Filosofía de la química (II)

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La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La alquimia occidental tiene una base árabe —operatoria y positiva—; y una base esotérica idealista grecoegipcia. Esta última se relacionó con la figura legendaria de Hermes Trimegisto, sincretismo helénico del dios Thot quien enseñó el lenguaje mágico de los jeroglíficos a los hombres.

El vocablo hermético se relaciona con el misterio, lo secreto, lo sellado. Las obras atribuidas a este ser se compilaron en textos que, desde el siglo I, se conocen como el Corpus Hermeticum. Fórmulas mágicas y principios filosóficos, desde su concepción universal hay correlaciones y leyes cósmicas; como es arriba es abajo pues el microcosmos es espejo del macrocosmos. El Corpus fue traducido en el siglo XV por Marsilio Ficino, maestro e iluminado cuya filosofía bañó el Renacimiento italiano. Sin embargo, estos conceptos fluyeron desde la Baja Edad Media entenebreciendo el pensamiento químico.

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Fue precisamente una mezcla de esoterismo, persecución religiosa e idealismo, lo que estancó la química en su forma alquímica. Alquimista, hechicero o brujo prácticamente eran sinónimos y ser acusado de serlo podía implicar la muerte por ejecución y la tortura por tradición. Experimentar con sustancias era peligroso. Así que los médicos, parteras, sanadores y químicos tuvieron que esconderse y refugiarse en símbolos ininteligibles. Obscurum per oscurius, ignotum per ignotius (lo oscuro por lo más oscuro, lo desconocido por lo más desconocido) era el lema del alquimista. La meta, o gran obra, se simbolizaba con nombres que a veces parecían sustancias reales y otras más bien metáforas de espiritualizaciones ambiguas como el Aqua permanens, el Lapis philosopharu, el Elixir vitae, el Vitrum aureum o el Vitrum malleabile.

El objetivo de transmutar cualquier metal en oro (deus terresti) parecía una metáfora de elevación espiritual para llegar al anthropos gnóstico (el hombre originario divino) mediante el aqua permanens y el ignis noster.

La química era entonces una ciencia materialista tanto como una ideología casi religiosa. Eso ya puede entenderse en el tratado de alquimia del Seudo Demócrito del siglo I, en donde el proceso alquímico se entiende Tam ethice quam physice (Tanto ético como físico). Confusión que hace plantearse las siguientes preguntas: si el alquimista usó procesos químicos de manera simbólica, ¿por qué trabaja con material de laboratorio como atanores crisoles y retortas? De igual forma, si la alquimia describió procesos químicos ¿por qué los fenómenos aparecen oscurecidos mediante símbolos astrológicos hasta casi hacerlos desconocidos? Una posible respuesta la dio Jung cuando deduce que: “El alquimista vivía su proyección como cualidad de la materia. Lo que en realidad vivía era su propio inconsciente”.

Lo interesante es que la creencia de uno de los últimos magos fue base para la teoría de la gravitación como fuerza: Isaac Newton fue principalmente alquimista y su noción de la relación entre los astros es fundamental para describir su revolución física. Pero fue un contemporáneo suyo quien iba a darle una dirección distinta a la ciencia de las transmutaciones: Robert Boyle.

Boyle pertenecía al Colegio Invisible que se transformaría en la Royal Society, justo el cambio de las sectas esotéricas a los institutos científicos. Inspirado por la filosofía matemática, ya que muy joven había estudiado las paradojas de Galileo, enunció la ley que describe como el volumen de un gas varía inversamente con su presión.

En 1661, Boyle publicó “El químico escéptico”, en donde ridiculizaba la postura ocultista de la alquimia en favor de una teoría mecanicista y racional sobre la materia. Defendía el atomismo y tenía la misma idea de Epicuro sobre que el tamaño y la forma de los átomos determinan las cualidades de las sustancias. En su libro, argumentó que los experimentos niegan que los elementos químicos se limiten sólo a los cuatro clásicos y alentó la experimentación. Defendió que todas las teorías deben ser probadas experimentalmente antes de ser consideradas como verdaderas. Observó la cualidad inflamable del hidrógeno mezclando limadura de hierro con ácido y lo describió como un aire impuro. Sin saberlo había logrado sintetizar agua.

En 1673, Johann Becher intentó sintetizar oro para el príncipe de Baden, con el fin de financiar la guerra contra Francia. Lo curioso es que no creía en la alquimia sino en una química que negara el ocultismo. Aunque no logró su propósito debido a una persecución política que le obligó a huir, propuso un principio llamado tierra pingüe como causa de la transformación de las sustancias.  El discípulo de Becher, Georg Ernst Stahl rebautizó la tierra pingüe como “flogisto”, palabra griega que significa quemar. La teoría del flogisto fue una de las primeras teorías unificadoras de la química, según la cual, cuando un metal se calienta al aire, se libera el flogisto y el metal queda deflogisticado. El residuo puede volver a ser metal reflogisticado mediante otra sustancia, como el carbón, rica en flogisto. De esta manera, los seres vivos liberamos flogisto y las plantas lo absorben.

Robert Boyle explicó que la combustión no se daba en el vacío, de lo que se deducía que el aire es un recurso mecánico que transportaba el flogisto. Esta teoría se mantuvo cerca de un siglo, hasta que nuevos hechos provocaron nuevas descripciones y explicaciones posibles.

En 1774, Joseph Priestley repitió un experimento que había ya realizado Boyle: calentó óxido de mercurio para separar el mercurio, cosa muy común desde el medioevo. Pero Priestley descubrió que el aire liberado por la reacción promovía una combustión más violenta que el aire común. La explicación, según la teoría vigente, es que ese aire tenía menos flogisto. Pero en 1775 se dio cuenta de que este aire desflogisticado mantenía vivo a un ratón que lo respiraba, más tiempo que el que otra criatura hubiese agotado sin antes morir de asfixia. Priestley respiró ese aire y lo encontró puro y revitalizante. Fue en este año cuando un francés entró en escena explicando el fenómeno.

Antoine-Laurent de Lavoisier trabajaba en un laboratorio particular gracias a la dote de su casamiento.  Como padre de la estequiometria, desarrolló el cálculo de las relaciones entre los reactivos y productos en el transcurso de una reacción química. Lavoisier y su círculo de colegas y discípulos, inventaron una nueva nomenclatura para iluminar la oscuridad promovida por los alquimistas. Esta idea ilustrada tenía su antecedente en la idea de Condillac, según la cual el éxito de una ciencia estaba relacionado con el tipo de lenguaje utilizado. Lavoisier deseaba crear una nomenclatura universal estandarizada que se alejaba del mecanicismo de Descartes y Newton. La química se determinaba en ese instante como una ciencia autónoma, un principio de cierre categorial como podría definirlo Gustavo Bueno según su materialismo filosófico.

 

Continuará…

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La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

Doctor en Ciencias Marinas. Recibió el Premio Internacional de Divulgación Científica “Ruy Pérez Tamayo” en 2012. Entre sus libros sobre temas científicos destacan “Tiburones, supervivientes en el tiempo” y “Ensayos en Filosofía Científica” en coautoría con David Siqueiros.

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