35 años de la muerte de Juan Rulfo; 70 de “¡Diles que no me maten!”

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El Beso de la Mujer Araña

Por Modesto Peralta Delgado

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). En enero de este año se cumplió el 35 aniversario luctuoso de Juan Rulfo, y en agosto serán los 70 años de haberse publicado uno de sus primeros y monumentales relatos: ¡Diles que no me maten! Esto es un buen pretexto para volver a leer a una de las más grandes figuras literarias de América Latina, y de paso, recordar por qué llamamos “clásicos” a ciertos nombres y obras que al paso del tiempo, desde la posteridad, nos estremecen y enseñan lo que es el verdadero genio artístico.

Juan Rulfo nació en Apulco, Jalisco en 1917 y murió en la Ciudad de México en 1986. Sin duda, su nombre se asocia a El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), que forman básicamente toda su obra: un conjunto de cuentos y una novela, pero en ellos está consumado todo lo que un escritor sueña lograr: temas y personajes que se convierten en un referente histórico y un estilo único que trasciende al punto de convertirse en una escuela.

 

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En su narrativa se pueden ‘ver’ los restos de La Revolución Mexicana: las ruinas, los silencios y los muertos habitando los desiertos. Sus relatos son cortos y narrados con tan extraordinaria sencillez —con la oralidad simple del campesino o el hacendado—, que resulta asombroso concebir todo lo que logra con pocas palabras. A través de los pasos de los personajes miramos el paisaje pelón y caluroso del campo o las casuchas que sobrevivieron a una guerra que, además, más que un triunfo revolucionario parece haber sido una masacre por nada. El drama de la desigualdad postrevolucionaria está perfectamente retratada.

La súplica inmortal

Publicado en la revista América en 1951 —e integrado al libro El llano en llamas, publicado dos años después— ¡Diles que no me maten! puede considerarse uno de sus primeros pero más sólidos relatos. El cuento completo puedes leer de un tirón en este enlace. 

—¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad, arranca el cuento en voz de Justino Nava, quien mató a machetazos a Lupe Terreros, un hacendado que no quería dejar que el ganado del primero entrara a alimentarse a sus tierras. 35 años después de este crimen, ocultándose de a ratos en la maleza del monte, el hombre creía haber escapado de la venganza, pero no es así: un sargento, hijo del asesinado, lo manda llamar para matarlo por la muerte de su padre.

De principio a fin, a siete décadas de publicado, la tensión dramática está perfectamente trazada como una lección maestra para cualquier escritor contemporáneo. Tenemos la intuición del final, pero el suspenso y la esperanza nos hace seguir leyendo la desventura de Juventino, quien le pide a su hijo que implore por su vida; más tarde, el vengador y el incriminado ni siquiera se ven las caras, pues el sargento desde una pared de carrizos daba las órdenes. Ahí los imaginamos como dos personajes kafkianos: un viejo suplicando por su vida y un soldado que ni lo ve —ni estuvo presente en el crimen que motiva estos hechos— que lo destina al paredón de fusilamiento.

No tardarás, queridos lector y lectora, ni veinte minutos en leer este cuento, y recordar a uno de los más grandes de la literatura mexicana y uno de sus primeros portentos de la narrativa. Juan Rulfo escribió que no mataran a Juventino, pero sus letras ya lo han consagrado a la eternidad.

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