La demencia de Atenea
Por Mario Jaime
La Paz, Baja California Sur (BCS). Salmacis, náyade del monte Ida, emergió en un estanque prístino cuando vio a un joven desnudo bellísimo y se encendió por él. Aquel muchacho era Hermafrodito, hijo de la misma diosa del amor y del mensajero de Zeus. Salmacis, loca de amor (pleonasmo) les suplicó a los dioses que jamás pudiera separarse de ella. Los dioses, que castigan de formas terribles, fusionaron los cuerpos de Hermafrodito y Salmacis.
Eso cuenta Ovidio en Las metamorfosis. Este mito puede tener una correspondencia menos estética y más horrorosa en lo fondos oceánicos.
En la noche cerrada del abismo, a 3000 metros de profundidad, la oscuridad es pátina tenebrosa, imposibilidad de luz. Reino de ceguera, látigo de angustia, agujero negro limitado e inundado de agua helada. Parece el anfiteatro de la nada. Parece el sepulcro del mutismo. Parece la negación del abrazo. Nada más falso. En esta bóveda se da el fenómeno de amor más tajante jamás soñado por un obsesivo sexual.
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De pronto una luz, linterna de Diógenes, sereno trémulo que destaca aún más la horrenda negrura circundante. ¿Es un crustáceo? Parece, tiene cientos de pelillos ajados, artejos brillantes. ¿Es un alga rodeando una medusa? Titila. Es una trampa. Cebo luminoso sobre dos mandíbulas erizadas por cuchillas asimétricas. Cuelga de un apéndice letal, esperando al iluso que, en medio de su hambre, quiera devorar y termine siendo embuchado. La dueña de la caña pegada a su cabeza y su boca erizada de muerte es una Rape abisal. Estos peces voraces son parte del monstruoso y bello festín del infierno.
De pronto expande su boca y su cuerpo se enciende en chispazos. Fuego artificial, su luz irradia y pone en evidencia un cuerpo perfecto, con ojillos eléctricos, cuernos esparcidos por el dorso, una barba ramificada pétrea y móvil. Nada en silencio, se apaga de nuevo. Sólo el cebo luminoso parece errar en lo eterno. A veces se enciende la barba y a veces las aletas en una serie de foquitos a velocidad de semicírculo. Luego oscuridad la engulle, se pierde, pero no desaparece allí sigue, sin luz, protegida por la clámide intensa de la sombra.
Este es el rape abisal Melanocetus es un lofiforme, pez de aguas profundas (> 1000 m); con bocas enormes, aletas sin espinas, zonas sin escamas y aletas pectorales sostenidas por un bracito. Se distinguen por ojos minúsculos y una caña bioluminiscente que le crece en la cabeza a modo de cebo. Lo interesante es que todos estos rapes abisales que se han capturado han sido hembras.
¿Dónde están los machos? Dentro de ellas.
Los machos son diminutos ávidos de deseo con un solo objetivo, encontrar a su novia, pegarse a ella, perforarla y meterse en ella. Al carecer de aparato digestivo, el macho se fusiona con la hembra que lo inerva con sus vasos sanguíneos. Lo posee como un órgano dependiente y el machos e reduce a un órgano testicular que vive ya dentro de ella, disuelto, fundido con su amada.
He aquí una pequeña descripción poética:
Perfuma.
Como toda hembra huele y su fascinación es imposible de vencer. Sigue la huella de su olor un macho de su especie. Pero no tiene caña, no tiene la mandíbula imponente ni los músculos de luz. Es apenas una tirita alargada y minúscula, mide la décima parte de la hembra que caza. Está embriagado de deseo, imagina ya el placer del cuerpo luminoso de la giganta contra su enclenque magnitud.
En ese desierto inmenso podría ser una presa fácil pero nadie lo puede encontrar, es un chicuelo, apenas y madura ya sexualmente. Toda su fisiología se concentra en olfatear, descarta hedores de llovizna carroñera, barajea fragancias, escoge entre pistas y al fin se excita con la hembra. A sotavento impele su natación frenética. Su imaginación se confunde con deseo, ya ha visto encenderse a su gigantesca musa y la alcanza. En medio del sepulcro engañoso, el pez abre su boquita y se fija a un costado de la hembra. Su débil mandíbula sin dientes nunca ha probado alimento. Es incapaz de cazar desde que dejó de ser larva. Sólo vive para amar y su misión es fundirse cuerpo y alma con ella. Los amantes son dispares, la novia es titánica para el nimio novio, posee columnas filosas, órganos sensitivos para cruzar el piélago, músculos robustos que el pequeño añora.
Ella ni siquiera lo ve, sólo detecta un pequeño clic. Los ganchos bucales del novio han establecido una fijación.
Y el sentimiento de la magia arremolina de nuevo en la canción del rape enamorado:
Déjame entrar, ser tú, no me basta el abrazo externo de nuestros cuerpos, deseo escuchar con tu oído, husmear con tus líneas nerviosas, quiero tenderme entre tu viscosidad, conecta mis venas a las tuyas, que fluya la misma linfa en nosotros de tu corazón al mío impulsando plaquetas enamoradas y glóbulos eróticos, bajar hacia tu pelvis osificada, tocar allí una rapsodia, morder la médula musical, vibrar juntos, compartir la neurotransmisión, hacer interferencia con tu éxtasis, pegar nuestros cerebros como plastas voluptuosas, ojo bajo el ojo, cuatriplicando las retinas, quiero absorber tu estómago, nadar entre el ácido de tu intestino, sofocarme encerrado allí, entre miasmas pútridos y ser parte del catabolismo, meterme entre costillas, embadurnarme con tu sangre, masturbarme mojado en tus vesículas, que lo devorado por ti pase a mi garganta y luego a tu torrente, respirar la misma agua, fusióname, amor, fusiónate, déjame entrar, ser tú, volverme tú, enlazar nuestros ribosomas, compartir tejidos, eternamente nuestras gónadas pegadas, bucear en tus óvulos sabrosos, robarlos, deleitarme con la marea electrificada de tu espina, masajear tu celoma, dormir en la caverna de tu boca, con tu lengua dura como lecho, aferrado a tus colmillos, secretar poemas que se introduzcan a empujones por tu cráneo, explorar tu hígado, revisar el manto que arropa tu vejiga, embriagarme en la taberna de tu páncreas, vender los secretos musculares, convertirme en un parásito dulcísimo, en otro órgano, en otro corazón, en otra mente, dilúyeme, incorpórame a tu cuerpo, quiero besar el camino de tu laringe, conocer las explosiones y limar tumores, cobíjame, quiero pernoctar en una casa palpitante, fusiónate, amor, fusióname.
Después de esta plegaria, el macho queda fijado a la piel de la hembra esperando el momento. La piel de ambos se funde, de tal manera que, primero, el macho se alimenta de la sangre de la hembra y poco después los vasos sanguíneos de su amada lo inervan. La gónada del macho reacciona y se desarrolla, ahora es un apéndice sexual, un órgano más de ella.
Se ha cumplido su deseo.
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