Casi medio siglo del huracán Liza. Crónica a dos voces por sus sobrevivientes

FOTO: John Malmin | Cortesía.

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Considerado el peor desastre natural en la historia de Baja California Sur, el huracán Liza causó miles de muertes en La Paz, la noche del 30 de septiembre de 1976. Medios como MetMex señalan que había pasado a 84 km al Este de la capital sudcaliforniana, como huracán categoría 4, con vientos de 225 km/hr, registrándose 137 mm de lluvia —en El Cajoncito cayeron 180 mm, en El Triunfo 259 mm y en San Bartolo 425 mm.

¿Cómo se vivió esa noche y sus días posteriores? ¿Se dio aviso a la población para desalojar sus viviendas? ¿Es cierto que se dinamitó el bordo de contención? Estos son los testimonios de dos sobrevivientes del huracán Liza: José Manuel Peralta Delgado, médico de 64 años, originario de Santa Rosalía, quien tenía 15 años cuando ocurrieron estos hechos en La Paz; y Víctor Manuel Valencia Cabrales, abogado de 65 años, originario del Distrito Federal, quien era un estudiante de 17 años en aquel entonces. Actualmente, el primero vive en Ciudad Constitución, y el segundo, en La Paz.

“Deleitándome con los relámpagos”

En 1976, José Manuel Peralta Delgado, procedente de Ciudad Constitución, estudiaba el bachillerato en el Tecnológico de La Paz. Vivía en la Cooperativa Puerto Chale, de la cual su tío, Saúl Peralta Mayoral, era el presidente; estaba ubicada en la calle Melchor Ocampo, cerca de la Padre Kino. Días antes del huracán había llovido bastante, y su tío, con todo y su familia, lo invitó a ver el arroyo al Sur de La Paz. “En un Estado como el nuestro, donde casi no llueve, un fenómeno como este era un espectáculo que todos quieren ver”. El agua era tal, que no se podía cruzar la carretera: “el arroyo producía un ruido ensordecedor, por la cantidad de piedra y árboles que arrastraba. Nunca imaginamos que unos días después el agua que llovería sería mucho mayor, y ocasionaría el peor desastre del que, hasta la fecha, tenemos memoria”.

La mañana del jueves 30 de septiembre fue a sus clases, pero al regresar a su casa, ya se sentían las fuertes rachas de viento. Ese día, desde temprano, la radio alertaba a la población de la llegada del huracán Liza. Su tío comunicaba lo que se iba decidiendo a los campos pesqueros a través de un radio de onda corta. A pesar de la alerta, Manuel dice que no se sentía preocupado en lo más mínimo: “ignoraba los daños que un ciclón podría ocasionar”. Sin embargo, en la noche el poderoso silbido del viento golpeaba las puertas y ventanas de la casa. A eso de las 9 de la noche, se fue la luz, y el señor Saúl salió a buscar un refugio para pasar la noche. “Seguramente escuchó por radio las llamadas de alerta que las autoridades emitían pidiendo a la gente, sobre todo a las colonias que estaban al pie del Cerro Atravesado: la Pancho Villa, la Guerrero y Los Olivos —que fueron las más afectadas—, que evacuaran sus casas y se dirigieran a los refugios”.

“Yo no lo escuché, pero dicen que antes que se reventara el muro de El Cajoncito, pasó un carro de sonido haciendo un último llamado para que la población evacuara sus casas, ante el riesgo de que el represo se reventara. Nosotros, obedeciendo las indicaciones, salimos en la camioneta de mi tío hacia el centro de la ciudad, bajando por la calle Ocampo hacia el malecón. A esa hora de la noche ya se sentían las fuertes rachas de viento y agua que sacudían la camioneta y dificultaban la visibilidad para avanzar. Por fin llegamos al hotel La Noria, en la calle 16 de Septiembre. Allí pasamos la noche, a salvo de la tormenta”.

Por su parte, Víctor Manuel Valencia Cabrales, se había instalado en La Paz desde 1968. En 1976 cursaba la preparatoria. Vivía con sus papás y hermanos en un domicilio ubicado en Allende y México, a espaldas del Palacio de Gobierno. La noche de Liza “era una noche de inquietud, porque, para tu servidor y amigo, fue la primera vez que vivía un meteoro de esa magnitud y, sobre todo, la impresión que traía. Ahí estaba en la sala de la casa, pegado a la ventana, deleitándome con los relámpagos”.

Víctor Manuel Valencia Cabrales.

Se les fue la luz; aunque su casa no se anegó de agua, por las calles corrían a toda prisa los arroyos. La Padre Kino como tal, no existía, todo era la colonia Los Olivos y la Guerrero, sin pavimentar. Serían las 4 ó 5 de la madrugada cuando sonó “el famoso estruendo”. No parecía el sonido de un relámpago, pero fue un ruido muy fuerte y diferente al que provocan los rayos. “Ahora sabemos que fue una explosión, porque las cosas, como estaban, quizá no hubieran llegado a tal magnitud. Desafortunada desgracia porque pues, así lo fue, la magnitud y el impacto del meteoro no fue tan tan fuerte como para que hubiera sucedido lo que sucedió”.

La famosa explosión de la presa

Se trataba de la explosión de la presa de la Buena Mujer. Aunque Víctor no recuerda con claridad todos los detalles, tiene en mente que por aquella época se estaba construyendo. “Posteriormente supimos que se había llenado, que había llegado a su máximo nivel y que no hubo manera de que le abrieran las compuertas para que se desbordara el agua de manera controlada. ¿Qué sucedió? Después supimos, y conforme hemos conocido la historia, que el ejército decidió dinamitarla para poder desahogar el agua de la presa. Existió esa gran cantidad de agua que corrió por el arroyo, principalmente, de El Cajoncito, en donde a final de cuentas cobró gran cantidad de vidas”.

“Pero sí no hay que perder de vista que el Ejército, sobre todo el Ejército y Protección Civil hicieron lo que tenían que hacer —sostiene Víctor, tras casi medio siglo de la tragedia—. O sea, invitar, convocar y andar en la cercanía invitando a los que estaban cerca del arroyo a que desalojaran. Los ciudadanos estaban instalados, viviendo en una zona que no era para ellos (…) De tal manera pues, que el ser humano y su comportamiento en cuanto al sentido de la propiedad los hizo que permanecieran allí. Tenemos conocimiento de que la gran cantidad de fallecidos, desafortunadamente, fueron gente de fuera”. El abogado enfatiza que los avisos se dieron por radio, como la de Francisco King, incluso, se hizo perifoneo. “Definitivamente, la labor de avisar sí se hizo”.

El médico también hace referencia al “tronido misterioso”. Dijo que fue la ruptura del muro de contención de El Cajoncito, que se había construido para contener el agua que bajaba por el arroyo mencionado, desviando su curso hacia el mar por detrás del Cerro Atravesado. El ciclón Liza provocó la caída de tal cantidad de agua que rebasó la capacidad del represo, y terminó rompiéndose. Sin embargo, “lo que antecedió a esta ruptura, fue el sonido de una fuerte explosión, como producido por una descarga de dinamita. Es decir, la ruptura del muro de contención pudo haber sido provocada intencionalmente, muy probablemente, con el uso de explosivos por parte de los militares de aquel tiempo”.

“A mí no me consta está información —declara Manuel—. Este rumor lo escuché de personas adultas, que a su vez lo escucharon de personas que sobrevivieron a la tragedia, y se convirtió rápidamente en un secreto a voces. Que yo recuerde nadie se manifestó exigiendo una investigación acerca de esto. Ningún reclamo o protesta. Tampoco mayor seguimiento por parte de los medios de comunicación de aquel tiempo. Nadie cuestionó la versión oficial de que la ruptura del muro fue ocasionada por la excesiva presión de una excepcional avenida de agua, que terminó venciendo su estructura del muro en algún punto, situación que las autoridades pudieron detectar en medio de la fuerte tormenta, alertando a la población por diversos medios, conminándola a desalojar sus domicilios para acudir a guarecerse en refugios previamente establecidos. De hecho, la mayor parte de la gente había obedecido está orden. Nosotros entre ellos. Aunque la devastación quedó bastante lejos de nuestro domicilio. No se podía saber con exactitud las partes que serían afectadas”.

José Manuel Peralta Delgado.

Y es muy cierto lo que señalan estos testimonios, en el sentido de que no hubo ni averiguaciones, ni informes oficiales sobre la explosión de la presa. Ha quedado como una leyenda urbana que fue dinamitada por los militares, pero ¿con qué fin, si parecía inminente su ruptura? ¿A qué o a quiénes beneficiaría acelerar la destrucción de la presa que, a su vez, fue la causa de la mayor mortandad de personas con el huracán Liza? Manuel opina: “no había manera de evitar que se rompiera. Y la parte más factible que lo hiciera, si se permitía que el agua tomara su curso natural, era por dónde había sido su cauce original, es decir, por el centro de la ciudad, la zona histórica y económica más importante. Por cierto, si se hubiera dejado que el cauce destructivo del arroyo siguiera su cauce natural, hubiera pasado a un lado del hotel La Noria, en el cual nos hospedamos aquella noche”.

“Parece que los habían desenterrado”

Manuel se despertó muy temprano el 1 de octubre de 1976, para ir a la escuela: no tenía idea del desastre que había ocurrido, hasta que, al no pasar nunca el camión, se fue caminando y allí constató la dimensión de la tragedia. Pasó por la parte posterior del Hospital Salvatierra, donde había una malla de alambre. “Para mi sorpresa observé una pila de cadáveres amontonados de forma desordenada, algunos boca abajo, otros boca arriba. No puedo saber con exactitud cuántos cuerpos eran, pero cálculo un número aproximado entre 30 y 40. Se miraban ya rígidos, llenos de tierra, como si los hubieran desenterrado. Se notaba que los habían depositado de prisa, pues no los cubrieron con alguna manta, dejándolos expuestos a la vista de la gente, a través de la malla de alambre. No vi a nadie cerca de los cuerpos (…) Después me enteraría que la mayor parte de las personas que murieron, que algunos casos fueron familias completas, no eran del Estado. No tenían familiares allí (…) Lo más doloroso era ver los cuerpecitos amoratados de los niños. Una gran cantidad de las personas que murieron no fueron reclamadas, y terminaron en fosas comunes en el panteón de los Sanjuanes. Después de varios días siguieron apareciendo cadáveres en el mar, que la corriente había arrastrado”.

Cerro Atravesado, al día siguiente del huracán.

“¿Cómo habrían muerto? ¿Quién los habría dejado amontonados de esa manera, como si fueran objetos sin importancia?”, se preguntó el hoy médico, quien pasaba de la pena a la curiosidad, y caminó fatigosamente, hasta donde pudo, a la parte alta de la ciudad. Ante sus ojos tenía la evidencia del daño: una gran avalancha de agua descendió la noche anterior, abriéndose camino en medio de las casas, devastando una zona de unos 60 metros de ancho, aproximadamente. “Para esa hora había muchas personas trabajando para rescatar víctimas, la mayoría militares. Trabajaban con palas y otras herramientas. También había máquinas, tratando de encontrar cadáveres bajo los escombros de las construcciones que se habían derrumbado sobre sí mismas, al escarbar el agua la arena bajo sus cimientos. Aquellos hombres se apreciaban cansados, con movimientos pausados. Sus ropas estaban mojadas, enlodadas. Yo no lo sabía, pero habían trabajado toda la noche rescatando víctimas. En la zona de desastre los escombros estaban por todas partes, había automóviles semienterrados, árboles arrancados desde la raíz. Caminé durante aproximadamente dos horas siguiendo el cauce del arroyo hacia el mar. Por todos lados encontraba cosas semienterradas: sillas, ropa, tablas, muebles, trastes de cocina, etcétera, que mostraban el terrible poder destructor del agua fuera de control”.

Víctor amaneció emocionado, sin saber, tampoco, lo que descubriría son sus propios ojos. Se fue caminando de la Allende a lo que sigue siendo la preparatoria Morelos. En un principio, sólo vio todo lleno de arena; poco a poco fue viendo desparramadas cajas de madera y basura. Al llegar a la prepa, una veintena de compañeros que habían ido a la escuela, se pusieron a disposición para ayudar. Les pusieron una vacuna contra el tétanos, y él mismo aprendió a vacunar porque fue parte del apoyo que brindó. Usó el carro de su papá, una Ford Ecoline, para acercarse a las colonias Los Olivos y la Guerrero.

También los militares llevaron un centenar de damnificados a la Morelos, donde los jóvenes los asistieron, metiéndolos a los salones de clases y brindando agua y desayuno. “Logramos mantener en la preparatoria durante más de 3 ó 4 días, o más, a ese grupo de damnificados que sí, fueron alrededor de 100, y fue tan entusiasmante el hecho de ayudar a ese grupo de ciudadanos que se formó un pequeño lazo de amistad, un pequeño lazo de camaradería, un vínculo fraterno, es la parte bonita de la labor que hicimos”.

Un día, dijeron que todos los damnificados que estaban allí en la prepa, los llevaron a un llano para darles un lote, que estaban solo delimitados con cal. Así nació la colonia 8 de Octubre en La Paz. “En la calle principal, que ahorita es la calle principal de la 8 de Octubre, que es la que está donde está la bajada del puente, ahí nos tocó a nosotros colocar a los primeros damnificados. Te digo que fue gratificante para mí y para nosotros que los mismos damnificados, en esa calle, pusieron letreros de que la calle se iba a llamar Preparatoria Morelos”.

A Víctor sólo le tocó ver un cadáver —el primero que vio en su vida—, pero fue simbólico y le quedó grabado para siempre en la memoria. Fue cerca del arroyo El Cajoncito. “No me acerqué, pero alcancé a ver la mano levantada de una persona fallecida”. El cuerpo estaba semienterrado, asomándose del pecho para arriba. “No le veo la cabeza, la cara, nomás es como un cadáver que está queriendo salir de la tumba”.

Con el paso de los días, escuchó las historias que eran del dominio público: la masa de cadáveres que hubo por toda la ciudad; que encontraron carros con familias completas, ahogados, en los arroyos; taxis que intentaron sacar gente en pleno huracán y fueron arrollados por la gran cantidad de agua, muriendo al instante.

¿La cifra de muertos? Nadie sabe con exactitud cuántos fallecidos dejó el ciclón Liza. Víctor escuchó el rumor que la cifra había alcanzado los 10 mil, pero cree que es exagerado, aunque sí está seguro que fueron más de mil. “Hubo mucha secresía”, comentó el hoy abogado, coincidiendo con Manuel en que este fenómeno dejó una tragedia con interrogantes que nunca han sido resueltas. “El gobierno no dio cifras oficiales sobre el número de víctimas, aunque que se calcularon, extraoficialmente, en miles”, señala el médico, quien también alimentó su imaginación con otros rumores: “que muchos de los que reclamaron y se les dieron casas en realidad no fueron víctimas, sino que aprovecharon la oportunidad para hacerse de una casa, fingiéndose damnificados. También corrió el rumor que muchas de las ayudas que llegaron fueron acaparadas por las autoridades que se encargaron de repartirlas, como recursos económicos y las mejores cosas”.

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