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Sudcalifornianos que vivieron las protestas en Chile. Crónicas (II)

FOTOS: Modesto Peralta Delgado.

 

El Beso de la Mujer Araña

Por Modesto Peralta Delgado

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Paradojas de la violencia: a nadie le gusta pero funcionó para que el mundo volteara a ver la situación de Chile; inició como una forma de protesta en símbolos clave, pero al rato se transformó en saqueos, asaltos y formas inhumanas de actuar que desbordaron a civiles y autoridades; formaba parte de una resistencia y después robó la atención, desvirtuando el sentido de las manifestaciones por grupos violentos que más temprano que tarde empezaron a ser detectados —aunque no capturados; grandes cambios, seguramente, vendrán, pero algunos tendrán que haber pagado muy caro el sacrificio: ¿quién será el siguiente? Las personas aprendemos a vivir con la violencia como un acecho que se puede esconder en cada esquina. En mantas se leía Hasta que la dignidad se haga costumbre, a veces pienso que los latinos ya hemos acuñado otra: Hasta que la violencia se convierta en saludo. ¡Pinche violencia, si no sabremos de ella en nuestro desangrado México!

La nación sudamericana había vivido una época de terror con Augusto Pinochet de 1973 a 1990. Hasta no haber conocido el Museo de la Memoria, en Santiago de Chile, yo no podía dimensionar la magnitud de la tragedia que sembró un golpe militar que exterminó gente y que terminó protegiéndose en una Constitución que ha perdurado hasta hoy. El fantasma de esos tiempos de represión regresó en octubre de 2019, con notorias diferencias, pero con la resonancia en la generación que le tocó vivirla y aún vive; sin embargo, los jóvenes han representado exactamente la otra cara de la moneda, la de encontrarse en otros tiempos donde su principal mensaje ha sido el no temer. Yo recuerdo con nitidez que en esa primera manifestación que vi en Viña del Mar, había alegría; con sonrisas, sostenían mantas donde lo más repetido era No tenemos miedo. Por eso sus rostros sonreían, era como felicitarse unos a otros por atreverse a levantar la voz. Ha sido, principalmente, la juventud chilena la que más ha resistido: ellos y ellas han puesto sus cuerpos, sus caras, sus ojos…

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Muchas cosas

El sábado 19 de octubre había salido a tomar un café frente a la estación Miramar en Viña del Mar, cuando empezaron las manifestaciones. Pregunté a la mesera a qué se deberían, si según recordaba, en esta ciudad no había subido el costo del metro, y ella sólo movió la cabeza diciéndome que ¡Eran muchas cosas! Sentí que me trataba como un pobre extranjero ignorante, pero qué razón tenía: yo ignoraba en qué país estaba y el alcance y las repercusiones que implicarían las protestas en Chile. Estamos hartos de que nos metan el pico en el ojo, me dijo una persona de la casa donde viví, lo que en buen mexicano sería algo así como Estamos hasta la madre de que nos la metan doblada.

Yo vivía en la zona de Recreo. En esa primera semana salí a tomar fotos a las marchas y platicar con las manifestantes, y desde esa primera vez la tensión frente a los carabineros flotaba en el aire, literalmente: los gases lacrimógenos se hicieron cosa diaria, así como el agua hedionda que tiraban a presión desde los tanques para disolver las marchas, que pese a todo, día tras día congregaban a más personas. Ese sábado, casi por llegar a la estación Viña, me tocó correr por la alerta de una bomba de gases; no pasó nada, pero con ese susto me tomé muy en serio protegerme por la doble exposición que tenía como extranjero: la violencia en las calles o la deportación. Sí, un par de veces los coletazos de los lacrimógenos me hicieron sentir la repugnante sensación de picor en garganta y ojos, pero si lo que me tocó fue nada, no me quiero imaginar lo que provoca en quien le cae de lleno en la cara. Semanas después, en la calle y el micro vendían todo un kit para protegerse de gases lacrimógenos y esa agua contaminada para disolver las movilizaciones. Por cierto, esa “agua” ha provocado fuertes quemaduras y se ha comprobado que tenía mezclada sosa cáustica y gas pimienta.

Al principio se veía a personas de todas las edades saliendo a las calles. Me consta haber visto en una casa a un par de niñas de menos de 8 años ‘jugar’ a las manifestaciones en sus bicicletas. Mientras algunas personas —sin oradores, ni líderes, el pueblo puro— se paraban afuera de las estaciones del metro, los carros pasaban pitando, yo pensaba que por enojo de las interrupciones del tráfico, pero no: era de franco apoyo. Vi a personas de todos los sectores simpatizar con la causa. Aún está en mi memoria la tarde del domingo que salí poco antes del toque de queda, con un amigo de Nicaragua, bajando del cerro al bulevar Viana desde donde vimos que prácticamente por todos los balcones de los edificios —de 15, 20 ó 30 pisos— que alcanzamos a ver, la gente tocaba sus cacerolas y sartenes. ¡Fue impresionante cómo todos apoyaban el movimiento! Cuando algunos conspiranoicos opinan que todo está orquestado desde afuera me parece que insultan la inteligencia y la sensibilidad de todo un pueblo. Que puede haber manipulaciones, claro, especialmente los grupos violentos, tampoco somos ingenuos, pero pudimos ver, oír hasta el cansancio, que todos apoyaban que se ocupaban cambios, “muchas cosas”. Pretender que todos son movilizados por agentes externos es quitarles méritos a su lucha, la que vimos y sentimos auténticamente popular.

En el aire la bandera más ondeada fue la de Chile, por supuesto, pero también se vieron las de equipos de fútbol, de la comunidad gay —un letrerito decía Le tengo más miedo a mi madre decirle que soy lesbiana que a ti (refiriéndose a Sebastián Piñera)—, la bandera mapuche y de los pueblos andinos (wiphala), y hasta de otros países, como la bandera mexicana con la que caminaron en una multitudinaria marcha de Viña del Mar a Valparaíso. Valpo, como le decimos de cariño, puerto viejo de un impresionante aire bohemio, pronto quedó a merced de saqueadores que quemaron negocios antes de robarlos, dejando sus nostálgicas vías con el aspecto de un baño público rayoneado, sucio, roto. Las imágenes que llegaban de Santiago o de Concepción, tampoco eran muy distintas. La violencia empezó a ser más dolorosa, más infame, sobre gente común que debía protegerse tanto de autoridades como de vándalos. ¿Quién está detrás de esos grupos violentos? La pregunta del millón, que yo no sé responder; escuché de todo: que la ultra derecha, que la ultra izquierda, que otros países como Venezuela, etcétera. Lo que era evidente es que pasaba lo que en México: los violentos se revuelven entre manifestantes auténticos, dañan, confunden y desvían la atención de las causas, y llega el momento en que los ciudadanos pide a gritos la presencia policíaca, la que no llegaba porque estaba más ocupada en reprimir manifestantes.

Afortunadamente, no perdí a ningún amigo, y aunque vivimos las protestas en Chile desde sus inicios, desde sus inicios tuvimos que cuidar más nuestros pasos, horarios, rutas, actividades; de tal manera que los medios de comunicación ejercieron una fuerte influencia, especialmente al inicio —luego de un tiempo, tan politizada estaba la sociedad que el tema salía con la espontaneidad de un estornudo. En televisión, por ejemplo, lo primero y lo más repetitivo eran los nuevos actos de violencia: la mujer policía a la que le explotó una bomba molotov en el brazo; la mujer a la que los carabineros le arrojaron gases lacrimógenos en la cara y la dejaron ciega; y los terribles casos de nuevos ciegos.

Una de las cosas más impactantes y simbólicas fue saber de más de 200 personas —hace un mes se reportaban 222— que perdieron uno o los dos ojos por el impacto de los balines lanzados por carabineros. Esas balas de goma no mataban, pero quitaron la visión a cientos de personas, causando un escándalo internacional; últimamente, los manifestantes acuden a las movilizaciones con un ojo tapado o hacen un gesto/saludo poniendo una mano sobre un ojo.  El asunto parecería sacado de un libro de José Saramago. Qué metáfora tan fuerte es que el gobierno mandara sacar los ojos a su gente. O de llenarlos con televisión. Cuanto más tiempo veía uno la televisión, sentía uno una especie de remordimiento de no poder hacer nada; o de no enterarse y no terminar de explicarse la situación; y también daban ganas de vomitar y rezar para que ya todo parara. Poco antes de las manifestaciones, leí Putas asesinas de Roberto Bolaño y me identifiqué con el personaje del primer cuento, un hombre que detestaba la violencia y le había tocado vivir los tiempos de Pinochet; salió de Chile para encontrarse con la violencia en el resto del mundo que anduvo. México hace rato que tiene al águila y la serpiente nadando en un lago de sangre; supe de viva voz, que varias personas llegaron a este país sudamericano hartos del narco, del feminicidio y las desapariciones, ¡como para encontrar este tipo de muertes de nuevo y tan lejos!

América despertando

Cada día que el sol salía, amanecía con la apariencia de que las cosas volverían a la normalidad en Chile, pero cada que caía el sol y se habían retomado las manifestaciones, escuchábamos a escasas cuadras los disparos, las patrullas, los bomberos, las ambulancias. Alguna vez aproveché de ver El Joker en un cine que puso barata la función —para mis bolsillos. en 150 pesos mexicanos, aproximadamente, ¡eso era barato!—, y nada fue tan irónico como salir de ver esa obra de arte en una sala de cine que daba justo a la Plaza Viña, donde horas antes habían reprimido una manifestación.

Las actividades se paralizaban en este reino del caos, donde todos los días podían cambiar los itinerarios. La agenda era un desmadre. A partir de entonces, por ejemplo, las universidades, como a la que yo iba, suspendió las clases; oficinas y negocios no abrían o modificaban sus horarios; el metro dejaba de funcionar afectando a miles y miles de usuarios, así que cualquier planeación para moverse tenía que prever todas las medidas para no verse atrapado en una revuelta. No era tanto la manifestación, que hasta se prestaba para el baile, era esa rémora violenta: exponerte a ladrones que encontraron su paraíso y a las armas de los representantes del Estado. A las semanas cancelaron eventos internacionales, desde la Copa Libertadores hasta el Teletón y la reunión de la APEC y la COP20, y quién sabe qué pueda ocurrir en el famoso Festival de Viña del Mar, si lo llegan a realizar en los primeros meses del próximo año. Los extranjeros empezaron a salir del país y los turistas a cancelar sus viajes, por lo que la hotelería y todo el sector turismo se ha visto seriamente afectado.

En las últimas semanas de noviembre vi nublarse el sol por el humo de llantas, basureros o negocios quemados, sin contar, entre los olores, esos gases lacrimógenos que dejaban sus restos todos los días en el asfalto, o el olor a mota que se hizo tan común en las marchas; los monumentos y paredes rayoneados con Piñera culiao, entre mil frases más, recibían en Santiago, Viña, Valparaíso, a los escasos turistas que llegaban; cadenas de negocios atacadas, en un principio, porque luego fueron dañados también muchos negocios de gente común que vio en cenizas su patrimonio hecho con años de esfuerzo; los cristales rotos, pedazos de cosas quemadas, los restos de un país que no correspondía ya al primer mundo, como llegamos a creer, ahora presentaba el aspecto de una nación que había sacrificado a su propia gente en aras de aparentar la potencia que no eran, y de entregar su trabajo y sus recursos a la iniciativa privada. Las protestas en Chile desnudaron ese panorama, mostraron las nalgas del milagro chileno. Por eso en periódicos y en las bardas se leía Chile despertó.

Las últimas semanas, también, nuestras emociones pasaron por un rostizador. Pasábamos del aburrimiento del encierro obligado, al encierro ‘voluntario’ por el miedo de ser afectados; la tentación de leer todo en Internet o sólo ver noticieros me colapsó por tanto sufrimiento, que al final prefería ver The Simpson; agradecí a quienes se comunicaban conmigo y me encargaban cuidarme, y no comprendí algunos casos de quienes nunca preguntaron si seguía vivo; de repente, también revivimos las pláticas en persona con quienes compartíamos casa, hartos del celular y las computadoras, nos veíamos a los ojos y conversábamos. ¡Qué bonito es platicar, así, en vivo, con personas de carne y hueso! Cuántas pláticas sociales y políticas no tuve con Rodrigo, Néstor, Fernanda, Fran, Rolando, José y otras grandes amistades. Por cierto, no pude despedirme de todos, pues en mis últimos días allá, no coincidimos en horarios o simplemente se atravesaron cosas en el camino.

Confieso que al principio, las manifestaciones me parecían emocionantes; no iba en plan de periodista, sino de estudiante, pero me tocaba vivir un proceso histórico, sin embargo, tras más de un mes ya sentía una afectación psicológica y el deseo de regresar a México. No es placentero observar tanto sufrimiento; la violencia es enfermiza.

Las protestas en Chile se pueden abordar desde muchos puntos de vista. El asunto es complicado, y obligadamente, muchos temas los tenemos que dejar afuera en esta crónica; puede llegar a ser un fastidio, sí, pero también puede ser una inspiración. Nada más chingón que un pueblo que un día se harta de sus miserias y se rebela y pone en jaque su sistema.  Yo me pregunto si estas rebeldías generarán un nuevo tipo de funcionario público, o si es una condena saber que tarde o temprano todos se corromperán, porque lo segundo parecería el destino latinoamericano. ¿Es tan difícil ser un político justo en América Latina? ¿Los jóvenes que ahora protestan en las calles gobernarían dignamente, de llegar un día al poder? Mientras sucedían las manifestaciones en esta tierra, otras ocurrían en otros países sudamericanos —y del mundo—, por lo que la emoción no era sólo del despertar de una nación, sino la sensación de este contagio en América, y qué tanto nos llegaría a México. Al final, para mí no hay izquierda ni derecha, sino quien tiene el poder y quien no, el que lo tiene hace lo que criticó, y el que no, critica lo que haría.

Dedicado con amor a mis hermanos y hermanas que conocí en Chile. Un abrazo siempre.

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