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“Anotaciones sobre Odile” o cómo hacer la poesía del presente y lo concreto

FOTOS: Internet.

Colaboración Especial

Por Gabriel Rovira

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Un suceso extraordinario siempre deja hondas huellas sociales que inevitablemente termina convirtiéndose en signos y objetos artísticos, que hacen lo posible, en la pobreza del lenguaje, por transmitir una experiencia viva, y ser su digna memoria. Así es el libro de poemas que dejó como efecto el huracán Odile en 2014, el meteoro que todos sufrimos, y el que removió particularmente el corazón de Ramón Cuellar Márquez: Anotaciones sobre Odile.

Apenas lo abrimos y este libro nos sorprende, en un acto de moderna iconoclastia, cuando adorna la primera página con un epígrafe, como ahora parece obligado, tomado directamente de la Wikipedia, la fuente popular del conocimiento milenarista.

Porque este huracán en particular fue uno que pudimos vivir juntos como comunidad casi todo el tiempo, mientras hubo electricidad o baterías, en directo desde los lugares de los hechos, e interactuando por Internet, lo cual ya lo hace en sí un fenómeno cultural interesante.

Para acercarnos a su experiencia, supongo, Ramón Cuéllar Márquez escoge la forma de la segunda persona, instala la función apelativa y le habla al huracán de , y lo humaniza en hiperbólica prosopopeya. Y a través de esa perspectiva malabarista que mantiene casi todo el poema, lo increpa, le recuerda sus orígenes, sus culpas, su mundana historia, su relación con los viejos, sagrados, escatológicos recuerdos de su más serio precedente, el huracán Lisa de 1976.

Sigue la crónica —porque este poema es una crónica, muy personal, muy lírica, pero una crónica—, sumando los temas que los habitantes de la media península leíamos con ojos incrédulos desde el teléfono, desde los medios, desde la calle, de boca en boca; la fuerza de la noche, la oscuridad del viento, las piedras aullando entre las olas, los destrozos del día siguiente, las carencias, los saqueos, la ira y el miedo, pero también el amor repentino y la solidaridad, todo eso está ahí con nombres datos y fechas, poesía hecha historia, o viceversa.

Y no hay de qué sorprenderse porque la poesía se origina en Homero como una crónica de batallas, en verso para ser recordadas mejor.

A todos nos conmueve oír hablar de algo que vivimos hace poco y en eso apoya su eficacia emocional este poema, en la fuerza del recuerdo inmediato y en el miedo, y por lo tanto en la oportunidad y el riesgo artístico de lo cercano. Cuéllar Márquez valida en el libro la noción de poesía coyuntural, de respuesta o de emergencia, así la llamaban en los ochenta poetas como Benedetti: Letras de emergencia, como en las canciones políticas, como en los corridos. Lo cual no es poco, porque requiere de valor y compromiso con la realidad presente. Y el riesgo está en que la experiencia pasa sin digerir, tal cual, sin filtros en toda su brutalidad de experiencia verdadera, concreta, basta, burda, incluso ridícula o cursi como es la vida real… pero en verso, para ser mejor recordada. Y es nuestra opinión que este pequeño volumen, de largos versos y largo aliento, hace su homenaje al presente concreto con mucha dignidad.

El final del poema propone una tregua en el caos de esta guerra verbal contra el fenómeno natural. Una tregua también en el huracán cotidiano de la violencia, del narco, de la pestilente política, y del tsunami mental del Internet que nos separa irremediablemente de los otros. Es esa su forma de aliviar y exorcizar los fantasmas de los recuerdos: una paradoja que los hace perdurables en el registro memorioso del verso. Esos largos versos que eternizan el espanto que se quiere expulsar del cuerpo social.

¿Cómo se juzga un poema que nos habla del miedo presente, que inevitablemente nos conmociona, ya nada más que por la fuerza del recuerdo? Yo no puedo, estoy conmovido. Afortunadamente, Ramón Cuéllar Márquez posee una habilidad estética poco usual en su imaginación y su lenguaje, misma que seguramente será reconocida también por un conmovido porvenir.




El poema que devora la noche, de Ramón Cuéllar; lectura de Rubén Rivera

FOTOS: Cortesía.

Colaboración Especial

Por Rubén Manuel Rivera Calderón

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El Odile de Ramón es un huracán que se refleja en los espejos del lenguaje y de la historia. Asume todos los nombres y adjetivos que sugiere su ventosa cabellera; es metáfora, mito, leyenda y realidad devastadora. Une con el miedo primitivo, espanta con su furia al confiado y al prevenido; nos transforma; nos convierte en otros; nos “odiliza”.

Ramón Cuéllar Márquez encarna literariamente a un monstruo y su fantasma; a un monstruo que despierta, habla y convive con los fantasmas personales y colectivos. La embestida predecible, pero inevitable, arrancó las máscaras de propios y extraños, que no tuvieron otra que correr a guarecerse bajo una lámpara, para descubrirse pequeños e indefensos; pero monstruos, también. Animalitos que tiemblan ante la sombra que se proyecta en el piso: ese escudo de luz que genera su propia incertidumbre, pero que también esconde las garras de las pequeñas sanguijuelas.

Las palabras de Ramón Cuéllar Márquez dan vida significante a la bestia que devora la noche, esa pesadilla que se prolonga en la vida diurna, y que al final de la tormenta somos nosotros mismos (al huracán nada le importa lo que digamos de él). Nadie querrá reconocerse o entender a la primera: así de pequeños y frágiles somos; sólo deseo que el Odile de Ramón, está crónica metafórica, ciclón de imágenes e historias entreveradas en un solo aliento claro y poderoso, los sacuda.

Porque el Odile de Ramón es una oruga hambrienta, una tortuga gigante; un dios creador, maligno o cojo (patada de mula); es el corazón del cielo, agua corpulenta o aullido transparente: ser invisible que nos saca a empujones de nuestra zona de confort; y también, más acá de la metáfora literaria, es un pretexto para que la burocracia medre y algunos zombis se tropiecen con sus fantasmagóricos despojos.

Por eso las sabias abuelas, nos dice la voz creada por Ramón: “tapan los espejos, temerosas de que la luz se repita a lo largo de sus vidas”. Porque al final todo vuelve, y como Odile, también se acaba. Fetos de agua, fetos de polvo, “tolvanera” transparente que todo lo golpea y aplasta.

Odile nos “odiliza”: nadie construyó el “arca”, pero al final todos nos trepamos a ella “dando tumbos”, un arca invisible que nunca partió. Es el barco que somos cada uno de nosotros, “barco imaginario” o “de papel sin propósitos, perdido”, dice Ramón; mientras “el agua muerde, el agua atraganta, el agua reconstruye”.

Dice el poeta: todos “van de aquí para allá para refugiarse de tu gigantismo [Odile], pero no de sus latidos…” Todos están juntos y a solas con su miedo solidario. Sin embargo: “en sus casas hombres y mujeres no sabrán qué hacer con sus silencios”; pues “nada de lo que digan [Odile] evitará tu presencia”.

Lo fatal de la fatalidad es que también pasa, se desvanece, se convierte en su contrario; en el canto de los pájaros que pueblan el paisaje barrido por el viento, en la gracia de su vuelo, en su dicha. Apunta la voz poética: “Y parecías grande, inacabable, que tus remolinos eran millones de manos que todo lo deseaban…” Sí, la fatalidad fatalmente pasa, pero no la poesía de Ramón Cuéllar Márquez. Esa se queda con nosotros gracias a su pluma y a los Cuadernos de la Serpiente. Y se queda para que comprendamos lo que no se explica fácilmente, o no se quiere explicar, juzgar o entender; pues muchos quisieran olvidarlo, y que los demás lo olviden fácil, rápidamente.

Porque al huracán de viento y agua no siguió sólo la calma y el canto de las aves, siguió: “una turba hambrienta de tomar objetos y no comida”. Porque los héroes y los villanos afloran en los peores momentos y son sus protagonistas… Alto. Flaco favor le hago a la poesía de Ramón con estos lugares comunes. Lo admito, miento: Ramón Cuéllar no propone en su obra que aquel Odile, del que nos habla en sus apuntes sobre Odile, nos “odiliza”; su paso inexorable sólo nos desnuda, nos muestra hasta los huesos la contradictoria (perdurable y frágil, solidaria y envilecida) condición humana, expuesta por un meteoro; pero que ahora (y por los próximos años) cuenta con sus modernos, y no sé hasta dónde, hermosos huracanes tecnológicos, iluminados de soledad: “hasta que otra vez la energía eléctrica los devuelva a sus ordenadores portátiles, a sus teléfonos celulares, a sus televisores, a sus islas de información”.




“El Varado”, de Pablo Rodríguez Cabello

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El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La novela moderna se mueve más como un cinematógrafo que como una obra estética que describe paisajes y situaciones. Es una voz que todo lo nombra y que al mismo tiempo es capaz de ofrecernos la historia de uno a varios personajes en acción, sin que ello signifique que el lenguaje sea sólo prosaico. El asunto es que he leído una estupenda novela de Pablo Rodríguez Cabello (Ciudad de México, 1968), su primera, que nos habla de una ciudadela llamada El Varado, a donde se refugian y curan los melancólicos en grado sumo.

Dentro, nos narra la historia de Ciro, quien tiene la misión de buscar a su amigo David, de quien no se sabe nada, pues al parecer se lo tragó la tierra, y esa podría ser justamente El Varado, un lugar perdido en la selva y que es el proyecto de una comunidad alejada de los vaivenes cotidianos de la época en que Ávila Camacho era candidato a la Presidencia.

Con un lenguaje audaz, nítido, poético por momentos, El Varado es una novela que nos lleva a un mundo inexplorado, casi inexistente, pero al mismo tiempo capaz de imbuirnos en la personalidad de Ciro, quien por ningún motivo deja de buscar a su amigo. Asimismo, el conjunto de personajes que interactúan sirve de pretexto para que la ciudadela se convierta en una especie de organismo, célula gigante, que coexiste gracias a los muros psicológicos que se imponen sus habitantes. Por intervalos se puede sentir la angustia de Ciro, sus deseos más íntimos y sus enojos más abiertos, siempre protegido bajo el manto de que nadie conoce la misión que lo llevó a ese sitio.

El Varado obtuvo mención honorífica del Premio Ignacio Manuel Altamirano de Narrativa 2015-2016, que incluyó la publicación en una bella edición por parte de la Universidad Autónoma del Estado de México, que a decir del jurado “es una obra ambiciosa e interesante donde no abundan las frases históricas ni negras, sino específicas”.

No me cabe la menor duda de que Pablo Rodríguez Cabello es un destacado debutante dentro de la narrativa mexicana, y que leer su novela El Varado es más que un gozo, un privilegio saber que la calidad literaria es el sello distintivo de este escritor. Enhorabuena.

*Rodríguez Cabello, Pablo, El Varado, México, UAEM, 231 pp.

 

 

 




¿El Premio Nobel de Literatura para Bob Dylan?

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El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

El pasado 13 de octubre será recordado por muchos de nosotros como el día que la Academia Sueca decidió otorgar a Bob Dylan el premio Nobel de Literatura 2016 y con ello al mismo tiempo el rompimiento con la tradición —para muchos correcta, para otros acartonada— de sólo dárselo a novelistas, cuentistas, poetas, cronistas, dramaturgos y ensayistas. Por supuesto, era claro que tal bomba generaría comentarios a favor y en contra, suspicacias, sentimientos encontrados, desconciertos, alegría y argumentos sólidos sobre la aportación literaria de un músico.

El Nobel, creado en 1895 a partir de las disposiciones del industrial Alfred Nobel antes de morir, se comenzó a entregar en 1901, en las categorías de Física, Química, Fisiología o Medicina, Literatura y Paz; fue a partir de 1968 que se incluyó el Premio en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, y al que se le conoce equivocadamente como Premio Nobel de Economía.

La tónica había sido, en el caso del Premio de Literatura, otorgarlo a un escritor o escritora cuya aportación haya sido notoria y ejercido influencia en su lengua. Muchos que debieron recibirlo, en opinión de críticos y pensadores, sólo fueron nominados o algunos ni siquiera fueron mencionados. Uno de los que más se recuerda es Jorge Luis Borges, quien jamás lo recibió —ya hay algunos que dicen, sarcásticamente, que Borges debió pensar en la composición de tangos—. Pero, bueno, este año la noticia es Bob Dylan, cuya propuesta ante la Academia Sueca data desde 1995 y que hasta este año ya llevaba más de diez veces nominado. Sin duda la influencia de Dylan es evidente por donde se le vea, porque Dylan es Dylan y no necesita respaldos de premios porque la inmortalidad ya la tiene ganada a pesar de sí mismo. Algunos dicen que es el reconocimiento a toda una generación que fue un punto de quiebre en la historia no sólo de los Estados Unidos, sino del resto del mundo occidental. Está claro que el premio se lo dan no por su actividad como músico, sino por las letras de sus canciones, a las que ahora tendremos que ponerle más atención, y tal vez iniciar un trabajo de traducción para quienes no conocen su obra poética. Ahora Dylan no será recordado como el músico que influyó en muchas generaciones —y que continúa haciéndolo—, sino el poeta, el bardo, que con sus composiciones supo llegar a todos los oídos y sensibilidades sociales.

Algunos opinan que la Academia Sueca necesitaba un golpe mediático para resucitar de sus cenizas, pues los últimos premios pasaron sin pena ni gloria o de noche, que nadie se acuerda ni siquiera quién fue el del año anterior; lo cierto es que el de este año rompió con un paradigma, y el Premio Nobel de Literatura ya no será visto como antes, y ahora estaremos a la expectativa de a quién se lo dan en los próximos años.

Por mi parte, celebro, en definitiva, que Bob Dylan sea reconocido con tan alto honor, pues la poesía tiene múltiples formas de manifestarse, de expandirse, un modo de no quedarse oculta en los libros, con versos sordos que nada dicen, que nadie atiende. Ahora sí, tal vez, los poetas pensarán más en comunicar que en regodearse en sus juegos intelectuales sin sustancia ni horizonte. Y eso no quiere decir que deban tomar una guitarra y volverse compositores, sino rapsodas verdaderos que son capaces y valientes de trascender sus miedos y narcisismos intelectuales.