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La realeza, el aspiracionismo, las artes y la búsqueda de sentido

El librero

Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Veo con estupor cómo una horda de aspiracionistas a la realeza salió a llorar la muerte de la reina Isabel II. Han sido la burla en redes sociales por considerarse que la corona inglesa está muy alejada de nuestra realidad, tanto en cultura, idioma y costumbres, comenzando porque Inglaterra ha sido un imperio colonialista que invadió a más del 90 por ciento del planeta. El deceso de la reina ha sacado a colación todas las afrentas, sujeciones, esclavitud y violencia que Inglaterra ejerció sobre el planeta y sus decenas de pueblos.

No obstante, más allá de la risa que nos producen esas clases sociales —bajas, medias, altas— que se sienten parte de la realeza, hay un elemento en común: la necesidad de identificarse con algo externo, pues en su propio país no hallan esa cohesión racial, nivel económico ni cultural: ellos buscan darle sentido a sus vidas, pues a su alrededor perciben que hay un pueblo que no los merece ni les rinde pleitesía. En la cómoda tibieza de su aspiración encuentran un asidero de dónde aferrarse aunque sea de manera fantasiosa y proyectada.

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Nuestra cultura se caracteriza por la tecnología que da posición social: un I-Phone caro, con sus largas mensualidades, por ejemplo. Pudiera decirse que a su alrededor se erige un sistema para darle sentido a ellos y su vacío de identidad. Este proceso de clases sociales nació con la humanidad, pero el aspiracionismo es un producto que tiene más de cuarenta años: es reciente. Los humanos hemos sido afectados por ese proceso, símbolos de nuestro tiempo. Por ello les falta algo. Esta carencia se llama sentido. Las clases medias aspiracionistas buscan sentido en lo superficial, pero es en sentido estricto la sustancia que les da significado, si bien mueve a risa o escarnio.

Ya les he hablado del filósofo español, Eduardo Nicol. Él apuntó hace años, en su libro El porvenir de la filosofía, sobre el problema del sentido de la existencia humana. Plantea que el pensamiento humano está en peligro y por tanto su sentido mismo de existir; conviven en nuestra realidad dos formas de la razón: una es la tradicional, que es la que da razón de ser, que es la búsqueda del sentido; la otra, es la razón de fuerza mayor, que está caracterizada esencialmente por la tecnología, y que tiene como sustento la supervivencia de la especie.

Esta razón de fuerza mayor convive con nosotros, está adherida a todas las sociedades humanas y está a punto de sustituir a la vieja, lo cual pudiera ser la muerte de la cultura misma; es una razón que no da cuenta de lo que somos, da cuenta del horror a no tener sentido. Viéndolo así, podemos percatarnos de que el sentido mismo de cultura está en peligro, lo que le daba razón de ser a la inteligencia humana está siendo sustituida por un sentido utilitario: si no es práctico, no sirve, y lo racial es un útil, sentirse de la realeza es un plus de superioridad. Lo que importa es seguir sobreviviendo aunque no haya sentido. El aspiracionismo, la búsqueda de sentido superficial, es un reflejo de ello. El aspiracionismo no busca razones, busca satisfactores: ganancias.

Las artes han sido confinadas como un pretexto presupuestal que tiene como objetivo cubrir una parte de las demandas sociales. El peligro está en que se lleva cultura a la población sin entender del todo el sentido de esa cultura; entonces, ¿para qué? La necesidad de sobrevivir va siendo primordial para todas las familias del mundo. Sólo unos cuantos tienen acceso a una educación más profunda y a paisajes más sanos, tanto psicológicos como físicos. Si las artes no conforman la base de la razón tradicional, el aspiracionismo tomará su lugar, como se puede ver en el llanto de Martha Debayle.

El trabajo cultural es una actividad subjetiva y, acaso, si se puede decir, abstracta. Embonar el sentido en lo que se realiza formal o informalmente, o institucional o no institucional, no es tarea fácil, pues no se trata de que se cubran necesidades cuantitativas, sino cualitativas. El trabajo de la promoción cultural se enfrenta sobre todo al dilema de la tecnología. Parecieran ambas cosas divorciadas, pero no es así. Por un lado, a la tecnología no le interesa el sentido, porque sus afanes nacen desde las máquinas, y una máquina no está viva, y por otro la humanidad se mueve a la par de su conciencia evolucionada o involucionada. La tecnología no debe poseer a la humanidad, sino que debe ser herramienta y no esclavitud al producto.

Sólo quien está vivo puede tener sentido, pero vamos siendo absorbidos psicológicamente por una sociedad dependiente de la electrónica y del software. Sin embargo, la promoción cultural tiene como fin hacer llegar a la población el arte, como un disfrute y un derecho. El arte permite que las relaciones humanas sean comprendidas a más profundidad, admite que las personas sean individuos y vivan en comunidad de una forma inteligente, que posibilita un progreso espiritual. A pesar de ello, nuestra condición humana debe ser cuestionada de raíz. Que los aspiracionistas se den cuenta que lo son.

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