
Polvo de esperanza en el drama de la vivienda en Baja California Sur

FOTOS: Cortesía.
Vientos de Pueblo
José Luis Cortés M.
San José del Cabo, Baja California Sur (BCS). La península tiene poco de tierra cultivable, mucho de desierto y demasiado de promesas incumplidas. En ese espacio entre lo que se dice y lo que se vive, han ido apareciendo asentamientos irregulares, invasiones encubiertas, lotificaciones fantasmas. Son lugares donde el agua llega en pipas, la luz es improvisada y los techos son de lámina oxidada o cartón reciclado. Gentes que llegan buscando un lugar propio, aunque legalmente no sea suyo.
El fenómeno de las ocupaciones ilegales —conocidas como okupaciones — no es nuevo, pero sí ha crecido al ritmo de la desigualdad. Familias enteras, muchas veces provenientes de otros estados o de zonas rurales marginadas, ven en la toma de terrenos baldíos o abandonados una salida a la crisis habitacional. Algunas lo hacen por necesidad; otras, organizadas por líderes anónimos, lo convierten en negocio: cobran por el acceso, venden lotes que no poseen y prometen una regularización que jamás llega.
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Baja California Sur no escapa de esta realidad. Con un turismo que avanza imparable y una infraestructura urbana que no alcanza a cubrir la demanda, la presión sobre el suelo es feroz. Mientras en Los Cabos un departamento modesto puede costar más de 3 millones de pesos, en las afueras de La Paz, familias construyen sus casas sobre predios sin escriturar, sin servicios básicos, bajo el riesgo constante de un desalojo.
De acuerdo con el Artículo 395 del Código Penal Federal, tomar posesión de un inmueble ajeno sin autorización constituye el delito de despojo. Las penas van desde tres meses hasta cinco años de prisión, y pueden aumentar si hay violencia o si están involucradas más de cinco personas. Pero la ley, muchas veces, llega tarde o solo cuando el problema ya estalló.
Y es que detrás de cada lote invadido hay historias que no caben en un expediente judicial. Hay madres que buscan seguridad para sus hijos; jóvenes que no encuentran trabajo formal y menos aún un lugar donde vivir; ancianos que llevan décadas moviéndose de un lugar a otro, siempre al margen. Personas que, si tuvieran otra opción, no estarían ahí. Pero otra opción no tienen.
Este tipo de ocupaciones no surge en el vacío. Se alimenta de carencias estructurales: la falta de programas serios de vivienda, la especulación inmobiliaria, la concentración de la propiedad en manos de pocos y la ausencia de políticas públicas claras. Es fácil señalar con el dedo a quienes toman terrenos, pero más difícil es reconocer que el Estado ha fallado en garantizar uno de los derechos más básicos: tener un techo bajo el cual dormir.
En comunidades como San Bartolo, Santa Rosalía o Guerrero Negro, el fenómeno se repite con distintos matices. En algunos casos, se trata de familias que ocupan predios federales olvidados. En otros, son grupos coordinados que actúan durante la noche, colocan postes, alambres y pancartas que marcan “posesión popular”. Al día siguiente, ya están ahí. Ya duermen allá. Y ya empiezan a construir.
El gobierno responde con operativos de seguridad, con desalojos que suelen terminar en enfrentamientos o en promesas incumplidas. Pocas veces hay alternativas reales: no hay viviendas sociales disponibles, ni créditos accesibles, ni proyectos viables que ofrezcan soluciones a largo plazo. Así, el ciclo se repite. Otro predio invadido. Otra orden de desalojo. Más promesas rotas.
Según datos del INEGI, en 2023 más del 17% de las viviendas en zonas urbanas de Baja California Sur carecían de escrituras públicas o tenían posesión irregular . Ese porcentaje sube drásticamente en zonas periféricas y comunidades rurales. Y aunque no existe un censo específico sobre okupaciones ilegales, especialistas en ordenamiento territorial coinciden: el fenómeno crece al ritmo de la necesidad.
No todos los casos son iguales. No todos los okupas son criminales. Ni todos los propietarios, víctimas inocentes. Detrás de cada conflicto hay intereses económicos, redes de poder local, decisiones políticas y, muy frecuentemente, una población que sólo busca sobrevivir. Por eso, criminalizar sin entender no resuelve. Ni tampoco justificar sin exigir.
Lo cierto es que en una región donde el turismo mueve miles de millones de pesos al año, resulta inadmisible que familias enteras tengan que arriesgar su vida por un pedazo de tierra. Que niños jueguen entre cables eléctricos mal instalados. Que mujeres caminen kilómetros buscando agua potable. Que todo esto ocurra al margen de la vista oficial, como si fuera normal.
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