367 Aniversario del natalicio de Juan María de Salvatierra. Un misionero visionario

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Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El padre Juan María de Salvatierra fue una de las figuras más notables en la historia de la evangelización y la fundación de misiones en las Californias. Nació el 15 de noviembre de 1648 en Milán, Italia, en el seno de una familia hispano-italiana. Era el menor de cinco hermanos, fruto de la unión entre Juan de Salvatierra, quien descendía de una rica familia de Andújar en Andalucía, y Beatrice Visconti, emparentada con los Duques de Milán. Desde joven mostró una gran inclinación hacia el estudio y el conocimiento, pero fue en su adolescencia cuando experimentó un despertar espiritual que lo llevaría a una vida de entrega y sacrificio en tierras lejanas.

Desde temprana edad, Salvatierra recibió una educación de élite en el Colegio de Nobles en Parma, donde estudió materias como letras, música y esgrima, además de aprender latín y francés. Durante esta etapa, comenzó a gestarse en él una vocación misionera, inspirada por las lecturas sobre las misiones en China que escuchó en el refectorio. Con el tiempo, su deseo de servir como misionero se consolidó.

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En 1666 inició sus estudios de filosofía y en 1668 ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús en Génova, Italia, pasando posteriormente a Chieri. En 1675, fue enviado a México para continuar su formación en el Colegio Mayor de Tepotzotlán —actual Estado de México. Durante varios años enseñó retórica en el Colegio de Puebla, demostrando sus habilidades tanto académicas como pedagógicas.

Misiones en el Norte de México

Hacia 1680, Salvatierra fue asignado a una nueva misión en la región Noroeste, específicamente en la sierra de Chínipas, en lo que hoy es Chihuahua. Pasó una década en esta región, trabajando incansablemente para pacificar y “civilizar” a los pueblos indígenas, fundando diversas misiones en la zona. En estas tierras aisladas y hostiles, Salvatierra ganó experiencia en el trato con las comunidades locales, y se fortaleció en él el ideal misionero de lograr la conversión espiritual de los nativos sin el uso de la fuerza.

Posteriormente, fue nombrado Visitador de Misiones en Sonora y Sinaloa, donde conoció al padre Eusebio Francisco Kino, otro notable misionero jesuita. Durante su recorrido por las misiones a cargo de Kino, escuchó sobre las difíciles condiciones en que vivían los indígenas en las Californias. Ambos religiosos compartieron la aspiración de llevar la fe cristiana a estas tierras, que no habían sido conquistadas por la fuerza militar. Así, concibieron el plan de emprender la evangelización de las Californias, comprometidos a fundar misiones en una región que aún no había sido sometida.

Camino hacia las Californias: obstáculos y desafíos

Con el fervor misionero como motor, Salvatierra comenzó los preparativos para su ambicioso proyecto de establecer misiones en las Californias. A finales de 1696, recibió el llamado del Provincial de la Compañía de Jesús en la Ciudad de México, quien le otorgó la autorización para proceder con la evangelización. Sin embargo, la Corona Española, escéptica ante los fracasos anteriores en la colonización de la región y el elevado costo de las expediciones previas, decidió no financiar la misión. Este obstáculo no detuvo a Salvatierra, quien se comprometió a reunir los fondos necesarios por sus propios medios.

Con la ayuda de donaciones de benefactores como el conde de Miravalle y el marqués de Buena Vista, Salvatierra logró recaudar 15 mil pesos para la empresa. Además, recibió el apoyo de la Congregación de los Dolores y de don Juan Caballero y Ocio, prebístero de Querétaro, quien se comprometió a cubrir cualquier gasto adicional que surgiera. Este respaldo permitió a Salvatierra reunir los recursos necesarios para la travesía y la manutención de la misión.

El 6 de febrero de 1697, después de sortear las objeciones del fiscal del rey, quien se oponía a cualquier tipo de colonización en California, Salvatierra obtuvo finalmente la licencia para su expedición.

Llegada a Baja California y fundación de la primera misión

El 10 de octubre de 1697, Salvatierra y su equipo zarparon en una embarcación rumbo a las costas de California. En sus escritos, relata las vicisitudes de su viaje y los desafíos que enfrentaron para desembarcar en las tierras que soñaba evangelizar. Finalmente, el 12 de octubre de 1697, divisaron la península y se adentraron en una gran bahía conocida como la Concepción. Fue allí donde, el 16 de octubre, Salvatierra y su equipo desembarcaron, estableciendo un campamento en el antiguo Real de San Bruno, que había sido fundado por una expedición anterior y estaba en ruinas.

Los conquistadores se sintieron desanimados por la falta de agua potable y las dificultades para desembarcar en el sitio inicial, cargando suministros por largas distancias hasta el campamento. Ante estos problemas, el capitán Juan Antonio Romero sugirió explorar una ensenada cercana donde, años antes, había encontrado agua dulce, llamada la Ensenada de San Dionisio. Tras decidirlo por sorteo, la expedición partió hacia el nuevo destino el 17 de octubre, pasando la noche cerca de la isleta de Coronados. Al día siguiente, desembarcaron en una costa de forma semicircular que se extendía unos cinco kilómetros y parecía verde y fértil desde el barco. Aunque los marineros tuvieron dudas sobre si este era el sitio exacto donde se había encontrado agua anteriormente, decidieron explorar aún más al Sur. Al llegar a una zona con vegetación y un cañaveral, encontraron un entorno más ameno y con más habitantes indígenas, aunque los manantiales no eran tan favorables. Finalmente, tras evaluar los recursos, determinaron que la Ensenada de San Dionisio, también conocida como Conchó por los nativos cochimíes, era el mejor lugar para establecer la misión. En los días siguientes, desembarcaron provisiones, herramientas y artículos litúrgicos, incluyendo una imagen de la Virgen de Loreto y un crucifijo. El 25 de octubre de 1697, con una solemne misa, se realizó la fundación oficial de la Misión de Nuestra Señora de Loreto y Real Presidio, marcando así el inicio de una serie de misiones que serían claves para la evangelización en la península de Baja California.

La misión de Nuestra Señora de Loreto, fundada por Salvatierra, se convirtió en el centro de operaciones para la evangelización de las Californias y es conocida hoy como la «Cabeza y Madre de las Misiones de la Alta y Baja California». A partir de este punto estratégico, en los siguientes siete años, los jesuitas lograron establecer seis misiones más a lo largo de la costa del Golfo de California. Estos asentamientos no ólo sirvieron como centros religiosos, sino también como puntos de organización económica y social, que fortalecieron la presencia jesuita en la región.

Su regreso a la Ciudad de México últimos años

En 1704, Salvatierra fue nombrado Padre Provincial de la Compañía de Jesús, lo que lo obligó a trasladarse a la Ciudad de México. Durante este tiempo, continuó supervisando las actividades en Baja California desde la distancia. Una vez concluida su gestión, regresó a las misiones en la península, donde reanudó sus labores con el mismo fervor que había tenido desde el inicio.

En 1717, el virrey Marqués de Valero le solicitó a Salvatierra información para un libro sobre la «Historia de California», ordenado por el rey Felipe V. A pesar de su delicado estado de salud, obedeció la orden y emprendió el viaje hacia Guadalajara. Lamentablemente, en el trayecto su condición se agravó, lo que lo obligó a ser transportado en camilla. Falleció el 17 de julio de 1717 en Guadalajara, donde fue sepultado en la Capilla de la Virgen de Loreto, en la que había trabajado años atrás.

Juan María de Salvatierra dejó un legado de compromiso y entrega. Su vida fue un testimonio de sacrificio y fe, y su labor misionera transformó profundamente la península de Baja California. Su enfoque basado en la evangelización, en lugar de la conquista, permitió un contacto pacífico y duradero con los indígenas. A lo largo de su vida, Salvatierra demostró que la fe y el entendimiento mutuo podían ser herramientas más poderosas que la espada. Hoy, su nombre y su obra siguen siendo recordados como un símbolo de perseverancia y dedicación en la historia de las misiones en México y las Californias.

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La Paz: Un proyecto colonial frustrado y el triunfo de la evangelización

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Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Los primeros intentos de establecer una colonia española en el puerto de La Paz, BCS, enfrentaron una serie de dificultades que impidieron el éxito de la empresa. A pesar de la disposición inicial de los californios, cuya acogida fue pacífica y amistosa, las respuestas violentas de los colonos desataron tensiones y resistencia entre los habitantes nativos, lo cual acabó frustrando los planes de la Corona Española en la península. Los enfoques militares, comunes en otras regiones del imperio español, no lograron imponerse en esta área. Fue la evangelización, en manos de los jesuitas, el medio que permitió finalmente el establecimiento de una presencia duradera y pacífica.

En 1697, los jesuitas iniciaron su labor evangelizadora en las Californias, fundando la misión de Nuestra Señora de Loreto, al Norte de La Paz. Este punto de partida se convirtió en el primer bastión de la expansión espiritual en la región. Con la fundación de esta misión, los misioneros jesuitas tenían como objetivo no sólo la conversión religiosa, sino también la introducción de una estructura social y económica que pudiera sostenerse en el tiempo y acercarse a las comunidades indígenas en términos pacíficos.

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El liderazgo del padre Juan María de Salvatierra fue fundamental en esta etapa. Su visión de la evangelización como una herramienta de integración y pacificación fue clave para las estrategias jesuitas. En 1716, casi veinte años después de la fundación de Loreto, Salvatierra dirigió una expedición de exploración a la bahía de La Paz, con la esperanza de acercarse a los guaycuras, una de las principales etnias de la región. Sin embargo, la desconfianza acumulada debido a experiencias previas, como la del almirante Isidro de Atondo y Antillón, dificultó el contacto directo. La memoria de las traiciones y agresiones sufridas en el pasado hacía que los guaycuras mantuvieran distancia con los visitantes. En 1717, sin lograr establecer la misión deseada en La Paz, Salvatierra falleció, dejando un legado de intención evangelizadora que continuaría años después.

Fundación de la Misión de Nuestra Señora del Pilar de La Paz

Finalmente, en 1720, después de varios intentos y más de dos décadas de consolidación en el Norte, los jesuitas consiguieron avanzar hacia el Sur. El 4 de noviembre de ese año, el misionero Jaime Bravo, junto con Juan de Ugarte, fundaron la misión de La Paz, bajo la advocación de Nuestra Señora del Pilar, patrona del puerto. La elección del lugar no fue casual: la misión se ubicó en una loma que dominaba la playa y el mar, lo cual ofrecía ventajas tanto de visibilidad como de acceso al agua y protección. Esta misión fue establecida entre los callejúes, un subgrupo de los guaycuras, quienes, con el tiempo, se incorporaron de forma pacífica al asentamiento.

La expedición jesuita llegó desde Loreto a bordo de la balandra El Triunfo de la Cruz, una embarcación construida específicamente para facilitar el transporte de personas y recursos. Una vez en el lugar, los misioneros comenzaron a construir infraestructuras temporales para dar cabida a la comunidad y a la iglesia. Además de las barracas para los padres y la iglesia, se construyeron alojamientos para los marinos e indígenas que ya se habían convertido al cristianismo. Para proteger el asentamiento, se levantó una trinchera de mezquites, la cual quedó terminada en diciembre de 1720.

La misión de La Paz no sólo cumplía un rol evangelizador, sino también estratégico. Desde ahí, se planeaban y coordinaban las actividades de expansión hacia el Sur, buscando acercarse y ganar la confianza de otros grupos indígenas.

Consolidación como centro de evangelización

En diciembre de 1720, la misión de La Paz recibió apoyo de una expedición terrestre procedente de Loreto, dirigida por el misionero Clemente Guillén de Castro. Esta colaboración reforzó el asentamiento y permitió la ampliación de su influencia en la región. En su papel de líder de la misión, el padre Bravo no se limitó a evangelizar en La Paz, sino que se adentró en otras áreas, explorando tierras al oeste rumbo al océano Pacífico. En 1721 fundó un pequeño pueblo de visita en la zona que hoy se conoce como Todos Santos, y estableció el sitio Ángel de la Guarda, cuya ubicación exacta aún es incierta.

La misión de La Paz se convirtió en el punto de partida para nuevas fundaciones jesuitas en el Sur de la península. Con el tiempo, se establecieron las misiones de Santiago y San José del Cabo, dirigidas al grupo indígena de los pericúes, quienes habitaban zonas del Sur peninsular. Estas misiones ampliaron significativamente el alcance de la evangelización jesuita en Baja California Sur.

La misión de La Paz y las misiones subsecuentes marcaban el inicio de una nueva etapa en la historia de la península de California. Lo que comenzó como una serie de intentos fallidos de colonización mediante la fuerza, evolucionó hacia una estrategia de evangelización que logró establecer un proceso de encuentro y transformación cultural.

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Los rituales funerarios de los antiguos californios. Un viaje a través de la muerte y el Más Allá

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Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Desde tiempos inmemoriales, la muerte ha sido un evento que las sociedades humanas enfrentan con complejos rituales y creencias. En la península de Baja California, las culturas indígenas que habitaron estas tierras desarrollaron un profundo vínculo entre sus cuerpos, la naturaleza y el Más Allá, plasmando su visión de la vida y la muerte a través de intrincados rituales funerarios. Estos rituales, algunos de los cuales perduraron por milenios, son consecuencia de una rica tradición espiritual que ha sido documentada tanto por misioneros como por exploradores, y más tarde, investigada por antropólogos.

La información que tenemos sobre las prácticas funerarias de los pueblos indígenas de Baja California proviene de tres principales tipos de fuentes. En primer lugar, los escritos de misioneros jesuitas como Miguel del Barco, Francisco Javier Clavijero y Juan Jacobo Baegert, entre otros, que ofrecen descripciones detalladas de los rituales que observaron durante su evangelización de la región. Estos relatos proporcionan una ventana a los primeros contactos entre los colonizadores europeos y los nativos californios.

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En segundo lugar, también contamos con los testimonios de soldados, marinos y exploradores que convivieron con estos grupos étnicos. Uno de los más notables es Francisco de Ortega, quien en 1632 narró un ritual fúnebre entre los guaycuras en La Paz. Su relato describe el velorio de tres días tras la muerte del hijo de Bacari, un líder local, y el proceso de duelo en el que los amigos y familiares se cortaban el cabello y pintaban sus cuerpos de negro. Este tipo de fuentes ofrecen una visión externa sobre la interacción entre los colonos y las costumbres indígenas.

Finalmente, el trabajo de antropólogos e investigadores que han estudiado los entierros antiguos a partir del siglo XIX ha sido crucial para entender la evolución de las prácticas funerarias en la península. Nombres como León Diget, Harumi Fujita, Martha Elena Alfaro, Cecilia Sánchez y Antonio Rosales-López destacan entre los estudiosos que han aportado hallazgos sobre las prácticas mortuorias. Estos estudios han desvelado rituales como el «segundo entierro», practicado entre los guaycuras, donde los restos de los difuntos eran desenterrados, pintados y reorganizados meses después de la muerte.

El cuerpo como símbolo y objeto ritual

En las sociedades antiguas de la península de Baja California, el cuerpo no era simplemente una entidad biológica; era un artefacto cultural que trascendía la muerte. En muchas religiones indígenas, el poder del cuerpo se trasladaba al espíritu, y los rituales funerarios garantizaban el tránsito de la persona al Más Allá. Según el antropólogo Alfonso Rosales-López, el concepto occidental de la muerte no existía en estas culturas. En lugar de desaparecer, el individuo se fundía con el universo a través de los rituales funerarios, integrándose de nuevo en el ciclo natural.

Los primeros seres humanos que llegaron a la península de Baja California, hace aproximadamente 12,500 años, no desarrollaron de inmediato una cultura funeraria estructurada. Es probable que los cuerpos de aquellos que morían fueran abandonados sin mayor ceremonia. Sin embargo, alrededor de 5,500 años atrás, con el surgimiento de sociedades semi-sedentarias, se comenzaron a realizar entierros formales. Esta transición hacia rituales funerarios más elaborados refleja el desarrollo de una mayor complejidad cultural y social en estos grupos.

El ritual funerario en la Antigua California

Los guaycuras, cochimíes y pericúes, algunos de los grupos étnicos que habitaron la península, concebían la muerte y los rituales funerarios de maneras distintas, pero compartían algunos elementos en común. Las descripciones de Francisco de Ortega y otros exploradores documentan rituales donde el duelo no sólo incluía el luto verbal, sino también el físico. Los familiares de los fallecidos se golpeaban la cabeza con piedras filosas hasta sangrar, como muestra de respeto y dolor por la pérdida.

En los funerales de los guaycuras, según el misionero Juan Jacobo Baegert, el cuerpo de los difuntos solía ser cremado o enterrado en una cueva. También existía la costumbre de «enroscar» el cuerpo de los fallecidos, es decir, flexionar sus extremidades inferiores hacia atrás y atarlas con cuerdas. Solo aquellos que morían en batalla eran enterrados en posición boca arriba, como símbolo de honor. Además, el Guama, un hechicero o chamán, dirigía el ritual y pedía mechones de cabello del difunto y sus familiares como pago por sus servicios.

Uno de los rituales más fascinantes descritos por Rosales-López es el «segundo entierro». Pasados tres o cuatro meses de la primera inhumación, el cuerpo del difunto era exhumado y sus huesos cuidadosamente separados y pintados con pigmento ocre. Luego, los restos eran envueltos en piel de venado y enterrados de nuevo. Este proceso, que puede parecer macabro a los ojos modernos, era parte de una creencia que sostenía que el difunto no encontraba paz hasta que su cuerpo era reorganizado y sus huesos eran purificados.

Creencias sobre el Más Allá

Las creencias sobre lo que sucedía después de la muerte variaban entre los diferentes grupos étnicos de la península. Según Francisco Javier Clavijero, los pericúes creían que aquellos que morían flechados no iban al cielo, sino que eran llevados a una cueva donde moraba Tuparán, un ser castigado por rebelarse contra el dios creador Niparajá. Por su parte, los guaycuras creían que ciertos espíritus llamados «mentirosos y engañadores» capturaban a los hombres y los escondían bajo tierra para que no pudieran ver al «Señor que vive».

Los cochimíes, por otro lado, sostenían que los muertos venían a visitarlos una vez al año desde los «países septentrionales», durante una festividad conocida como «el hombre venido del cielo». Durante esta celebración, un hombre disfrazado de mensajero traía mensajes de los difuntos a sus familiares, quienes lo recibían con reverencia. Estos rituales, complejos y profundamente simbólicos, muestran cómo los antiguos habitantes de Baja California mantenían una conexión constante con sus ancestros y el Más Allá.

Influencias externas y evolución de las prácticas funerarias

Con el tiempo, las costumbres funerarias de los pueblos indígenas de Baja California fueron evolucionando, influenciadas por migraciones y contactos con otras culturas. Los antropólogos han identificado tres fases principales en la evolución de los entierros en la península. La primera, hace unos 5,500 años, vio el inicio de la sepultura de cuerpos en posición flexionada. La segunda, hace unos 3,500 años, introdujo el seccionamiento de cuerpos y su entierro en las playas. Finalmente, a partir del año 1,200 d.C., comenzaron a enterrarse los cuerpos en abrigos rocosos, una práctica posiblemente traída por grupos migrantes del Nnorte.

La llegada de los europeos también trajo nuevas influencias a las prácticas funerarias. Los misioneros jesuitas intentaron erradicar algunas de las costumbres más violentas, como el autoflagelamiento de los dolientes, aunque con poco éxito. Además, la cremación de cuerpos y el entierro boca abajo, costumbres comunes entre los guaycuras y los cochimíes, podrían haber sido influenciadas por prácticas funerarias de Sinaloa y Sonora.

La rica y variada cultura funeraria de los antiguos habitantes de Baja California revela no sólo su visión de la muerte, sino también su profunda conexión con el entorno y el cosmos. Los rituales funerarios eran una forma de asegurar que el individuo, aunque muerto, permaneciera conectado a la tierra y a su comunidad. A través de los estudios antropológicos y los relatos históricos, podemos conocer y apreciar la complejidad de estas prácticas, que nos ofrecen una visión fascinante de cómo las culturas prehispánicas entendían el ciclo de la vida y la muerte.

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327 Aniversario de la Misión de Nuestra Señora de Loreto. Un viaje de fe y perseverancia

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Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). En los últimos años del siglo XVII, la región de California, con su vasto y desolado paisaje, se convirtió en el escenario de una de las empresas más ambiciosas de la Corona Española: la fundación de misiones. Estos proyectos no sólo pretendían evangelizar a los pueblos indígenas, sino también establecer una presencia permanente en una zona poco explorada y de difícil acceso. La historia de las misiones en Baja California es un testimonio de la perseverancia, la fe y los desafíos enfrentados por un grupo de hombres que, liderados por el padre Juan María de Salvatierra, se embarcaron en una travesía espiritual y territorial.

Entre los años 1683 y 1685, el padre Eusebio Francisco Kino, reconocido por su labor evangelizadora en las regiones de Sonora y Sinaloa, acompañó al almirante Isidro Atondo y Antillón en una expedición a la California. El objetivo era claro: fundar misiones permanentes que sirvieran como bases para la evangelización de los pueblos indígenas y la consolidación de la presencia española en la región. Sin embargo, la empresa se encontró con dificultades insalvables. La escasez de recursos, el terreno inhóspito y la resistencia local llevaron al abandono del proyecto. Las misiones soñadas en la California se desvanecieron, al menos temporalmente.

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A pesar de los fracasos iniciales, la llama de la evangelización no se apagó. En 1686, el padre Juan María de Salvatierra, un ferviente jesuita que había sido designado visitador de las misiones de Sinaloa y Sonora, se encontró con Kino. Fue en ese encuentro donde Salvatierra se vio profundamente inspirado por la labor que Kino había comenzado y, convencido de la importancia de continuar la obra en la California, decidió embarcarse en esta misión. Salvatierra no estaba solo en su convicción. El legado espiritual del padre Juan Bautista Zappa, fallecido en 1694, también influyó en la decisión de Salvatierra. Zappa, antes de morir, había alentado a Salvatierra a continuar con la misión y a enfrentar los desafíos con la esperanza de la recompensa celestial.

Para emprender una empresa de tal magnitud, era necesario contar con el respaldo tanto de la Iglesia como de la Corona. El padre Salvatierra, consciente de ello, buscó la autorización del general de los jesuitas, el padre Tirso González de Santa-Ella. Aunque la licencia no fue inmediata, finalmente, el 5 de febrero de 1697, el excelentísimo señor don Joseph de Sarmiento y Valladares, Conde de Moctezuma, concedió el permiso oficial para fundar la misión en California. Este apoyo no sólo validaba la labor espiritual de los jesuitas, sino que también garantizaba cierto respaldo material y logístico por parte del virreinato de la Nueva España.

Viaje hacia lo desconocido

Con la licencia en mano, Salvatierra partió desde el puerto del Yaqui el 10 de octubre de 1697. Lo acompañaba una tripulación compuesta por hombres de diversas partes del mundo, cada uno con su propia historia y motivaciones, pero todos unidos por un mismo objetivo. Entre ellos se encontraban don Esteban Rodríguez Lorenzo, un portugués que posteriormente serviría como capitán durante muchos años, Bartolomé de Robles Figueroa, un criollo originario de la provincia de Guadalajara, y Juan Carabaña, un marinero maltés. También formaban parte de la expedición Nicolás Márquez, un marinero siciliano, y Juan Mulato, un hombre del Perú. A este grupo se unieron tres indígenas: Francisco de Tepahui, Alonso de Guayavas y Sebastián de Guadalajara, quienes servirían como guías y colaboradores en la misión.

El viaje no estuvo exento de desafíos. El trayecto marítimo desde el Yaqui hasta las costas de la Baja California fue largo y peligroso. Finalmente, el 13 de octubre de 1697, la expedición llegó a la Bahía de la Concepción, donde desembarcaron para iniciar su travesía hacia el Norte. Sin embargo, la calidad del agua en esa región resultó ser deficiente, lo que obligó a la tripulación a buscar un lugar más adecuado para establecerse.

La expedición continuó su búsqueda, liderada por el capitán Juan Antonio Romero de la Sierpe, quien recordaba un sitio más prometedor al que había llegado durante una expedición anterior con el almirante Atondo. Fue así como la expedición se dirigió hacia la Ensenada de San Dionisio, conocida como Conchó por los indígenas cochimíes. Este lugar, ubicado en una zona estratégica y con acceso a mejores recursos, parecía el sitio ideal para fundar la primera misión jesuita en Baja California.

Encuentro con los indígenas

El 19 de octubre de 1697, la expedición llegó a Conchó, donde fueron recibidos por más de cincuenta indígenas de la vecina ranchería, así como por otros provenientes de San Bruno. Los indígenas, curiosos y respetuosos, se acercaron a la tripulación, muchos de ellos hincándose de rodillas y besando las imágenes del crucifijo y de la Virgen María. Este encuentro pacífico marcó el inicio de una relación que, aunque no exenta de dificultades, permitió a los jesuitas comenzar su labor evangelizadora en la región.

El acto más simbólico de la jornada fue la procesión en la que se trajo desde la embarcación la imagen de Nuestra Señora de Loreto, patrona de la conquista. Con solemnidad y devoción, los misioneros colocaron la imagen en el centro de lo que sería la primera misión en California. El 25 de octubre de 1697, se tomó posesión oficial de la tierra en nombre del rey de España, marcando el inicio formal de la Misión de Nuestra Señora de Loreto, el primer bastión jesuita en la península.

Un legado que perdura

La fundación de la Misión de Loreto no sólo fue el inicio de la evangelización de Baja California, sino también el comienzo de un proceso de transformación cultural y social que moldearía el futuro de la región. A pesar de los desafíos geográficos, la escasez de recursos y la resistencia ocasional de los pueblos indígenas, los jesuitas, liderados por hombres como Salvatierra, lograron establecer una red de misiones que perduraría durante décadas.

Hoy, la Misión de Loreto es un testimonio vivo de la perseverancia de aquellos hombres que, impulsados por su fe y dedicación, se embarcaron en una de las empresas más audaces de su tiempo. La historia de la misión no solo es parte del patrimonio cultural de Baja California, sino también un recordatorio de los sacrificios y logros de quienes, con esperanza y devoción, buscaron expandir las fronteras de su mundo.

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8 de Octubre: el olvido y la lucha por la autonomía de Baja California Sur

FOTO: Modesto Peralta Delgado / Interiores: internet.

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Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El arduo trabajo que nuestros antepasados realizaron para transformar este antiguo Territorio a una Entidad Federativa y lograr que se pudieran elegir a las autoridades mediante el voto ha sido prácticamente olvidado. Son pocos los jóvenes que asocian el «8 de octubre» con algo más que el nombre de dos sectores en una colonia de la ciudad de La Paz. A punto de cumplir 50 años de este suceso, es crucial que nuestras autoridades y líderes sociales recuperen este importante acontecimiento y lo mantengan presente entre la ciudadanía de manera constante.

El 8 de octubre de 1974 se celebró la promulgación del Decreto que reformó la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, otorgando el estatus de Estados Federados a los territorios de Baja California Sur y Quintana Roo. Aunque podría parecer un simple trámite de las cámaras de diputados y senadores, en respuesta a una solicitud del Presidente de México, el 1 de septiembre de ese mismo año, este acto representó para los habitantes de esta península la culminación de una lucha prolongada que, sin temor a equivocarme, comenzó con la adhesión de las fuerzas civiles y militares al Acta de Independencia Nacional en 1822.

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Esta península ha contado siempre con hombres y mujeres capaces de gobernar y de actuar con decoro y valores en lo civil y social. Sin embargo, las dificultades de vivir en una tierra desértica, donde escasea el agua, han llevado a que su población sea una de las más bajas del país, y las fuentes de desarrollo como la industria, la agricultura, la pesca y la ganadería, se han visto limitadas. Además, durante muchos años, la falta de apoyo federal para mejorar la infraestructura necesaria para la modernización de la región dejó que los ciudadanos resolvieran los problemas con sus propios y escasos recursos, mientras el gobernante federal de turno designaba al jefe político y militar que decidía el destino de la región.

Sólo en tres ocasiones, de manera oficial, la administración del Distrito y luego del Territorio de la Baja California Sur estuvo en manos de ciudadanos nativos. Estos fueron Agustín Arriola Martínez (1920-1924), José Agustín Olachea Avilés (1929-1931) y Juan Domínguez Cota (1932-1938), quienes demostraron liderazgo, prudencia administrativa y capacidad para enfrentar los serios problemas de su tiempo. Sin embargo, el gobierno federal seguía ignorando las peticiones de los habitantes del territorio de poder elegir a un gobernante “nativo o arraigado”.

Con la llegada del general Francisco José Múgica Velázquez como jefe militar y político del territorio (1940-1945), se fortaleció la lucha de los líderes políticos locales por un plebiscito que les permitiera elegir a su propio gobernante. Estas demandas fueron apoyadas por el General Múgica, quien incorporó a varios de esos líderes a su gobierno. Así, en 1945, nació el Frente de Unificación Sudcaliforniano (F.U.S.), que fue el catalizador de esas demandas tan sentidas. Entre sus miembros estaban Francisco Cardoza Carballo, José H. Ramírez, Arturo Canseco Jr., Francisco Urcádiz, Jorge S. Carrillo, Francisco C. Jerez, Félix J. Ortega, Miguel L. Cornejo, Estanislao Cota y Félix Rochín C.

Tras la renuncia del General Múgica a la jefatura del Territorio, los integrantes del Frente viajaron a la Ciudad de México para presentar su propuesta: la realización de elecciones libres en el Estado para poder elegir a un gobernante propio. Sin embargo, este anhelo no se concretó de inmediato. El presidente Ávila Camacho sólo accedió a nombrar a un gobernador nativo de Sudcalifornia, el general Agustín Olachea Avilés, pero bajo la supervisión del gobierno federal. El momento de Baja California Sur aún no había llegado.

Casi 20 años después, con la llegada del Lic. Hugo Cervantes del Río a la gubernatura del Territorio (1965-1970), comenzó la era de los gobernantes civiles y las circunstancias sociales y políticas del país favorecieron la demanda de que los habitantes del territorio pudieran elegir a sus propias autoridades y que el territorio se convirtiera en Estado. A medida que se acercaba el final del sexenio de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría se perfilaba como su sucesor, las esperanzas crecieron. El 11 de octubre de 1970, una gran concentración en el Puerto de Loreto presentó de manera formal las demandas de un gobernador nativo o arraigado, elegido por los sudcalifornianos, y la modificación de la Constitución Mexicana para convertir el territorio en el Estado 30 de la República. Miles de personas firmaron esas propuestas, que fueron entregadas al presidente electo, Luis Echeverría Álvarez.

Al asumir la presidencia, Luis Echeverría nombró al Ing. Félix Agramont Cota como gobernador del Territorio de BCS, cumpliendo con lo que establecía la Constitución, pero al mismo tiempo, estudiaba las propuestas recibidas en octubre. Durante los siguientes cuatro años, Sudcalifornia recuperó el régimen municipal en 1972 y recibió una gran inversión en recursos para desarrollar la infraestructura necesaria para transformarse en un Estado más autónomo. Se estaba allanando el camino para lo que ocurriría a finales de 1974.

Con esta breve reseña de los hechos y luchas, invito a los jóvenes de todas las edades a conocer y valorar estos y otros acontecimientos que dieron forma a la Sudcalifornia que conocemos hoy. Quien no conoce su historia, no la aprecia, y está condenado a repetir los mismos errores. Aprendamos de nuestro pasado y contribuyamos a construir un futuro más digno para Baja California Sur y nuestras familias.

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