Una caminata por un ‘Callejón sin salida’, de Keith Ross

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Keith Ross. Foto: Víctor Paz en Pericúe Cultural.

Colaboración Especial

Por Alejandra Rubio

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Una de los principales aciertos del cuento Callejón sin salida, del escritor sudcaliforniano Keith Ross, es la manera en que el autor construye a su personaje principal, y este nos presenta la historia narrada. En un primer plano, temporal y anecdótico, aparece un hombre en el mar con una tabla de surf.  Desde esta ubicación, aparentemente entabla un diálogo con un segundo personaje.  Poco a poco se hilvana un fluido monólogo, a través del cual nuestro protagonista se pregunta y responde sin intercalar respuesta alguna de su interlocutor.

En este primer plano narrativo, el motivo principal gira entorno a la actividad del surf. El narrador genera una tensión, pues frente al deseo de tomar una buena ola, privilegia esperar, para dar paso a la compulsión por contar su historia. Realmente no piensa tomar ola alguna, más bien utiliza este pretexto para ir despepitando la historia que realmente le ocupa.

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Sin embargo, el presente desde el cual empieza a contarnos su niñez no es un mero accesorio o un fácil recurso literario. Desde este primer plano se permite hacer reflexiones de carácter moral y filosófico sobre el sentido de la existencia humana, pues nuestro protagonista concibe la vida como una despedida constante, pues, cito: “Había algo dentro de mí que me decía que la vida era eso, una despedida constante, que las cosas y las personas desaparecen y que, probablemente, siempre habría un charco envenenado para echarnos a perder las cosas”.

Además, su monólogo va creciendo en intensidad hasta que al final nos muestra la verdadera condición psíquica del protagonista. Conocemos la infancia de Enrique por los recuerdos que él mismo va intercalando en su “monólogo”.

Hay que agradecer a Keith Ross el ritmo y la facilidad con que fluyen las rupturas temporales y espaciales de la historia. El narrador toma aliento y va dosificando la información de una manera “tan natural” que el texto se lee, de cabo a rabo, sin que se precise de pausa alguna para ir asimilando los hechos. Las experiencias de Enrique junto a su padre: sus enseñanzas, la muerte prematura del mismo, y una de las actividades más entrañables con él: ir a contemplar el mar y surfear; además de sus sentimientos de culpa, pues nunca se perdona por su timidez y frustración ante una realidad que lo rebasa.

A continuación comentaré los episodios que me parecen más significativos en mi lectura: “Yo a veces pensaba: si se agarran a golpes, voy a garrar el tubo del porche y le voy a pegar con todas mis fuerzas al otro”.

Enrique se da cuenta de que su padre está metido en serios problemas (el lector puede interpretar que el padre no es inocente, aunque su hijo no lo juzgue explícitamente) y desea defenderlo o ayudarlo a remediar la situación. Sin embargo, es sólo un niño que no puede hacer gran cosa, más que acumular rencor e impotencia: “No vi a nadie más: antes de ver la sangre y a mi padre, busqué al otro, con el tubo prendido de mi mano, pero nada. Sólo alcancé a ver el Chevrolet rojo 1980 que se alejó dejando un polvaderón como cortina de humo”.

Tenemos aquí el detonante de la segunda parte del cuento, el papá de Enrique es asesinado sin que éste pueda evitarlo ni desquitarse contra el agresor. La violencia se ejerce en contra de toda la familia, aunque sólo uno de sus miembros sucumba directamente ante ella. Aunque la madre se reponga y encuentra más adelante con quién hacerlo, Enrique jamás se sobrepone a lo sucedido. “Traía ganas de recordar a mi padre, verlo nadar a un lado de mí, andar en los mismos lugares que compartimos una y otra vez; además, si algo había aprendido de ese lugar es que era el sitio perfecto para alejar los problemas”.

El protagonista evoca con nostalgia la figura paterna, asimismo el cómo padre e hijo habían encontrado una fórmula para convivir y evadirse de la realidad, “el surf”. En otro momento,  el narrador manifiesta, al verse retrospectivamente, un conocimiento más agudo de la condición de aquellos adolescentes que, como él, en su momento tratan de escapar de sus fantasmas y el infierno en que habitan, a través del estudio: “Un buen ambiente familiar les permite mejorar su aprovechamiento escolar, o una serie de problemas familiares puede provocar que se concentren completamente en sus estudios para evadir su realidad. Me concentré en la segunda, dado que la evasión de la realidad es uno de mis pasatiempos favoritos”.

De vuelta en el primer nivel de la historia, Enrique nos comparte su visión sobre la manera en que los extranjeros perciben y viven la vida en su comunidad costeña. Tenemos un breve y sencillo, pero revelador comentario de la diferencia entre dos mundos que se superponen en un mismo espacio: “La ventaja que tienen los gringos es que ellos vienen de visita y se quieren comer cada olita buena que ven. En cambio uno, mira a gusto: uno puede darse el lujo de escoger la mejor que le convenga”.

Hay que anotar, sin embargo, que el placer que ofrece lo efímero de estas fugas, o breves plenitudes, nos devuelve al vacío: “Cuando tomo una ola se me olvidan todos los problemas, no pienso en nada, lástima que una ola dure tan poco tiempo”.

Más adelante, Enrique incorpora una reflexión sobre “la venganza”, que parece lugar común, pero lo supera por la construcción de sus comparaciones, ligadas al motivo recurrente del surf: “Si te das cuenta, la venganza es como las buenas olas. Debe crecer despacio, pero firme. Se debe ir amarrando con lo que encuentra a su paso, levantarse despacio porque si se apresura se puede romper muy fácil: ambas ocupan de cimientos fuertes y un final rápido, pero con sensación de cámara lenta”. Aquí tenemos un adelanto dramático de lo que nos espera: ¿tendrá el protagonista la paciencia para consumar su destino o venganza?

El humor no está ausente de este cuento sombrío y pesimista. Siempre se habla de la sabiduría inherente a la profesión de los pescadores. El narrador manda por tierra, en unas frases, lugares de costumbrismo romántico, que exalta la capacidad de filosofar, en los hombres que lidian con el mar: “¿Te has dado cuenta que los lancheros parecer filósofos cuando fuman?, tienen la mirada perdida en el horizonte, como si estuvieran reflexionando sobre algo profundo e importantísimo, pero en cuanto te acercas hablan puras babosadas”.

Hacia el final, hay algo que me parece muy revelador. Enrique es un narrador que sabe menos que los personajes que lo rodean y que el lector, que al final se entera de lo que realmente sucede. El protagonista nos relata cómo, finalmente, consuma su venganza a golpes, estimulado (inconscientemente) por los celos que le produce ver a su mamá en los brazos de otro. Por supuesto, la culpa la tiene Pancho, el asesino de su padre, quien abrió la posibilidad para que su madre encontrara con quién rehacer su vida.

Insisto, aparentemente Enrique consuma la venganza: me parece que no se trata de su padre, sino de él. Descargando su ira por la culpa que siente por partida doble: no pudo evitar que el irresponsable de su papá muriera, y que su madre reencontrará un nuevo camino.

Pero todo es una ilusión, porque Enrique recibió un golpe en la cabeza antes de consumar su venganza, que le impidió liquidar a Pancho. No está esperando una ola en el mar con su tabla de surf; está en un parque, tal vez un indigente más perdido, hablando con su sombra… soñando con una ola que lo borre todo: “Aquí todos calculan que desde el golpe no quedé bien, pero no saben que las cuentas me siguen saliendo bien, y sigo surfeando como siempre […] Sabes qué, mejor me voy a ir, porque ahí viene otra vez el barrendero, y no soporto que se burle de mí y me corra de nuevo en este parque que se ha convertido en mi playa…”

Y es aquí donde encuentro lo que me parece una de las grandes lecciones de este relato de Keith Ross: el golpe de frente con la realidad (una realidad de abusos, verdades a medias, violencia e injusticia), te puede lastimar tan fuerte, que sólo te deje de dos sopas: o te haces el loco (como muchos en el pueblo de Enrique) o te vuelves loco, literalmente.

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Alejandra Rubio

Alejandra Rodríguez Rubio es originaria de Guadalajara, Jalisco. Egresada de la Licenciatura en Comunicación por la UABCS, actualmente cursa el IV semestre en Lengua y literatura, y desde el 2013 se desempeña como programadora y locutora en el programa “El librero”: proyecto radiofónico semanal, en el Centro de Radio y TV de la misma Universidad.

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