Una década sin José Saramago. El visualizador de la pandemia moral

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El Beso de la Mujer Araña

Por Modesto Peralta Delgado

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Un buen libro es como una piedra que se avienta a un río, sin saber nunca qué manos se encontrarán con ella, pero no para contemplarla sino para volver a arrojarla. No será la misma piedra, ésta contiene la potencia de la inspiración, es decir, habrá revelado a un nuevo escritor. El alcance puede ser tan insospechado que, por más honda o revuelta el agua, una pedrada podría atravesar continentes y épocas. Uno nunca puede saber hasta dónde llegará la palabra.

A 10 años de su muerte, dedico aquí unas pocas líneas a José Saramago, por ser uno de los escritores que más me inspiraron aunque jamás lo vi físicamente, ni de lejos, y nunca supo de mi existencia. Su literatura llegó un día a mis manos y ocupa un lugar importante, no sólo en el librero, sino en mi vida. El escritor nació en Azinhaga, Portugal, el 16 de noviembre de 1922, y murió en Tías, España, el 18 de junio de 2010. De familia pobre, trabajando en lo que pudiera darle para sobrevivir —como periodista—, vino a ser mundialmente famoso cuando ya había vivido más de seis décadas.

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Un Evangelio en las sombras

Hace casi 20 años lo leí por primera vez. Había salido de la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en Mexicali, y regresaba a Ciudad Constitución. Sin encontrar trabajo, algún tiempo fui ayudante de albañil, haciendo una labor agotadora que no tenía nada que lo mío; sinceramente, me sentía frustrado. Pero por manos de un amigo llegó hasta mí El Evangelio según Jesucristo. Lo leía por las noches, y a pesar de mi cansancio, lo avancé rápido. Esas noches, su lectura me instalaba en una atmósfera más de terror que de un halo divino. ¿Qué estaba leyendo? De cabo a rabo, la historia atrapó toda mi atención y recuerdo que se me enchinó la piel al llegar a la última línea.

Súbitamente, José Saramago se convirtió en uno de mis autores favoritos. Empecé a buscar sus libros, que si bien no los he leído todos, sí buena parte, y el caso de la versión sacrílega de los hechos alrededor del Nazareno, no era una excepción el estilo que empecé a admirar desde el comienzo. Es un verdadero maestro de la narrativa, de las oraciones subordinadas: frases larguísimas, sin guión ni indicación de qué personaje hablaba, y sin embargo, lo entendías; apelaba a la oralidad: no es un escritor complicado, sino que ‘escuchabas’ hablar a los personajes con un lenguaje sencillo —sin embargo, podían tratar los asuntos más profundos de la condición humana; y mantiene entretenida una trama donde siempre ocurrían y ocurrían cosas, sin detenerse a dar algún discurso: simplemente te contaba un cuento, pero podías ver de otra manera al mundo. Sin dejar de mencionar que siempre dejaba un final doble, el que anticipabas porque ya se acababan las páginas, pero también se daba el lujo de sembrar una vuelta de tuerca en las últimas líneas.

Después sabría que El Evangelio según Jesucristo, publicado en 1991, le había costado el exilio de su país: Portugal. Él alguna vez platicó que el título juraría haberlo visto en algún puesto de revistas, lo que no era cierto, pero lo imaginó tan vívidamente que así lo dispuso para su novela. Representaba una blasfemia inquietante para la grey católica, pero le concedió fama mundial, pues pronto empezó a conocerse su monumental obra, y más tarde, en 1998, ganar el Premio Nobel de Literatura.

Leer esta “versión” de las Escrituras te deja boquiabierto. Era la primera vez que la figura de José, el padre de Jesús, lo leía representado con tanto detalle. Ese personaje nunca le había creído a María que su hijo fue obra del Espíritu Santo, y sufrió remordimientos al huir con su niño por la amenaza de Herodes, por no avisar de la amenaza a las otras familias y con lo cual hubo una masacre de infantes que pudo prevenir. Aquí también descubres a un Dios maquiavélico, sediento de sangre y de gloria, que parecería ser más ruin que el mismo Diablo, quien es dibujado como una especie de sombra simpática del primero. Y es que a donde vaya Dios, irá el Diablo. El primero no quería deshacerse del segundo, pues le era sumamente útil para hacerse de nuevos simpatizantes. Y qué decir de un Jesús tan terrenal, tan existencial, lleno de dudas, nada contento con morir de modo tan infame.

Hasta la fecha, mi ejemplar obtuvo severas críticas y rayoneadas cuando lo llegué a prestar o hablar de él. Llamaba la atención desde el título, y supongo que yo estaba tan emocionado de describirlo que algunos vieron en mi rostro una sonrisa demoníaca. Como sea, el libro sigue allí. No dejaba indiferente a nadie, y algunos han temido leerlo. Tan osado es el libro que puede pasarte del lado de los ateos, agnósticos e iconoclastas, porqué aquí, definitivamente, Dios se muestra como un personaje cabrón y ojete.

Ensayando el COVID-19

Más tarde leí Ensayo sobre la ceguera, y reafirmé mi opinión sobre este maestro. Creo que a una década de su partida, es un material perfecto para leerse durante esta cuarentena —ochentena, cientoveintena o lo que resulte. Ahora que pasamos por una pandemia que ha detenido el mundo —una especie de guerra, sin muertos en la calle, pero que ha dejado en bancarrota a la población—, esta obra maestra se anticipa al comportamiento humano. En este “ensayo” hay una epidemia de ceguera, donde te haces ciego con el solo hecho de ver a otro ciego, hasta que prácticamente todos dejan de ver, pues es virtualmente imposible escapar. Se establece una cuarentena para los infectados, que viven un infierno bajo el confinamiento, y logran escapar para adentrarse en una ciudad devastada cuando se dan cuenta que la infección había llegado a todos. Sólo se trataba de sobrevivir.

En esta fábula moderna —publicada en 1995 y llevada al cine en 2008 por Fernando Meirelles— se pone a prueba la solidaridad y el amor frente al gandallismo y el egoísmo, tal como en estos tiempos. En las épocas de crisis, uno viene mostrando el cobre y termina sacando lo mejor y lo peor que cada uno tenemos. Y lo que hace evidente esta novela es que son más, muchos más, los abusivos que aquellos que actúan con compasión. ¿Qué tan dispuestos estamos a cooperar en favor de la sociedad en su conjunto? ¿Es más fácil tomar lo que no es tuyo que dar de lo tuyo a un desconocido?

No es una obra para decir “te enseña equis cosa”, pues el genio portugués no se proponía dar lecciones de moralidad, pero sí nos inspira a reflexionar sobre la condición humana, en especial en tiempos como el nuestro, frente a un mal que afecta literalmente a todo el mundo. José Saramago, seguramente, hubiera tenido alguna estupendo texto o una entrevista inteligente para estos días. Era un hombre pesimista, quizás no hubieran sido las mejores palabras de aliento, pero para él, los pesimistas son los que de verdad podrían cambiar el mundo, pues los optimistas están encantados con lo que hay. Y esa visión tan crítica es lo que uno como lector le agradece. En el fondo de todos sus escenarios y personajes, reflexiona sobre este mundo tan jodido e individualista que nos ha tocado vivir.

Queda decir una cosa. Hace 10 años yo era un empleado en una de esas pseudoempresas tecnológicas, y era la mañana del 18 de junio de 2010 cuando en las noticias del Internet se leía la muerte de José Saramago. Sentí una gran pena, como una pérdida personal muy fuerte —¡así era, para qué negarlo!— y no faltó el compañero que se sonrió preguntando porqué lloraba, que si lo conocía… ¡Claro que lo conocía! Lo había leído desde una década atrás, en una las peores épocas de mi vida, y encontrarme con sus letras me hizo recordarme que unas de las cosas que yo quería hacer y que le daba sentido a mi vida era escribir, que podía escribir, que él sería un referente importante, no importando que nunca lo fuera a igualar, sino que pudiera ser mi piedra de inspiración. Él nunca supo de mi existencia, ¡y qué importa!, yo me había encontrado con él a través de sus libros e intentaría empezar a practicar los mejores tiros en el río.

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