El poema que devora la noche, de Ramón Cuéllar; lectura de Rubén Rivera

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FOTOS: Cortesía.

Colaboración Especial

Por Rubén Manuel Rivera Calderón

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El Odile de Ramón es un huracán que se refleja en los espejos del lenguaje y de la historia. Asume todos los nombres y adjetivos que sugiere su ventosa cabellera; es metáfora, mito, leyenda y realidad devastadora. Une con el miedo primitivo, espanta con su furia al confiado y al prevenido; nos transforma; nos convierte en otros; nos “odiliza”.

Ramón Cuéllar Márquez encarna literariamente a un monstruo y su fantasma; a un monstruo que despierta, habla y convive con los fantasmas personales y colectivos. La embestida predecible, pero inevitable, arrancó las máscaras de propios y extraños, que no tuvieron otra que correr a guarecerse bajo una lámpara, para descubrirse pequeños e indefensos; pero monstruos, también. Animalitos que tiemblan ante la sombra que se proyecta en el piso: ese escudo de luz que genera su propia incertidumbre, pero que también esconde las garras de las pequeñas sanguijuelas.

Las palabras de Ramón Cuéllar Márquez dan vida significante a la bestia que devora la noche, esa pesadilla que se prolonga en la vida diurna, y que al final de la tormenta somos nosotros mismos (al huracán nada le importa lo que digamos de él). Nadie querrá reconocerse o entender a la primera: así de pequeños y frágiles somos; sólo deseo que el Odile de Ramón, está crónica metafórica, ciclón de imágenes e historias entreveradas en un solo aliento claro y poderoso, los sacuda.

Porque el Odile de Ramón es una oruga hambrienta, una tortuga gigante; un dios creador, maligno o cojo (patada de mula); es el corazón del cielo, agua corpulenta o aullido transparente: ser invisible que nos saca a empujones de nuestra zona de confort; y también, más acá de la metáfora literaria, es un pretexto para que la burocracia medre y algunos zombis se tropiecen con sus fantasmagóricos despojos.

Por eso las sabias abuelas, nos dice la voz creada por Ramón: “tapan los espejos, temerosas de que la luz se repita a lo largo de sus vidas”. Porque al final todo vuelve, y como Odile, también se acaba. Fetos de agua, fetos de polvo, “tolvanera” transparente que todo lo golpea y aplasta.

Odile nos “odiliza”: nadie construyó el “arca”, pero al final todos nos trepamos a ella “dando tumbos”, un arca invisible que nunca partió. Es el barco que somos cada uno de nosotros, “barco imaginario” o “de papel sin propósitos, perdido”, dice Ramón; mientras “el agua muerde, el agua atraganta, el agua reconstruye”.

Dice el poeta: todos “van de aquí para allá para refugiarse de tu gigantismo [Odile], pero no de sus latidos…” Todos están juntos y a solas con su miedo solidario. Sin embargo: “en sus casas hombres y mujeres no sabrán qué hacer con sus silencios”; pues “nada de lo que digan [Odile] evitará tu presencia”.

Lo fatal de la fatalidad es que también pasa, se desvanece, se convierte en su contrario; en el canto de los pájaros que pueblan el paisaje barrido por el viento, en la gracia de su vuelo, en su dicha. Apunta la voz poética: “Y parecías grande, inacabable, que tus remolinos eran millones de manos que todo lo deseaban…” Sí, la fatalidad fatalmente pasa, pero no la poesía de Ramón Cuéllar Márquez. Esa se queda con nosotros gracias a su pluma y a los Cuadernos de la Serpiente. Y se queda para que comprendamos lo que no se explica fácilmente, o no se quiere explicar, juzgar o entender; pues muchos quisieran olvidarlo, y que los demás lo olviden fácil, rápidamente.

Porque al huracán de viento y agua no siguió sólo la calma y el canto de las aves, siguió: “una turba hambrienta de tomar objetos y no comida”. Porque los héroes y los villanos afloran en los peores momentos y son sus protagonistas… Alto. Flaco favor le hago a la poesía de Ramón con estos lugares comunes. Lo admito, miento: Ramón Cuéllar no propone en su obra que aquel Odile, del que nos habla en sus apuntes sobre Odile, nos “odiliza”; su paso inexorable sólo nos desnuda, nos muestra hasta los huesos la contradictoria (perdurable y frágil, solidaria y envilecida) condición humana, expuesta por un meteoro; pero que ahora (y por los próximos años) cuenta con sus modernos, y no sé hasta dónde, hermosos huracanes tecnológicos, iluminados de soledad: “hasta que otra vez la energía eléctrica los devuelva a sus ordenadores portátiles, a sus teléfonos celulares, a sus televisores, a sus islas de información”.

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Rubén Manuel Rivera Calderón

Licenciado en Letras Hispánicas por la UAM-I y Medalla al Mérito Académico (1997). Obtuvo en tres ocasiones el Premio Peninsular de Poesía “José Alán Gorosave” (1988, 1997 y 1998); recibió el Premio Estatal de Poesía Joven “La Paz, 1992”; ganó los Juegos Florales “Margarito Sández Villarino, San José, 2000”; el Premio Estatal de Poesía “Ciudad de La Paz” en 2004; y en 2017, recibió el Premio Nacional de los Juegos Florales, Carnaval La Paz. Ha publicado “Torera de las aguas”; “Marina”; “Viaje por un cuerpo en ocho cantos”; “La Casa de Cortés”; “Poemas sueltos”; “Tal vez un Himno”; “La casa que desea ser barco” y “Barco de piedra”.

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