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Okigbo y el Clan de Cadaqués de Luis Felipe Lomelí

FOTOS: Cortesía.

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS).  Leer a Luis Felipe Lomelí es un verdadero deleite. Acabo de terminar su libro Okigbo y el Clan de Cadaqués vs las trasnacionales y otras historias de protesta, y me ha dejado gratamente impresionado por su manejo del sarcasmo, además de un estilo que oscila entre lo cotidiano, lo académico y lo profanamente intelectual. Su libro —que podríamos decir que se trata de una novela, o de un vodevil, un ensayo, una reflexión sobre los grupos ambientalistas, sociológicos o artísticos, una historia sobre las notas del editor, del corrector de estilo y del traductor, que en conjunto dan su propia versión de lo que ocurre—, es una visión abierta de esos tropas cerradas que se dicen de protesta. De risa, pues.

Estamos hablando de una crítica feroz sobre los tratados que pululan en el mundillo académico con títulos pretenciosos y larguísimos: Epistemología de la ausencia, la Construcción social del pánico, Forma y representación: de la Venus de Willendorf a las “cuchibarbies” de Medellín y la estética trasvesti, Historia artificial de las vacas: de la locura de Ayax a la locura de Néstlé, Semiótica en la geopolítica de la miseria y Literatura y tecnología: del estribo de Rocinante a Blade Runner, entre otros complejos y satíricos acercamientos a una realidad que nadie conoce, salvo en las mentes aburguesadas de quienes conforman grupos sociales de avanzada y vanguardistas que luchan desde sus cómodas vidas de privilegiadas por los menos afortunados y por la vida en el planeta.

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Se trata de un libro dinámico, que requiere de un esfuerzo, porque las notas al pie juegan un papel fundamental, pues sin ellas no se entiende el juego de ironías que se alternan con la historia del Dr. Okigbo Richardson ‘Ndajeé, un intelectual sensible, un artista que conoce los grandes salones aristocráticos de la protesta, así como la de la gente sin rostro, la del pueblo. Es un libro que, al leerse, despierta otras lecturas, sonrisas, carcajadas, que nos hacen cuestionarnos nuestra propia realidad inmediata, sobre todo las de esas ONG’s que se dan golpes de pecho y se desgarran las vestiduras con protestas afresadas, integradas por las clases sociales que viven en su burbuja, que a pesar de sus lecturas viven ignorantes de la realidad de millones de seres humanos, porque son incapaces de percibirla, pues el privilegio y la comodidad los ha enceguecido a la pobreza y la miseria, y actúan desde las alturas de su moral, para que el resto se vea beneficiado. Eso se parece bastante al neoliberalismo, por cierto.

Con una prosa deliciosa, nos conduce a través de un tratado que nos hace recordar al grupo musical Les Luthiers, o al escritor Joaquín Berges, por el humor con que aborda las distintas temáticas contemporáneas, tan a veces higiénicas intelectualmente, pero carentes de toda proporción social que ponga los pies en la tierra, porque no conviven ni tienen contacto con esos ambientes y esa gente por la que dicen luchar: todo está en los libros o en sus grupos de autoayuda académica. Vemos cómo la posmodernidad nos dice que, arte, es lo que ponen en los grandes museos o galerías, así sea una licuadora o una pila de ladrillos al centro de la sala, donde le agregan una etiqueta que dice algo rimbombante, para hacer creer al espectador que aquello que miran es arte.

Las notas al pie del corrector de estilo, son las que más me gustaron, porque el oficio a veces nos coarta la libertad de expresión, ya que no podemos añadirle de nuestra cosecha, porque los libros no son nuestros, pero se antoja que tomen otras vertientes. En definitiva, una obra para disfrutarse.

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, esto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




La violencia como género literario: ‘Indio borrado’ de Luis Felipe Lomelí

FOTOS: Internet.

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS).Los escritores en México siempre dan de qué hablar. Muchos de ellos geniales y propositivos, con nuevos alientos que fortalecen las letras nacionales. Y los escritores del norte —agréguese Noreste y Noroeste— han tenido que inventarse a sí mismos dentro de un contexto editorial muy competitivo —lo cual no sé si eso es sano, pero que ha dado nombres destacados—, tratando siempre de sobreponerse a lo que se hace sobre todo en la Ciudad de México. Durante años así fue, la ciudad más poblada de México fijaba las pautas y los caminos, de ahí surgían los movimientos literarios más importantes del país. No obstante, los del Norte tuvieron que ir cuesta arriba en especial porque creyeron que era más trascendente escribir desde sus lugares de origen y no tener que trasladarse a la gran ciudad para hacerse de un nombre. Luis Felipe Lomelí es uno de esos, cuya obra ha dado significación y prestigio, pero también una manera de seguir sus pasos. Ha recorrido un camino y deja tras de sí un legado de narraciones que nos hablan del talento y dedicación de un hombre sencillo y amable que ha sabido ganarse a sus lectores, que se cuentan por cientos.

Recientemente tuve la oportunidad de leer su novela Indio borrado, publicado por Tusquets, y me dejó grata sorpresa. Digo sorpresa porque debo confesar que no soy muy fan de la literatura del narco, ni sobre temas de violencia y comencé a leer con algunos prejuicios muy personales, pero Lomelí fue capaz de ofrecerme una historia de marginalidad convertida en una obra estética; en resumen, fue capaz de ganarse un nuevo lector, que es la parte fundamental de dedicarse a escribir. Me llama la atención la delicadeza de un lenguaje poético, un respeto contundente a sus personajes, donde las palabras ponen en su justa dimensión la realidad de la violencia en México, para nada convirtiéndola en justificación, más bien alejándose del oportunismo rampante, tan generalizado en escritores mediocres que le apuestan a la fórmula comercial para vender.

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Es verdad, hay violencia, pero la humanidad que prevalece en su novela es la de las relaciones, la familia que es estandarte y al mismo tiempo la decadencia que se hace cada vez más visible y nos hace cuestionarnos sobre el futuro social de la misma. Su personaje El Güero pertenece al inframundo de las personas que habitan la invisibilidad de quienes no han podido o no los han dejado hacerse presentes debido a la pobreza económica y cultural que ha mermado socialmente a la mayoría de los mexicanos. Todo lo humano de El Güero es todo lo humano que ocurre en cada rincón de México, como una calca del territorio patrio, pero que en distintas circunstancias ánimos divergentes distancian a las mismas clases marginales debido a su color y origen, que incluso llegan a ser racistas en algunos casos —un güero norteño pobre y marginal frente a un indígena chiapaneco, por ejemplo; para ellos ser güeros, aunque pobres, es síntoma inconsciente de supervivencia frente a una marginación más profunda—. Sin embargo, aquí nada los salva, la pobreza jode profundamente, la falta de educación, de oportunidades: el medio se impone como un ángel exterminador, del mismo modo que lo planteó Luis Buñuel en su ya legendaria película.

El universo de El Güero es el de los amigos y su madre, la morrita que le gusta. Es muy simple la línea argumental, pero Luis Felipe Lomelí sabe darle una dignidad a toda prueba, demostrando con narración poética lo que puede construirse literariamente, con pinceladas e imágenes que nos conducen a través de los párrafos con la certidumbre de que estamos ante la presencia de la miseria humana, de los destinos retorcidos e inevitables, que con todo son una manera de saber que nuestra humanidad está reflejada en ellos, que quieren ser parte de un tinglado, aunque no lo entiendan. El Güero vive a ciegas —borrado, en efecto—, guiado por sus instintos y víctima de sus emociones, de su violencia desatada sin que llegue a saber realmente que su mundo sí puede ser modificado.

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