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¿Las hormigas sueñan con el fin de la historia?

 

El librero

Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Llegué a pensar que era cierto, que había llegado el fin de la Historia como pregonaban a principios de los noventa los intelectuales neoliberales adscritos al salinismo. Trataba de entender cómo es que la dialéctica espiral de los hechos sociales se había detenido o quizá ralentizado. De pronto introdujeron nuevos conceptos como posmodernidad, sociedad civil, organizaciones no gubernamentales, ecologismo, derechos humanos. Recuerdo que un día el poeta Hernán Lavín Cerda nos preguntó en clase: ¿Derechos humanos? ¿Somos exclusivos con respecto a otras especies? ¿También habrá los derechos de las hormigas? ¿No es estar vivo un derecho, en sí mismo, de cualquier ser viviente

Parecía que en efecto ya no era necesaria la lucha social ni la Historia: todo lo solucionarían esas organizaciones desde sus respectivas posturas e intereses particulares —¿los derechos de las hormigas?—; es más: el Estado era fútil porque la mano invisible del mercado lo resolvería todo, junto con las instituciones apartidistas, pero privadas, que actuaban en función de la clase económica y política porque fomentaban y alentaban la inversión extranjera

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Lo que se omitía, era que esa lucha de la sociedad civil se hacía con recursos públicos del Estado —que negaban en el discurso, pero en los hechos dependían— y se repartía a diestra y siniestra a quien los solicitara, con la única condición de que fuera sin fines de lucro ni políticos y que estuvieran legalmente constituidos como asociaciones civiles para que pudieran bajar recursos

Si algún personaje de la elite caía en desgracia bastaba con que fundara una asociación para que de inmediato tuviera presupuesto asignado. Era suficiente con erigir legalmente la defensa, por ejemplo, del camarón azul por su origen extraterrestre (sarcasmo) para que tuviera acceso al erario. No importaba si era verdad, bastaba con que se le diera un marco teórico creíble y sustentado con ambigüedades científicas. O políticos que quedaron fuera del presupuesto creaban asociaciones civiles que les permitía seguir usufructuando del erario.

Claro está que no es una generalidad, pues existen grupos —activistas sociales— que en verdad luchan sin ningún presupuesto por causas justas, convencidos/as de la necesidad de cambiar el estado de cosas y de defender los principios más equitativos; su lucha es más por la justicia que por un presupuesto. En ese sentido, hay cientos de organizaciones que hacen un enrome trabajo por las comunidades marginadas y logran con mucho la reconstrucción del tejido cívico y social.

Pero la Humanidad sí se mueve y no fue el fin de la Historia. Hubo un tiempo en que nos parecía que la vida cotidiana se había reducido a telenovelas, programas cómicos donde se denigraba y estigmatizaba la marginación social, el color de piel, la pobreza, el origen étnico, la homosexualidad, y todo era perfectamente normal, se asumía como una verdad inalienable. Los programas de opinión estaban en manos de unos cuantos comentaristas que analizaban la realidad del país sin afectar los intereses de los medios donde hablaban ni de los anunciantes publicitarios, especialmente del Gobierno, su mayor cliente. Esos medios e individuos crecieron económicamente tanto, que se volvieron millonarios. 

Durante décadas esos medios fueron dueños de la opinión pública y controlaban lo que se decía y lo que no debía saberse. No había réplica y rara vez daban ese derecho, aunque estuviera estipulado constitucionalmente. No se podía dialogar o debatir con la televisión o la radio: era una relación unidireccional y unidimensional. Había casos excepcionales donde se otorgaba una contestación cuando ellos decidían, si era conveniente y era útil a sus intereses. ¿Por qué habrían de compartir la industria de la opinión si ellos eran los dueños? Si querías opinar debías pagar o si querías recibir beneficios, debías apegarte al guion comercial de la comentocracia, dueña y señora de la República simulada de la opinión pública.

El secuestro de la palabra era una realidad sobre el terreno de los hechos. Si querías destacar culturalmente debías pertenecer al selecto grupo de la elite intelectual mexicana. Si no era así, estabas medio muerto y terminabas desapareciendo del espectro o bien si la terquedad y el amor al arte era muy fuerte, seguías adelante por un sentido de la vida más que por tener reconocimiento de algún tipo. No demerito los logros de muchos/as, se aplauden los esfuerzos, pero algo nos ocurrió en el camino que los premios, becas, viajes, canonjías y mimos se volvieron más importantes que la propia actividad de hacer arte: la persecución del reconocimiento se volvió cooptación de pensadores, críticos, intelectuales. He escuchado a poetas y narradores hacer berrinches públicos con tal de que les den lo que exigen como un privilegio divino. 

Acceder a la elite por supuesto que era una cuestión de castas, color de piel, familias acomodadas. Hasta en la Literatura hay razas, escuché alguna vez en los noventa. La rebatinga por esos premios, becas, etcétera, se volvió una lucha de egos y relaciones públicas. Hasta los escritores/as consagrados/as combatían entre ellos para ver quién tenía los mejores conectes, la simpatía y aceptación de los dioses culturales y políticos. Si ellos te admitían, tenías garantizada una producción próspera.

Esos grupos que se adueñaron de la voz pública, que privatizaron la opinión, que hicieron de la vida cotidiana una dictadura disfrazada de democracia, están muriendo. Se resisten a desaparecer, no están dispuestos a dejar ir el negocio que les costó cuarenta años para que fuera rentable. Hacen desplegados, señalan con dedos flamígeros, chantajean, montan en cólera, crean granjas de bots para robarse el debate público e implantar el propio, quieren establecer que ellos llevan la voz cantante, que deciden el rumbo del país, en especial de las ideas y creencias para que no haya memoria histórica. Era el negocio redondo y perfecto.

No obstante, no fue el fin de la Historia, aunque la habían hecho una empresa. El fin fue hacerla lucrativa y mantener una narrativa de control social. Hoy ese control cultural se derrumba: miles de narradores, poetas, artistas plásticos, actores y actrices, cronistas están cuestionando, impulsando para que abandonemos el sistema de castas culturales que se establecieron bajo el disfraz de la crítica liberal. 

El discurso empantanado y caro ha perdido convocatoria —nunca lo tuvieron, más que entre ellos—; por otro lado, el llamado cuarto poder ha dejado de tener influencia, ahora se enfrenta a una sociedad que siempre fue inteligente, más informada, conectada con el conocimiento y las redes sociales, que, aunque nunca tuvo derecho de réplica hoy vive en un país que comienza a estrenar sus primeros pasos hacia una vida democrática y participativa, con sus deficiencias y errores. La dictadura de una crema y nata cultural está desfalleciente, vemos sus estertores y gritos como almas en pena que no se han dado cuenta de que ya son meros fantasmas que no asustan porque hemos adquirido nuestra mayoría de edad por derecho propio.

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




La oscuridad, a pesar de todo, tiene en la base la esperanza: algo a partir de una novela de Volpi

 

El librero

Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La historia de la humanidad está marcada por sus crímenes. Hay en ellos el germen oscuro de lo que somos como especie. Cada uno de esos crímenes parte de una creencia, de una ideología, de una fe religiosa o, aún más, de una palabra. Esa misma Historia nos lo cuenta de diversas formas: la visión de los vencedores y la visión de los vencidos; por supuesto, la que prevalece es la de los vencedores, quienes erigen un discurso alrededor de los crímenes cometidos para justificar sus ganancias y para retenerlos a costa de lo que sea, incluyendo nuevos crímenes.

Grandes grupos étnicos arrasados por otro grupo étnico tampoco es nuevo. Cada uno de esos asesinatos masivos, en diferentes tiempos, tienen un denominador común: la oscuridad de la naturaleza humana para lograr que un grupo étnico prevalezca sobre el otro. En algún lugar escuché la pregunta ¿qué anima a un ser humano a cometer crímenes?, y la respuesta fue el miedo.

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El miedo como motor de la civilización, como guía de todas las conductas, la razón por la que la cultura existe, el motivo por el que se buscan todas las preguntas con sus respuestas: el miedo busca al miedo para entenderse a sí mismo. Así, un crimen es perpetrado desde el miedo de su propia supervivencia, que lo que refleja es su condición primitiva, su condición animal, instintiva, brutal. El miedo se parece más a una bestia acorralada que a una bestia libre con lenguaje significativo.

Por eso el miedo es alimentado por los estados modernos, especialmente aquellos de corte fascista o conservadores extremistas, que promueven el temor y la mentira como una forma de control social. Un individuo atemorizado es un sujeto moldeable, controlable, manipulable: una persona con miedo es perfectamente condicionada a cualquier patrón. Siembra el miedo y la mentira, y obtendrás el poder total, es casi un silogismo: mientras más mientas, más ganas. Hoy como nunca en México la oposición política de derecha y ultraderecha ha sacado a relucir su desprecio al pueblo mostrando su clasismo y racismo.

Esto es más o menos lo que ocurre con la novela de Jorge Volpi, Oscuro bosque oscuro. Un breve viaje por los pasillos del terror para mostrarnos una de las caras horrendas de la Humanidad: su capacidad para destrozarse a sí misma, para devorarse a sí misma. Esta historia espeluznante de Volpi no es solo una narración que quiere ser contada o que pretenda ser una denuncia, sino que muestra nuestros más oscuros resortes emocionales, nuestras energías encauzadas a la decadencia. Valiéndose de la estructura y pasajes de algunos conocidos cuentos infantiles, Jorge Volpi va destruyendo la inocencia, la pureza, para ir descarnando las intenciones criminales del poder político y económico que desea su propia expansión. Debo decir que Volpi se centra más en lo político, pero omite lo económico, que es la verdadera razón de su existencia en un régimen de privilegios: son hermanos siameses, uno no existe sin el otro: son consustanciales.

Este rompimiento con la inocencia es el caldo de cultivo que sirve para enmarcar los crímenes que se habrán de cometer en un pueblo metáfora, en un pueblo alemán que tenía instaurada la cotidianidad sin reservas ni racismos, con vecinos viviendo su espacio y compartiendo sus muchos o pocos talentos, hasta que ese poder les ordenó transformarse sin desearlo. El poder político y económico es un animal al acecho que está dispuesto a lo que sea para mantener su régimen de privilegios, que igual se disfraza de izquierda, liberal o de derecha, da lo mismo, según la época y según los intereses que haya que defender, que usualmente son los de las minorías de grandes ganancias económicas; incluso es un animal que puede ser completamente invisible para su propia conveniencia.

Poco a poco Oscuro bosque oscuro va desnudando a través de un lenguaje sórdido, cercano a Poe, cercano a Lovecraft, cercano a Quiroga, pero con la diferencia de que pretende darnos una realidad avasallante, dolorosa, aterradora, donde solamente quepa la culpa, la duda, los razonamientos a medias, las justificaciones como escritor y como lectores. El tema de los judíos, del Holocausto, ha sido reiteradamente tocado después del término de la Segunda Guerra Mundial para no hacernos olvidar lo sucedido en esos años aciagos que tanto daño hicieron a millones de personas.

Al terminar de leer la novela resumimos todo en una frase: nunca debemos olvidar. Pero tampoco debemos olvidar los exterminios que se han hecho en los últimos siglos, como los grupos étnicos originarios del continente americano, por ejemplo los pieles rojas, quienes fueron relegados a reservaciones muy parecidos a los campos de concentración nazi, salvo que a éstos los tienen como un American curious. O los exterminios practicados por los españoles a su llegada al Nuevo Mundo o los exterminios a los pueblos mayas y yaquis durante el Porfiriato.

¿Cómo olvidar eso? o, más bien, ¿cómo hacer para que eso se vuelva un discurso exotérico y no oculto (retocado por los intelectuales europeos y los criollos americanos llamados vulgarmente “intelectuales orgánicos”), como el que se practica desde los estados modernos para no hablar de los pueblos indígenas y de sus derechos, prefiriendo dejar todo en silencio, pues se afectarían muchos intereses?

Después de leer Oscuro bosque oscuro nadie quedará indemne ante su propia humanidad y tendrá que afrontar y enfrentar, quiera o no, sus pesadillas más profundas. Esta novela de Volpi es más parecida a un poema épico en verso libre, de viaje dantesco a los infiernos de la condición humana, donde el poder político y económico puede transformar la mente de los ciudadanos hasta convertirnos en enemigos de nosotros mismos, instarnos al asesinato para mantener las ganancias.

El panorama parece desolador para algunos, más en esos tiempos en que un grupo instauró en México la violencia desde principios de siglo y milenio, creando un estado que sembró el terror igual que un estado fascista. El ciudadano de a pie con los procesos sociales ha aprendido a comprender, a tener fe, esperanza, a tener los ojos abiertos, a no retraerse ni esconderse como hasta hace poco debido a la abierta asociación delictuosa que padecimos entre crimen organizado y gobierno. Hemos aprendido que podemos ser, unidos, los héroes que nos saquen y nos salven del pozo en que nos metieron, que somos un Kaibil Kalam, un Jacinto Kanek, un guerrero águila o jaguar, un Gilgamesh, un Sansón, un Hércules, un David, cualquiera que se adentre en el Hades para destruir los demonios que se desataron desde 2006 en los Estados Unidos Mexicanos.

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La mentira, la verdad y sus reinos

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El librero

Ramón Cuéllar Márquez

 

 

Cuenta la leyenda que un día la verdad y la mentira se cruzaron…

—Buen día. Dijo la mentira.

—Buenos días. Contestó la verdad.

—Hermoso día. Dijo la mentira.

Entonces la verdad se asomó para ver si era cierto. Lo era.

—Hermoso día. Dijo entonces la verdad.

—Aún más hermoso está el lago. Dijo la mentira.

Entonces la verdad miró hacia el lago y vio que la mentira decía la verdad y asintió.

Corrió la mentira hacia el agua y dijo:

—El agua está aún más hermosa. Nademos.

La verdad tocó el agua con sus dedos y realmente estaba hermosa y confió en la mentira.

Ambas se sacaron las ropas y nadaron tranquilas.

Un rato después salió la mentira, se vistió con las ropas de la verdad y se fue.

La verdad, incapaz de vestirse con las ropas de la mentira comenzó a caminar sin ropas y todos se horrorizaban al verla…

Es así como aun hoy en día la gente prefiere aceptar la mentira disfrazada de verdad y no la verdad al desnudo.

“La verdad y la mentira” es una leyenda anónima que ha llegado a nuestros días gracias a Jean-Léon Gerôme, que no fue escritor, sino un pintor francés (1824-1904).

La Paz, Baja California Sur (BCS). El reino de la mentira no es otra cosa que un puñado de intereses al que sostienen desde la oscuridad o desde madrigueras confeccionadas para reproducirse ad infinitum. Es esencialmente conservadora y si la sorprenden en una verdad, pronto matiza o lo niega todo. A veces tiene ropajes de marca, de sastre, de diseñador, y otras, atuendos sencillos para no invocar la atención. Se disfraza de lo que sea con tal de retener o expandir su reino. Puede incluso llegar al derramamiento de sangre cuando ha sido descubierta o bien generar una guerra con pretextos parecidos a banderas que claman por la libertad, la democracia y el Estado de Derecho o simplemente para consolidar su dominio. La mentira es multifacética, ilimitada, mediática y se desarrolla como un virus para no morir.

En cambio, la verdad es limitada, requiere de argumentos sólidos documentados que no den pie a la duda. Debe ser irrebatible. Mientras la mentira se reproduce sin control —pues esa es su naturaleza— en miles de formas, la verdad necesita tiempo, investigación, paciencia, honestidad, ética. Por eso es más difícil ver un reino de la verdad. La mentira es el camino de la inmediatez, de lo quiero ahora mismo y a cualquier costo y si no se someten, mátalos en caliente, persíguelos, desaparécelos, tortúralos: conoce bien su labor de convencimiento y utiliza las herramientas masivas de comunicación —que siguen su línea—, para propagarse.

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La verdad puede erigir su gobierno, sin embargo, está tan rodeada de una malla de reinos de la mentira, que le cuesta construir, pues está, por un lado, infiltrada por súbditos de la mentira, que son enviados para espiar y, por otro, por sus aparatos de poder mediáticos, financieros e intelectuales para derrocarla y ocultarla en las tinieblas para que nadie la vea ni la escuche; sin esas acciones, la mentira jamás podría sobrevivir. El reino de la mentira requiere de la difusión de sus ideas, de sus leyes creadas en su beneficio para que no la refuten. No le gusta ser cuestionada por la verdad: a esa incómoda la persigue, la acosa, la acusa de polarizar y la calla para siempre si es indispensable, aunque después deje descendientes, que igual oprimirá. Por otra parte, la desgracia de la mentira es que la verdad no está sola, sabe que su falso reinado siempre estará en vilo porque la verdad tarde o temprano saldrá a la luz. Y le teme. La verdad es un peligro para su reino.

El reino de la mentira tiene sus aliados en la corrupción, la impunidad, la represión, la traición, el chantaje. Con ellos cogobierna. Actúan por separado o en grupo si sus existencias se ven amenazadas. La mentira siempre vivirá bajo alerta y con miedo, sabiendo que la verdad camina por las calles, que se manifiesta y exige justicia. Por eso debe anularla, reprimirla, contenerla. Si la verdad llega a desplazar a la mentira para edificar un reinado de paz, ésta reaccionaría violentamente porque no sabe vivir sin las formas del engaño, la marrullería, la adulación y el privilegio. La mentira es aspiracionista, desea ser lo que no es, cree ciegamente en su dios el dinero, en sus templos los bancos y en su biblia el mercado.

En los tiempos modernos la mentira reina por periodos de seis años, de cuatro con posibilidad de reelección; en otros reinos si le da la gana se queda de por vida. A la mentira le gusta más la cosa de ceñirse una corona de oro incrustada de joyas preciosas, y si se hace necesario, puede fingirse republicana creando edictos democráticos, pero en el fondo mantiene su estructura. Es chistoso verla cuando toma posesión de una república: Si así no lo hiciere, que la nación me lo demande, aunque todos saben —o casi todos— que le gustan más las mieles de las monarquías.

Por eso goza a lo máximo, el lujo a todo lo que da sin importar de dónde vienen las riquezas, al cabo que para eso es la líder del reino junto con sus vasallos. El problema es cuando la nación le demanda que haga lo que prometió: no todo en el reino es mentira, la verdad late por donde quiera. Por supuesto, no le interesa en lo más mínimo cumplir; dijo aquella frase por protocolo, porque así se estila y no tiene ninguna consecuencia: “Protesto guardar y hacer guardar la constitución política y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de la República que el pueblo me ha conferido…”

El reino de la mentira es una mentira y muchos de sus ciudadanos terminan por ser leales súbditos de sus decisiones, aunque esto implique que vaya en contra de sus libertades y de sus derechos ciudadanos; solamente les importa que nadie les mueva el piso que los hace sentir seguros y están de acuerdo con la represión de los cuerpos policiacos —¡mano dura!, gritan— si alguien sale con alguna verdad. Para ellos es mejor vivir un país de simulación que en una república donde impere la certidumbre que solo quiere convertirlos en una dictadura de la realidad.

A veces la verdad se impone, llega con el poder de un ejército de convicciones y principios, sabedora de que no será fácil sostenerse, que la reacción de la mentira será brutal y tratará por todos los medios de desestabilizarla, destrozarla y bloquearla; la verdad sabe que la mentira tiene con qué hacerlo porque posee una red interminable de leales peoncitos que están dispuestos a pagar el precio del desprestigio. Aún más: la mentira, gustosa de su dictadura o imperio, la promueve e impone como verdad en otros reinos, y si la verdad logra su propio reino, de inmediato la acusa de ser una dictadura. La doble moral de la mentira no tiene límites.

La verdad sabe que en el reino de la mentira las leyes fueron torcidas para proteger ese reinado que, si ella la denunciara frente a la ley, la mentira gritaría que es una perseguida política, utilizaría el aparato judicial corrompido que colocó ahí años atrás para preservarla; la verdad sabe que la frase y que la nación me lo demande tendría un verdadero propósito de justicia, las palabras poseerían consecuencias. En un reino de la mentira, la verdad no puede ser su súbdita, sino todo lo contrario.

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La sudcaliforneidad, esa cosa amorfa más parecida a la xenofobia

El librero

Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Esa cosa tan vacua como la identidad, de la que han escrito y hablado innumerables historiadores, investigadores, sociólogos, escritores y poetas, en realidad es la búsqueda exasperada del espejo donde podamos vernos, aunque ello implique que en él veamos imágenes de nosotros o de otros que no nos gusten. Esa identidad es un grupo de características que le son propias a una persona o a varias y que las hace distinguirse del resto, es decir, tener una propia cara o una creencia de lo que se es o no. Nuestro espacio vital se construye a partir de lo que pensamos o imaginamos de él y nos lo apropiamos para sentirnos seguros, que nos dé un sentido de pertenencia. La identidad creada, buscada, definida por académicos e intelectuales no tiene, bajo ninguna circunstancia, el propósito de dividir, excluir o marginar a nadie, sino que, muy al contrario, busca que en la diferencia individual y colectiva podamos reconocernos en la otredad.

En estos días se detonó un escándalo porque una intelectual nacionalizada mexicana, la activista de derechos humanos y doctora Mónica Jasis, de origen argentino, pero radicada en nuestro país desde hace casi cincuenta años y más de treinta en Baja California Sur, dio un discurso en el Congreso Estatal, invitada por diputados locales con motivo de la conversión de territorio a estado. De pronto se revivió, como un reguero de pólvora, la identidad sudcaliforniana para atacar a la doctora sin miramientos, bajo el lema de que no era de aquí y que había otros u otras que más lo merecían porque aquí nacieron y tienen arraigo y que son dueños hasta del aire que se respira.

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El origen de tal afrenta es eminentemente política y proviene de la oposición, sorprendentemente incluso de gente de izquierda. Quizá crean que con poner a la gente oriunda contra los foráneos van a conseguir votos electorales en un futuro. Nada más absurdo porque la mayoría en este estado ha venido de fuera a enriquecer nuestra cultura y a darle grandeza. Valerse de que sus apellidos son originarios o que nacieron aquí y que por lo tanto tienen más derechos que otros son en verdad pueril. Me imagino que todos ellos deben saber que ninguno es descendiente de guaycuras, pericús o cochimís, porque esos pueblos desaparecieron con la llegada de los españoles, esos de quienes sí somos descendientes… y que, si me apuran un poco, todos nosotros somos responsables de algún modo de ese genocidio cometido contra esas tribus. Para que más les guste.

Según ese libro de Pablo L. Martínez llamado Guía familiar de Baja California, mi familia, los Márquez, son de las primeras familias criollas —después de que desaparecieron los pueblos originarios— y que pertenecían a los elementos militares que iniciaron las primeras familias sin raíz indígena. Esas primeras tres familias fueron los Rodríguez, los Márquez y los Arce. Pablo L. Martínez menciona en su libro que el apellido Márquez fue originado por Nicolás Márquez, un soldado siciliano que arribó junto con Salvatierra allá en 1697 y que se encuentra muy difundido, aunque la mayor parte de sus descendientes son ya mestizos. Se trata, pues, de un apellido añejo que está ligado al general José Manuel María Márquez de León —de quien por cierto estoy escribiendo una novela—, nacido en San Antonio, B.C.S, de donde era mi madre y de donde es la mayor parte de mi familia materna. Mi familia paterna es otro asunto, pero que pertenece a la historia de Baja California Norte, de Tecate, específicamente.

¿Por qué hago mención de eso? Para demostrar que es inadmisible manejar el espacio geográfico, el apellido o las actividades humanas como privilegios que nos dan derecho a excluir, donde solo caben mis intereses, porque aquí solo mis chicharrones truenan y que por eso voy a salir a defender mi sudcaliforneidad basado en esos datos registrados por Pablo L. Martínez y por una fecha equis donde se le dio categoría de estado a un territorio habitado por foráneos después del asesinato y exterminio de sus pueblos nativos. Si nos ponemos radicales y exigentes los Márquez tienen más tiempo sobre esta tierra, más que muchos que no nacieron aquí pero que crecieron y se formaron en este semidesierto y que a ellos jamás se les ha cuestionado que no pertenezcan a la sucaliforneidad. Pura hipocresía, pues. Alegar identidad es hablarle al abismo. Argumentar así habla más de los miedos que de una sana convivencia.

Por otro lado, no estoy de acuerdo en el uso de la xenofobia como pretexto para defender la identidad sudcaliforniana, esa cosa tan etérea y ambigua que han construido a base de prejuicios y afanes como si fuera una franquicia. Me hace pensar que debemos ser más grandes que nuestras reducidas y limitadas formas de ver la realidad, más allá de la cortina de la choya de la que hablaron los jóvenes de los setenta. Propongo que no lo hagamos, que nadie merece ser atacado/a por circunstancias extrageográficas porque todos tenemos derecho a la migración en nuestra patria y en nuestro planeta, a ser felices y a no tener miedo en el lugar donde vivimos, que es el sitio donde nos desarrollarnos en todos los sentidos. Demostremos nuestra grandeza en la solidaridad y la capacidad de madurar nuestras diferencias. Porque francamente esta actitud no ayuda, sino que nos regresa a varias décadas atrás.

Sí, con tristeza veo que existen fachoyeros/as xenofóbicos/as en BCS, porque de pronto el no nació aquí pasa como sentido identitario para descalificar a quien participa en la vida pública de BCS por no ser de este lugar, pero que, por derecho, como es el caso de Mónica Jasis, tiene su ciudadanía mexicana bien ganada y plantada. La actitud de quienes promueven y aluden a un sentido de sudcaliforneidad como apropiación identitaria es lamentable. Eso se llama, les guste o no, lo nieguen o no, XENOFOBIA. Todos los argumentos vertidos para defender su identidad y rechazar al otro, es xenofobia, término que viene del griego, compuesto por xénos (extranjero) y phóbos (miedo). Esa palabrita, retuérzanse, hace referencia al odio, recelo, hostilidad y rechazo hacia los extranjeros.

¿Por qué esa descalificación a Mónica Jasis por parte de connotados intelectuales locales y con arraigo? Si, como dicen, está legítimamente radicada en BCS, ¿por qué el cuestionamiento entonces?, ¿por qué el menosprecio? ¿No es acaso ella ciudadana libre y auténticamente mexicana y sudcaliforniana para ser invitada? ¿O BCS solo es para unos cuantos con sangre de nacimiento? ¿Alguno/a de ellos quería dar ese discurso o cómo? ¿No resulta injusto que se reclame a alguien que evidentemente no conocen ni su trayectoria ni su trabajo? ¿Entonces ser sudcaliforniano/a tiene un carácter de exclusividad, como en esos años oscuros en muchas partes del mundo donde solo se admitían a blancos pero no a negros o indígenas, o negar la ciudadanía y perseguirla por ser comunista o católico o musulmán o budista o boliviano o venezolano o aun argentino? ¿En serio quieren que los que no son de aquí sean relegados en un apartheid choyero, donde los verdaderos sudcalifornanos reinen como una aristocracia o una élite racial a la que no le importa el sentimiento ni la vida de los demás? ¿Ese es su nivel de análisis y capacidad para ser empáticos con el otro?

No es justo que para que seamos aceptados casi debamos traer el acta de nacimiento pegada al pecho, como en aquella novela de Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata, publicada en 1850 y situada en la rígida Nueva Inglaterra a inicios del siglo XVII y que nos cuenta la historia de una mujer acusada de adulterio por tener una hija con un hombre con el que no se casó y que por ello es condenada a portar en el pecho la letra A, en rojo. Nadie tiene el arbitrio de pasar por encima de nuestros derechos, sean personas de afuera o de adentro. El discurso de yo no soy xenofóbico, pero… o yo reconozco la trayectoria de Jasis, pero hay otros que tienen más derecho solo demuestra que no hemos madurado socialmente, que estamos más movidos por nuestras emociones primarias —tan parecidas al fascismo o al fanatismo— que, por los altos principios, los razonamientos, nuestra cultura que nos hacen más humanos. Ninguna civilización se hizo sola, todas recibieron influencia de la inmigración y emigración de otras tantas y que gracias a eso pudimos conocer y heredar a los sumerios, a los egipcios, a los griegos y a los romanos, por mencionar unos cuantos. Tenochtitlan tampoco se hizo por generación espontánea. Tal vez habrá que escribir La letra escarlata choyera para señalar y describir el puritanismo de quienes se rasgan las vestiduras desde un pensamiento supuestamente de izquierda. De los conservadores ya ni hablamos: ellos gustosos nos quemarían con leña verde en el malecón.

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Octavio Paz era un político de derechas… Sí, pero Ovidio

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Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). León Krauze celebra el 75 cumpleaños de su padre, Enrique Krauze, y para asentar la gran influencia que ha tenido en el pensamiento intelectual mexicano, hace un artículo para decir que su progenitor tenía razón con respecto a las conjeturas —en realidad profecías porque les acomoda más sentirse profetas— que escribió contra el hoy presidente Andrés Manuel López Obrador en decenas de escritos, especialmente en su insufrible artículo donde lo tacha de ser un mesías tropical; por supuesto, también incluye su obsesivo afán de acusarlo y culparlo de todo, cosa que les ha servido para vivir de la figura del político tabasqueño. Atacarlo es su pasión y muy rentable.

No obstante, pareciera que el alcance de sus escritos se reduce a sus círculos cercanos y que comparten la misma antipatía —por decir lo menos— contra el de Tepetitán, porque no han logrado crear una narrativa contundente para derrotarlo; quizás eso se deba a que solo se leen entre ellos. Hicieron carrera intelectual primero dándole razón y sustento histórico al neoliberalismo y sus líderes —aunque se hayan apegado al constructo de, el fin de la historia fukuyamista, hacían historia por negocio—, y luego descubrieron que podían hacer una carrera lucrativa destruyendo opositores, en particular con la figura de AMLO, sujeto de la historia que hizo sentir amenazada a la élite económica-política. Había que hacer de ese personaje un espantajo social.

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¿Qué hicieron los políticos panistas y priistas para neutralizar la influencia de AMLO en las bases sociales, el pueblo de México?, pues apostarle al prestigio que la mafia cultural de Krauze y Aguilar Camín construyeron desde la década de los 80, primero con un incuestionable Octavio Paz y luego como dos bandos supuestamente opuestos —el PRIAN intelectual—: los liberales de la revista Letras Libres, herederos de Paz —que les dejó un sustentáculo amplio advirtiéndonos de los peligros del populismo y de los beneficios de la modernidad representada en ese entonces por Carlos Salinas de Gortari y el PRI, que aunque era una hegemonía de partido, para nada era una dictadura perfecta ni mucho menos dictablanda, querido Enrique—. Y los de Nexos, la izquierda buenaondita que coptó a un gran número de intelectuales progres. ¿Quién mejor que ellos, herederos del premio nobel de literatura, para desactivar a un populista?

Así, la fusión de esos dos bandos les permitió desarmar —según ellos— a posibles antagonistas que eran líderes de luchas sociales y presentaron a la verdadera izquierda como locos, intransigentes, violentos, irracionales, ignorantes y salvajes —es decir, AMLO y sus pejezombies que siguen al mesías—. De esa forma dominaron el escenario político-cultural durante casi cuarenta años. Que el cachorro Krauze defienda a su padre solo habla de que el otoño del patriarca es inminente y el olvido intelectual será el descargo que el pueblo de México y sus luchas le tendrá reservado.

Por otro lado, sé que algunos tratan de salvar y no relacionar a Octavio Paz por las ligaduras que tenía con el PRI, con el partido de Estado, y de cómo ambos congeniaban y se beneficiaban mutuamente. Muchos quieren excluirlo de los intelectuales orgánicos —Nexos y Vuelta (hoy Letras Libres)— que acapararon todo durante el neoliberalismo: becas, premios, viajes, estudios en el extranjero, embajadas, altos puestos culturales, publicaciones; fama, prestigio y privilegios: en suma. Pocos hablan de que Octavio Paz fue uno de los que avaló el fraude del 88, e igual que lo hizo Krauze y Aguilar Camín desde 2006 contra AMLO, Paz también escribió contra los disidentes dentro del PRI, haciendo de Cuauhtémoc Cárdenas un demonio al que había que derrocar cuanto antes porque el decente era Carlos Salinas de Gortari:

[El neocardenismo] no es un movimiento político moderno, aunque sea otras muchas cosas, unas valiosas, otras deleznables y nocivas: descontento popular, aspiración a la democracia, desatada ambición de varios líderes, demagogia y populismo; adoración al padre terrible: el Estado y, en fin, nostalgia por una tradición histórica respetable pero que treinta años de incienso del PRI y de los gobiernos han embalsamado en una leyenda piadosa: Lázaro Cárdenas.

Y agreguemos el oscuro objeto del deseo por las monarquías que en algún rincón del poeta laureado se ocultaba. Octavio Paz fue como uno de esos abajofirmantes de hoy, pero en de la década de los 80 y que dieron sustento al naciente neoliberalismo. Resulta curioso que por todo lo que significa Paz en el mundo literario, una enorme obra, la parte política suele ser tocada con pinzas porque ante una crítica cualquiera por sus posturas y esa relación permanente que tuvo con el PRI, salen Tirios y Troyanos a decir: Paz no necesita que se le reivindique porque su obra es más grande que él, como si fuera un santo, un no-humano al que no se le puede señalar cómo participó en la vida pública del país, el cómo influía, el peso político que cargaba, la narrativa intelectual que construyó para demeritar a las izquierdas poniendo un discurso de derechas disfrazado de una supuesta tradición liberal que se proyectaba hacia la modernidad —es decir, el naciente neoliberalismo económico—. Tal como esos de las redes sociales que salen a contrarrestar cualquier comentario que beneficie al de Tabasco: Sí, pero Ovidio.

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