1

El drama de la libertad como espacio entre el azar y la necesidad (III)

IMAGEN: Animales Peligrosos

La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Hay que tener que eso llamado voluntad o instinto, también puede ser el área oscura de nuestros cerebros de reptil o de pez.

Pienso en los tiburones blancos que saltan en False Bay, al emboscar focas. Se camuflan con el fondo e interceptan el nado del pinnípedo como un torpedo que intenta noquearlas. De veinte intentos solo observé uno exitoso. El tiburón blanco es una criatura poderosa, tiene la maldición de Orestes, no puede dormir dos veces en el mismo sitio. Debe mantenerse en constante movimiento para bombear oxígeno a sus branquias. Navega solo durante setenta años de existencia en medio de peligros y aventuras. Para mí es el símbolo de la libertad individual, no forma sociedades, no cuida de otros ni lo cuidan, si el azar le es propicio y su voluntad firme vivirá por sí mismo, si no morirá pronto. Su cerebro es principalmente un bulbo olfativo sin neocorteza con áreas primitivas que regulan sus hormonas y su metabolismo. Aun así, es capaz de aprender, memorizar y establecer estrategias de caza debido a que estas funciones dependen del hipocampo.

También te podría interesar: El drama de la libertad como espacio entre el azar y la necesidad (II)

Nosotros conservamos los resabios de las huellas en dicho hipocampo, que libera cortisol cuando nos alarmamos y en el sistema límbico que nos mantiene vivos organizando funciones básicas como la respiración y de la que también corresponde la liberación de fuertes neuroexcitadores del placer.

Y el placer es un grado de dolor relacionado con el deseo, base animal de nuestras sofisticadas decisiones.

Aunque la tesis de Haeckel de que la ontogenia recapitula la filogenia ha sido refutada tal como se enunció originalmente, es una buena aproximación para sostener que tenemos un cerebro de tiburón, de pollo o de rana. Lo que llamamos inconciencia tal vez es solo el resabio de esas decisiones primigenias que no tomamos con nuestro cerebro mamífero.

Divago, vuelvo a la pugna entre el neurólogo y aquel que comienza a espiritualizar el asunto. El materialista puede alegar que el determinismo biológico no implica predictibilidad; es decir, un sistema determinista no tiene por qué ser cognoscible.

Puede haber una estructura que determina un suceso, o dispare una acción, pero al mismo tiempo el conocimiento del resultado de la acción sea inaccesible, impredecible.

El azar sería entonces la medida de nuestra ignorancia y no necesariamente un caos. Ontológicamente el azar absoluto sería imposible a menos que exista una divinidad total incausada. Un suceso sería azaroso cuando no es causado por nada, sería pues un fenómeno totalmente libre. En este caso no solamente no conoceríamos las condiciones determinantes de su realización, sino que ni siquiera podrían existir tales condiciones.

Aunque eso explicara nuestros errores, la contingencia o la irracionalidad de nuestros actos, no sería óbice para justificarlos ¿o sí?

Es imposible comprender al otro con totalidad al no poseer su individualidad ni sus circunstancias, solo podemos entenderlo bajo la premisa de que nada humano nos es ajeno.

¿Cómo actuar?

Ante el otro, cuando me enfrento a él tengo cinco opciones primarias. Puedo sentir empatía por el otro, en diversos grados, desde una simpatía lejana hasta un enamoramiento obsesivo. Puedo conversar con el otro, argumentar con él, no juzgarlo como pretendía Spinoza sino entenderlo, incluso estudiarlo. Puedo sentir aversión por el otro, en diversos grados, desde un asco sutil hasta un odio homicida. O me puede ser indiferente su existencia y olvidarlo de inmediato.

La opción que decida tiene un componente moral. Pero esa moral no me incumbe en principio, pues es norma y costumbre. La que me interesa particularmente es la opción ética.

Nuestra actuación depende de tantos factores que aventurar una hipótesis resultaría en una falacia de generalización apresurada. Responder ligeramente es casi invitar a una mentira y juzgar moralmente ya caería en el pozo doctrinal de cualquier ideología.

Aventurar teorías universales sobre las causas de nuestras conductas es muy tentador, requiere establecer sistemas y caer en incongruencias. Tal es el intrincado laberinto al que se enfrenta el pensador.

La paradoja de la complejidad la cantó con precisión Shakespeare cuando en su soliloquio hizo decir a Hamlet: “¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Qué noble en su raciocinio! ¡Qué infinito en sus potencias! ¡Qué perfecto y admirable en forma y movimiento! ¡Cuán parecido a un ángel en sus actos y a un dios en su entendimiento! ¡La gala del mundo, el parangón de los animales! Y, sin embargo, ¿qué es para mí esta quintaesencia del polvo? El hombre no me agrada”.

El no encontrar teoría universal válida puede también ocasionar un impacto, una epifanía negra que nos arroje a una realidad sin otro sentido que la crudeza de devorar y ser devorado. Charles Darwin sufrió algo parecido no sólo cuando murió su pequeña hija sino cuando la experiencia de la naturaleza hizo tambalear su educación cristiana en donde el mundo es un símbolo de una providencia bondadosa. Darwin deseaba explicar el advenimiento de la moral humana como una consecuencia de la selección natural a través de la evolución, pero cuando se enfrentó a la familia de avispas ichneumonidae un terremoto anímico derrumbó su certeza. Esas avispas paralizan otros artrópodos y los mantienen vivos mientras desovan en ellos. Cuando las pequeñas nacen devoran vivo a su hospedero.  En una carta fechada en 1860, Darwin escribió: “Parece haber mucha miseria en el mundo. No puedo persuadirme que un Dios benéfico y omnipotente podría haber diseñado y creado a las ichneumonidae con la intención expresa de alimentarse dentro de los cuerpos vivos de los ciempiés o que un gato deba jugar con un ratón”.

Una visión contemporánea exige pensar que la naturaleza no contiene mensajes éticos, ni mucho menos morales. Pero esto puede contradecir nuestra percepción de que somos también naturales, de otra forma habría una imposibilidad axiológica del bien y del mal y la justicia no sería más que un eufemismo para la venganza bestial.

¿Son los mercenarios que posaron sobre el cadáver del niño congolés como las orcas cuando matan pelicanos sin devorarlos? ¿Es lo mismo un batallón de soldados que una marabunta que barre la selva? ¿Tienen religión las hormigas, el tiburón blanco construye campos de exterminio? ¿En realidad el humano es una especie tan única en todo sentido?

¿Es cierto que cada acción conlleva la posibilidad del daño inexorable?

Ciertas ramas del Budismo, el Cristianismo y el Jainismo consideran que para acabar con el sufrimiento hay que menguar el deseo, alejarse del mundo, inmovilizarse. El jaina extremo para cumplir el ideal de la no violencia ahimsa, trata de no moverse jamás, comer al mínimo y si lo hace barrer su camino con una escobilla para alejar cualquier criatura en su camino. Al considerar que cada criatura tiene alma hace depender la ecología de la metafísica, pero parece contradecirla al darle un valor sagrado a lo vivo de forma absoluta. En su afán de no lastimar al otro no queda otra opción que la pausa. El problema es que no podemos pausar la existencia sin cercenarla.

¿Es posible matar el deseo? ¿Derrotar a nuestra animalidad en una pureza anti natural?

Retirarse no solo del mundo sino de las propias acciones puede ser la salida para minimizar el impacto. Podemos recordar a los anacoretas o esos santos imposibles de la Tebaida, a los ancianos venerables del Tíbet o las monjas emparedadas por sumisión. Sin embargo, prefiero evocar a Sábato que renunció a su investigación nuclear para no ser cómplice de las consecuencias previsibles y buscadas de la fisión del átomo. Pero fue uno entre miles de científicos que defendieron el proyecto, lo alentaron y llevaron a cabo, abriendo una nueva era de un poder capaz de extinguirnos.

En contraposición de la renuncia de San Antonio se encuentra Prometeo y el mundo se ha vuelto fáustico, más veloz en lugar de ascético.

Según Spinoza todas las cosas, incluyendo a los seres humanos, se esfuerzan por persistir en su ser y este conato subyace a nuestras emociones o afecciones. La única manera de evitar los conflictos no sería el retiro sino el control de las pasiones. De otra manera, estas atormentan a la humanidad, y hace imposible vivir en armonía.

En una realidad tan irracional pedir al hombre que se guie por la razón al modo del imperativo categórico resulta utópico. A menos que sea una razón instrumental adecuada para el fin de satisfacer justamente las pasiones.

Spinoza deduce que el origen de la maldad está en poner toda la dicha o la desdicha en la calidad del objeto al que nos adherimos por amor pues aquello que no se ama, no provoca nunca luchas, ni tristeza ni envidia, si otro lo posee. Amar lo que fenece ocasiona conflicto. En papel se lee muy convincente, pero ¿para que usamos nuestra libertad si no es para adquirir lo que amamos? ¿Y quién ama cosas que no fenecen?

Esos mercenarios que volaron de nuevo a las zonas de conflictos, la ruta de los diamantes sangrientos, pugnan y matan por objetivos nada espirituales sino materiales. ¿Qué otra cosa desea el que detenta el poder sino satisfacer su obsesión? ¿Pudo haber obtenido Tiberio César sus piscinas repletas de niños desnudos si no hubiese sido emperador?

Quizá la historia depende de los caprichos de mentes delirantes.

¿Usted, lector, toma las decisiones con base en razones matemáticas? Lo dudo, y si lo hace, lo hace solo en pocos momentos. Lo cierto es que no somos seres racionales, casi nunca lo somos, sino seres vehementes. La irracionalidad, la inconciencia, las emociones derivan de nuestro cuerpo y nos vuelve impredecibles, falibles, caóticos. No somos redes neurales numéricas, sino celulares. Nuestras neuronas sintetizan transmisores, cocteles químicos que cambian nuestros ánimos, nos drogan, nos estupidizan, nos deprimen, nos exaltan. Pensamos con el hígado, con los músculos y con las gónadas, las hormonas fluyen por nuestra sangre y nos trastornan. Cómo cualquier mamífero buscamos alcaloides que nos neuroexaltan o neurodeprimen. Los delfines se drogan con toxinas de peces globo, los gatos con caolín y los lémures con veneno de ciempiés. Nuestros cerebros funcionan como fibras palpitantes que se rigen en pos y bajo las emociones, no es un lenguaje pitagórico y lógico.

Nuestros nocireceptores nos provocan dolor, pero no es una mera señal, sino que se potencia hacia el sufrimiento, la exaltación o el éxtasis.

Al escuchar las carcajadas de los mercenarios en el bar, abrazados a sus chicas de ocasión, brindando por victorias pasadas o futuras me pregunté si volverían a vivir de nuevo cada acto y cada episodio de sus existencias.

Los momentos efímeros de victoria pueden embriagarnos en estados dionisiacos. Evoqué al errabundo, solitario y desconocido que vagaba por las calles de Turín enfermo de dolor por un caballo. Por un instante aquellos hombres me parecieron arquetipos de la actividad, la afirmación, la creación, el goce como afirmación de la propia forma de ser y de vivir. Los poderosos y superiores que se consideran a sí mismos como aristócratas.

Han pasado años de esas espinas que me confundieron en la pequeñísima porción del África que viví. Y su sombra me persigue como el espectro al que los sän llaman nagloper, una especie de influjo negro, me inunda más de preguntas sin respuestas.

¿Hay cierta naturaleza humana que no alcanza a ser esencia, pero tiende a la libertad? ¿La expresión de los actos sin coacción en pos del placer tiene un alto costo de dolor? ¿Tiene la libertad la maldición de ser juzgada moralmente? ¿Somos culpables por nacer o inocentes por nuestra ignorancia?

Me llegan las voces de Kierkegaard donde la posibilidad de poder resulta una forma superior de la ignorancia y también de la angustia. ¿Estaremos condenados a la libertad? ¿Cómo afirmarnos en ella sin juzgar?

Recuerdo el Titus Andronicus de Shakespeare y la metonimia superlativa del poeta. En una tragedia en que ya el espectador está ahíto de sangre y ha visto lo peor del humano hay una escena que parece fuera de lugar. El pequeño nieto del general Titus aplasta a una mosca y el abuelo se escandaliza hasta aullar de dolor. A Titus le parece una injusticia y un crimen espantoso matar a una mosca y el espectador se sorprende cuando a esas alturas ya ha visto sacrificios, incesto, empalamiento, mutilación, violación, ejecuciones y canibalismo.

La clave es cuando Titus subraya el hecho mortal provocado a una criatura inocente.

La genialidad del bardo se magnifica y entonces uno puede entender la naturaleza humana.

En estado puro es imposible precisar una axiología universal, lo que hay es compasión, crueldad, sufrimiento, decisiones, empatía, solidaridad, apego, cariño, odio, placer, envidia, avaricia, codicia, lujuria, humildad, soberbia, ignorancia, estupor, egoísmo, compromiso, alienación y un sinfín de etcéteras tan complejos que se imbrican e integran frondosidades inextricables que a distintas escalas conforman nuestros relatos y el consabido drama de la libertad.

Miro la luna en otros estratos, los tiburones siguen en el océano, rastreando, otros mercenarios pugnan en las selvas, cazando y millones de presos sueñan con escapar de sus prisiones para ejercer los actos posibles entre nuestra necesidad y las contingencias ocultas.

 

Referencias

Abbagnano, N. (1998). Diccionario filosófico. FCE, México.

Camus, A. (2016). El hombre rebelde. Alianza editorial.

Corredoira, M. L. (2004). Contra el libre albedrío: aclaraciones ulteriores. Thémata: Revista de filosofía, (32), 297-305.

Damasio, A. (2018). La sensación de lo que ocurre: cuerpo y emoción en la construcción de la conciencia. Ediciones Destino.

Darwin, C., Porter, D. M., Dean, S. A., Evans, S., Innes, S., & Pearn, A. M. (2002). The Correspondence of Charles Darwin: 1821-1860 (Vol. 13). Cambridge University Press.

Kant, I. (2014). Crítica del juicio. Editorial Minimal.

Popper, K. R., & Eccles, J. C. (2012). The self and its brain. Springer Science & Business Media.

Safranski, R., & Gabás, R. (2000). El mal o el drama de la libertad. Barcelona: Tusquets.

Schopenhauer, A. (1896). El mundo como voluntad y como representación. La España Moderna.

Schopenhauer, A. (2018). Los dolores del mundo. Alicia Éditions.

Seifert, J. (2011). Can neurological evidence refute free will?: the failure of a phenomenological analysis of acts in Libet’s denial of” positive free will”. Pensamiento: Revista de investigación e Información filosófica, 67(254), 1077-1098.

Shakespeare, W. (2007). The complete works of William Shakespeare. Wordsworth Editions.

—–

AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.

Soon, C. S., Brass, M., Heinze, H. J., & Haynes, J. D. (2008). Unconscious determinants of free decisions in the human brain. Nature neuroscience, 11(5), 543-545.

 

Thorp, J. (1985). El libre albedrío: defensa contra el determinismo neurofisiológico. Herder.

 




El drama de la libertad como espacio entre el azar y la necesidad (II)

IMAGEN: EUGÈNE DELACROIX

La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). En toda indagación los conceptos deben aclararse. Parto del pensamiento kantiano de que “la libertad no es ni naturaleza ni azar” y de la precisión que Martín López Corredoira hace al sostener que la libertad no se encuentra entre el azar y la necesidad, sino que tiene que encontrar su lugar frente al azar y la necesidad.

Yo concibo la libertad como la distancia entre el azar y la necesidad. Específicamente propongo que la libertad es la distancia o el espacio de acción entre una necesidad material y un azar como insuficiencia de las probabilidades en la previsión.

También te podría interesar: El drama de la libertad como espacio entre el azar y la necesidad (I).

En una realidad material y corpórea basada en patrones estructurales que poco a poco se han podido dilucidar, a través de procesos fisicoquímicos existen limitaciones evidentes. Somos animales restringidos a procesos celulares y genéticos. La entropía como dispersión de energía nos impele a sobrevivir mediante la depredación. Nuestros procesos cognitivos dependen de nuestras estructuras neuronales y metabólicas. Tocamos el mundo o el universo nos toca, como pensaba Aristóteles, pero no podemos desvincularnos de la realidad material, pues nuestra mente es un epifenómeno de la materia.

¿Qué es la inteligencia? Una facultad práctica para resolver problemas a través de la acción, de escoger entre diversas alternativas. Por lo tanto, es subjetiva, imposible de medir objetivamente a pesar de diversos tests lógico matemáticos, e inconstante. La raíz latina inter – entre–  y legere– leer o acumular–, designa esta potestad, filosóficamente podría ser sinónimo de entendimiento.

Parménides y Anaxágoras definieron el entendimiento como la facultad de pensar relacionándola a un modelo cósmico; función ordenadora de la realidad.

Menos idealista es la noción del entendimiento como actividad técnica del pensar. Noción propuesta por Aristóteles como una facultad.

Pensar para Descartes era lo mismo que sentir. Definamos entonces pensamiento a partir de la neurobiología. Pensamiento es el flujo de imágenes mentales. Se entiende imagen no solo la visual sino todas las pautas mentales provenientes de los sentidos, pautas auditivas, olfativas, somatosensoriales y gustativas. Así, toda imagen proviene de los cerebros, por ende de la actividad neuronal. Esta concepción es de Antonio Damasio y partiré de allí por ser una noción materialista. Vivimos en un mundo material y real, somos cuerpos y construimos y programamos otros cuerpos artificiales.

Nuestra forma determina nuestras potencialidades, y por mucho que soñemos no somos omnipotentes ni omniscientes. De esta manera, la libertad no puede tener un origen espontáneo sin antecedentes causales ajenos a nosotros. La capacidad personal para elegir opciones nos lleva al drama, pero esta elección no es necesariamente espontánea ya que no podemos sustraernos a un cosmos del que no somos ajenos.

¿Hay un ego separado de la naturaleza o somos títeres de la misma? No hay respuesta definitiva sino matices que deben encontrarse entre nuestra potencia y lo indeterminado. Ha habido intentos para evitar la fatalidad de un determinismo absoluto sin tener que recurrir a explicaciones sobrenaturales o metafísicas. Desde Epicuro, que introdujo la teoría del clínamen como una desviación espontanea de los átomos, hasta John Thorp que defendió al albedrio contra el determinismo fisiológico mediante la lógica y las descripciones neurológicas.

Lo que me interesa no es bucear en las condiciones de libertad de decisión solamente, si no las consecuencias de esas decisiones y los efectos que consciente o inconscientemente afectan a los demás.

Es en este sentido donde aparece inevitablemente el aspecto ético de la cuestión, ya que no es lo mismo la libertad de decisión que la libertad de acción. Y es justamente esta última la que implicaría el drama de la libertad. Imaginemos a un hombre apuntando con su fusil a un prisionero atado. El potencial verdugo tiene la libertad de decidir si accionará el gatillo o no, pero su libertad de acción dependerá de las condiciones adecuadas a dicha acción.

Tradicionalmente, la indagación ética no intenta responder la pregunta: ¿Puedo hacerlo? o ¿cómo hacerlo? , si no ¿Debo hacerlo? o ¿por qué hacerlo?

Pero no podríamos contestarnos lo segundo sin tener la capacidad de realizarlo primero. Aquí es donde emerge como un monstruo inevitable la temible noción de poder.

Como animales tenemos necesidades básicas que cubrir. El deseo brota para acuciar la satisfacción de esa necesidad. Sus consecuencias son el placer o el sufrimiento que solo difieren en intensidad, ya que los dos son grados de dolor. Esta concepción aristotélica es realista y nos lleva a un esquema muy básico de un ciclo de deseos inagotables hasta la muerte. Para Schopenhauer la base del deseo es un movimiento primitivo y vital, un impulso sin conciencia que nombró voluntad. A partir de esta idea, lo real no está regido por la razón si no por la voluntad y el hombre como un animal más en las cadenas tróficas sería voluntad hecha cuerpo. En “Los dolores el mundo”, el amargado genial clama que la vida es una cacería incesante, una historia natural del dolor que se resume como un querer sin motivo, un sufrimiento perenne y así sucesivamente por los siglos de los siglos, hasta que nuestro planeta se haga trizas.

Dentro de esa realidad tan cruda hay espacio para los actos y esos definen lo que podemos ser. Así, nuestra capacidad imaginativa, gracias al lóbulo frontal, neurocorteza y manos nos hacen animales sui generis con una capacidad para el cálculo, el razonamiento y poiesis tan admirables que nos consideramos como el súmmum de la inteligencia, la civilización y la estética. Una especie de animal superior en vías de convertirse en un dios, tal como pregonaron los estoicos y es el centro de la filosofía humanista cuyo campeón es Pico della Mirandola. Pero también podemos erigirnos como los animales más bondadosos, empáticos y respetuosos, como una de las pocas especies que no solo desea conservar a otras si no que las cuida y hasta llega a amarlas. Se concibe al hombre como amor, con una capacidad altruista y misericordiosa. Tal es la base ética del cristianismo o el budismo.

Pero también somos capaces de los actos más atroces y malignos. La historia de la humanidad puede resumirse como una serie de crímenes donde los infames desean incrementar su fortuna y su poder. El hombre puede ser visto como el peor de los demonios que goza con el sufrimiento ajeno y ha logrado la capacidad tecnológica para destruirse a sí mismo. Esta es la base de la concepción gnóstica o la tesis del Marqués de Sade.

Pero el hombre también se ha visto como un ser pasional, hipócrita cuya racionalidad es muy pobre tal como lo vio Hume. En general, todos estos conceptos no son antitéticos y nos remiten de nuevo a la concepción aristotélica de que el ser no se puede conocer si no solo sus accidentes; en este caso, la contingencia no sería solo lo que ocurre si no lo que el hombre puede lograr que ocurra. Así, en potencia, usted amable lector es un tirano, un santo, un asesino, un filántropo o un genio, pero esto depende si puede lograrlo y decide hacerlo en el limitado espacio entre el azar y la necesidad.

Algunos experimentos han mostrado que varias decisiones se originan en el sistema nervioso central, anticipándose desde milésimas de segundo hasta 10 segundos a la conciencia de la acción. Este retraso podría reflejar la operación de redes neuronales en áreas de control de alto nivel que comienzan a “preparar” una decisión mucho antes de que seamos conscientes de ella (Soon et al. 2008).

Por ello, algunos científicos piensan que somos mecanismos químicos, sistemas que producen conductas, tan compleja que caemos en autoreferencias sobre lo mismo que hace el sistema y le llamamos conciencia. La conciencia como el relato del pasado en donde nuestra libertad es ilusión.

Contrario a ello, algunos filósofos piensan que los actos no se derivan de impulsos electroquímicos, sino del propio agente personal que origina sensaciones superconscientes o subconscientes. En todo caso, el intelecto no se reduce a mero fenómeno neuronal (Seifert 2011), Karl Popper y Eccles coincidieron en que la inteligencia es irreductible a epifenómenos neuronales. La experiencia de dialogar, analizar y criticar equivale a un libre albedrio que da sentido a una argumentación no determinada. Aunque Eccles quiso hacer la causa de ello a una divinidad de acuerdo a su anglicismo, Popper prefirió aludir a la ignorancia. Que la mente sea un epifenómeno material no es nada nuevo, Hipócrates en el siglo V a.C enseñó que del cerebro, y nada más que del cerebro, vienen las alegrías, el placer, la risa y el ocio, las penas, el dolor, el abatimiento y las lamentaciones. Tomás de Aquino en el siglo XIII estaba convencido de que para realizar procesos de abstracción el intelecto debía posarse sobre la imagen sensible, cuerpo y alma sería una unidad sustancial.

La conciencia como el diálogo del alma consigo misma o la mente que se sabe mente es una noción estoica. Fue Crisipo quien separó la conciencia del pensamiento. ¿Puede haber pensamiento sin conciencia? Por supuesto, los estoicos defendían que los hombres la poseen, pero las bestias no. Por tanto, la razón estoica era basada en causas efectos y el hombre consiente de ellos. Esa filosofía fue también defendida por los neoplátónicos y así llegó al cristianismo. Los materialistas científicos como Comte o Pavlov rechazaron que exista alguna conciencia. Tan solo hay pensamiento y es solo producto de estímulos externos que podemos medir de manera objetiva. Roger Penrose sugirió que la conciencia era sinónimo de conocimiento.

Ahora, no es lo mismo deducir que escoger, pues la opción implica un hiato, una no determinación a posteriori. No tomamos decisiones mediante fórmulas algorítmicas como programas de cómputo. La realidad no necesariamente es lógica ni racional, entenderla racionalmente podría ser un truco para calmar una angustia insoportable, así como nombrar lo desconocido funciona como un placebo contra el horror.

—–

AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




El drama de la libertad como espacio entre el azar y la necesidad

IMAGEN: Flor Pereira

La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). En Robben Island conocí a Benjamín Dau. Rengueaba un poco, le faltaba un dedo de la mano derecha y varios dientes, resabios de once años de torturas.

Aquella mañana, yo había comprado un libro del poeta Stephen Gray, Gabriel’s exhibition,  y sus profundos versos se mezclaban con las olas que castigaban los peñascos bajo los torreones.

También te podría interesar: Transferencia de partículas de plástico en las cadenas tróficas marinas

Los pinnípedos apestaban sobre las rocas; al columbrar el intenso zafiro del océano evoqué a los tiburones blancos que había visto saltar como un destello eterno. Imaginé  probables evadidos y su periplo por escapar de la prisión, tras de ellos la violencia humana, delante un destino de dientes como navajas.

Fue entonces cuando Benjamín me habló. Trabajaba como guía en aquel museo que antaño fue su infierno. Era un bantú magro que reía bajo el sol invernal mientras caminábamos bajo los torreones.

Me dijo que cuando lo arrestaron, la policía lo clasificó según su tono de piel. A los más claros les encerraban en celdas más amplias y les daban raciones con carne, a los coloured les destinaban a espacios estrechos con pocas raciones de arroz y harina; y a los más negros les apiñaban bajo un régimen de potajes sin carne. Dau retenía cada onza de comida en su esperanza por salir de allí. Y sin embargo, como hombre libre aun rondaba ese lugar como un espectro que llevaba treinta años sin desligarse.

Yo no entendía como alguien que fue encerrado por más de una década seguía allí, ahora por voluntad propia, mostrando día con día las ruinas del apartheid a turistas de toda laya. No comprendía porque no había escapado lo más lejos posible, tratado de olvidar un espacio donde le arrancaron diente por diente mientras minaban su voluntad.

Ante mis preguntas me contó como Mandela le había enseñado a él y a otros reclusos a escribir con un pedazo de yeso en una cueva donde fingían picar piedra. Había sembrado un jardín e impelía a los demás a cuidarlo, daban un sentido a su estancia para no suicidarse. Mandela también le enseñó a leer y Benjamín escribió en el muro de su celda: Masiyibambe, “Soy fuerte”. Mantra al que se adhirió aun cuando Mandela ya había salido y él pernoctaba repitiéndose una y otra vez después de las golpizas.

Y era fuerte y sonreía.

Nunca supe por qué Benjamín Dau había sido procesado y le habían arrebatado uno de los valores más importantes que detenta un hombre, su libertad individual. No sé qué hecho, delito o no, le había ocasionado tal desventura y no quise averiguar.

Como figura de acontecimientos que yo no viví me preguntaba absurdos. ¿Qué hubiera hecho Dau si tuviese la oportunidad de vengarse de sus torturadores? ¿Qué hubiera pasado si una sola partícula se hubiese desviado de su trayectoria durante su condena? ¿Por qué valoraba yo la libertad individual como el valor máximo al intuir el sufrimiento del otro y por qué no entendía la decisión de aquella víctima?

Días después me encontraba en Mossel Bay frente al Cabo de Buena Esperanza. Caminé los atardeceres por el malecón donde venerables ancianos pescaban con sus nietos y compraban helados. La bonhomía de su sonrisa contradecía el pasado de esos viejos que un día envolvieron bombas en cabezas de cerdo, quemaron vivos a otros aprisionándolos en llantas o reclutaron niños para la guerrilla.

Una noche, Abraham Hendrik Petrus, ictiólogo de Namibia con ascendencia alemana, me invitó a ver el juego de rugby a un bar. Me llamó la atención el grupo de motocicletas de lujo aparcadas frente al bar; Harley, Valkirye y Ducati dormían como rocines agotados. Pertenecían a un grupo de hombres que departían en una mesa. De los muros colgaban fotografías de caza; tipos orgullosos con un arma al hombro, luciendo la V en la mano y la bota sobre kudus, rinos, nyalas, leones y hasta niños del Congo o de cualquier hoyo africano —daba igual, África tiene forma de filete —.

Abraham me explicó que era un clásico bar donde los mercenarios descansaban. Ex veteranos de diversos ejércitos, contratados por empresas privadas para controlar o incitar insurgencias en Botsuana, Ruanda o Lesoto. Cuando estaban francos volaban a Sudáfrica a descansar mientras esperaban nuevas misiones.

Me asaltaba la frase de Sartre: “Un hombre es todas las cosas que hace”. Si esto es cierto somos respecto a nuestros actos y vamos siendo y cambiando en un nominalismo imparable.

Una tarde me detuvo una pareja de policías hermanados por el Estado, los ojos perros. Pasaporte por favor. ¿No lo tiene? Este fin de semana lo pasará en la celda. No lo entendía.

¿Acaso los insectos requieren pasaporte cuando viajan? ¿Los peces, las golondrinas, los azores? ¿Acaso las mariposas requieren pasaporte? ¿Las semillas? ¿Los tiburones? ¿Los halcones? ¿Las bacterias?

Pensé en aquellos mercenarios cuya función les daba mayor libertad de acción que a mí. No me metieron a ninguna celda. Les convencí con alegatos burocráticos que como extranjero sería peor perder mi avión y hacer un papeleo absurdo. Me dejaron ir.

Las cuestiones revolotearon como enigmas sin respuesta. Cada paso que damos en esta realidad incide sobre otros seres, a cada acción corresponde una reacción y a cada instante el fragor del drama se imbrica con la libertad y la voluntad.

¿Es cierto que el daño se relaciona con la libertad tal como sugiere una larga tradición filosófica? ¿Se puede escapar de un determinismo fatal o minimizar ese desgaste? ¿Lo que llamamos maldad se relaciona con el devenir de nuestras acciones?

Cuando Rüdiger Safransky relaciona la maldad con la libertad evoca una vieja tradición filosófica grecocristiana difícil de refutar. Derivada de la fatalidad trágica, el Cristianismo también heredó del Judaísmo el concepto de pecado y las mezcló en una curiosa filosofía donde el hombre era pecador casi por antonomasia. De aquí se infirió que el hombre es malo por naturaleza pero puede ser salvado y ya en el Génesis puede atisbarse una hermenéutica en donde se condena la libertad como desobediencia. La historia comienza con el conflicto mismo, la rebeldía ante una necesidad impuesta. No hay drama sin conflicto ni conflicto que no provenga del drama. Siglos después, Camus subrayaría la paradoja que implica esa rebelión imposible así: “La rebelión metafísica es la reivindicación motivada de una unidad dichosa contra el sufrimiento de vivir y de morir”.

Enlazar la libertad como un drama requiere aclarar los conceptos.

Según Safransky lo que llamamos maldad no es ningún concepto sino solo un nombre para el caos, lo que nos daña, lo que nos amenaza, la contingencia y la entropía. Pero el pensador alemán da una vuelta a su análisis al aclarar que la conciencia puede también escoger la crueldad y la destrucción y sus fundamentos son el abismo que se abre en el hombre.

Ahora, ¿qué se entiende por drama? El sustantivo tiene su origen en un verbo griego δράω, literalmente “yo hago”. Entenderemos el drama pues, como acción. Al modo actoral de la tradición teatral clásica toda acción es drama, entonces todo lo que hace el hombre es por antonomasia dramático.

La Libertad es un titán inasible, uno de estos noumenos kantianos que como Materia, Energía, Dios, Tiempo o Universo han tenido tantas definiciones como individuos han pensado sobre ella. Conceptos hay cientos y van desde el libre albedrío católico hasta la libertad negativa del liberalismo, tamizada por implicaciones racionales al modo de Spinoza de que no puede haber libertad más que en el estado o en sus antípodas la extrema postura de que solo el individuo es realidad al modo anarquista de Stirner.

 

Continuará…

—–

AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




Hijos no, mascotas sí. Sobre el aborto y que los ‘perrijos’ puedan heredar

Ius et ratio

Por Arturo Rubio Ruiz

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). En el nombre de Dios —a lo largo de la historia—, la humanidad ha cometido crímenes atroces. El nombre de la divinidad ha ido cambiando durante el proceso evolutivo, pero no el tamaño de las atrocidades. En el mundo globalizado, plástico y sintético del siglo XXI, la deidad dominante se llama Libertad; en su nombre, naciones enteras han sido aniquiladas; en su nombre, los grandes imperios industriales invaden y someten regiones ricas en materias primas.

El culto doméstico a esta dominante deidad, es el hedonismo. El propósito de la existencia se centra en un estilo de vida donde el placer inmediato, el confort y la ausencia de complicaciones constituyen el modelo a seguir. Se privilegia el beneficio individual sobre el bienestar colectivo.

También te podría interesar: Vientres en alquiler, ¿Explotación femenina o derecho laboral?

En este nuevo modelo de orden social, en el nombre de la libertad, de la autonomía, del libre desarrollo de la personalidad, se busca reestructurar la familia como célula fundamental de la sociedad. Ya no es requisito adquirir un compromiso de vida a largo plazo. El matrimonio pasa de ser una institución sólida y duradera, a  una simple instancia de convivencia, de la que puedes librarte con la simple expresión de voluntad, a través de la gestión exprés de un divorcio incausado.

Para librarte de la pesada carga de compromisos que implica el matrimonio, no es requisito el consentimiento de ambos cónyuges, ni siquiera es necesario acreditar causa justa y concreta para pedirlo y obtenerlo. Eso era antes, cuando había compromiso. Ahora, en aras de la divina libertad, bajo el culto del hedonismo, y en el nombre del libre desarrollo de la personalidad, sólo basta expresar unilateralmente el deseo de divorciarse.

La procreación y con ella las responsabilidades que conlleva, han sido ahora superadas en el nombre de la libertad. Actualmente, en la capital de la República se permite asesinar a los hijos en proceso de gestación, por el simple hecho de representarnos un estorbo. Mi cuerpo, mi decisión, ha sido el grito de batalla que ha convertido en “derecho” un acto que en principio atenta contra una regla elemental de la naturaleza, creada para garantizar la perpetuación de la especie: la procreación.

En nombre de la libre determinación de las gestantes sobre su cuerpo, se promueve ante el legislativo federal mexicano la legalización en toda la República, del asesinato del ser humano en gestación, como método de control natal, acto definible desde el derecho penal como aborto incausado. En aras claro, de la libertad de la gestante.

El proyecto va más allá de la despenalización del aborto incausado. El objetivo es reconocerlo como derecho humano a la salud, y con ello, obligar al contribuyente cautivo, a financiarlo a través de los servicios de salud pública. Se busca hacer del aborto, una práctica segura y gratuita, lo cual es absurdo, porque no existe el aborto seguro, pues el nonato muere y la gestante pone en peligro su vida durante el proceso, y nunca es gratuito, pues el costo operatorio y la logística que implica, se paga con recursos públicos que se obtienen de los impuestos que el Estado cobra a los contribuyentes. Será entonces “libre”, pero nunca seguro, y mucho menos gratuito.

Se modifica la Norma Oficial Mexicana y se permite el aborto en casos de violación, sin necesidad de denunciar al violador. En el nombre de la libertad de decisión de la gestante, se garantiza la impunidad del violador; sin denuncia, no hay persecución legal ni castigo judicial. Si de por sí es alta la incidencia delictiva escudada en la inactividad persecutora del Ministerio Público, con estas medidas lo que se garantiza al violador es la absoluta impunidad.

En nombre de la libertad se garantiza el aborto incausado a la gestante, y con ello se libera al gestante de la obligación legalmente ineludible de pagar alimentos. Se premia con el aborto incausado al padre irresponsable.

Mascotas con herencia

El proceso de transformación de la estructura social no se detiene ahí. Se busca llenar el vacío que deja la ausencia de hijos para quienes buscan realizarse como padres, pero sin el compromiso de concebirlos, criarlos, alimentarlos y educarlos. Las mascotas, para el caso, representan el sustitutivo ideal. Son fáciles de conseguir, desechables, dóciles, obedientes, manejables y bonitas.

El mecanismo intelectual mediante el cual pretende racionalizarse la posibilidad de otorgar derechos tradicionalmente reservados a los humanos, es el hecho de que las mascotas sienten. Esa premisa es la espina dorsal de toda la estrategia desplegada por la ideología hedonista. Es a partir de que los seres humanos en proceso de gestación –así lo afirman— no sienten antes de las 12 semanas, los podemos asesinar impunemente, y como las mascotas sienten, las podemos adoptar, convertirlas en nuestros hijos supletorios y por tanto, sujetos con derecho a heredar.

A partir del presupuesto que reconoce a las mascotas como seres sintientes, se pretende legalizar el procedimiento para hacerlas titulares del derecho a heredar, prerrogativa reservada inveteradamente a las personas –físicas o jurídicas— vinculadas afectivamente con el testador.

En el nombre de la libertad, la deidad dominante en este siglo, la cultura hedonista nos libera de la carga que impone el matrimonio, nos libera la carga que imponen los hijos, y nos brinda como plástico y artificial sustituto la adopción de hijos mascota, perrijos, gatijos, porcijos, o como se denominen, dependiendo de la raza y especie del animal que como mascota se adquiera.

El ser humano es gregario, y desde los primeros grupos humanos, se vinculó con las mascotas, pero como complemento, como acompañamiento, nunca como sustituto del espacio que la naturaleza ha reservado exclusivamente para los hijos. Una sociedad que permite matar a los hijos en gestación y pretende sustituirlos por mascotas, gravita hacia un modelo de familia donde los valores fundamentales no tienen cabida. Debemos preguntarnos si ese es el modelo de sociedad en la que queremos formar a nuestros hijos.

AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.