Muerte sin fin. A 120 años del nacimiento de José Gorostiza

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El Beso de la Mujer Araña

Por Modesto Peralta Delgado

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Pocos autores, como lo puede ser Juan Rulfo, por ejemplo, poseen una obra literaria tan breve y tan monumental al mismo tiempo. De Canciones para cantar en las barcas, de 1925, a Muerte sin fin, de 1939, pasan casi 15 años, son las únicas publicaciones, y sin embargo, es como escuchar una bonita canción de un niño prodigio en un coro de la iglesia y volverlo a ver en un espectacular concierto de primer nivel. La sencillez temática y de forma de su primer poema ¿Quién me compra una naranja?, no pareciera anunciar un poema de un calado tan profundo como el largo poema Muerte sin fin.

José Gorostiza Alcalá nació en Villahermosa, Tabasco, el 10 de noviembre de 1901. Hace 120 años. Se dice que no escribió más porque su vida como diplomático no se lo permitía; parece haber sido un político emprendedor que viajó por el mundo con cargos en distintas relaciones internacionales, y llegó a representar a México, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en 1950. Literariamente, se le ha asociado al grupo denominado Los Contemporáneos, donde figuran poetas de la talla de Xavier Villaurrutia o Salvador Novo.

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Muerte sin fin viene a representar su última y gran obra, de un largo aliento, frecuentemente comparado —por su longitud, su calidad y su temática profunda— con Primero Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz. Y quizás ayudó a su inmortalidad los elogios de destacados poetas como Octavio Paz, quien calificó al poema como un “reloj de cristal de roca”. Quien desee indagar en talleres literarios o en la historia de las letras mexicanas, no podrá saltarse esta obra cuyo alcance es tanto como sus interpretaciones.

Y es que si algo se advierte en este poema, es que estamos ante un discurso planeado y poderoso, que lo mismo nos maravilla que nos rebasa. No parece haber inocencia en ninguno de los verbos, sino una obra calculada, pero al mismo tiempo, críptica, donde tenemos la intuición de estar frente a una catedral, que al menos, es posible apreciarla, aunque quien sabe si la entendamos por completo. Creo que, por lo mismo, puede resultar un tanto inacesible descifrar toda la obra, pero al menos, sentimos el ritmo poético. Es placentero leer, y ocasionalmente, sentir el impacto divino sobre nuestros sentidos.

Para algunos académicos y literarios, Muerte sin fin es la alegoría del ser humano plantándose en las barbas a Dios. Lo escruta, le reclama, lo advierte cínicamente dependiente de la fe del mundo. Es la anécdota de un sencillo vaso de agua que un día se descubre, maravillado, consciente de sí mismo; se da cuenta que existe, pero existe preso del vaso que lo contiene; hacia el final del relato, si se le puede llamar así, el agua parece explotar, desbordarse, enfatizando la rebeldía del ser humano, que se advierte preso de su inteligencia.

A 120 años del nacimiento de este genio de la literatura mexicana, hay un buen pretexto para acercarse a la lectura de este largo poema que, sin duda, da para un análisis minucioso, pero también para una plática sobre sus significados más latentes. Lo que cuenta, lo que importa también, es la impresión que nos deja. No creo que alguien pase indiferente a su lectura. No creo tampoco, que se haya hecho para que nadie lo entienda, sino que es la ventana de una confesión, el pretexto para llamar nuestra atención, en palabras, sobre temas para las que las palabras ya no alcanzan.

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