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No somos más que un vulgar homolocuens

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El librero

Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Una palabra nos habla de una cosa. Algunos dicen que la palabra no es la cosa porque no alcanza a significar todo lo que es la realidad de esa cosa, que la palabra solo cosifica y etiqueta. Pero lo cierto es que somos monos verbales, un vulgar homolocuens, que sin eso no somos humanos ni la civilización tendría sentido alguno.

Las palabras son necesarias para interpretar nuestra realidad, aunque esa interpretación siempre es individual, que puede llegar a ser colectiva, pero que definitivamente es el reflejo de nuestros miedos, alegrías, tradiciones, oscuridades y luces. Las palabras son una fotografía interior que siempre habla de los paisajes del mundo y de nuestras relaciones humanas: el cómo nos sentimos y percibimos. Junto a eso la gramática controla y preserva al lenguaje y a las palabras, son su legión. Si no hay palabras eres una cosa muerta, eres un humano sin vestido, un mono desnudo, un silencio mortal que no conoce el universo.

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En las redes sociales es muy común encontrarnos con sitios dedicados a observar cómo se escribe o dice una palabra o una frase, ya sea de manera rigurosa o flexible, pero que en esencia trata de salvar la tradición idiomática que nos sirve a todos.

Lo cierto es que la lengua no es algo estático, se mueve constantemente y se alimenta sobre todo de la lengua oral enriqueciendo a la escrita. Son los hablantes los que van modificando la lengua en el uso cotidiano; nada garantiza que una palabra que hoy decimos sea igual dentro de cien años, pues habrá evolucionado debido al contexto sociocultural en el que se envuelve y a los cambios fonéticos dialectales de cada región.

Nunca una palabra es para siempre porque surgirán nuevas opciones o categorías definitorias de los conceptos, además de modos alternativos de decirlas y, por ende, de escribirlas. Nunca, pienso, debemos ser sentenciosos y estrictos con respecto a las palabras y las dificultades de la corrección idiomática —que a veces tienen que ver más con la corrección de lo políticamente correcto—, pues son solo aproximaciones de la realidad. ¿Quién es dueño de la realidad?, ¿la lengua escrita o los hablantes?, ¿los géneros o las clases sociales? Es decir, por un lado, no ser tan escrupulosos y, por otro, como dije más arriba, preservar la unidad a través de una gramática. Es un arduo y largo trabajo que debemos hacer en el transcurso de nuestras vidas.

La lengua es movimiento, nunca se detiene. Son los hablantes los que la van transformando en el transcurso del tiempo y de las épocas humanas. Cada hablante en contacto con otro crea dialectos y, a su vez, el individuo es capaz de crear su propio idiolecto.

Un dialecto no es una lengua, antes bien un modo particular de hablar de una zona o de un grupo social. En La Paz, Baja California Sur, podrían existir y convivir hasta cien formas dialectales del español. Por su parte, un idiolecto es parte del dialecto, salvo que tiene la capacidad de crear modismos, palabras desde la conciencia de un individuo. Tanto el dialecto como el idiolecto son partes esenciales de la evolución de la lengua, ambas son su alimento, su maquinaria de cambios inmediatos o lentos, según el impacto social que pudiera tener un vocablo.

La lengua escrita preserva la tradición de la lengua, tiene su gramática, pero por sí misma es estática y se nutre de la oralidad, de los hablantes. Ninguna lengua se preserva por decreto, antes bien puede asimilar modismos, propuestas, pero no garantiza que en un futuro lejano puedan terminar siendo una cosa bien distinta de la original, por ejemplo, el uso de la vocal -e- como proyecto de inclusión en palabras como todes. Aunque los lingüistas lo niegan, yo veo, como oficiante y participante, que la lengua es un organismo vivo y va cambiando según la humanidad se va moviendo en un sentido u otro.

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