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La feminista, la que te incomoda

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Colaboración Especial

Por Diana Reneé Amao Esquivel

La Paz, Baja California Sur (BCS). Este texto puede hacerte sentir incómodo/a al leer su contenido, y esa es precisamente la intención: incomodar para reflexionar, cuestionar los privilegios de un orden social desequilibrado llamado patriarcado. Este texto también busca empatizar con las mujeres, particularmente con aquellas que nos asumimos como feministas, porque adoptar el feminismo como forma de vida no siempre resulta un proceso fácil.

Sí, soy feminista. No sigo los chistes machistas en las reuniones de oficina; tampoco le sigo el juego al pariente machirul que en navidad se sienta como patrón a que le sirvan y le limpien todo; tampoco tolero la comunicación violenta; ni tampoco tengo mucho aguante en esas fiestas en las que las mujeres están por un lado a cargo de la comida y los niños/as mientras ellos, los varones, se dedican a beber.

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No, ahí no hay espacio para las feministas como yo. Porque no me quedo callada, creo que el silencio ha sido el mejor aliado del patriarcado. Éste ha sellado los pactos más injustos y ha permitido que la balanza del poder se siga inclinando hacia ellos. Eso significa que voy a cuestionar los patrones de género, el orden familiar y trataré de establecer límites, y eso no es algo que caiga bien a la gente, porque todos/as quieren reír y hacer como que no pasa nada para llevarla “suave”, pero sí pasa y es por eso que yo decidí ser la hermana, prima, cuñada, la tía que incomoda, esa a la que no le tiembla la voz para decir: “lava tus platos” o “podrías ayudar más” o “tranquilo, estás gritando” esto me ha valido la antipatía de muchas personas en mi familia. También hace que mi lista de amigos/as sea reducida, no le caigo bien a varias personas en la oficina o en los pasillos de la escuela. Soy esa, la feminista que incomoda.

Ser la pariente o la amiga feminista, significa que tu mundo va a cambiar, que las relaciones como antes las concebías ya nunca serán las mismas porque ahora eres consciente y tus ojos afilados por el morado de las gafas feministas no toleran la violencia, el abuso y la injusticia ¡tremenda cosa! Porque en el camino me llegué a sentir rechazada, incomprendida, ignorada, en algunos momentos sola e incluso he sido violentada por señalar los privilegios y las cárceles que vivimos cotidianamente como sano/as hijos/as del patriarcado.

Ser feminista significa que si estás pensando en tener una pareja has de ser exigente con lo que deseas de tu compañero y que desde las primeras citas tienes que indagar si no es un potencial manipulador, golpeador, feminicida, o de esos de que se dicen deconstruídos [1] y que terminan siendo más de lo mismo… Y de pronto te enfrentas a que tu lista de posibilidades para tener un compañero se ha reducido de forma tremenda, porque tristemente, los varones en el proceso de cuestionar su lugar privilegiado en este sistema social que se llama patriarcado no han empezado aún su tarea o se ha tardado demasiado —a esos pocos que ya empezaron, sigan así, falta mucho por trabajar. Es así como tantas mujeres que ya abrimos los ojos y empezamos el cambio ya no encontramos el puente para el encuentro con los compañeros y preferimos estar solas aunque nuestro deseo es en realidad construir un lazo significativo libre de violencia machista.

Cuando has adoptado el feminismo como una forma de vida la relación con nuestros cuerpos cambia, también cambia nuestra idea de la maternidad, del trabajo, de nuestro lugar en los espacios públicos y privados. Así, de pronto, llega un momento en el que te miras al espejo y te das cuenta que nuestros cuerpos se encuentran llenos de las expectativas de una sociedad patriarcal en la cual los cuerpos de las mujeres han sido moldeados por estereotipos que hacen que nos rechacemos a nosotras mismas hasta matarnos: tienes arrugas, sobrepeso, imperfecciones, usa maquillaje, ve al gimnasio, vístete bien, píntate el pelo, usa tacones, uñas de gel y minifalda. Las revistas, las redes sociales y los medios de comunicación usan imágenes de mujeres delgadas y blancas, ese es el estereotipo de belleza, nada más alucinante como ese espejismo, las mujeres reales venimos en empaques de muy diversos en tamaños, colores, proporciones y texturas, negarlo hace que las mujeres terminemos odiando nuestros cuerpos. Ser feminista implica romper con eso y abrazar nuestros cuerpos, reconocernos como únicas y especiales.

Así que cuando empecé a abrir los ojos y la conciencia a las relaciones de poder desiguales entre hombres y mujeres no me di cuenta que era un camino sin retorno, que ya no vería los roles de género de una manera tradicional y que me iba a cuestionar todo; no sólo a mi, sino también a quienes me rodean, el feminismo es como una avalancha que transforma nuestra vida, y en el camino no estamos solas, en el camino de pronto te encuentras a una gran colectiva de mujeres que estamos en el mismo proceso y entonces dejas de sentirte el bicho raro de la familia, ahora tienes un grupo de amigas que se ha tejido contigo, conmigo, como una red que nos abraza y sostiene.

Me di cuenta que en el camino del feminismo hay muchas mujeres que lo viven de maneras muy diversas, aquellas que son artistas, las que pintan, danzan y cantan con su voz para denunciar o sanar; aquellas que han decidido irse por el camino de las leyes y las políticas públicas; aquellas que han decidido acompañar a otras mujeres que han vivido violencia; aquellas que han sido tan violentadas por el patriarcado que simplemente no quieren tener nada que ver con los hombres; hay mujeres de 60 años despertando así como chicas de 15 años, hay divorciadas, casadas, lesbianas y LGBT+ hay todo un arcoíris de mujeres que nos estamos inventando día a día el cómo vivir siendo feminista.

También hay mujeres que dicen que no son feministas aunque sean más feministas que la misma Simone de Beauvoir, pero su lucha es distinta, su apuesta es por una vida mejor para las mujeres, y aunque no se llamen feministas a sí mismas, su actuar es de lo más feminista que te puedas imaginar, como el grupo de mujeres en un barrio de la ciudad o en una comunidad rural que ha formado un grupo de apoyo y escucha para mujeres que han vivido violencia. Así que no importa si te reconoces o no como feminista, si vas o no a las marchas o si estás en una colectiva de mujeres o no; si usas un pañuelo verde, uno morado o los dos o ninguno, lo que nos hace feministas es buscar una vida buena, digna y justa para todas las mujeres y la lucha por esa vida se pelea en lo cotidiano, en la cama o la mesa del comedor con tu pareja, con la familia, con los compañeros/as en el trabajo, con las amistades, ¡vaya, con toda la gente con la que interactuamos!

Lo que importa es que vayas tras la idea de que podemos hacerlo mejor como mujeres. Dicho todo lo anterior, entonces sí, sí soy feminista y sí, soy incómoda para muchas personas, pero eso me ha liberado de una gran carga, la de las expectativas de la sociedad, y caminar sin ese peso es el mejor regalo que me ha dado el feminismo; también el derecho al voto, a la educación, a decidir sobre mi cuerpo, mi identidad sexual, a usar pantalones, y bueno la lista se puede hacer muy larga, lo importante es reconocer que todo eso ha sido gracias al feminismo incómodo que tiene más de tres siglos de lucha.

[1] En el contexto de la ruptura de los roles de género y la adopción de la mirada crítica feminista, hablar de deconstrucción, tanto para hombres como para mujeres, significa un proceso que conlleva primero el cuestionamiento de los privilegios propios y de las personas, instituciones o símbolos que ostentan mayor poder; segundo, buscar otros patrones de comportamiento que equilibren la balanza de poder; y por último, aplicar esos patrones y vivir con ellos de manera congruente.

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, esto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




Mujeres de la serranía. Notas del diario de campo de una socióloga choyera

FOTO: Reneé Amao

Colaboración Especial

Por Diana Reneé Amao Esquivel

La Paz, Baja California Sur (BCS). Me despierto al alba en mi catre y ya huele a café. Estoy en La Soledad, una pequeña comunidad en la Sierra de la Giganta. En la cocina se escuchan las primeras voces del día alrededor del fogón. Una mujer atizaba el fuego desde antes de que saliera el sol para darle de comer a su marido y que se fuera a “campear” unas chivas que andaban perdidas en el monte; luego, la señora y su nuera ‘arrean’ a niños y niñas por igual para que se vayan a la escuelita CONAFE, con al menos una tortilla y frijoles con queso en la panza.

Viví mi infancia y adolescencia rodeada de historias de aquella tierra de gigantes. Mientras mi abuela hacía tortillas de harina en su cocina, me contaba aquellas anécdotas de cómo caminaba con sus zapatos viejos por el arroyo seco para llegar a la escuela. Me imaginaba tantas historias, y ahora estoy aquí, en el mismo arroyo, muy cerca del rancho en el que nació ella, mi bisabuela y de ahí para atrás.

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FOTO: National Geographic

¿Qué hacía una mujer conduciendo una troca 4×4 por la filosa brecha de esa serranía? Conocí las comunidades serranas y costeras de Sierra de la Giganta gracias al maravilloso trabajo de campo que he realizado por más de quince años. Soy socióloga y soy sudcaliforniana. He tenido la oportunidad de trabajar con organizaciones de la sociedad civil en colaboración con comunidades rurales serranas para hacer proyectos que permitan a las personas aprovechar y transformar sus recursos naturales, así como mejorar su economía familiar con un enfoque colectivo y de bien común.

Siempre teniendo en cuenta una visión que camina hacia la sustentabilidad, hicimos de todo tipo de proyectos: construcción de invernaderos para la producción de plantas locales para reforestación, de apicultura, de aprovechamiento forestal, bordados, confitería y muchísimos más. Todo, a través de planeación y toma de decisiones colectivas. En resumidas cuentas, el trabajo de mis sueños.

Como resultado de esta experiencia, aprendí mucho de mis raíces, mi historia, nuestra historia. Además, he podido vislumbrar algo que, como mujer formada en el feminismo siempre me inquietó, esto es la escasa o nula participación de las mujeres en procesos de participación comunitaria orientados hacia la sustentabilidad. Misma de la que quisiera hablarles más adelante, después de compartir un poquito de lo que dice la historia de nuestra tierra sudcaliforniana.

Mujeres y ruralidad

En las comunidades rurales de Baja California Sur se encuentra el legado de nuestros antepasados. Tres grandes grupos étnicos habitaron el territorio peninsular: el pueblo pericú, en la región del Cabo; guaycura, hacia la región central; y cochimí, hacia la región más norteña de Sudcalifornia. Estos grupos originarios fueron extinguidos durante el periodo colonial, a partir del cual se establecieron las misiones jesuitas entre 1697 y 1768, cuando fueron expulsados. Así, emerge la cultura ranchera, a partir de la fusión de los conocimientos y la manera de interactuar con la naturaleza de los pueblos nativos —o primeros californios—, que fue legada a los últimos californios o rancheros/as.

El florecimiento de la vida es determinado por la presencia de cuerpos de agua, sin embargo, en climas áridos como el sudcaliforniano, la disponibilidad del vital líquido adquiere especial relevancia. Toda la vida del rancho y de cualquier asentamiento humano sucede alrededor de los humedales, de aquellos que aquí llamamos oasis, sobre los que florecieron los descendientes de los pueblos californios nativos. Estas sociedades, al igual que la gran mayoría de las sociedades rurales tradicionales en México, han adoptado una organización patriarcal que ha determinado las formas de organización social y las labores que llevan a cabo, tanto hombres como mujeres, en la vida comunitaria y familiar. Estas son algunas observaciones de este tipo de organización:

Dificultades de las mujeres sudcalifornianas en la participación comunitaria. Al pasar de los años de trabajar y convivir con varias comunidades rancheras, noté que las mujeres participaban en muchas actividades comunitarias como en los comités de salud, de educación, de las festividades comunales y de actividades religiosas, entre otras. Sin embargo, aquellas mujeres que participan en actividades que implican actividades productivas, toma de decisiones, ocupar cargos y espacios públicos son muy pocas. Razones, creo haber visto muchas.

Escasa participación de las mujeres en espacios públicos. En general, las mujeres tienen una participación mucho menos activa en los espacios públicos dónde se toman las decisiones comunitarias y se lleva a cabo el trabajo productivo. ¿Por qué sucede esto? Mucho tiene que ver la división sexual del trabajo en los ranchos, la gran mayoría de las mujeres han de permanecer en sus casas para preparar los alimentos, cuidar el agua, atender a niños/as, enfermos/as y personas mayores, ordeñar las chivas y hacer el queso, o simplemente, porque los espacios públicos de toma de decisiones son espacios de “hombres”, y difícilmente, las mujeres pueden tomar la palabra y ser escuchadas, aunque afortunadamente hay varias excepciones a esta situación.

FOTOS: Ilustrativa de Internet

Trabajo no valorado. Las actividades que llevan a cabo la mujeres en el espacio privado, en lo doméstico son arduas y numerosas, corresponden al trabajo reproductivo y de cuidados que, aún cuando forman parte del trabajo productivo y contribuyen a la riqueza social, desde el enfoque patriarcal del proceso de producción se ha considerado como trabajo no productivo, por lo tanto no es valorado y se desestima como trabajo no remunerado.

Representaciones invisibles. Lo anterior, invisibiliza o desvaloriza los roles que desempeñan y han desempeñado las mujeres históricamente en sus comunidades. Esto nos impide llegar a ver la mirada que las mujeres tienen del mundo, de sus comunidades, de sus familias, de sí mismas, pero también, sobre la forma en la que ellas interactúan con los ecosistemas, las necesidades vistas desde su vivencia, y anula la posibilidad de construir otras soluciones, aquellas senti-pensadas desde lo femenino.

Ruralidades sudcalifornianas femeninas. Cuando yo quería hablar con las mujeres, me metía a las cocinas a lavar los platos, a preparar alimentos, y buscaba que no se acercara ningún hombre, porque pasa una cosa bien bonita cuando estamos sólo las mujeres, y es que empiezan a brotar las palabras, todos los senti-pensares, entonces ellas me empezaban a platicar sobre sus sueños, cómo les gustaría ver su rancho, su familia, el monte, y eso era maravilloso.

A la gran mayoría les gustaba mucho la idea de tener o mejorar su huerto de traspatio, tener máquinas de coser para hacer  materiales para sus bordados. A algunas les gustaban las manualidades, a otras les gustaba la idea de tener un invernadero del cual se pudieran sembrar plantas medicinales y aromáticas para hacer artículos de belleza, querían hacer artesanías, en fin, varias ideas que, precisamente, por las dificultades que acabo de mencionar no vieron la luz fuera de la cocina, o aquellas que llegaron a ser propuestas no se concretaron.

Sin embargo, tuve la oportunidad de trabajar un proyecto de invernadero de hortalizas comunitario, en el cual trabajaban sólo mujeres, funcionaba muy bien, pero desafortunadamente, por razones ajenas a las mujeres, no fue posible continuar.

Entonces, entendí algo: es fundamental que encontremos espacios de diálogo que tiendan los puentes entre lo femenino, que recuperen las historia que cuentan las mujeres sudcalifornianas, su mirada y su habitar, ya que éste se encuentra determinado por su andar y por su condición como mujer. La invitación es a que pensemos más detenidamente sobre cómo la historia puede ser diferente desde la mirada femenina. ¿Cómo es la vida comunitaria de las mujeres rurales sudcalifornianas? ¿Cómo se relacionan con la familia, con la milpa, con la actividad ganadera, con nuestros ecosistemas? Y aquí termino mi breve relato, con la ilusión de que les genere algún tipo de reflexión, evocación o emoción.

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Qué es y qué no es la sororidad

FOTOS: Internet

Hilo de media

Por Elisa Morales Viscaya

 

La Paz, Baja California Sur (BCS).  En los últimos años se ha popularizado el término “sororidad”, y desde el 2018, la RAE la incorporó bajo la definición de agrupación que se forma por la amistad y reciprocidad entre mujeres que comparten el mismo ideal y trabajan por alcanzar un mismo objetivo.

El término sororidad proviene de la palabra inglesa sisterhood, utilizada en los años 70 por Kate Millet, referente del feminismo de la segunda ola y autora de Política sexual. Años más tarde, la académica mexicana Marcela Lagarde utilizó la versión en español, sororidad, por primera vez desde una perspectiva feminista tras verlo en otros idiomas, “encontré este concepto y me apropié de él, lo vi en francés, ‘sororité’, y en ingles, ‘sisterhood’”, explica.

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La sororidad es un término sobre el que la comunidad feminista se hermana y que es clave para crear redes de mujeres que caminen juntas hacia la igualdad convirtiéndose así en una propuesta política para que las alianzas entre mujeres sean posibles y, juntas, encabezar movimientos por y para la mujer.

Es también una forma de rebeldía, de rechazar aquella patriarcal sabiduría popular que reza que “el enemigo de una mujer es otra mujer” y que “mujeres juntas ni difuntas”. El reconocimiento de que la mujer de al lado es hermana y ha vivido los mismos elementos de opresión que una misma, para descubrir que el sistema pretende ponernos en competencia para evitar enfrentarse al poder de nuestra alianza. Aliadas, en lugar de contrincantes, como pretende imponernos el patriarcado.

Pero esto no es en absoluto un pacto patriarcal a la femenina. Mucho se confunden los términos. Ser sorora no implica ser ciega ni muda ni manca ante las acciones individuales de otras mujeres, es apoyarnos y hermanarnos en las cuestiones género. No se busca romantizar a todas las mujeres y sus relaciones, ignorando las individualidades.

Bajo ninguna circunstancia implica que entre mujeres solapemos o consecuentemos a otra que haya violentado, herido o dañado sin razón o al servicio del patriarcado. Mucho menos quiere decir que una mujer feminista que predique la sororidad se encuentre incapaz de defenderse de otra que la ataque o la violente.

Sorora sí, indefensa ante la violencia policial no

Proclamarse feminista parece ser para muchos una invitación a escudriñar en cada gesto y palabra que emitimos, y en seguida suelen sacar su propio –y absurdo– feministómetro cuando una mujer no está de acuerdo con otra, cuando un grupo de mujeres se enfrenta a otro. Por poner el ejemplo más actual y sencillo, hablemos de las recientes manifestaciones feministas del 8M.

En redes abundan las imágenes de las mujeres que marchaban defendiéndose de los ataques policiacos y ¡Huy!, había mujeres policías entre ellas. Que si ¿dónde está la sororidad con las mujeres policías?, proclaman airados los patriarcas. Y bueno, en realidad lo que abunda son imágenes sacadas de contexto que hacen parecer que las manifestantes atacaban a la fuerza policial, ignorando que ellas se defendían de la represión policial.

La autoridad no es tonta, utiliza a las mujeres policía para reprimir y violentar la manifestación feminista, para influir en la opinión pública a través de los medios y señalar que las mujeres manifestantes “violentan” a otras mujeres: las policías, las que ellos utilizan para restringir o impedir el ejercicio de los derechos de manifestación y que reciben –¡como no!–, la respuesta de algunos sectores que se manifiestan.

Este tema ha sido recogido recientemente por Amnistía internacional, que ha expuesto en informes que, a pesar de ser mayoritariamente pacíficas, las manifestaciones feministas y en contra de la violencia de género contra mujeres, son estigmatizadas como violentas. Esta caracterización es perpetrada por las autoridades para deslegitimar el activismo y bajo este pretexto, se les facilita ejercer violencia en su contra, justificando las violaciones de derechos humanos que como fuerza policial ejercen. Y claro, cuando las manifestantes regresan el ataque, salen los terceros con su feministómetro a cuestionar si acaso “la sororidad de las feministas no alcanza para las mujeres policía”, y la verdad es que no.

En ese contexto, no. Cuando una mujer envestida de autoridad ataca a otra para reprimirla, mediante el uso innecesario, excesivo y desproporcionado de la fuerza como una forma de inhibir el derecho de reunión pacífica, pues no puede esperar que en nombre de una falsa sororidad las manifestantes no se defiendan. Que absurdo. Como si practicar la sororidad nos dejara mancas ante los ataques de otra mujer.

Y esto se replica en la vida cotidiana. No todas las mujeres vamos a caernos bien. No todas vamos a gustarnos. No vamos a ser todas amigas por el simple hecho de ser mujer. Pero definitivamente lucharemos sororamente porque a la otra el patriarcado no la violente ni se le trate injustamente en razón de su género –aunque no coincidamos en lo individual.

La sororidad no implica una sumisión a todo lo que las otras mujeres hagan, es actuar en hermandad con la conciencia de que todas nosotras somos parte de un sistema que de alguna manera a cada una nos tiene jodidas, y que ante ese sistema y sus privilegiados perpetradores, tenemos que aliarnos para defendernos.

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