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El problema del progreso (II)

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La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Para Nietzsche no hay un progreso real. La creencia en ello radica en un ego ciego de una criatura que se dice racional y cuyo paradigma es la figura del filósofo. Escribió el loco de Sajonia: “Nada hay en la naturaleza tan despreciable e insignificante que, con un mínimo soplo de aquel poder del conocimiento, no se hinche inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de cuadra quiere tener sus admiradores, el más orgulloso de los hombres, el filósofo, quiere que desde todas partes, los ojos del universo tengan telescopicamente puesta su mirada sobre sus acciones y pensamientos”.

Desde el pensamiento entrópico el progreso es ilusión debido, no sólo a la pequeñez y el azar, sino también a que el conocimiento será siempre subjetivo y limitado.

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Pero no fue entendido así por los positivistas, secuaces de Comte que inundaron de optimismo el ideal civilizatorio de finales del siglo XIX. Según tal doctrina, la razón instrumental es el medio para todo fin y, en su más alta fase, es decir, la científica, el hombre deja la barbarie y se lanza con las banderas del orden y el progreso hacia un objetivo más alto cuando se habrían superado las fases teológicas y metafísicas. En sus diversas vertientes, este pensamiento justificó genocidios, matanzas y expoliaciones de cientos de etnias que, bajo la etiqueta de salvajes o bárbaros, fueron exterminados sistemáticamente bajo la égida de gobiernos progresistas en todo el mundo. Recuerde el lector la bravata que lanzó Domingo Faustino Sarmiento en 1885 al festejar el triunfo militar argentino en contra de los pueblos mapuche, pampa, ranquel y tehuelche: “la ola de bárbaros que ha inundado por siglos las llanuras ha sido por fin destruida”.

Igualar los avances del conocimiento tecno científico con el desarrollo de un hombre mejorado de lo natural a lo moral es la base de una evolución equivalente con “evolucionismo” tal como creía Spencer.

La gran marcha de la humanidad como relato justificante de la política es solo eso, un relato, un mito, tal como lo analiza John Gray en su tratado “El silencio de los animales” ya que la humanidad es tan solo un fantasma, uno de esos espectros noumenales que criticó Max Stirner.

Hijas del evolucionismo fueron las doctrinas que optimizaron el ascenso del fascismo, el nacionalsocialismo, el comunismo o el neoliberalismo y otros ismos recurrentes que parecen derivaciones de un mito base en el que se espera una edad de oro, una ascensión prometeica o un paraíso en la tierra.

Mientras unos aplaudían el ascenso del hombre racional otros le negaban de manera acerba, como Octave Mirbeau en su novela sádica y misántropa “El jardín de los suplicios”. Dentro de una sórdida y descarada conversación sobre los avances tecnológicos del momento como el teléfono, la máquina de escribir o el ferrocarril, un capitán muestra su entusiasmo por una bala que acaba de inventar; la bala Dum-Dum, que prueban en indostanos y puede atravesar hasta una docena de cuerpos humanos, es glorificada como un gran avance del progreso. La tesis de Mirbeau es que somos los mejores salvajes, pues aun teniendo conciencia de ese salvajismo persistimos en él.

La Primera Guerra Mundial estrelló el evolucionismo en una decepción caótica, y como tal arrasó en conciencias como Wells o Sweig. Luego, como un torbellino de ceniza, la Segunda Guerra Mundial pareció triturar cualquier idea de progreso moral. Sin embargo, ni las armas químicas, la ingeniería al servicio de la matanza sistemática o el horror de las bombas atómicas logró disminuir el optimismo en algunos, por el contrario, las guerras totales fueron un parteaguas en el desarrollo de la tecnología y de los descubrimientos científicos cada vez más asombrosos y veloces.

De la mano de los Estados victoriosos y con conocimientos adquiridos de los derrotados, la tecnociencia se convirtió en superciencia casada con los programas armamentísticos y las corporaciones mundiales. Los sueños de los iluminados se yerguen en realidades gracias a los conflictos violentos, y no a pesar de ellos.

Para alguien que defiende el progreso tecnocientífico simplemente como un avance (¿hacia dónde?) o una mejora de las condiciones de existencia, varios ejemplos pueden darle el espaldarazo. El descubrimiento de la penicilina y el desarrollo de antibióticos, la invención de múltiples aparatos electrodomésticos, la investigación de materiales como el plástico, las nuevas ciencias de cómputo amparadas en invenciones de ordenadores cada vez más precisos, superconductores, redes virtuales globales, la industria espacial, el boom de la  industria alimenticia o los organismos transgénicos han revolucionado el mundo.

Por supuesto que las condiciones materiales y tecnológicas condicionan la vida de los humanos, la economía, sus dinámicas sociales y las tradiciones culturales; así el desarrollo tecnocientífico cambia la percepción de la realidad. Pero, ¿cambia los deseos o la condición biológica de los hombres?

La tecno-genómica y los conocimientos biomédicos han dado paso a tecnologías biológicas. El desarrollo de la edición genética y la clonación han abierto puertas hacia la cura contra el SIDA, cabras con genes de arañas, cerdos modificados para resistir virus y desarrollar órganos afines a los humanos, mandarinas radiadas sin semillas, vacas que producen tres veces más leche, “arroz de oro” que gracias a una bacteria y los genes del narciso es capaz de producir beta caroteno y otras linduras, que para los pesimistas pueden considerarse aberraciones.

Se acerca el imperio que soñó Julian Huxley cuando acuñó el término transhumanismo, en 1957: “La especie humana puede, si lo desea, trascenderse a sí misma – y no sólo de forma esporádica, un individuo aquí de una manera, un individuo no de otra manera, sino en su totalidad, como humanidad”.

De nuevo el fantasma, la falacia de generalización –la mentada humanidad-.

En su artículo de 2007 “What Is Scientific Progress?”; Alexander Bird sostuvo que el progreso científico es directamente proporcional al crecimiento del conocimiento científico (“La ciencia -o un campo o teoría científica particular- progresa precisamente cuando muestra acumulación de conocimiento científico”) pero no confunde progreso con progreso científico, sino lo restringe al mero conocimiento. ¿Es el progreso una cuestión epistémica pero teleológica al fin?

Hay otra postura en el que el progreso científico puede entenderse como la resolución de problemas. Esta se denomina funcionalista-internalista y fue planteada por Thomas S. Kuhn y Larry Laudan. ¿Desde este punto de vista cuál es el sentido del progreso? ¿mejorar la calidad de la existencia?

Si la respuesta es tal, entonces la química ha sido la ciencia más importante y contundente. Los avances médicos, industriales y los procesos biológicos le deben todo al conocimiento químico. La realidad en la que vivimos es material, entonces la ciencia que se aboca a conocer el cambio de las sustancias y la base de la materia resulta primordial desde lo pragmático hasta lo teórico. Hay una relación directa entre la esperanza de vida y los descubrimientos e inventos químicos. En la actualidad, hay proyectos como la síntesis de poliamidas para sustituir al petróleo, encapsulación de semiconductores, células antisolares para funcionar de noche, microscopios con resolución de attosegundos para –por fin- poder ver átomos, baterías de sodio, producción de miles de nanopartículas complejas y otras maravillas. Hoy, se desarrolla la piel electrónica para robots compuesta por sensores magnéticos y circuitos orgánicos.

Pero quizá todo este cúmulo de conocimientos no se refleje en una realidad inmanente, o no del todo, debido a que lo científico como actividad está permeado y condicionado por la política. También hay que considerar que el conocimiento no tiene una carga ética per se; ya lo anunció Anaxágoras: “La ciencia daña tanto a los que no saben servirse de ella, cuanto es útil a los demás”.  Echar las campanas al vuelo por el mero conocimiento no es conocer tampoco la variabilidad del carácter humano.

Así como se puede enumerar avances en pro de la mejora de la existencia, se puede enumerar ejemplos en contra de la existencia y la calidad de vida. La contaminación química y nuclear, los desastres de Chernobyl, Bhopal, Fukushima, Tokaimura, etc; el lanzamiento de las bombas atómicas en 1945 o la detonación de la primera bomba de neutrones en 1988. Las extinciones de especies en el Yangtsé​ y otros ríos debido a la polución de pesticidas y fertilizantes, el desarrollo de armas químicas desde el gas cloro y mostaza hasta el fósforo blanco; de armas biológicas como toxinas y venenos; armas nucleares de sexta generación y armas sónicas o drones programados para matar, no se pueden entender sin la idea de progreso tecnológico.

Que haya un progreso epistémico o técnico no necesariamente implica una mejora ética. Cito a John Gray: “El conocimiento humano aumenta pero la irracionalidad humana se mantiene igual. Se puede considerar a la investigación científica como la razón hecha cuerpo, pero lo que demuestra esa investigación es que los seres humanos no son animales racionales”.

Esta aseveración es polémica pero si usted, amable lector, no está de acuerdo; simplemente lea cualquier día las noticias de política y la nota roja.

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El problema del progreso (I)

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La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La creencia de que los hechos se desarrollan en el sentido más deseable, lo que logra una perfección creciente, fue una noción casi desconocida en la Antigüedad en la que primó más bien una noción de decadencia o caída.

Se puede, sin embargo, rastrear un pensamiento parecido en Jenófanes cuando declara que el saber humano mejora a través del tiempo: “Pues los dioses no revelaron desde un comienzo todas las cosas a los mortales, sino que estos, buscando con el tiempo descubren lo mejor”. También en el siglo II Aulo Gelio formuló que la verdad es fruto del tiempo, según el verso de un viejo poeta cuyo nombre se ha perdido: veritas temporis filia.

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El optimismo se dirigía más bien en retomar los conocimientos definidos que producir nuevos, según Abagnanno, y así se debe entender la frase de Bernardo de Chartres de que somos enanos aupados a hombros de gigantes, frase que parafraseó Newton en una carta dándole una connotación distinta.

Se atribuye a Francis Bacon el desarrollo del progreso hermano de la experiencia en el estudio de la naturaleza. En su lucha contra el pensamiento escolástico, Bacon declaró que la Antigüedad fue escasa de conocimientos y que la Modernidad era progreso. Era el año de 1620, en una época en donde se quemaban brujas, se exorcizaba a diestra y siniestra, el demonio era sujeto en la legislación  y se perseguían hombres lobo; el optimismo de Bacon era sobresaliente. Según el primer barón de Verulamium, la armonía entre los hombres puede alcanzarse mediante un control de la naturaleza que les facilite los medios precisos para su vida y este control solo puede ser racional. Un mundo gobernado por la razón debería ser perfecto.

Ya en su novela utópica de La nueva Atlántida, anticipa que los constructores de la luz realizarán experimentación con plantas y animales, manipulación biológica, construirán laboratorios óptica y acústica además de submarinos, naves voladoras, armas químicas, cinturones para nadar y laborarán en un laboratorio de movimiento perpetuo. Han pasado 400 años y todo lo profetizado por Bacon se ha hecho realidad exceptuando la consecución del movimiento perpetuo.

La relación entre el progreso científico junto con el progreso social y moral se afianzó en el programa filosófico de los enciclopedistas franceses del siglo XVIII. Una de sus creencias principales es que la ciencia puede desvelar secretos de la naturaleza. Aplicar dicho conocimiento puede mejorar la condición humana. ¿Hay una condición humana? ¿Hay una esencia común a toda nuestra especie? Tal pensamiento hace saltar las alarmas. Cada vez que un programa político se basa en el mejoramiento del hombre termina en genocidios y un autoritarismo atroz.

Uno de los más optimistas fue Nicolás Condorcet que defendió las desmitologización como el progreso del espíritu. Según el marqués matemático “si el hombre puede predecir, casi con total seguridad, los fenómenos cuando conoce sus leyes, y si, incluso cuando no las conoce, puede predecir el futuro con mucha probabilidad de éxito gracias a su experiencia del pasado, ¿por qué, entonces, habría de considerarse empresa fantástica la de trazar, con cierta pretensión de verdad, el destino futuro del hombre a partir de su historia?”.

La clave de los enciclopedistas es que la susodicha condición humana es básicamente… la bondad.

El final de Condorcet es una desilusión cruda y un triste despertar. La misma revolución que surgió del fuego ilustrado le devoró, los mismos entes racionales encargados de mejorar la sociedad le condenaron a muerte y tuvo que huir. Probablemente se envenenó en su celda.

En el Romanticismo se potenció la idea de progreso. Fue Fichte quien expuso el concepto del plan progresivo de la historia en 1806 como la necesidad de lo existente. Que todo lo que existe, existe necesariamente como es, recuerda a un determinismo divino. Este pensamiento fue la base de la dialéctica histórica de Hegel y la materialista de Marx y Engels, e idéntica a la concepción de Auguste Comte.

El padre del Positivismo identificó al progreso como el desarrollo del orden extendido hasta el mundo animal. Tal idea permeó el programa de Spencer que igualó la evolución darwiniana al evolucionismo cósmico. Los más aptos sobreviven se volvió sinónimo de un progreso desde lo primitivo hacia lo más evolucionado como si fuese mejor.

Es a partir de la segunda mitad del siglo XIX en el que el progreso dependerá del progreso científico en sí mismo como un destino fisiológico de la historia. Sin embargo, el cambio radical de modelos físicos a partir del siglo XX conlleva la noción de que el progreso científico no se admite como una aproximación a la verdad, sino como una mayor eficacia para resolver ciertos problemas

Ciertas teorías científicas sí progresan, según Sábato la física de Einstein es mejor que la de Aristóteles y ciertos conocimientos actuales son mejores que los antiguos. Saber la correlación entre ciertas bacterias y las enfermedades hace que hoy puedan morir menos personas de tales infecciones que antaño.

Si se separa la noción de progreso científico del progreso universal cósmico, podríamos considerar una mejora en las condiciones de vida humana y casi contagiarnos de la certeza de Carl Sagan cuando escribió que “la ciencia es una vela en la oscuridad”.

Hay autores que consignan estúpida la idea de una Arcadia feliz, por ejemplo Antonio Cantó en su ensayo El pasado era una mierda radicaliza el pensamiento ilustrado con datos ad hoc para su tesis. Consigna que hasta la llegada de la medicina basada en experimentación científica, la tasa de mortalidad infantil en el mundo oscilaba entre el 20% y el 40%, alcanzando su máximo en épocas de hambruna o peste. Las vacunas, el desarrollo de fármacos, la generalización de la higiene o la explosión de la industria alimentaria son, según Cantó, maravillas que eliminan o minimizan terribles problemas que durante siglos los humanos han enfrentado.

En el polo opuesto hay escépticos como Nietzsche para el cual, todo conocimiento es efímero y no puede alcanzar a ser conocimiento verdadero. En un pequeño escrito titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche abre fuego de manera contundente: “en algún apartado rincón del universo, desperdigado de innumerables y centelleantes sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales astutos inventaron el conocer. Fue el minuto más soberbio y más falaz de la Historia Universal, pero, a fin de cuentas, sólo un minuto”.

El poeta de Weimar criticó la visión antropocéntrica del evolucionismo así: “no es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero si pudiéramos entendernos con un mosquito, llegaríamos a saber, que también él navega por el aire con ese mismo pathos y se siente el centro volante de este mundo”.

 

Continuará…

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