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El tzompantli: arqueología de “lo rematadamente cíclico” (II)

FOTOS: Internet.

Colaboración Especial

Por Jorge Peredo y Modesto Peralta Delgado

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Para Mircea Eliade, el mito es sumamente complejo de conceptualizar, aunque brinda lo que él mismo considera, podría ser el término más amplio: El mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los “comienzos” […] Es, pues, siempre el relato de una “creación”: se narra cómo algo ha sido producido, ha comenzado a ser. El mito no habla de lo que ha sucedido realmente, de lo que se ha manifestado plenamente […]En suma, los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo sagrado que fundamenta realmente el Mundo y lo que le hace tal como es hoy en día […] El mito se considera como una historia sagrada y, por tanto, una “historia verdadera” puesto que se refiere siempre a realidades.  (1992, p.12).

Eduardo Matos Moctezuma, empero, reconociendo que “detrás de cada rito, hay un mito”, no deja fuera el énfasis de que también formaron parte intrínseca del sistema cultural y político. Si bien, el tzompantli es de uso religioso, también pudo ser útil para presumir poderío y generar miedo: “no sería exagerado decir que estos cráneos expuestos a manera de trofeos estuvieron funcionando también como elemento coercitivo de tipo social” (2015, p.326). Michel Graulich es contundente al referirse específicamente al uso político del sacrificio humano, “a partir del momento en que se convirtió en un instrumento genocida y terrorista, sirvió sobre todo para cimentar el nuevo orden del imperio” (2016, p.266).

Ve la primera parte de este artículo aquí: El tzopantli: entre la sangre y las calaveritas de chocolate (I)

Por otra parte, para Emilie Carreón Blaine pareciera un tanto injusto privilegiar el tzompantli con el significado de ser un trofeo de guerra —el uso de un ritual para justificar las persecuciones de los aztecas hacia pueblos vecinos, de los que obtenían prisioneros que finalmente sacrificaban. Le parece controvertido el concepto en sí: si tzompantli es la práctica, los instrumentos o el lugar; de cualquier modo, usa el término de “espacio de muerte” de Michael Taussing para hablar del “lugar donde se ejecuta la muerte y/o la exposición de restos humanos, producto del sacrificio ritual público prehispánico o del castigo ejemplar novohispano” (2006, p.9). Puesto que, en su artículo, hace constar que exactamente los sitios usados para los sacrificios de los aztecas, fueron usados inmediatamente después por los conquistadores para castigar y matar mediante la horca o la picota; de tal manera que popularmente se ha confundido, malinterpretado o acentuado en exceso la violencia por sacrificio de los primeros, minimizando la violencia punitiva ejercida los segundos. Por supuesto, no ignora, respecto a los aztecas, que implicaba efectivamente un ritual para los dioses donde había derramamiento de sangre. Sin embargo, mientras que la picota tiene en definitiva el objeto de destruir, el tzompantli, como se dirá, estaba consagrado a la vida: al néctar para los dioses.

La herencia del espanto

En relación al hallazgo del extremo Este y la fachada externa del tzompantli,  en el 2020, el titular del Programa de Arqueología Urbana (PAU), Raúl Barrera Rodríguez, y la jefa de campo en la excavación, Lorena Vázquez Vallín, declararon a través de un comunicado del INAH, que si bien el imponente monumento era una declaración de poder y principios bélicos para los enemigos de los mexicas, es  “un edificio de vida antes que de muerte” (2020). En ese mismo boletín de prensa, Alejandra Frausto, titular de la Secretaría de Cultura del Gobierno de México, declara que “el Huey Tzompantli es, sin duda, uno de los hallazgos arqueológicos más impactantes de los últimos años en nuestro país, pues es un importante testimonio del poderío y grandeza que alcanzó México-Tenochtitlán” (INAH, 2020).

Parecería que, con timidez, este monumento que regresa nos ofrece de nuevo al mito y comienza a disiparse la herencia del espanto de los conquistadores. Aparece la oportunidad de decir algo nuevo sobre lo antiguo, la posibilidad de enriquecer lo que se repite con una actitud diferente, pero hay una dubitación ante los significados que han sido fijados por la tradición. Ocurre en las vísperas de un año colmado de celebraciones históricas y míticas: la celebración simbólica de los 700 años de la fundación de México-Tenochtitlán en 1321, los 500 años de la conquista y los 200 años de la culminación de Guerra de Independencia. Además, ante el panorama de las elecciones intermedias de junio de 2021: las más grandes de la historia en México; y en plena pandemia por la COVID-19. Esas cuencas de cráneos humanos se asomaron entre las piedras en tiempos claves de la memoria patria.

El mundo “rematadamente cíclico” es un tiempo mítico que podría resumirse en estas líneas: “¿Qué es lo que se fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que se ha hecho? Lo mismo que se hará”, tal como se lee en Eclesiastés 1:5-9. Estas líneas sorprenden porque como hace notar Stephen Jay Gould, la metáfora predominante en la historia bíblica es la flecha del tiempo, una sucesión o encabalgamiento irreversible de acontecimientos irrepetibles donde cada momento ocupa una posición específica y diferenciada en la secuencia: “Dios crea la Tierra una vez, le instruye a Noé que resista una inundación en un arca particular, comunica a Moisés en un momento específico y envía a su hijo en un momento determinado, en un lugar determinado para morir por nosotros en la cruz y resucitar al tercer día”. Esta concepción ha sido considerada por muchos académicos como la contribución más importante del pensamiento judío, pues favorecen la cadena del tiempo lineal en oposición a la inmanencia del tiempo (Gould, 2020, p.32).

El tiempo cíclico, por el contrario, durante siglos fue la casa de los mexicas. En esta visión “los eventos no tienen significado como acontecimientos particulares con un impacto causal en una historia contingente. Los estados fundamentales son inmanentes en el tiempo, siempre están presentes y nunca cambian. Los movimientos aparentes forman parte de ciclos que se repiten y las diferencias del pasado serán realidades del futuro. El tiempo carece de dirección” (Gould, 2020, p.32). Puede referirse a una “permanencia verdadera e invariable o estructura inmanente” o “a ciclos recurrentes de acontecimientos separables que se repiten de modo preciso” (p.35). Para los aztecas, la destrucción del mundo, de la vida y de los macehuales no significaba otra cosa que el umbral de una nueva era.

Lo “rematadamente cíclico”

Eterno retorno es un tiempo en el que todo se extinguía para volver a crearse.  A nosotros nos parece que esta idea de que todo lo que ocurre y existe, fue ya y volverá a ser hasta el infinito, es rematada y a la vez resulta trágica, pero puede ser también gloriosa. Cada que el universo muere, es como cuando en la fábula de Nietzsche, Zaratustra duerme atormentado por la visión del eterno retorno de lo mismo y cada que inicia es una oportunidad de vivir sin miedo. Las mujeres y los hombres de la antigüedad vivían en dos clases de tiempo: el sagrado y el profano, de los cuales el más importante es el primero: “un tiempo circular, reversible y recuperable, como una especie de eterno presente mítico que se reintegra periódicamente mediante el artificio de los ritos” (Eliade, 1998, p.55) El rito es la efectuación, o si se prefiere, la re-efectuación del mito.

En sí “el mito es la historia sagrada” de un acontecimiento cuyos personajes no son humanos, se trata de dioses o héroes civilizadores. Este carácter primordial hace de él un misterio que, al ser revelado, fundamenta “la verdad absoluta”. Eliade no se olvida de advertir que hay “historias sagradas trágicas” y “el hombre tiene una gran responsabilidad ante sí mismo y ante la naturaleza al reactualizarlas periódicamente” (p.80). El canibalismo, por supuesto es una consecuencia de esta clase de pactos cósmicos. Según ciertos mitos de los pueblos paleocultivadores, el primer árbol frutal brotó del cuerpo de un niño sacrificado.  Comer es un acto que participa de esa deidad que habita ahora en el mundo de los muertos. El ser humano, gracias al fruto que ingiere, participa de la existencia del ser fundante. Se narra lo realizado por estos seres divinos en el inicio del tiempo, el momento en que el mundo, el universo, los hombres, los pueblos comenzaron a ser (Eliade, 2018, p. 72). Siempre ha sido la narración de un evento, específicamente, el del advenimiento: “las sociedades que han vivido del mito y en el mito han vivido en la dimensión de un evento constitutivo” (Lacoue-Labarthe, 2011, p.14).

En la actualidad, cuando hablamos de mito, para muchas personas suele asociarse a algo ficticio o imaginario que tiene sus raíces en las sensibilidades de la antigüedad; este pensamiento proviene desde los griegos antiguos, para quienes había una clara oposición entre una cosa dicha por la boca (mythos) y su correlato (ergon, la cosa hecha, la obra) (Gentilli, 2015, p.69). Nosotros hablamos de una sociedad en la que el mito “tiene vida, en el sentido de proporcionar modelos a la conducta humana, y conferir por eso mismo significación y valor a la existencia” (Eliade, 1998, p.8). Es decir, la cosa hecha, es la cosa, no “una representación”. La batalla primordial contra el caos o el primer sacrificio atroz del que resurge el mundo. La primera se descubre en todas las grandes guerras, el segundo es un pecado que debe resarcirse una y otra vez. La función magistral del mito es, pues, la de fijar los modelos ejemplares de todos los ritos y todas las actividades humanas significativas (p.72).

En la cosmogonía azteca, hubo cuatro soles antes del nuestro —el Quinto Sol—, cada uno gobernado por un Dios. Cada uno de los soles terminó con un desastre siendo el último, por supuesto, el diluvio: “Y así cesaron de haber macehuales, y el cielo cesó porque cayó sobre la tierra” (Garibay K, 2015, p.33).  Tras esta hecatombe, los dioses volvieron a dar vida a la Tierra, pero como sólo tenían fuego para iluminarse decidieron que necesitaban hacer un Sol, sólo que antes necesitaría corazones para comer y sangre para beber, por lo que hicieron la guerra y crearon nuevos seres humanos para tuviese calaveritas con que alimentarse (p.34). La transición del día y de la noche era en sí la eterna repetición de la saga del Dios.  Alfonso Caso (2020) narra que cuándo Coatlicue, la Diosa de la Tierra, quedó preñada por una bola de plumas, su hija, la Luna Coyolxhauqui y sus hermanos, las estrellas Cenzonhuitznáhuac se enfurecieron y decidieron matarla (p.22). Cuando los enemigos llegaron, nació el gran Huitzilopochtli, quién, armado con la serpiente de fuego, decapitó a la Luna y puso en fuga a las estrellas. Cada nuevo día, él debe nacer, y para hacerlo, debe volver a derrotar del mismo modo a la Luna y las estrellas. El Dios necesita mantenerse fuerte para poder librar esta batalla interminable, por lo que debe recibir su alimento sagrado, el chalchíuatl: agua preciosa. Sólo así habrá alternancia entre los días y las noches, podrá dar frutos la Tierra y será posible en ella la vida (Graulich, 2016, p.117).

Los mexicas son el pueblo elegido por el Dios para proporcionarle su alimento. Desde el nacimiento son preparados para ser guerreros, pues su misión es obtener a través del combate la energía que alimenta al cosmos.  Así, el imperio azteca recurrió a una forma de guerra sagrada llamada Xochiyáoyotl —o “Guerra Florida”— cuyo único objeto era el de obtener prisioneros para el sacrificio. Hay que notar, cómo hemos saltado del mito a la acción: el mito se vive. La guerra sagrada es una reproducción de la lucha entre Huitzilopochtli, Coyolxhauqui y sus 400 hermanos: las estrellas. Los prisioneros eran llevados a Tenochtitlán para ser sacrificados en el Templo Mayor. El corazón, la sangre y las cabezas se ofrecían en oblación; eran el alimento de los dioses, junto con el maíz y el cacao (p.237). Las cabezas se colocaban en el tzompantli ante la pirámide. Graulich escribe que “este armazón representaba evidentemente un árbol con sus frutos y probablemente garantizaba el renacimiento de las víctimas” (p.227). Los cráneos eran comida para los dioses, sin embargo, eran los hombres quienes devoraban la carne. Según ellos, los cráneos desnudos ensartados en las vigas se convertían en semillas de las que surgiría nueva vida y vendrían con ella nuevos guerreros para ofrecerla y mantener con ella el orden cósmico (p.445).

Para terminar: calaveritas de chocolate

Como indicamos, nuestro esfuerzo por desentrañar ciertas declaraciones de figuras importantes de la ciencia y la cultura en México, no se puede considerar riguroso, pues partimos de la sombra y nuestros martillazos son decididos, pero en la oscuridad. Era inevitable que la ironía marcara la pauta, pues fueron unas líneas casuales, aparentemente inocuas, las que desataron nuestros afanes escriturales. En vez de perforar la ciudad, jugamos a excavar el discurso presente para descubrir las estructuras sobre las que se asienta. El problema del espacio nos llevó al del tiempo por mediación del lenguaje.

Quisimos explorar esa inquietud de vivir sobre mundos superpuestos en el tiempo y el espacio, mitos que fueron —aparentemente— expulsados de la historia y monumentos que iban destinados a ser ruinas. Su persistencia a manifestarse, de significar algo para nosotros. ¿Qué significa cuando se habla de esto? ¿Cuál es el sentido que se le da? Encontramos cierta lógica que explicaría las extrañas coincidencias, así como la tenacidad con la que la antigua Tenochtitlán se yuxtapone desde sus profundidades a la moderna Ciudad de México. Es terco el pasado. Ahora, con estos fragmentos entresacados de textos diversos, reconstruimos posibles narrativas de lo perdido que podrían expresar lo no dicho en lo dicho:

  1. Las calaveritas de chocolate que aún no se han vendido, pero que tal vez harán las delicias de los niños del futuro, serían una reiteración absurda del cacao de los dioses: una señal de que las cosmogonías antiguas fueron derrotadas, pero consiguen aferrarse con las ínfimas fuerzas que le quedan.  Sería como rebabas del poder de dioses famélicos.
  2. Las calaveritas de chocolate nunca serán, porque una vez más los dioses se han vengado al manifestarse en esta estructura que vuelve. Es el eco de las carcajadas de los dioses entre las piedras.
  3. Las calaveritas de chocolate como expresión de lo rematadamente cíclico sirven de pretexto para hacer patente cómo el orden actual y todo aquello que nos parece tan normal e inofensivo, se ha construido sobre la destrucción de un mundo anterior. Por más que intentemos borrarlo, los vestigios nos recuerdan que el pasado, por más lejano que lo percibamos, vive en el presente. Comer una calaverita de chocolate sería entrar en comunión con el
  4. Las calaveras de hombres, mujeres y niños unidas unas a otras con argamasa en un armazón siniestro, símbolo de la grandeza y el poderío azteca, forman parte de un renacimiento, de una era nueva que se nutre con la gloria del pasado. Podrían simbolizar semillas de vida, la transición entre el mundo perdido y el nuevo. Su emergencia se entendería como evidencia de que la grandeza de los aztecas no se desvaneció, sino que está disuelta en lo que somos ahora y que poco a poco vuelve a manifestarse. Quizás se trata de un pasaje retórico lleno de color y nostalgia, como de feria; la fiesta de la sangre, el dolor como tributo; que esa mole resultante de los sacrificios de quién sabe cuántas personas es una torre dedicada a la vida, testimonio de la grandeza de Tenochtitlán. Sin embargo, seguramente así, exactamente así, lo dijeron los sacerdotes y tlatoanis hace más de 500 años.

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 Referencias

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El tzompantli: entre la sangre y las calaveritas de chocolate (I)

FOTOS: Internet

Colaboración Especial

Por Jorge Peredo y Modesto Peralta Delgado

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Esta historia hunde sus raíces en la oscuridad del tiempo. Sin embargo, comienza para nosotros de una forma simpática e inofensiva con dos empresarios amantes del chocolate: Agustín Otegui y Eddy Van Velle —el primero, mexicano; el segundo, de nacionalidad belga. Otegui maneja una cadena de panaderías en Michoacán; Van Velle, su socio, preside el Grupo Puratos, productor a nivel mundial para el sector pastelero; además, cuenta con museos del chocolate en Europa: en Brujas, París y Praga; luego inauguró el primero en México, en Uxmal. Es 2015.

A pesar de contar con una experiencia negativa con el Instituto Nacional de Arqueología e Historia (INAH), tras iniciar sin permiso el que sería su segundo museo en una zona arqueológica: Choco-Story Chichen, en Chichén-Itzá, a ambos les pareció buena idea dedicar otro museo a su golosina favorita en la Ciudad de México. En la tierra maya suspendieron la obra, pues se dictaminó que ponían en riesgo varios elementos arquitectónicos, pero en la calle República de Guatemala, número 24, en pleno Centro Histórico de la ciudad capitalina, aunque ya se imaginaban “que había algo” (Ferri, 2017), decidieron correr el riesgo. Su amor al chocolate, [1] los llevó al sitio justo donde comienza otra historia, una sangrienta: la de la conquista de Tenochtitlán.

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Debido a la cercanía con el Templo Mayor, fue necesario notificar al INAH para que realizaran una exploración del edificio antes de arrancar con los trabajos de remodelación. Nadie estaba preparado para ese algo que salió a la luz. Bajo el edificio, descubrieron una especie de altar de al menos trece metros de largo y seis de ancho, cuyo núcleo era una estructura circular formada por restos humanos unidos con una argamasa de cal, arena y grava de tezontle —una piedra volcánica de color rojo. Treinta y tres cráneos humanos —algunos de ellos, con perforaciones en los huesos parietales—, asomaban sus cuencas entre las piedras.

A raíz de esto, comienzan a notarse inquietantes coincidencias, como apuntó en una entrevista a El País Leonardo Luján, director del Proyecto Templo Mayor.  El periodista Pablo Ferri indicó que, para algunos arqueólogos —entre ellos Luján—, el mundo es “rematadamente cíclico” (2017).  El arqueólogo mencionó que la centenaria casa de empeños “Monte de Piedad, ubicada en contra esquina del inmueble en cuestión, se haya construido sobre la casa de Axayacátl, padre del emperador Moctezuma, donde se almacenaban los tesoros aztecas que despertaron la codicia de Hernán Cortés y sus hombres. Ahora, dijo, las personas acuden al edificio centenario para entregar sus propios tesoros. También le pareció divertido que sobre aquellos cientos —¿o miles?—, de cráneos humanos “¡en Día de Muertos van a vender calaveritas de chocolate!”.

Siguiendo esta serie de coincidencias, a Luján le pareció interesante que se tratara de un proyecto de un museo culinario, propiedad de un empresario que ya tiene varios en Europa; además de que no fue el primer intento de abrir sus negocios en zonas históricas en México, luego de haber sido cancelados. Esta insistencia los llevó una vez más a “chocar con pared”, pero una pared de restos óseos que llevaba quinientos años abajo. Se trataba de un tesoro arqueológico que, pese a todo, de no haber sido por ellos, tal vez hubiera permanecido bajo ruinas medio milenio más.

La antigua ciudad y su cosmogonía se han negado a permanecer ocultas. Emergen de formas tan espectaculares, que sus regresos son ya parte de la historia. En 1791, gracias a los trabajos de nivelación a un costado de la Plaza Mayor del Centro Histórico de la Ciudad de México, fue descubierto el monumento más importante de la civilización mexica: Piedra de Sol —comúnmente referido como Calendario Azteca. La Piedra de Sol había sido enterrada en 1559 por órdenes de Fray Alonso de Montúfar, pues mientras estaba a la vista se había convertido —según acusa Fray Diego Durán—, en lugar de juegos y otras atrocidades; además, esperaba que “se perdiese la memoria del antiguo sacrificio que allí se hacía” (Durán, 1984, Vol.1, p.100).  Un hallazgo igual de impresionante, ya en el siglo XX, fue el de la Coyolxauhqui, “la que se ornamenta las mejillas con cascabeles”; fue en 1978, cuando una cuadrilla de la compañía Luz y Fuerza laboraba a más de dos metros de profundidad en la esquina de las calles de Guatemala y Argentina (Rodríguez, 2007).

Vale recordar que el Templo Mayor yace bajo la catedral de la Ciudad de México y otros edificios. De acuerdo al arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma fue sistemática y masivamente destruido, pues Cortés comprendía su valor simbólico. El gran Teocali era el centro del universo mexica, donde vivían sus divinidades. Aquí hay otra vuelta de tuerca, irónica y trágica: en la década de 1990 comenzó un programa de arqueología urbana destinado a descubrir por qué la Catedral Metropolitana estaba sufriendo un resquebrajamiento que causaba daños irreparables. Los arqueólogos descubrieron, mediante la perforación de un pozo, que la catedral se estaba hundiendo y asentando en los edificios sobre la que fue construida.  ¿Alguna broma macabra entre los dioses? ¿Sincretismo arquitectónico involuntario? Matos Moctezuma no tuvo empacho en decir que se trataba de “la venganza de los dioses” (EFE, 2015). El extremo Noroeste de la gran estructura de huesos probablemente cruza la calle y alcance el subsuelo del atrio de la catedral —aunque aún no sabe hasta dónde llega, pero a nadie le pasaría por la mente tirar parte del templo católico para ver si hay otra torre de cráneos.

Al realizarse el descubrimiento que nos atañe, Raúl Barrera Rodríguez, director del Programa de Arqueología Urbana, narró cómo desde principios del siglo XX fueron emergiendo en plena urbe, esculturas en forma de cabeza de serpiente, un altar con almenas y restos de muros asociados fragmentos de cráneos humanos, vestigios que parecían apuntar al Huey Tzompantli, conocido hasta entonces por los códices y las crónicas de frailes y conquistadores. En 1914, excavaciones realizadas por Manuel Gamio revelaron restos que debieron ser parte de la misma plataforma. Barrera Rodríguez apuntó que “con las obras de construcción del Metro volvieron a surgir parte de estos muros, pero hasta ahora con las nuevas evidencias es posible afirmar que se trata del Gran Tzompantli de México-Tenochtitlán.” (2015). Para 2020, ya se habían contabilizado allí más de cuatrocientos cráneos.

Este trabajo surge de la curiosidad. Nos ha llamado la atención la aparente ligereza con la que Luján comenta el descubrimiento, específicamente la forma en la que aparecen estas rematadas coincidencias. Como espectadores casuales, nos sorprenden enunciados como éstos en referencia a un objeto que resulta, en primer lugar, tan siniestro. Así que iniciamos con candidez, pero avanzamos a martillazos. Nuestros esfuerzos se concentran en el hallazgo y en el discurso, en indagar en las capas históricas y culturales que sustentan lo dicho en este contexto en particular, y cuáles podrían ser sus significados.

Vemos, en las floraciones monolíticas del antiguo mundo en los espacios del nuevo tiempo, la posibilidad de que, con una mezcla de terror y veneración, los mitos vuelvan a entramarse con la historia. El pasado se traslada al presente o el presente se reencuentra con el pasado. Por más que lo neguemos y a pesar de nuestro deseo de vivir exclusivamente en el ahora, el pasado nos reclama y nos pide ser memoria, ser también parte de nuestra historia. Intentamos aquí realizar un análisis arqueológico, pero en un sentido más irónico que metafórico, para mostrar sobre cuáles bases y en qué medida es posible que se pueda sugerir medio en serio y medio en broma, que el hallazgo es evidencia de un tiempo cíclico y cuáles podrían ser sus alcances. Hay estratos de sentido bajo lo que se dijo, que se hunden en el tiempo y que al ser desenterrados nos permiten una interpretación que es, tanto una reversión de la ironía en lo enunciado por Luján, como la revelación de lo irónico en el discurso de Frausto, que mencionaremos más adelante.

Crónicas de la sangre

Cuentan las crónicas de la conquista que en el corazón de México, cuando era la Gran Tenochtitlán, paredes de cráneos humanos se levantaron bajo el sol sediento de sangre. Huey Tzompantli era el nombre de este monumento de poderío y muerte dedicado a la vida. Francisco Xavier Clavijero, en su Historia Antigua —basada en las crónicas y otros documentos—, escribió que en los alrededores del Templo Mayor había ciertos edificios en los que se “conservaban las calaberas de las víctimas” (Clavijero, 2011, p.296). Según su relato, los cráneos embutidos en los muros o enfilados en palos, formaban dibujos “no tan curiosos como horribles”. El historiador jesuita nos hace saber que eso es poco en comparación al “más espantoso de estos monumentos”, que se hallaba en las puertas del templo.  Se trataba de “un vasto terraplén cuadrilongo y medio piramidal” al cual se subía por una escalera de 30 escalones en los que, entre piedra y piedra, había un cráneo…

Hernán Cortés fue uno de los primeros europeos en atestiguar este espectáculo con sus propios ojos. Al entrar a la gran ciudad en 1521, año en que culminaría su conquista, encontró allí cabezas de soldados españoles acomodadas como cuentas de un ábaco. “Llegamos a una torre pequeña de sus ídolos, y en ella hallamos ciertas cabezas de los cristianos que nos habían matado, que nos pusieron harta lástima” (Cortés, 2013, p.197), dice en su Tercera Carta de Relación, escrita en 1522. Son otros religiosos como Fray Diego Durán y Fray Bernardino de Sahagún, quienes redactaron —de oídas— las crónicas de la conquista. El último es quien hace una descripción detallada de estos rituales. En el Libro Segundo de su Historia General de las Cosas en la Nueva España, hace una relación pormenorizada del calendario de ceremonias de los antiguos nahuas —que intitula De las fiestas y sacrificios con que estos naturales honraban a sus dioses en tiempos de su infidelidad. Hay diez menciones del tzompantli en su obra, descritos con la función de “espetar cabezas de los que mataban” (De Sahagún, 1829, p.55).

Con una tinta llena de asombro y horror, el religioso describió las distintas fiestas en las que imperaba el sacrificio humano: hombres, niños y mujeres a los que sacaban el corazón para ofrecerlo a los dioses; canibalismo; torturas a base de golpes hasta medio matarlos; o lanzarlos a las brasas, sacarlos y volverlos a meter al fuego para prolongar su agonía. El Toxcatl era la principal fiesta de todas, donde mataban a un mancebo preparado desde un año atrás para el sacrificio; el joven era llenado de lisonjas, ataviado con flores, bien alimentado; y el día que lo mataban, lo subían al cu, le sacaban el corazón y luego “le cortaban la cabeza y la espetaban en un palo que se llamaba tzompantli” (De Sahagún, 1829, p.57). Fray Toribio de Benavente, Motolinía, en similar tono, relata el gran valor que tenían las cabezas de los sacrificados. Escribe que: “las calaveras las ponían en unos palos que tenían levantados a un lado de los templos del demonio” (2021, p.58). Esta mención al diablo es sintomática del discurso de los cronistas que no veían en la religión de los antiguos pueblos, otra cosa que mentira, maldad y corrupción.

Uno de los relatos más detallados y sobrecogedores es el que realiza el conquistador Andrés de Tapia: Estaban frontero de esta torre sesenta o setenta vigas muy altas hincadas desviadas de la torre cuanto un tiro de ballesta, puestas sobre un teatro grande, hecho de cal y piedra, y por las gradas de él muchas cabezas pegadas con cal, y los dientes hacia afuera. Estaban de un cabo y de otro de estas vigas dos torres hechas de cal y de cabezas de muerto, sin otras alguna piedra, y los dientes hacia afuera, en los que se podía parecer, y las vigas apartadas una de otra poco menos de una vara de medir, y desde lo alto de ellas hasta abajo puestos palos cuan espesos cabían, y en cada palo cinco cabezas de muerto ensartados por las sienes en el dicho palo. Y quien esto escribe y un Gonzalo de Umbría contaron los palos que había y multiplicando a cinco cabezas cada palo de los que entre viga y viga estaban, como dicho he, hallamos haber ciento treinta y seis mil cabezas sin las de las torres. (Tapia, 1988, pp.108-109).

No es de extrañar que, a los ojos de los hombres del Viejo Mundo, estas prácticas les parecieran poco menos que monstruosas. ¿A qué obedecían tales sacrificios? Se trataba de rituales que consistían en ofrecer el corazón y la sangre —mayormente de varones, prisioneros de guerras— a sus dioses, para que éstos hicieran permanecer el orden cósmico, para perpetuar la vida, para pedir agua para los cultivos. Formaba parte de su religión, su filosofía y sus mitos. La Leyenda de los Soles —expuesto en el Códice Chimalpopoca, escrito en 1558 —narra el nacimiento de la muerte de los nahuas. En su antropogénesis, Quetzalcóatl baja al Mictlán e intenta robar los huesos sagrados, pero el embrollo termina con su arrepentimiento; al final, para estabilizar la armonía rota, hace sangrar su miembro y así lo hacen otros dioses (Matos, 2015, p.253). De ahí surge la idea de verter la sangre para la continuidad del Sol, y así, que la vida reanudara su ciclo. Esta es una de las grandes antinomias religiosas que deben haber escandalizado a los misioneros, mientras que Jesucristo brindó su sangre —por medio de la transubstanciación—, y así alimentó a su pueblo, ritualmente, con ella y su carne, los mexicas alimentaban a los dioses con su propia sangre y devoraban carne humana para nutrir con su tonali (fuego interior) al Sol y al universo.

Otra diferencia importante es que para los aztecas, a diferencia de los católicos que llegaron a sus tierras, el paso a la muerte no era un lugar eterno al que se llega por el buen o mal comportamiento, sino el final del camino en esta vida. No era un conducto moral, sino la forma de morir lo que iba a depararle su suerte: el Tlalocan para los que fallecían jóvenes por enfermedad; el Mictlán, a donde pararían los que morían entrada la senectud; y El Sol a donde iban los sacrificados a acompañar al astro rey convertidos en aves después de morir. Aunque los antiguos cronistas intentaron traducir Mictlán como El Infierno, varios autores posteriores contradicen tal significado. Para los aztecas, El Infierno no existía. Pero su Cielo, era El Sol.

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[1] Para los pueblos originarios, el cacao fue más que una golosina, fue incluso moneda de cambio en todo el territorio mesoamericano (De Las Casas, 2017, 2017, p.274). Según su mitología, el árbol de cacao fue robado a los dioses y regalado a los hombres por Quetzalcóatl. El nombre científico del cacao tiene reminiscencias de esta leyenda: Theobroma Cacao, que significa “alimento de los dioses”. Bernal Díaz del Castillo narra cómo en la corte del emperador Moctezuma servían sendas copas de una bebida espumosa elaborada de cacao, de la cual se decía que “era para tener acceso con mujeres” (Díaz del Castillo, 1982, p.186). Al parecer, esta referencia al chocolate en una obra que puede ser considerada como “un bestseller de su tiempo”, provocó que se difundiera la idea de su poder afrodisíaco.

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