 2018, redefiniendo el panorama de la animación al apartarse del tradicional estilo Pixar, hasta entonces replicado por los principales estudios. Esta innovación rompió con los convencionalismos al incorporar texturas y efectos que remiten al mundo de los cómics, abriendo así la puerta hacia una animación no fotorrealista donde la pantalla grande se transforma en un lienzo de múltiples posibilidades estéticas. Spider-Man: Across the Spider-Verse aprovecha al máximo estas posibilidades, evidenciando que no es una simple secuela, sino una excepcional película animada que se sostiene por sí misma, en gran medida gracias a la atención meticulosa, el detalle y la riqueza de su diseño artístico.

En conclusión, Spider-Man: Across the Spider-Verse es mucho más que una digna secuela. Se trata de una poderosa reinvención del cine de superhéroes, que demuestra que es posible combinar entretenimiento y una visión crítica de la realidad sin dejar de lado el aspecto artístico del séptimo arte.

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