El elefante, el obispo y el loco

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La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

La etimología nos revela el origen persa de algunas piezas,

como el alfil, nombre procedente de “pil”,

vocablo que en la lengua del Zend Avesta significa elefante.

En son de trivial referencia recordaré que el Alfil se denomina el loco

fou, entre los franceses,

-y de ahí su gorro de bufón en los diagramas, –

y bishop, obispo, entre los británicos.

Desearía conocer exactamente algún día

las relaciones que haya entre un elefante, un obispo y un loco…

Arturo Capdevila (El tablero de ajedrez)

 

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Siempre he sentido un poco de lástima hacia aquellas personas que no han conocido el ajedrez. Justamente lo mismo que siento por quien no ha sido embriagado por el amor. El ajedrez, como el amor, como la música, tiene la virtud de hacer feliz al hombre. ¿En serio? La frase la acuñó el genial Siegbert Tarrasch, teórico y perdedor de campeonatos mundiales, es repetida una y otra vez entre aficionados y fanáticos. ¿Es cierto?

La dura vida de Tarrasch no lo llevó a la felicidad, que digamos. Despreciado por sus compatriotas por su condición de judío apenas lo reconocían oficialmente. Fue hasta que se coronó en Manchester como campeón de Alemania que el prusiano empezó a ser valorado. Pero su amargura se acrecentó.

En 1896 su pequeña hija murió de meningitis a los cuatro años. En 1912, su esposa y su hija de 15 años lo abandonaron. En 1912, su segundo hijo Paul se suicidó por desamor. Tenía veinte años. Luego la guerra lo golpeó de forma irreversible. Su hijo mayor, Fritz Max fue asesinado en acción en 1915 durante la batalla de Verdún. Su tercer hijo Hans Richard también se suicidó arrojándose frente a un tranvía en 1916. Ese año, su archienemigo Lasker le dio una paliza en el campeonato del mundo.

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FOTO: Archivo

Tarrasch murió en 1934, en los albores de un régimen nazi que lo hubiera, seguramente, destruido. Albert Einstein consignó: ha sido la tragedia de un judío alemán, la tragedia de un amor rechazado. Si alguna vez el ajedrez sirvió de opiáceo y le dio momentos de felicidad en medio de una trágica existencia, que así sea. Empero no es así para todos. El ajedrez resulta, igual que el amor y la música para algunos compositores, una obsesión que saca de los cabales a quienes lo adoran.

Hay analistas como el gran Leontxo García que critican la visión espectacular y mítica sobre los jugadores de ajedrez, que en cine, literatura y teatro los describen como desquiciados, drogadictos y pirados. Él insta a los divulgadores a resaltar que la mayoría de los ajedrecistas son gente normal y pacífica, cohortes de sonrientes personas y una gran familia unida. Pasa que, el conflicto es el combustible de lo interesante y dentro de las gestas ajedrecísticas hay ejemplos muy interesantes de lunáticos que caen en fosos mentales.

En el cine se ha explotado principalmente el conflicto de las mentes perturbadas, aunque también abundan filmes sobre la función pedagógica del ajedrez como actividad para jóvenes problemáticos.

Se suele citar siempre a El séptimo sello (1957) de Ingmar Bergman como la mejor película sobre el ajedrez de todos los tiempos, una obra de arte simbólica y metafísica. También se ha hablado hasta el hartazgo de los filmes sobre Fisher como Searching for Bobby Fischer (1993) de Steven Zaillian, sobre el niño prodigio Joshua Waitzkin, Pawn Sacrifice (2014) de Edward Zwick o La diagonal del loco (1984) de Richard Dembo.

Hay thrillers truculentos como The Coldest Game (2019) de Lukasz Kosmicki, Knight Moves (1992) de Brad Mirman o The Royal Game (2021) de Philipp Stölzl, adaptación de la novela de Stefan Zweig. De mujeres como La jugadora (2009) de Caroline Borrato o la miniserie Gambito de dama (2020) de Scott Frank. Idealizaciones como La Reina de Katwe (2016) de Mira Nair, Life of a King (2013) de Jake Goldberger o Pensamiento crítico (2019) de John Leguizamo.

Más profundas son Zatoichi y el experto en ajedrez (1965) de Kanji Misumi, Los jugadores de ajedrez (1977) de Satyajit Ray o The dark horse (2014) de James Napier Robertson. Sin embargo, un filme de pesadilla colorida me ha perseguido oníricamente desde que la vi, me parece la historia de un alfil demente cuya tesis es tan espantosa como una hermosa historia de fantasmas. Y eso es lo que es, un poema romántico del siglo XIX con tintes espectrales y todos los elementos góticos; suicidios, deformidad, intentos de violación, espiritismo, ignorancia, perfidia, amistad y obcecación. La búsqueda de lo absoluto por medio de los sueños, el amor, la locura y la muerte. Me refiero al largometraje La Partie d’échecs (La partida de ajedrez, 1994) del director belga Yves Hanchar.

Nos encontramos en tiempos de las guerras napoleónicas en algún lugar de una Europa idealizada, todavía con el paisaje como estado de ánimo. Un niño de 12 años se arroja desde un peñasco para acabar con su vida. Tal escena recuerda a la pintura de Caspar David Friedrich El caminante sobre el mar de nubes como límite del romántico en la cima y no queda otra que precipitarse al vacío.

El protagonista es un joven abandonado por sus padres y sin ningún pariente por los avatares de la guerra. Salvado por un pastor protestante llamado Ambroise, el ajedrez irrumpe como el único lazo del niño con la existencia. Pronto, Max se revela como un prodigio del ajedrez ganando a diestra y siniestra durante años, recorriendo una Europa romántica. Max crece hasta convertirse en un hombrecillo feo, carcomido por la viruela, un poco contrahecho. Ahora nos situamos en 1828, transición entre un Napoleón ya derrotado y el umbral de las revoluciones liberales. Max, analfabeta vulgar, es uno de esos personajes patanes y semi estúpidos pero geniales como el Grenouille de Patrick Süskind. Interpretado de manera magistral por Denis Lavant como un insecto, exteriormente es un híbrido entre una caricatura grotesca de un Byron espantoso y un monigote de Víctor Hugo.

El conflicto principal es un duelo entre Max y el campeón del mundo, el británico Staunton. El ganador no solo se llevará el título sino también la dote y a una joven amazona. El premio Anne Luise, la misma hija de la patrocinadora del duelo, la Marquesa Geneviève de Theux interpretada por una madura y elegante Catherine Deneuve. A lo largo de las jornadas en un castillo mágico donde abundan huérfanos como criados y aprendices, con una arquitectura basada en el número 64, la historia se enreda en un thriller de traición e intriga.

Al principio del filme Ambroise le explica a Max que el alfil no puede ir recto, está como borracho. Ahí está la clave. Los personajes son y devienen en sus conflictos inmersos en un torbellino. Como sombras que vagan en la noche, ahí se dibujan los bosques, símbolo de la confusión inconsciente de donde emerge Max como un alfil borracho. El fou francés que no entiende las pasiones de los otros.

La bárbara lujuria de Max por la piel sedeña de la criada y de Anne Luise, le retrata como un salvaje. Con berrinches y exabruptos, tan sólo puede ser sostenido por otros. En este caso, Ambroise, interpretado por Pierre Richard simboliza la de un hombre de la ilustración, humanista y cristiano, un poco crédulo e inútil. Junto a la criada cerrarán el triángulo de fuerzas parecido al que desarrolla Víctor Hugo en El hombre que ríe.

Cada detalle impregna de un aroma a sangre, bruma y sal. El odio velado entre la Marquesa y Anne Luise, el amor de Ambroise por Max, el deseo animal que provoca la criada, el sadismo de Anne Luise y el espiritismo sutil de la Marquesa, la ingenuidad del pobre Max y en medio, la arrogancia y cobardía del campeón Staunton. Hay versos visuales, pormenores deliciosos como las piezas en las últimas cuatro partidas del filme, crecen continuamente haciendo que los gestos de los rivales se vuelvan más y más teatrales. Se subraya una y otra vez el ansia por ganar, la agresividad que escala hasta la violencia.

En un estudio, Mazur et al. 1992 encontraron que los ganadores de torneos de ajedrez mostraban mayores niveles de testosterona que los perdedores. Asimismo, en ciertas circunstancias, la testosterona aumentaba entre los competidores antes de las partidas.

 

 

Niveles de testosterona de ganadores y perdedores de un torneo regional (Tomado de Mazur et al. 1992)

 

Vuelvo al filme.

Toda obra de arte conlleva una cereza, un detalle tenue y genial. En este caso es el diablo… ¡Ah! Algo no puede ser romántico si no es satánico. Porque allí asoma el diablo, con sus ojos claros, y su partida maligna, mágica, asombrosa.

Pues bien, si Max es el fou, el alfil, también es un elefante. Un antiguo proverbio indio reza que el ajedrez es como el mar, de él bebe tanto el mosquito como el elefante. Podría interpretarse que los mosquitos son gente común y corriente, jugadores peregrinos, por placer y por pasar el rato. Pero los elefantes son los pocos, los dioses, los maestros monstruosos, la élite, las leyendas. Max es un elefante, confundido que vaga abriendo sus heridas, barritando de dolor.

Y nada más para forzar la correlación, si el alfil es un obispo ¿por qué no puede ser el bueno de Ambroise también? Un pastor protestante que se dice espiritual, pero al final cae también en el deseo por la criada, un buen hombre que no es nada sin el proyecto de su pupilo y también va en diagonal por la vida.

Tal película podría bien titularse El alfil y sería una metáfora consistente. El final es devastador, congruente y brutal.

Retomemos la frase de Tarrasch. ¿Es cierta?

Más realista y profunda es la conocida reflexión anónima: Si el ajedrez es una ciencia, es una muy inexacta. Si el ajedrez es un arte, es uno demasiado exacto para verlo como tal. Si el ajedrez es un deporte, es demasiado esotérico. Si el ajedrez es un juego, resulta demasiado demandante. Si es una amante, resulta muy cargante. Si el ajedrez es una pasión, resulta gratificante. Si el ajedrez es la vida, es una muy triste.

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La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

Doctor en Ciencias Marinas. Recibió el Premio Internacional de Divulgación Científica “Ruy Pérez Tamayo” en 2012. Entre sus libros sobre temas científicos destacan “Tiburones, supervivientes en el tiempo” y “Ensayos en Filosofía Científica” en coautoría con David Siqueiros.

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