El último liberal: Márquez de León frente al poder y la traición

Tierra Incógnita

Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). José Manuel María Márquez de León nació el 5 de marzo de 1822 en el poblado minero de San Antonio, situado al Sur de la península de Baja California, en el actual estado de Baja California Sur. Proveniente de una región de carácter rural y minero, su entorno desde el nacimiento estuvo marcado por el trabajo duro, la vida austera y una cercanía cotidiana con los desafíos propios de un territorio aislado y poco articulado al resto de la República Mexicana.

Su infancia y adolescencia transcurrieron en el poblado de Todos Santos, una comunidad cercana a su lugar de nacimiento, que fue fundamental en la conformación de su carácter. En este ámbito local, el joven Márquez de León desarrolló una temprana conciencia sobre las condiciones de vida de su tierra natal, sobre las dificultades que enfrentaban sus habitantes y sobre la necesidad de defender la soberanía del territorio frente a las amenazas externas e internas. La educación formal en la península durante la primera mitad del siglo XIX era limitada; sin embargo, Márquez de León cultivó una formación autodidacta, alentado por su entorno familiar y social. Mostró desde muy joven una notable inclinación hacia las armas, la disciplina militar y la vida pública, elementos que confluirían más adelante en su sólida vocación política y patriótica.

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A la edad de 21 años, movido por este profundo sentido de servicio a la nación y por el deseo de formación militar, ingresó a la Marina Nacional, uno de los pocos cuerpos armados disponibles entonces para mexicanos con aspiraciones de carrera castrense. Fue asignado como Segundo Comandante de la goleta Anáhuac, embarcación que lo introdujo de lleno a la vida naval y que representó su primer destino oficial dentro de la estructura de la Marina de Guerra.

El paso por la Anáhuac le permitió familiarizarse con el funcionamiento táctico y operativo de las fuerzas navales, al mismo tiempo que lo puso en contacto con otras regiones del Pacífico Mexicano, particularmente el puerto de Mazatlán, desde donde, poco tiempo después, iniciaría su participación activa en los conflictos bélicos que marcarían la historia del siglo XIX en México.

Participación en la guerra contra Estados Unidos (1846–1848)

La destacada participación de José Manuel María Márquez de León en la guerra entre México y los Estados Unidos (1846–1848) representó la consolidación de su carácter como militar comprometido con la defensa de la soberanía nacional. Este conflicto, desencadenado por la invasión estadounidense y la pretensión de anexarse vastos territorios del Norte Mexicano, encontró en Márquez de León a uno de sus más valientes y decididos defensores, especialmente en el litoral del Pacífico.

Desde su posición como oficial de la Marina de Guerra Nacional, y específicamente durante su destacamento en el puerto de Mazatlán, Márquez de León participó en diversos combates clave en la defensa de la costa Noroeste. Destacan, entre ellos, las acciones desarrolladas en los frentes de Olas Altas, Puerto Viejo y Urías, donde mostró habilidades tácticas y gran valentía en el enfrentamiento directo con las fuerzas estadounidenses que intentaban ocupar puntos estratégicos de acceso marítimo.

Una de las hazañas más notables de este periodo fue la captura de la embarcación Natalia, procedente de Valparaíso, Chile, y con destino a las fuerzas estadounidenses. Esta nave transportaba enseres y suministros destinados al ejército enemigo, por lo que su aprehensión constituyó una victoria militar y un golpe logístico que afectó la operatividad del invasor.  Asimismo, en este mismo periodo, enfrentó la amenaza del comodoro estadounidense Thomas Catesby Jones, quien pretendía anexarse por la fuerza la península de Baja California. Márquez de León organizó una expedición para apoyar a las fuerzas rebeldes que luchaban en este territorio. Por sus actos de heroísmo y eficacia en el campo de batalla, le fueron otorgados dos ascensos militares, reflejo del reconocimiento institucional por sus méritos en combate y su conducta ejemplar.

Concluida la guerra en 1848, y tras haber prestado servicio con honor y distinción, Márquez de León se retiró temporalmente de las actividades castrenses. Decidió entonces regresar a su tierra natal, instalándose primero en Todos Santos y más tarde en San Antonio, donde emprendió diversas actividades productivas. Se dedicó a la minería, la agricultura y el comercio, industrias fundamentales para la economía regional en ese periodo. En la explotación minera de San Antonio logró reunir una considerable fortuna, la cual, lejos de destinar a fines personales, empleó posteriormente al servicio de la nación, financiando movimientos armados patrióticos y organizando fuerzas civiles en momentos de amenaza para el orden republicano.

Lucha contra el filibusterismo y papel en la Guerra de Reforma (1853–1860)

Durante el convulso periodo comprendido entre 1853 y 1860, José Manuel María Márquez de León reafirmó su papel como defensor de la soberanía nacional y de los principios republicanos, enfrentando tanto amenazas extranjeras como conflictos internos que pusieron en riesgo el proyecto liberal en México.

Uno de los momentos más destacados de esta etapa fue su participación decisiva en la defensa del puerto de La Paz contra la invasión filibustera de William Walker, en 1853. Walker, aventurero estadounidense con aspiraciones expansionistas, desembarcó en Baja California con la intención de establecer una república esclavista independiente bajo la bandera de la supremacía anglosajona. Ante esta amenaza directa a la integridad nacional, Márquez de León se alzó como uno de los principales líderes civiles y militares en la resistencia sudcaliforniana, organizando fuerzas locales para repeler a los invasores.

En reconocimiento a su patriotismo y capacidades políticas, fue electo diputado al Congreso Constituyente de 1856–1857, órgano encargado de redactar una nueva carta magna para el país. Desde esta tribuna, Márquez de León defendió con firmeza los postulados liberales que habrían de quedar plasmados en la Constitución de 1857, especialmente aquellos relacionados con la organización republicana del Estado, la soberanía popular y las garantías individuales.

Como parte de su contribución al fortalecimiento del liberalismo armado, organizó y financió la creación del Batallón “Cazadores de California”, una unidad militar compuesta por elementos sudcalifornianos leales a la causa republicana. Este cuerpo, con disciplina y eficacia, intervino en diversos escenarios de la guerra civil que enfrentó a liberales y conservadores a partir del estallido del Plan de Tacubaya en diciembre de 1857, promovido por el general Félix Zuloaga en un intento por derogar la Constitución y restaurar el régimen conservador.

Márquez de León se alineó sin titubeos con los sectores liberales constitucionalistas, oponiéndose al golpe conservador e integrando las fuerzas republicanas del interior del país. En este periodo, asumió el grado de coronel de la Guardia Nacional, desde donde coordinó acciones militares en defensa del orden constitucional, participando en diversas campañas y colaborando con las autoridades federales leales al gobierno del presidente Benito Juárez.

Defensa de la República durante la Intervención Francesa (1861–1867)

La etapa comprendida entre 1861 y 1867 marcó uno de los momentos más significativos y gloriosos en la vida de José Manuel María Márquez de León, al consolidarse como un líder militar republicano de primera línea durante la Intervención Francesa y la imposición del Segundo Imperio Mexicano.

Ante la amenaza del expansionismo europeo en México, el presidente Benito Juárez, en uso de sus facultades extraordinarias, designó a Márquez de León como gobernador y comandante militar del Estado de Sinaloa. Esta doble investidura le confería amplias atribuciones políticas y militares en una región estratégica del Noroeste Mexicano, particularmente ante el avance de las tropas intervencionistas por el Pacífico y su intención de controlar puertos como Mazatlán.

Desde esa posición, organizó la resistencia republicana en Sinaloa, articulando fuerzas regulares y voluntarios, reforzando los cuerpos civiles armados y coordinando operaciones conjuntas con líderes liberales de entidades vecinas. Su capacidad como estratega se desplegó en diversos frentes, con una presencia activa en los combates de Durango, Jalisco y la Sierra Madre Occidental, regiones que durante la ocupación francesa se convirtieron en bastiones insurgentes ante el avance imperialista. Márquez de León no sólo comandaba tropas: también garantizaba el abasto, el orden interno, la moral combativa y la fidelidad ideológica a los principios de la República.

Su participación se distinguió en batallas clave que marcaron la recuperación del territorio nacional. En Mazatlán, en 1866, se enfrentó de manera directa a las fuerzas aliadas al Imperio, logrando importantes avances en la liberación de la ciudad. Asimismo, combatió en escenarios como Zamora, Querétaro, Mascota y Segundo Cielo, lugares donde los republicanos ofrecieron resistencia heroica frente a tropas mejor equipadas y entrenadas.

Durante estas campañas, entabló una estrecha amistad con el general Porfirio Díaz, quien, al igual que Márquez de León, representaba a la nueva generación de militares liberales que se forjaban en el campo de batalla y que sostenían al país en sus horas más críticas. Esta relación, construida en el frente de guerra y basada en la afinidad política, la confianza táctica y la comunión ideológica, sería determinante en la etapa posterior de su vida pública.

Carrera política y conflicto con el porfirismo (1867–1879)

Tras la restauración de la República en 1867, Márquez de León transitó del campo de batalla al escenario político, consolidándose como una figura de alto prestigio dentro del liberalismo triunfante. Su reputación como militar leal a la causa juarista y defensor de la soberanía nacional lo proyectó hacia funciones públicas de importancia estratégica, tanto en el Congreso como en la administración militar del noroeste del país.

Fue electo diputado por el V Distrito de Sinaloa, cargo que desempeñó hasta 1871, desde el cual promovió una agenda liberal orientada al fortalecimiento de las instituciones republicanas, la descentralización del poder y la organización de las regiones más alejadas del centro político nacional. Su visión política, profundamente influenciada por el ideario federalista, lo llevó a defender la necesidad de reconocer la autonomía administrativa de los estados y garantizar las libertades individuales consagradas en la Constitución de 1857.

Simultáneamente, fue nombrado Jefe de la División de Occidente y comandante militar de las plazas de Sinaloa, Sonora y Baja California, cargos en los que desplegó su experiencia militar para consolidar la presencia del Estado en regiones donde el poder federal era aún precario. Su labor incluyó no sólo la defensa del territorio, sino también la pacificación de zonas conflictivas, la organización de las milicias locales y la supervisión de los mandos militares subordinados.

A pesar de su fidelidad al proyecto republicano, Márquez de León cuestionó la reelección de Benito Juárez en 1871, considerándola contraria al espíritu de renovación democrática del liberalismo. Por esta razón, se adhirió inicialmente al Plan de La Noria, proclamado por Porfirio Díaz, cuyo objetivo era impedir la continuidad de Juárez en el poder. Aunque el movimiento fue derrotado, esta adhesión temprana reveló la preocupación de Márquez de León por los signos de centralismo y permanencia prolongada en el poder, rasgos que consideraba antitéticos al ideal republicano.

La misma lógica lo llevó, años más tarde, a apoyar el Plan de Tuxtepec, también encabezado por Díaz, ahora contra la reelección de Sebastián Lerdo de Tejada. El plan proclamaba la no reelección presidencial como principio fundamental, y prometía restaurar la legalidad y depurar la administración pública. Márquez de León creyó en esos postulados y brindó su respaldo al levantamiento tuxtepecano, convencido de que se trataba de un nuevo intento por salvaguardar el espíritu democrático de la Constitución liberal.

En reconocimiento a su lealtad, Porfirio Díaz —una vez en el poder— le otorgó dos cargos de relevancia estratégica: lo nombró encargado de la Aduana de San Blas, uno de los puntos clave del comercio en el Pacífico, y posteriormente lo designó Comandante General del Mar del Sur, función que le confería autoridad sobre las fuerzas navales y costeras de la región. Estos nombramientos, sin embargo, pronto revelaron una distancia ideológica creciente entre ambos hombres.

A medida que el régimen de Díaz se consolidaba, Márquez de León advirtió un progresivo alejamiento de los principios fundacionales del Plan de Tuxtepec, particularmente el de la no reelección. El nuevo gobierno, lejos de promover una República auténticamente liberal y representativa, comenzó a dar señales de centralismo autoritario, represión de la disidencia y subordinación del poder legislativo al ejecutivo. Márquez de León, fiel a sus convicciones, rompió públicamente con Porfirio Díaz, acusándolo de traicionar la causa que decía defender.

Su crítica fue especialmente virulenta porque provenía no de un opositor externo, sino de uno de sus antiguos aliados militares y políticos, un hombre que había luchado junto a Díaz durante la Intervención Francesa y que había arriesgado su capital, su prestigio y su vida por defender el orden republicano. Para Márquez de León, el nuevo porfirismo representaba una regresión peligrosa hacia formas de gobierno autoritario, disfrazadas de legalidad, que instrumentalizaban la Constitución sin respetar sus principios esenciales.

Rebelión liberal: El Plan Revolucionario de El Triunfo (1879–1880)

La ruptura definitiva entre José Manuel María Márquez de León y el régimen porfirista tomó forma concreta y combativa con la proclamación del Plan Revolucionario de El Triunfo, el 22 de noviembre de 1879, en la localidad minera de El Triunfo, ubicada en el entonces Territorio de Baja California. Este documento constituyó una acusación ética y política contra el gobierno de Porfirio Díaz, al que Márquez de León consideraba ilegítimo, centralista y traidor a los principios republicanos y antirreeleccionistas del Plan de Tuxtepec, que él mismo había apoyado unos años atrás.

Desde El Triunfo, donde contaba con simpatías populares y prestigio personal, Márquez de León encabezó una insurrección armada en nombre del liberalismo democrático y del respeto a la Constitución de 1857. Reunió a civiles, mineros, campesinos y antiguos militantes republicanos, estableciendo una base de operaciones en el Sur de la península. En un acto de organización institucional, tomó el puerto de La Paz, capital del territorio, y designó como Jefe Político a su sobrino Clodomiro Cota, un joven también identificado con los ideales liberales y comprometido con el movimiento revolucionario. Este acto fue más que simbólico: fue una declaración de soberanía popular frente al régimen porfirista, al cual se le negaba autoridad moral y política sobre los sudcalifornianos.

Sin embargo, la respuesta del gobierno federal no se hizo esperar. El presidente Díaz envió una expedición militar encabezada por el general Lorenzo Torres y, posteriormente, al general Higinio Carbó, con el propósito de sofocar la rebelión. A pesar de la organización y el fervor popular de los insurgentes, el movimiento carecía de recursos bélicos suficientes para sostener una resistencia prolongada frente al ejército regular. En consecuencia, Márquez de León se vio obligado a abandonar La Paz y retirarse al interior del territorio, desplazándose hacia el norte con el objetivo de reorganizarse y mantener viva la causa.

Durante su huida, el veterano liberal mantuvo una serie de escaramuzas, siendo las más relevantes las ocurridas en Los Algodones (territorio del actual Valle de Mexicali) y en Ures, Sonora, donde encontró resistencia de las fuerzas federales. Aunque sus acciones no lograron revertir la superioridad militar del gobierno, demostraron la persistencia de su espíritu combativo y su negativa a rendirse ante un poder que consideraba ilegítimo. Para Márquez de León, el exilio era preferible a la claudicación, y la resistencia moral equivalía al cumplimiento de su deber como patriota.

Finalmente, tras la derrota de su movimiento en tierra mexicana, se vio forzado a exiliarse por segunda vez en su vida en los Estados Unidos, estableciéndose en San Francisco, California, entre 1880 y 1884. Durante este periodo de expatriación, vivió en condiciones económicas modestas, pero mantuvo una vida activa en el plano intelectual y político. Desde el exilio escribió, reflexionó y denunció la consolidación del régimen porfirista, preparando el terreno para sus posteriores obras críticas y filosóficas, que verían la luz tras su retorno a México años después.

Retiro, escritura y muerte (1884–1890)

Después de cuatro años de exilio en la ciudad de San Francisco, California, y tras el fracaso militar de la insurrección liberal del Plan de El Triunfo, José Manuel María Márquez de León recibió en 1884 el beneficio de la amnistía otorgada por el gobierno de Porfirio Díaz, lo que le permitió regresar a México en condiciones de relativa seguridad. Este retorno no supuso una reconciliación política con el régimen, pues Márquez de León nunca renunció a su postura crítica ni a sus convicciones liberales; sin embargo, sí marcó el inicio de su retiro de la vida pública y su tránsito hacia la reflexión intelectual y el testimonio escrito.

Durante sus últimos años de vida, se dedicó a la redacción de obras de carácter filosófico, político y moral, que sintetizan su pensamiento como hombre de Estado, militar republicano y ciudadano ético. En 1885, publicó el volumen titulado En mis ratos de soledad, una obra que constituye una profunda meditación sobre los principios del liberalismo, el sentido del deber, la moral republicana y el destino de México como nación soberana. Este libro, alejado de la retórica bélica y del discurso ideológico inmediato, ofrece una visión madura y reposada de los ideales que guiaron toda su trayectoria, revelando además una notable formación autodidacta, capacidad analítica y hondura moral.

De especial importancia resulta también la redacción de su texto Don Benito Juárez a la luz de la verdad, una obra crítica en la que expresa su decepción hacia el rumbo tomado por el liberalismo institucionalizado tras la muerte de Juárez. Si bien reconocía al Benemérito de las Américas como una figura central en la defensa de la República, Márquez de León no ocultaba su incomodidad frente al culto excesivo a su figura y, sobre todo, frente a la tergiversación de sus principios por parte de quienes se proclamaban sus herederos políticos. Este ensayo constituye un valioso testimonio del debate interno entre distintas corrientes del liberalismo decimonónico, así como una advertencia sobre los peligros de la concentración del poder y la traición a los ideales fundacionales.

Su retiro fue austero, pero no silencioso. Vivía rodeado de sus libros, notas, reflexiones y recuerdos, conservando una actitud vigilante frente al devenir del país. Fue hasta el último momento un republicano convencido, profundamente comprometido con la verdad, la justicia y el deber cívico.

El 27 de julio de 1890, falleció en la Ciudad de México, víctima de un enfisema pulmonar. Su muerte pasó sin honores oficiales, en parte por su posición crítica frente al gobierno de Díaz, pero fue profundamente sentida en los círculos liberales y en su tierra natal, donde su legado comenzaba a ser reconocido con más fuerza. Su figura quedó entonces inscrita como la de un hombre íntegro, combatiente incansable y pensador lúcido, cuya vida fue consagrada al servicio de la patria, no desde el acomodo, sino desde la convicción y el sacrificio.

Décadas más tarde, en 1985, sus restos fueron trasladados con honores a la Rotonda de los Sudcalifornianos Ilustres, en la ciudad de La Paz, Baja California Sur, donde hoy reposan como símbolo de la gratitud y el reconocimiento de su pueblo. Este acto constituyó una reparación histórica y una consagración póstuma a quien, en vida, luchó sin descanso por los ideales de libertad, legalidad y soberanía, y cuyo nombre permanece como uno de los más insignes en la historia política y militar de México en el siglo XIX.

 

Referencias:

http://www.cultura.pri.org.mx/SabiasQue/Sabias.aspx?y=2795

https://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_M%C3%A1rquez_de_Le%C3%B3n

http://www.sudcalifornios.com/item/personajes-celebres-sudcalifornios-manuel-marquez-de-leon

https://oem.com.mx/elsudcaliforniano/analisis/manuel-marquez-de-leon-paradigma-de-la-sudcalifornidad-19958994

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La última batalla del General José Antonio Mijares en San José del Cabo

FOTOS: Modesto Peralta Delgado | IA.

Vientos de Pueblo

José Luis Cortés M.

 

San José del Cabo, Baja California Sur (BCS). En el susurro constante de los vientos que abrazan Baja California Sur, viaja una historia que se niega a desvanecerse entre las arenas del tiempo: la última batalla del General José Antonio Mijares en San José del Cabo. Fue un episodio que no solo defendió un territorio, sino que talló en la memoria el espíritu inquebrantable de un pueblo ante la adversidad. ¿Qué ocurrió aquel día? ¿Quién fue este hombre que apostó su vida por la patria? Y, sobre todo, ¿por qué su sacrificio sigue latiendo en el corazón de Los Cabos?

Era el 22 de enero de 1848. En plena Guerra de Intervención Estadounidense, San José del Cabo despertó como escenario de un combate decisivo. Las tropas estadounidenses, con su abrumadora superioridad en número y armas, avanzaban para adueñarse de la península. Frente a ellos, el General Mijares, un hombre curtido por la experiencia y guiado por un amor profundo a su tierra, se alzaba al mando de un puñado de soldados y voluntarios locales. La defensa era desigual, pero la convicción les infundía un coraje que ninguna metralla podía abatir.

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Mijares comprendía que aquella batalla no solo se libraba con pólvora, sino con la dignidad de un territorio distante y, tantas veces, olvidado por el centro del país. Defender San José del Cabo significaba resistir el olvido, sostener en alto la soberanía y la identidad. Y resistió. Resistieron todos. Pero el destino guardaba un precio: el General cayó en combate, ofrendando su vida para que el fuego de la esperanza no se extinguiera.

Los testimonios de la época evocan la valentía de aquellos hombres que, pese a la desventaja, retrasaron el avance enemigo y protegieron a su gente. La muerte de Mijares se volvió faro y semilla: símbolo de un heroísmo que trasciende generaciones. Hoy, su nombre recorre calles y plazas, y cada monumento que lo recuerda susurra al oído de quien pasa que la libertad solo florece donde hay coraje y unión.

¿Qué significado tiene esta historia para quienes hoy habitan Los Cabos? En un presente atravesado por la desigualdad y los desafíos cotidianos, el ejemplo de Mijares invita a reflexionar sobre la fuerza de la solidaridad y la necesidad de defender lo que es justo. La memoria no es un eco que se apaga en los libros: es viento de pueblo que empuja a enfrentar las nuevas batallas con el mismo tesón.

Porque San José del Cabo sigue librando combates distintos, pero no menos urgentes: la desigualdad en el acceso al agua, la presión del turismo que amenaza la esencia local, la lucha por conservar una identidad que no puede disolverse entre resorts y palmeras. En colonias populares y rancherías, el agua sigue siendo promesa, no derecho, y la justicia social se construye día tras día, como en la trinchera donde Mijares ofrendó su vida.

La defensa de aquel enero y la vida del General son un llamado: un susurro firme que nos invita a no rendirnos. Porque la memoria es semilla que, cuando se cuida, germina en dignidad. Preservar el sitio de la batalla, narrar su historia en las aulas y en los hogares, transmitirla como se transmiten los sueños más preciados: eso es resistir también.

Este relato, tejido con las voces que no se cansan de contar y la verdad que reposa en los archivos del tiempo, nos recuerda que la historia es presente. Que cada pueblo lleva en sus vientos la fuerza de su propio destino. La última batalla del General José Antonio Mijares no fue solo un enfrentamiento armado: es la metáfora viva de la resistencia y la esperanza que siguen soplando entre los muros, las calles y los corazones de San José del Cabo.

¿Quién fue, en verdad, José Antonio Mijares? ¿Qué legado dejó en este rincón del Sur? ¿Cómo podemos sostener su valentía para enfrentar nuestras propias batallas? Las preguntas, nacidas del ayer, siguen hoy como antorchas encendidas que nos invitan a no renunciar a la justicia ni al amor por nuestra tierra.

Porque en cada ráfaga que recorre Baja California Sur, también deben soplar la memoria y la esperanza de un pueblo que, pese a todo, no olvida ni se rinde.

 

Fuentes consultadas:

Archivo General de la Nación, México, sección Baja California Sur.

Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM).

Museo Regional de Baja California Sur, San José del Cabo.

Testimonios y relatos orales de habitantes de Los Cabos, 2024.

Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), Informe 2020.

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La historia de Rosaura Zapata Cano: Educadora de la nación

Tierra Incógnita

Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Nació el 23 de noviembre de 1876 en la ciudad de La Paz, ubicada en el entonces Territorio Sur de Baja California, hoy estado de Baja California Sur. Fue la hija primogénita de una familia marcada tanto por el rigor de la disciplina militar como por la fortaleza del carácter femenino. Su padre fue el capitán Claudio Zapata, quien en 1877 ocupó el cargo de jefe de armas de Baja California, posición que le confería un estatus de alta jerarquía dentro del aparato militar de la época. Su madre, Elena Cano Ruiz, era originaria del poblado de Mulegé, también en el Territorio Sur de Baja California.

Rosaura creció al lado de sus hermanos: Elena Zapata, con quien compartiría más adelante misiones educativas internacionales, y Enrique Zapata, del cual hay escasa información en los registros biográficos disponibles. La familia vivió los efectos de la movilidad militar, pues la figura paterna, por su actividad castrense, estaba frecuentemente ausente, situación que marcó la infancia de la joven Rosaura. Esta ausencia obligó a madre e hija a trasladarse a la Ciudad de México cuando Rosaura tenía apenas 3 años, con el objetivo de reunirse con el capitán Zapata y establecer una vida más estable en la capital del país.

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En la capital de la República, Rosaura recibió su formación básica y media superior. En 1898, ingresó a la Escuela Nacional para Profesores y, un año después, en 1899, obtuvo su título de profesora de educación primaria, siendo una de las pocas mujeres de su tiempo que accedían a una carrera profesional, en una época en la que la educación superior para las mujeres aún era restringida en México. Más adelante, impulsada por un deseo profundo de perfeccionamiento intelectual, cursó Psicología Educativa y Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de México, institución que posteriormente sería conocida como la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Formación internacional y fundación del preescolar en México

Su carrera dio un giro definitivo en 1902, cuando fue seleccionada por el gobierno porfirista para emprender una misión pedagógica al extranjero. Este nombramiento fue parte de una estrategia impulsada desde la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, liderada por Justo Sierra, con el fin de consolidar un sistema educativo nacional de inspiración moderna y científica.

Ese mismo año, Rosaura Zapata y su hermana Elena, junto con otras destacadas educadoras, viajaron a San Francisco, Nueva York y Boston con el objetivo de estudiar el funcionamiento de los «Kindergartens» o escuelas de párvulos, que representaban una innovación educativa aún desconocida en gran parte del continente americano. Este viaje marcó el inicio de una etapa formativa fundamental en la vida de la profesora Zapata.

Su preparación no se limitó a Estados Unidos. En calidad de misionera pedagógica del gobierno mexicano, entre 1902 y 1906, Rosaura Zapata fue enviada a Europa para observar y estudiar los sistemas de enseñanza preescolar más avanzados del momento. Durante esta estancia académica, visitó jardines de niños en Alemania, Francia, Bélgica, Suiza e Inglaterra, donde profundizó en las teorías y métodos de los grandes pedagogos Johann Heinrich Pestalozzi y Friedrich Fröbel, cuyas filosofías educativas se centraban en el juego como medio de aprendizaje, el desarrollo integral del niño y la importancia del entorno en el proceso formativo.

Regresó a México en 1904, acompañada de la también educadora Estefanía Castañeda, con quien compartía una visión progresista de la infancia. Ambas mujeres fueron designadas directoras de los dos primeros jardines de niños del país: Zapata estuvo al frente del jardín «Enrique Pestalozzi», ubicado en la esquina de las calles de Sor Juana Inés de la Cruz y Chopo, mientras que Castañeda dirigió el «Federico Froebel», en Paseo Nuevo No. 92.

Estos jardines no sólo representaban una innovación pedagógica, sino un acto de transformación social. Se trataba de crear un espacio nuevo para la niñez mexicana: uno que no replicara el modelo escolar rígido, sino que propiciara el juego, la creatividad, la socialización, el desarrollo emocional y físico en una atmósfera de libertad guiada por normas de convivencia. Zapata elaboró programas, diseñó materiales didácticos, ideó juegos, seleccionó libros y capacitó a las primeras generaciones de educadoras que habrían de formar parte de este naciente sistema nacional de enseñanza preescolar.

El desafío era monumental. A principios del siglo XX, México era un país profundamente desigual. Muchas familias vivían en condiciones de pobreza extrema y apenas podían sostener la educación primaria de sus hijos. A ello se sumaba la escasa valoración del juego como herramienta pedagógica y la idea todavía dominante de que las mujeres debían dedicarse únicamente al hogar. En este contexto, el proyecto de los jardines de niños enfrentó resistencias culturales, sociales y políticas. Sin embargo, la perseverancia, inteligencia táctica y liderazgo pedagógico de Rosaura Zapata permitieron que la semilla germinara, y que, en pocos años, la educación preescolar comenzara a tener una presencia real en las principales ciudades del país.

En 1907, con el propósito de difundir y debatir la doctrina pedagógica de los jardines de niños, fundó la revista Kindergarten, la primera en su género en México. En este medio publicó diversos artículos en los que explicaba la importancia de la educación temprana como base del desarrollo de la personalidad y la inteligencia infantil. Más adelante también colaboró en la revista El Maestro, publicación promovida por José Vasconcelos durante su gestión en la Secretaría de Educación Pública.

Para 1910, la maestra Zapata ya era una figura reconocida en los círculos educativos de la capital. Fue invitada a impartir clases en la Escuela Normal para Maestras, donde dictó un curso especial sobre Metodología del Kindergarten, basado en sus experiencias adquiridas en Europa. Esta cátedra tuvo un enorme impacto en la profesionalización de las futuras educadoras del país, ya que, hasta entonces, la pedagogía infantil apenas era tratada de forma marginal en los programas de formación docente.

Sin embargo, La Revolución Mexicana (1910–1921) vino a alterar el rumbo de sus esfuerzos. El país se sumió en el caos político y social, lo que obligó a muchas instituciones educativas a suspender actividades. Aun así, Zapata no detuvo su labor: en 1915, fue localizada en el puerto de Veracruz, donde logró convencer a Venustiano Carranza, jefe del Ejército Constitucionalista, de la importancia de su proyecto educativo. Con su apoyo y el del entonces gobernador del estado, general Cándido Aguilar, fundó el jardín de niños “Josefa Ortiz de Domínguez”, el primero en la entidad y uno de los primeros fuera de la capital.

Activismo pedagógico y expansión nacional

Posteriormente, ya en la etapa posrevolucionaria, la profesora Zapata sería clave en la articulación del nuevo proyecto educativo nacional impulsado por la Secretaría de Educación Pública, creada en 1921. En 1926, fue designada Inspectora de los Jardines de Niños del Distrito Federal. Dos años después, en 1928, alcanzó el cargo de Inspectora General de Jardines de Niños, desde el cual instauró el sistema nacional de enseñanza preescolar. Su labor fue crucial para establecer un marco institucional que permitió llevar este nivel educativo a zonas rurales, comunidades indígenas y regiones apartadas del país, incluyendo el Valle del Mezquital, donde también se abrieron jardines gracias a su gestión.

A través de sus recorridos por el país, entre riscos, planicies y comunidades marginadas, la maestra Zapata promovió la apertura de jardines de niños y la capacitación continua del personal docente. Organizó cursos de formación y actualización en distintos Estados, y logró la creación del Instituto de Información Educativa Preescolar, cuya finalidad era unificar los criterios pedagógicos de las educadoras, mejorar su nivel técnico y asegurar una educación de calidad para los niños y niñas de México.

Convencida de que la educación debía iniciarse en la primera infancia y que era responsabilidad del Estado asegurar esa formación, participó activamente en congresos internacionales. Destaca su presencia en los Congresos Panamericanos del Niño, particularmente en el celebrado en 1942 en Washington, donde sus propuestas y conocimientos fueron ampliamente reconocidos.

En 1949, su prestigio traspasó fronteras cuando fue nombrada miembro del Consejo Directivo de la Organización Mundial para la Educación Preescolar, con sede en París. Este nombramiento fue un reconocimiento internacional a su liderazgo pedagógico, su visión de futuro y su incansable labor a favor de la infancia latinoamericana.

Reconocimiento institucional y consolidación de su legado

En 1948, le fue conferida la medalla por 30 años de servicio, y posteriormente, en 1952, recibió la medalla Ignacio Manuel Altamirano, galardón que distingue a los docentes con más de cinco décadas de trayectoria ejemplar en la labor educativa. Estos reconocimientos fueron otorgados en el marco de un sistema educativo que, gracias en gran parte a sus aportes, había asumido la educación inicial como una política de Estado.

Pero el mayor homenaje institucional llegó el 3 de enero de 1953, cuando el presidente Adolfo Ruiz Cortines expidió el decreto que instauraba la medalla Belisario Domínguez, destinada a premiar a los mexicanos que se hubieran distinguido por su virtud o ciencia en grado eminente, al servicio de la patria o de la humanidad. En 1954, el Senado de la República entregó por primera vez dicho reconocimiento, y la maestra Rosaura Zapata Cano fue la primera mujer en recibir tan alta distinción, en reconocimiento a su incansable labor a favor de la educación preescolar en México.

La entrega de la medalla Belisario Domínguez fue solo un acto protocolario y una restitución simbólica a una mujer cuya vida entera había sido dedicada al servicio público sin buscar prestigio personal ni ascenso político. Se trataba de reconocer a una ciudadana que, sin haber ocupado cargos de poder, había transformado la estructura educativa del país con trabajo metódico, ideas firmes y una voluntad de hierro.

En esos años, su influencia no se limitaba al ámbito nacional. Rosaura Zapata fue miembro del Consejo Directivo de la Organización Mundial para la Educación Preescolar, con sede en París, y asesora técnica en instituciones educativas de América Latina. Estas participaciones internacionales confirmaban que su modelo era replicable más allá de México, y que su visión sobre el desarrollo integral de la niñez tenía pertinencia universal.

Además de sus aportaciones pedagógicas y su gestión institucional, Zapata desarrolló un profundo interés por el desarrollo cultural de la infancia. Organizó una Exposición internacional de juguetes, cuyo acervo parcial fue donado al Museo Infantil de Santa Rosa en Washington, D.C., con la intención de fomentar la curiosidad, la creatividad y la apreciación intercultural en los niños mexicanos.

En su papel de líder educativa, también fue impulsora de proyectos de bienestar infantil. En 1955, preocupada por la salud física y emocional de los infantes, encabezó una Campaña nacional para crear parques infantiles, y promovió las llamadas Brigadas de alegría, que incluían funciones de teatro, educación física, actividades ambientales y recreación comunitaria. Estas acciones cimentaron la idea de que el juego no era solo esparcimiento, sino una herramienta pedagógica crucial para formar ciudadanos sanos, empáticos y creativos.

A lo largo de su vida, también dejó una importante obra escrita, con títulos como: Cuentos y conversaciones para jardines de niños y escuelas primarias (1920), Técnica de educación preescolar, La educación preescolar en México (1951), Teoría y práctica del jardín de niños (1962), Rimas para jardines de niños y Cantos y juegos para kindergarten. Estas publicaciones fueron empleadas durante décadas como textos fundamentales en la formación de educadoras y en las aulas preescolares del país.

A pesar de sus logros, fue una mujer discreta en su vida personal. No contrajo matrimonio ni tuvo hijos. Su vida transcurrió en silencio público, sin ostentación, dedicada exclusivamente a su vocación. Su hogar en San Ángel, Ciudad de México, fue testigo de innumerables jornadas de reflexión pedagógica, lectura, escritura y contacto con jóvenes educadoras que acudían a ella en busca de consejo y guía.

Humanismo, cultura infantil y visión de futuro

Desde sus primeros años como educadora, y durante más de medio siglo de servicio activo, cultivó una visión integral del desarrollo infantil: física, emocional, intelectual y social. Su pedagogía fue inseparable de una ética del cuidado, una convicción profunda en la dignidad del niño y una apuesta por la construcción de un país más justo y consciente a través de la educación de sus ciudadanos más pequeños.

Rosaura Zapata entendía al niño no como un adulto en miniatura, sino como un ser completo, dinámico, con una estructura afectiva y cognitiva particular, que requería espacios, lenguajes, materiales y tiempos propios. En un México de principios del siglo XX, aún marcado por el autoritarismo y la rigidez escolar, ella defendió la idea de una educación libre, creativa y afectiva, que partiera de la experiencia lúdica y respetara los ritmos naturales del desarrollo infantil. En sus programas, textos y materiales, propuso siempre ambientes en los que el aprendizaje surgiera del juego, de la curiosidad, del trabajo manual, del canto, del ritmo, de la observación del entorno, y de las interacciones solidarias entre los niños.

Uno de los aspectos más sobresalientes de su propuesta pedagógica fue la articulación del juego como eje formativo. Rosaura Zapata no concebía el juego como una simple distracción, sino como un medio para que el niño se expresara, se comunicara, desarrollara su motricidad, su imaginación, sus habilidades sociales y sus capacidades cognitivas. En sus libros, como Cantos y juegos para kindergarten, Rimas para jardines de niños y Cuentos y conversaciones para jardines de niños, plasmó no sólo su experiencia de campo, sino también una filosofía de fondo que valoraba el arte, la ternura y la alegría como motores esenciales del aprendizaje.

En este sentido, la maestra Zapata no sólo formaba a los niños, también formaba a las educadoras. Concibió la tarea docente como una misión ética que requería sensibilidad, disciplina, preparación académica y, sobre todo, una vocación comprometida con el alma de los infantes. Fue incansable en sus esfuerzos por capacitar a maestras en todos los rincones del país, y fundó el Instituto de Información Educativa Preescolar para profesionalizar la labor de las educadoras, unificando criterios pedagógicos y promoviendo la mejora continua del magisterio infantil.

Desde su profunda sensibilidad social, Rosaura Zapata también asumió una postura crítica frente a las condiciones de vida de los infantes en comunidades rurales y marginadas. Por ello, su trabajo no se concentró en los salones académicos de la capital, sino que se desplegó entre riscos y planicies, como solía decirse, llevando su proyecto educativo a zonas de pobreza extrema, como el Valle del Mezquital, o a regiones apartadas donde nunca antes se había pensado en un jardín de niños. Con una vocación que rozaba lo misionero, recorrió el país sembrando aulas, formando maestras y tejiendo redes solidarias entre familias, autoridades locales y docentes.

Para ella, el niño mexicano debía crecer en una atmósfera de libertad guiada por la bondad, la verdad y la belleza. Su pedagogía era, en el fondo, una ética del porvenir: una educación que instruye y forma personas íntegras, sensibles, solidarias y capaces de transformar su entorno. En su visión, la escuela preescolar era un espacio donde se cultivaba la semilla de la ciudadanía, donde los niños aprendían a convivir, a expresarse, a respetar, a imaginar y a construir esperanza.

Legado en la memoria y en el cine

La obra de María Rosaura Zapata Cano trascendió el ámbito educativo para instalarse en la memoria histórica, la cultura popular y hasta en el imaginario cinematográfico nacional, donde su figura fue simbólicamente representada como emblema de la maestra mexicana: justa, fuerte, y revolucionaria.

Una de las representaciones más notables de su figura aparece en la película Río Escondido (1947), dirigida por Emilio “El Indio” Fernández, con guion de Mauricio Magdaleno y fotografía de Gabriel Figueroa, tres pilares de la época de oro del cine mexicano. En esta obra se presenta a María Félix interpretando a Rosaura Salazar, una joven maestra enviada por órdenes del presidente de la República a un recóndito pueblo del norte del país, para llevar la luz de la educación a una comunidad dominada por la injusticia y el caciquismo.

Aunque la película no constituye una biografía formal, el paralelismo entre Rosaura Salazar y Rosaura Zapata Cano es innegable. El personaje de la maestra, cuya aparición inaugural ocurre en el Palacio Nacional frente a los murales de Diego Rivera, lleva el nombre “Rosaura” en evidente homenaje a la educadora sudcaliforniana. Su misión de enseñar en condiciones adversas, su férrea determinación, su entrega silenciosa y su confrontación con el poder tiránico, evocan la lucha real de Zapata Cano en la construcción del sistema de jardines de niños en México, muchas veces enfrentando el desdén institucional, el abandono de las comunidades rurales o la incomprensión social del valor de la educación preescolar.

Fallecimiento

En mayo de 1963, durante los festejos del Día del Maestro, cuando ya su salud se encontraba debilitada por la edad, un grupo de niños acudió a su casa para cantarle en honor a su trayectoria. Fue un acto espontáneo y profundamente emotivo. Los cánticos infantiles, portadores de esperanza y gratitud, conmovieron a la maestra hasta las lágrimas. Meses después, el 23 de julio de 1963, falleció en la Ciudad de México, a los 87 años de edad. Sus restos fueron enterrados en el Panteón Jardín, y en 1986 fueron trasladados a su tierra natal, para reposar en la Rotonda de los Sudcalifornianos Ilustres, en La Paz.

Con su muerte, culminó una vida que no tuvo otro propósito que educar, formar y transformar. Pero su legado permanece vivo no sólo en las miles de escuelas que llevan su nombre, sino también en la estructura misma del sistema educativo nacional. Rosaura Zapata Cano no solo fundó jardines de niños: fundó la noción misma de que la infancia es un asunto público, una responsabilidad del Estado, y una prioridad nacional.

 

Referencias:

Rosaura Zapata Cano, pionera de la educación preescolar en México

https://www.elem.mx/autor/datos/1152

https://es.wikipedia.org/wiki/Rosaura_Zapata

http://biblio.juridicas.unam.mx

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La cárcel del pueblo de Mulegé

FOTO: Noé Peralta Delgado.

Explicaciones Constructivas

Noé Peralta Delgado

 

Ciudad Constitución, Baja California Sur (BCS). Las cárceles en el mundo y en México, a veces son sinónimos de siniestros centros de detenciones y privaciones de libertad de personas que cometieron delitos; vienen a nuestra mente tratos inhumanos e infames, donde hacia el exterior no salía nada de información sobre abusos cometidos por la autoridad.

Aunque pocas, pero sí hay y hubo cárceles, donde la vida de los prisioneros es muy apacible y que lograban una rehabilitación muy sana. En México se ha documentado mucho sobre el centro penal ubicado en las islas Marías que en un inicio se creó para ser de máxima seguridad, pero conforme fue pasando el tiempo se hizo una cárcel tipo hogar para los reclusos, donde hasta podían vivir con familia y trabajar de manera libre por toda la isla, pero sin fugarse.

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En Baja California Sur, y en plena etapa de La Revolución Mexicana de 1910, el gobierno centralista del general Porfirio Díaz no existía constitucionalmente, y el gobierno del entonces Territorio, quedaba a cargo de generales nombrados desde la capital del país. En ese tiempo toda la península de Baja California estaba constituido, como un territorio único, denominado Territorio de Baja California, tan lejos del centro y tan deshabitado, que los gobernantes traídos desde el centro mostraban poco interés en la región.

El 18 de julio de 1894, llegó como gobernador del territorio de Baja California, el general Agustín Sanginés Calvillo, oriundo del pueblo de Teotitlán, Oaxaca. Venía a hacerse cargo principalmente de la partida Sur del enorme territorio y que era el que poseía las poblaciones más importantes en población. Hay que recordar que en aquel tiempo la partida Norte (así se le denominaba), era básicamente despoblado, comparado con la partida Sur, y que la capital estaba en el pueblo de La Paz.

No se sabe exactamente la fecha, pero se cree que, en el año de 1900, el general Sanginés, por órdenes de Porfirio Díaz, empezó con la construcción de una cárcel en el Heroico Pueblo de Mulegé, y es que aquí se había hecho una defensa de la soberanía nacional contra la intervención estadounidense en el año de 1847, y era un punto estratégico a media península.

La idea de construir la cárcel, era porque en esa época ya se vivía la efervescencia de la revolución, y al mismo tiempo se pretendía proveer de una guarnición militar que defendiera la escasa población del lejano territorio de la Baja California. Para el año de 1910, ya estaba en funciones la cárcel, y se construyeron dos áreas:

Un patio interno de 12.50 x 12.50 metros, que a su vez estaba rodeado por celdas de 1.50 x 2.50, y estaban reservadas para los reos más peligrosos. Esta parte se construyó con ladrillo recocido y la única comunicación hacia el exterior era una pequeña reja hacia el lado sur, y que estaba fuertemente custodiada por los guardias.

La segunda parte consistía una construcción hecha a base de piedra en muros y paredes de casi un metro de grosor, para evitar alguna embestida desde el exterior; porque serviría también como un cuartel militar en caso necesario. Esta parte mide 35.00 x 35.00 metros y cubría completamente el patio interior, y en paredes contiguas con dicho patio interno, se formaban celdas que servían para los presos menos peligrosos; y hacia el lado sur ya fuera del complejo se construyó una pequeña franja adjunta, que serviría como oficinas, cocina y sobre todo el acceso controlado hacia el interior.

Desde el exterior, se apreciaban cuatro torres en sendas esquinas, y que servían de vigilancia tanto para dentro como fuera del inmueble. La ubicación de la cárcel era privilegiada, porque estaba en una media loma, donde se aprecia todo el arroyo de Mulegé y todo el pueblo; incluso está a una distancia de casi 3 km de la playa, haciéndolo seguro de un posible ataque desde el golfo de California.

Una fuga frustrada

Volviendo a la historia de su funcionamiento, se tuvo que, al estallar La Revolución Mexicana, este edificio ya sirvió de modo efectivo para lo que fue construido, y es que en la región del estero del pueblo de Mulegé, se abastecían los barcos que navegaban por el golfo de California y a su vez, los pocos productores del interior, principalmente La Purísima y San José de Comondú, vendían dátiles y uva pasa.

Para el año de 1912, empezaron a recluir a los primeros reos que fueron aumentando en número por la situación política del país, en donde la mayoría eran presos políticos contrarios al sistema. Y también algunos eran recluidos por homicidios o robos menores.

En visita reciente que tuve al lugar, la encargada del inmueble nos comentó que la cárcel se cerró en la década de los 60 y de manera paulatina, o sea que era el lugar donde aún había algunos reos desde el lejano valle de Santo Domingo que esperaban cumplir su condena.

Lo interesante de esta cárcel, es que al ser de poca población carcelaria, y sobre todo tener condiciones muy inhóspitas hacia alrededor, era prácticamente una ¨aventura¨ escaparse. Y según se cuenta, sí hubo un solo intento de fuga de un preso de mediana peligrosidad, que al ver la poca vigilancia y sobre todo las ligeras medidas de seguridad, se animó a escaparse hacia la sierra aledaña. Debió haber sido en temporada veraniega la fuga, ya que según se cuenta como anécdota, mandaron al mejor jinete a recapturarlo, qué a pesar de ir bien armado, cuando encontró al reo fugado y perdido, éste le pidió que lo llevara de regreso a la prisión, porque estaba muy deshidratado y con mucha hambruna. Sin duda, buena historia para uns película.

Con el crecimiento de otros centros de población del ya Estado constitucional de Baja California Sur, el pueblo de Mulegé parece que se detuvo en el tiempo; la cabecera del recién creado municipio de Mulegé se instaló en el pueblo de Santa Rosalía, con más población y más actividad económica. Con el pueblo, la emblemática e histórica cárcel de Mulegé, quedó en el abandono, hasta que el gobierno estatal a través de la dirección de cultura, lo convirtió en museo.

Una buena parte de la historia de la península de Baja California, está en esta cárcel de Mulegé; y si tiene oportunidad visítela, y sea testigo directo de cómo vivían los presos y siéntase como uno de ellos, y sin mucha diferencias, porque puede salir también a disfrutar el hermoso y heroico pueblo de Mulegé. La cárcel está ubicada en las coordenadas de 26º 53´ 31.09¨ Norte y 111º 58´ 55.73¨ Oeste, y el pueblo de Mulegé cuenta con una población de 3 mil 834 habitantes, según censo de 2020.

Escríbenos a noeperalta1972@gmail.com

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Premian en Zacatecas al Dr. Sealtiel Enciso Pérez, en los XVIII Juegos Florales

FOTOS: Cortesía.

Colaboración Especial

CULCO BCS

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). En el marco de las festividades dedicadas al natalicio y aniversario luctuoso del poeta Ramón López Velarde, se llevó a cabo la ceremonia de premiación de los XVIII Juegos Florales Ramón López Velarde, uno de los certámenes literarios más emblemáticos del país. En esta edición 2025, el galardón en la categoría de Narrativa fue otorgado al Dr. Sealtiel Enciso Pérez, destacado escritor originario de Baja California Sur.

El jurado otorgó el reconocimiento al Dr. Enciso Pérez por un conjunto de cinco cuentos contenidos en un manuscrito de 60 cuartillas, que reinterpretan creativamente pasajes de los antiguos textos misionales. Con una prosa pulida y una mirada contemporánea, el autor logró reconstruir estos episodios desde una perspectiva narrativa fresca y profunda, cumpliendo a cabalidad con las bases y objetivos del certamen.

La distinción no sólo resalta la calidad literaria del trabajo presentado, sino que también marca un precedente en la historia del certamen, al convertirse el Dr. Enciso Pérez en el primer sudcaliforniano en obtener este prestigioso premio.

Durante su intervención, el autor expresó su profundo compromiso con su tierra natal y dedicó el galardón a Baja California Sur, extendiendo una invitación a los escritores y poetas de su estado para participar activamente en futuras ediciones del concurso y en el festival cultural que lo acompaña.

Asimismo, hizo un llamado a sumarse al espectáculo lópez velardeano, una celebración que año con año transforma a Jerez en un punto de encuentro para la palabra escrita, el arte y la memoria del autor de La suave patria, conmemorado cada junio por su nacimiento el día 15 y su fallecimiento el 19.

La jornada fue testigo de la vitalidad literaria que aún emana de la figura de López Velarde y de la relevancia de estos Juegos Florales como plataforma de impulso para las nuevas voces narrativas del país.