Bardo. Un homenaje a las contradicciones

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El Beso de la Mujer Araña

Por Modesto Peralta Delgado

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Alejandro González Iñárritu no hace cine de fácil digestión, para el puro entretenimiento. Con una trayectoria respetable de seis largometrajes a cuestas, en Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades hace lo que quiere. Y lo que quiso es hacer su obra más lúdica y personal. Aquí es él auto parodiándose y opinando desvergonzadamente. Pero lo hace de maravilla.

Comencemos por señalar que Bardo es una farsa sin una narración lineal ni verosímil: son casi tres horas de surrealismo en el que no hay que distraerse demasiado porque en la avalancha de escenas, diálogos y símbolos, se dan las pistas para ir comprendiendo a cabalidad lo que estamos viendo. Y lo que vemos, es una ametralladora de ideas que te puede matar de aburrimiento o te puede volar la cabeza. La película hace honor a su título: es una versión-visión paralela y alterada de una realidad, ya de por sí, complicada.

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Silverio Gama es un periodista y documentalista mexicano que vive en Estados Unidos, quien regresa a México para ser reconocido, pues se alista para un importante premio en EEUU.  Sin embargo, este es un filme claramente autorreferencial: es el mismo González Iñárritu. Ahí está la pérdida de su hijo, su reconocimiento en el extranjero, su andar en el “servicio al capitalismo” —en la publicidad de Televisa— y pasar a definirse como artista, pero, sobre todo, está ese espíritu mexicano crítico, revisionista de la historia y caminando en las contradicciones de la identidad. No es de aquí, ni es de allá.

Más que en otras de sus películas, en Bardo abundan los diálogos brillantes y muy intelectuales, pero tiene a su favor que se justifica en sus personajes: el sin nacionalidad que es Silverio y los personajes que le rodean —mismos que tienen pocas pero imponentes participaciones para crear entre todos un poderoso anti-discurso. El periodista, interpretado por Daniel Giménez Cacho, viaja a la semilla para encontrarse platicando con su padre, su madre, su esposa, sus hijos y sus colegas —resalto la conversación en la mesa entre Silverio y su hijo: un choque generacional en un verdadero round bilingüe.

Pese a que el estupendo actor es el hilo conductor y sobrelleva el filme dignamente, no es tan explotado histriónicamente, es decir, llega a ser un tanto plano. Lo magistral de Bardo no está en su protagonista sino en sus contextos. Y hablando de cosas por explotar: la fotografía es horrorosa. Da la impresión de que no usaron iluminación, salvo la luz natural que se colaba por puertas y ventanas, lo que en buena parte del filme hizo que los personajes y escenarios se borraran innecesariamente. Aunque esta oscuridad tuvo su mejor momento en la escena de la conversación en el zócalo de la Ciudad de México.

Advertencia de SPOILER: Esta película es una colección de escenas a capricho, por lo que cada quien podría elegir sus favoritas como si fuera un cortometraje. Las mías fueron cuando el grupo de migrantes va a cruzar la frontera en medio de una fila de carros en un polvoso desierto, donde se encuentra a una infante muerta; y la escena de los que caen mientras van desapareciendo, los que “no vuelven y tampoco se mueren”. Hacía rato que una escena no me conmovía hasta las lágrimas.

Sinceramente, se queda uno con mucho por decir de una obra tan atrevida y compleja, que se sirve de una forma bizarra para presentar un fondo saturado de ideas. Bardo es casi una borrachera cinematográfica. Una obra maestra.

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