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El problema del progreso (I)

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La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La creencia de que los hechos se desarrollan en el sentido más deseable, lo que logra una perfección creciente, fue una noción casi desconocida en la Antigüedad en la que primó más bien una noción de decadencia o caída.

Se puede, sin embargo, rastrear un pensamiento parecido en Jenófanes cuando declara que el saber humano mejora a través del tiempo: “Pues los dioses no revelaron desde un comienzo todas las cosas a los mortales, sino que estos, buscando con el tiempo descubren lo mejor”. También en el siglo II Aulo Gelio formuló que la verdad es fruto del tiempo, según el verso de un viejo poeta cuyo nombre se ha perdido: veritas temporis filia.

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El optimismo se dirigía más bien en retomar los conocimientos definidos que producir nuevos, según Abagnanno, y así se debe entender la frase de Bernardo de Chartres de que somos enanos aupados a hombros de gigantes, frase que parafraseó Newton en una carta dándole una connotación distinta.

Se atribuye a Francis Bacon el desarrollo del progreso hermano de la experiencia en el estudio de la naturaleza. En su lucha contra el pensamiento escolástico, Bacon declaró que la Antigüedad fue escasa de conocimientos y que la Modernidad era progreso. Era el año de 1620, en una época en donde se quemaban brujas, se exorcizaba a diestra y siniestra, el demonio era sujeto en la legislación  y se perseguían hombres lobo; el optimismo de Bacon era sobresaliente. Según el primer barón de Verulamium, la armonía entre los hombres puede alcanzarse mediante un control de la naturaleza que les facilite los medios precisos para su vida y este control solo puede ser racional. Un mundo gobernado por la razón debería ser perfecto.

Ya en su novela utópica de La nueva Atlántida, anticipa que los constructores de la luz realizarán experimentación con plantas y animales, manipulación biológica, construirán laboratorios óptica y acústica además de submarinos, naves voladoras, armas químicas, cinturones para nadar y laborarán en un laboratorio de movimiento perpetuo. Han pasado 400 años y todo lo profetizado por Bacon se ha hecho realidad exceptuando la consecución del movimiento perpetuo.

La relación entre el progreso científico junto con el progreso social y moral se afianzó en el programa filosófico de los enciclopedistas franceses del siglo XVIII. Una de sus creencias principales es que la ciencia puede desvelar secretos de la naturaleza. Aplicar dicho conocimiento puede mejorar la condición humana. ¿Hay una condición humana? ¿Hay una esencia común a toda nuestra especie? Tal pensamiento hace saltar las alarmas. Cada vez que un programa político se basa en el mejoramiento del hombre termina en genocidios y un autoritarismo atroz.

Uno de los más optimistas fue Nicolás Condorcet que defendió las desmitologización como el progreso del espíritu. Según el marqués matemático “si el hombre puede predecir, casi con total seguridad, los fenómenos cuando conoce sus leyes, y si, incluso cuando no las conoce, puede predecir el futuro con mucha probabilidad de éxito gracias a su experiencia del pasado, ¿por qué, entonces, habría de considerarse empresa fantástica la de trazar, con cierta pretensión de verdad, el destino futuro del hombre a partir de su historia?”.

La clave de los enciclopedistas es que la susodicha condición humana es básicamente… la bondad.

El final de Condorcet es una desilusión cruda y un triste despertar. La misma revolución que surgió del fuego ilustrado le devoró, los mismos entes racionales encargados de mejorar la sociedad le condenaron a muerte y tuvo que huir. Probablemente se envenenó en su celda.

En el Romanticismo se potenció la idea de progreso. Fue Fichte quien expuso el concepto del plan progresivo de la historia en 1806 como la necesidad de lo existente. Que todo lo que existe, existe necesariamente como es, recuerda a un determinismo divino. Este pensamiento fue la base de la dialéctica histórica de Hegel y la materialista de Marx y Engels, e idéntica a la concepción de Auguste Comte.

El padre del Positivismo identificó al progreso como el desarrollo del orden extendido hasta el mundo animal. Tal idea permeó el programa de Spencer que igualó la evolución darwiniana al evolucionismo cósmico. Los más aptos sobreviven se volvió sinónimo de un progreso desde lo primitivo hacia lo más evolucionado como si fuese mejor.

Es a partir de la segunda mitad del siglo XIX en el que el progreso dependerá del progreso científico en sí mismo como un destino fisiológico de la historia. Sin embargo, el cambio radical de modelos físicos a partir del siglo XX conlleva la noción de que el progreso científico no se admite como una aproximación a la verdad, sino como una mayor eficacia para resolver ciertos problemas

Ciertas teorías científicas sí progresan, según Sábato la física de Einstein es mejor que la de Aristóteles y ciertos conocimientos actuales son mejores que los antiguos. Saber la correlación entre ciertas bacterias y las enfermedades hace que hoy puedan morir menos personas de tales infecciones que antaño.

Si se separa la noción de progreso científico del progreso universal cósmico, podríamos considerar una mejora en las condiciones de vida humana y casi contagiarnos de la certeza de Carl Sagan cuando escribió que “la ciencia es una vela en la oscuridad”.

Hay autores que consignan estúpida la idea de una Arcadia feliz, por ejemplo Antonio Cantó en su ensayo El pasado era una mierda radicaliza el pensamiento ilustrado con datos ad hoc para su tesis. Consigna que hasta la llegada de la medicina basada en experimentación científica, la tasa de mortalidad infantil en el mundo oscilaba entre el 20% y el 40%, alcanzando su máximo en épocas de hambruna o peste. Las vacunas, el desarrollo de fármacos, la generalización de la higiene o la explosión de la industria alimentaria son, según Cantó, maravillas que eliminan o minimizan terribles problemas que durante siglos los humanos han enfrentado.

En el polo opuesto hay escépticos como Nietzsche para el cual, todo conocimiento es efímero y no puede alcanzar a ser conocimiento verdadero. En un pequeño escrito titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche abre fuego de manera contundente: “en algún apartado rincón del universo, desperdigado de innumerables y centelleantes sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales astutos inventaron el conocer. Fue el minuto más soberbio y más falaz de la Historia Universal, pero, a fin de cuentas, sólo un minuto”.

El poeta de Weimar criticó la visión antropocéntrica del evolucionismo así: “no es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero si pudiéramos entendernos con un mosquito, llegaríamos a saber, que también él navega por el aire con ese mismo pathos y se siente el centro volante de este mundo”.

 

Continuará…

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¿Hay belleza en lo científico?

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La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El poeta inglés William Blake acusó a Newton de no mirar por el ojo espiritual sino concentrarse en una teoría óptica en donde el ojo recibía partículas y nada más. Blake retrató a Newton en su abstracción matemática, desnudo, doblado sobre un compás, ajeno totalmente a la belleza sublime de la naturaleza que le rodea.

Como buen romántico, Blake era enemigo de la Ilustración y acusó a Newton junto con Francis Bacon y John Locke de repugnantes materialistas que conformaban una trinidad infernal.

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Otro poeta romántico, John Keats, también acusó a Newton de destejer el arcoíris en un poema. Parece que el genio inglés fue blanco de muchos ataques poéticos, pues al proponer su teoría sobre los corpúsculos de luz había vulgarizado la belleza de esta. Para Keats la belleza es la verdad y la verdad belleza. La ciencia física de su época considerada como filosofía natural engraparía las alas de los ángeles.

Do not all charms fly

At the mere touch of cold philosophy?

There was an awful rainbow once in heaven:

We know her woof, her texture; she is given

In the dull catalogue of common things.

Philosophy will clip an Angel’s wings,

Conquer all mysteries by rule and line,

Empty the haunted air, and gnomèd mine—

Unweave a rainbow, as it erewhile made

The tender-person’d Lamia melt into a shade

También en su libro de 1945, “El Uno y el Universo”, Ernesto Sábato declaró que la ciencia estricta —matematizable— es ajena a todo lo que es más valioso para un ser humano: sus emociones, sus sentimientos de arte o de justicia, su angustia frente a la muerte, etc. Sábato fue físico que había renunciado a la investigación por motivos éticos. Trabajó en París en el laboratorio Curie con radiación, de hecho fue testigo de la fisión del átomo de uranio. Aunque después trabajó brevemente en el MIT y como profesor en Argentina, renunció a la ciencia en 1941, quizá perseguido por el vacío y la oscuridad de las intenciones de sus colegas por desarrollar bombas atómicas. Su ensayo se publica justo el año de la barbarie que terminará la guerra más icónica de la historia, y por eso el desencanto de Sábato se permea de una época en donde el positivismo y el naturalismo se desarrollaron en direcciones pragmáticas, al servicio de los Estados en pugna.

Al contrario de Blake, Sábato no satanizó la actividad científica en sí misma como método de conocimiento sobre la realidad, sólo se preguntó si una sociedad regida por la razón científica podría extraer el calor y la belleza de las sensaciones humanas.

¿Acaso la ciencia priva al universo de todo sentido poético? Richard Dawkins contra argumentó en 1998 en su libro Destejiendo el arco iris, en el que intenta mostrar cómo el conocimiento científico, al descubrir los mecanismos del funcionamiento natural, revela aspectos inimaginables que ensalza la sensación de arrobamiento y placer.

Quizá no sea la actividad científica en sí misma, ni la mayoría de sus actores lo que deleita en un arrobamiento. Muchos científicos son grises, tan híper racionales que desdeñan el arte o todo aquello que se aparta de sus hipótesis sobre el mundo. Pero, lo cierto, es que los conocimientos y las teorías conllevan una carga asombrosa que puede deleitar desde el terror hasta la sublimación de una realidad inaudita.

Ya desde su base matemática, lo científico derivó históricamente de un pensamiento sagrado y mágico que evolucionó hacia la armonía y el sentido del cosmos. Viene al caso la frase de Bertrand Russell en su ensayo de 1919 The Study of Mathematics: “La matemática posee no sólo verdad, sino también belleza suprema; una belleza fría y austera, como aquella de la escultura, sin apelación a ninguna parte de nuestra naturaleza débil, sin los adornos magníficos de la pintura o la música, pero sublime y pura, y capaz de una perfección severa como solo las mejores artes pueden presentar. El verdadero espíritu del deleite, de exaltación, el sentido de ser más grande que el hombre, que es el criterio con el cual se mide la más alta excelencia, puede ser encontrado en la matemática tan seguramente como en la poesía”.

La valoración de la belleza es subjetiva y varía según el concepto, la época, la sensibilidad de los individuos y hasta la moral de ciertas culturas.

Sin embargo, de entre los sistemas estéticos que intentan dilucidar de dónde proviene el sentimiento de lo bello, uno de los más sólidos es el que propuso Immanuel Kant. Para el idealista trascendental, experimentar un sentimiento de armonía en la contemplación de algo es muy diferente a la experiencia de observar las propiedades de un objeto con propósitos cognitivos. “Gusto es la facultad de juzgar un objeto o un modo de representación por una complacencia o displicencia, sin interés alguno. El objeto de tal complacencia se llama: bello”.

Bien, las explicaciones actuales de la física teórica no solo nos llevan a la sensación de lo bello sino que incluso pueden activar la sensación de lo sublime, es decir, el grado mayestático de la belleza que es casi insoportable.

Me aventuro a pensar que la imaginación se desborda no solo cuando disfrutamos de un canon musical – que a fin de cuentas tiene una base matemática- sino también cuando podemos entender algo tan apartado del sentido común como la teoría de la relatividad de Einstein que diluyó las cosas en una abstracción tan etérea como el espacio tiempo.

Si las teorías son representaciones abstractas de la realidad y los mitos son representaciones poéticas de la realidad, muchas de las teorías actuales devendrán mitos poéticos en el futuro. Quizá en unos siglos se entiendan a los modelos del Big Bang como ahora entendemos el Ramayana, el Popol Vuh o el Génesis hebreo. Pero lo que me interesa no es la representación como inferencia a la mejor explicación de un fenómeno sino el grado de belleza que conlleva esa misma inferencia. Pensar en la bariogénesis, en el tiempo de Planck o en la geometría de las intuiciones como el espacio tiempo en donde ya no hay cosas sino sólo sucesiones de hechos impele a sensaciones de asombro que rayan en lo poético.

Incluso algunas nociones derivadas de estas teorías son tan increíbles que las propias metáforas que surgen son hermosas o altamente absurdas. Al tratar de explicar con palabras los resultados de ecuaciones complejas, los científicos crean símiles a ciegas. ¿Alguien sabe que es el trino de la masa? Pues esa es la metáfora del pulso de las ondas gravitacionales. Tenemos ahora hipótesis como la evaporación de los electrones, los taquiones que podrían ser más veloces que la luz, la anti materia,  la cromodinámica cuántica o el Fantasma de Faddéyev-Popov. Por ejemplo, la inteligencia eterna de Dyson afirma que los seres inteligentes serían capaces de pensar un número infinito de pensamientos en un universo abierto. Según esta teoría al enfriarse el universo los pensamientos…¡se harían más lentos! ¿Qué significa esto en una realidad material?

Más allá de la posibilidad de que estos modelos infieran correctamente los fenómenos, el grado poético que conllevan hace pensar que las metáforas de Shakespeare o Lorca son coplas para novatos en comparación con los símiles y las posibilidades tan inauditas que nos regalan los científicos contemporáneos.

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