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La ciencia detrás de las armas biológicas (IV)

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La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Seis semanas después de la invasión a la URSS, Reinhard Heydrich recibió una orden de Hermann Göring: “llevar a cabo todos los preparativos referentes a la organización, los aspectos materiales y financieros para una solución total de la cuestión judía en los territorios de Europa que se encuentran bajo influencia alemana”. Para organizar el exterminio masivo de millones de personas, se celebró la conferencia de Wannsee en enero de 1942, en donde se trató la cuestión de los campos de trabajo, concentración y exterminio; aunque de manera práctica los alemanes ya habían estado aniquilando judíos en el campo de Chelmno desde 1941, empleando el gas de escape de camionetas.

Los campos fueron terreno de experimentación científica gracias a los prisioneros que fungían como cobayos en experimentos sobre tifoidea, venenos, bombas incendiarias, etc.

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A pesar de que, oficialmente, Hitler repetidamente sostuvo que deberían prohibirse las armas biológicas suscribiendo la Convención de Ginebra de 1925; lo cierto es que los nazis llevaron a cabo experimentos secretos para desarrollarlas.

En 1942, Heinrich Himmler, líder de las SS, ordenó la creación del Instituto Entomológico de Dachau cuyo objetivo principal era estudiar las enfermedades causadas por liendres, pulgas, piojos y mosquitos. Además, los entomólogos tenían órdenes de alargar la vida de los mosquitos como vectores de malaria, que pudiesen ser usados en contra de los aliados.

El jefe de la operación fue Eduard May, un naturalista mediocre que fue escogido por sus críticas a la teoría de Einstein, bajo el pretexto de que un judío no podía realizar una teoría de valor alguno. El Instituto compartió instalaciones en el campo de exterminio de Dachau con departamentos dirigidos por científicos infames como Sigmund Rascher, que había llevado experimentos de congelación con los prisioneros, y August Hirt que experimentaba con gas mostaza y sulfuro como armas químicas. Ahí mismo, el profesor Claus Schilling inoculó de malaria a más de mil prisioneros. May reclutó a más de una decena de biólogos para llevar a cabo las investigaciones, trabajó con bacterias de moscas y pesticidas. Su resultado fue recomendar mosquitos del género Anopheles, pero los alemanes nunca llevaron a cabo este plan. Otra recomendación de May basada en sus estudios fue usar un insecticida llamado Gesarol ,como agente con toxinas diluidas para rociarlo desde aviones.

En 1944, May recibió la orden de realizar un proyecto secreto llamado Siebenschläfer, Dormouse, consistente en un estudio de pulgas como vectores de enfermedades. Parece que su jefe era Wolfram von Sievers, científico que trabajaba con esqueletos de prisioneros del campo de concentración de Struthof-Natzweiler y fungía como inspector de todos los institutos.

Cuando las tropas estadounidenses liberaron el campo de Dachau en abril de 1945, May había huido y nunca se le relacionó con experimentos a humanos; trabajó como profesor de filosofía desde 1951 en una universidad en Berlín y murió en 1956.

También en los campos de concentración de Sachsenhausen y Natzweiler se inyectaba a los prisioneros varias cepas de virus que causan hepatitis para luego estudiar su evolución. La hepatitis provoca cirrosis e ictericia y puede conducir a la muerte.

En 1943, Hermann Göring ordenó a Kurt Blome fundar la unidad para el estudio del cáncer en Nesselstedtnear, cerca del campo de Poznan. Blome era el jefe de la asociación de médicos del Reich y reclutó a Rudolf Mentze y a Erich Schumann como colaboradores. Esta unidad era en realidad un centro de investigación de armas biológicas pero convenientemente las autoridades no sabían de su existencia.

Al final de la guerra, Blome fue absuelto mientras que Sievers y Schilling fueron ahorcados, algunos huyeron, otros fueron perseguidos y asesinados; pero los objetivos de usar armas biológicas nunca se concretaron, lo único que lograron estos científicos fue dejar una estela horrorosa y una memoria de dolor.

Mejores resultados tuvieron los japoneses en cuanto a este tenor.

El Imperio del Japón se había consolidado desde la primera guerra contra China por el control de Corea en 1894. Desde entonces, gracias a su victoria contra Rusia y su participación en la Primera Guerra Mundial, el expansionismo japonés los catapultó como la gran potencia asiática. En 1931, con el pretexto de liberar a los manchúes y mediante un autoatentado, los japoneses invadieron y arrebataron Manchuria a China estableciendo un estado títere nombrado Manchukuo. Seis años después, los japoneses declararon la guerra total a China y conquistaron Nankín, Pekín y un sinnúmero de ciudades, pero no pudieron ganar la guerra al enfrentarse a los EU por el este.

En medio de esta catástrofe nació el laboratorio de Investigación y Prevención Epidémica del Imperio Kempeitai, con  base en Pingfang, mejor conocido como el Escuadrón 731, división del Ejército Japonés, que estableció un campo de concentración en Nanking.

Allí sucedieron atroces actos contra chinos, coreanos, rusos, estadounidenses y mongoles, utilizados como objeto de experimentación para la investigación y desarrollo de armas bacteriológicas.

El proyecto “Maruta” se refería a los prisioneros como troncos, es decir, pedazos de madera en lugar de ser considerados humanos.

El jefe del proyecto fue el médico militar Ishii  Shiro, quien desde 1928 pugnaba por crear un instituto para desarrollar armas biólogicas. Con el apoyo del ministro de guerra, el general Araki Sadao, Shiro viajó a Europa para investigar todo lo relativo a las armas que habían desarrollado las potencias en la Primera Guerra Mundial. A su regreso a Japón, sus conocimientos le llevaron a implementar bajo el patronazgo del general Nagata Tetsuzan, el escuadrón.

El emperador Showa firmó el decreto estableciendo la Unidad 731 tras múltiples cercas de alambre a 20 km al sur de Harbin. El príncipe Mikasa, hermano menor del Emperador, viajó al campo en donde le enseñaron filmes donde se mostraban experimentos de gases venenosos sobre prisioneros chinos.

Harbin es un lugar con temperaturas de hasta – 40 ° C, estas condiciones eran ideales para castigar a los disidentes, los cuales eran desnudados y dejados a la intemperie para que murieran congelados.

El objetivo principal del proyecto era dispersar enfermedades desde globos aerostáticos y aviones sobre los Estados Unidos, principalmente San Diego y San Francisco, mediante pulgas y ratas.  Para dicho propósito arrojaban a los prisioneros dentro de fosas comunes infectadas de cólera, parásitos, peste bubónica, tuberculosis, tifoidea, entre otros males, con el fin de observar el comportamiento humano ante estas enfermedades.

Se establecieron ocho divisiones, de las cuales, la primera se centró en investigaciones sobre cólera, peste y tuberculosis llevada a cabo en una cárcel con 400 humanos usados como cobayas. El cólera ha sido una de las enfermedades que más pandemias ha hecho brotar; es causada por la bacteria Vibrio cholerae y los japoneses la aislaban de heces o vómitos. Las víctimas morían deshidratadas en medio de diarreas, dolores abdominales intensos, vómitos y calambres. La tuberculosis pulmonar se relaciona al bacilo de Koch Mycobacterium tuberculosis y sus múltiples cepas. Los prisioneros infectados sufrían insomnios, expectoraciones con sangre, pérdida de peso, disneas y hasta meningitis.

La segunda y tercera se encargaron del diseño y fabricación de vectores y proyectiles para esparcir agentes patógenos y parásitos.

A diferencia de los alemanes, los japoneses si lograron llevar sus resultados a la acción bélica; 40 miembros del escuadrón lanzaron pulgas infectadas con Yersinia para cundir una epidemia de peste en Changde.

 

Después del lanzamiento de las bombas atómicas, el Imperio Japonés se derrumbó; los soviéticos entraron a China y liberaron los campos. Hipócritamente horrorizados, los rusos llevaron a cabo los juicios sobre crímenes de guerra de Jabárovsk para condenar a doce miembros del escuadrón. El fiscal Smirnov ya había participado en los juicios de Núremberg en contra de los científicos nazis, pero, a diferencia de aquellos, los resultados fueron inocuos. Las condenas fueron de pocos años de trabajos forzados y, para 1956, los acusados ya vivían libres en Japón. Los soviéticos se beneficiaron con sus conocimientos y comenzaron su investigación con agentes biológicos. Por otro lado, el jefe del campo, Ishii Shiro, negoció con las autoridades estadounidenses en 1946, especialmente con el Dr. Edwin Hill quien consideró estos conocimientos como invaluables. Los estadounidenses aprovecharían los resultados de los japoneses para desarrollar su propia investigación en años venideros. Ishii nunca fue juzgado, liberado en 1948 trabajó como pediatra en los años posteriores y murió anciano convertido al cristianismo. Seguramente se le habían perdonado todos sus pecados.

 

Continuará…

Referencias

Dickinson, F. R. (2007). Biohazard: Unit 731 in Postwar Japanese Politics of National ‘Forgetfulness.’. Dark Medicine: Rationalizing Unethical Medical Research, 85.

Geißler, E. (1998) Biologische Waffennichtin Hitlers Arsenalen. Studien zur Friedensforschung 13, Lit Verlag, Münster.

Reinhardt, K. (2013). The Entomological Institute of the Waffen-SS: evidence for offensive biological warfare research in the third Reich. Endeavour, 37(4), 220-227.

Wistrich R.S. (2015). Hitler y el Holocausto. Penguin Random House.

Working, R. (2001). The trial of Unit 731. The Japan Times June, 5, 2001.

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La ciencia detrás de las armas biológicas

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La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). En 1346, los genoveses de Caffa (actual Feodosia en Ucrania) fueron sitiados por una colación de tártaros y venecianos. Pero el ejército tártaro había contraído una extraña enfermedad proveniente de China. Los soldados caían tosiendo y sangrando por la nariz. Deliraban entre fiebres altísimas y hemorragias cutáneas. En las ingles, axilas y cuello exhibían bubas, inflamaciones de los ganglios que cuando se abrían destilaban un hedor pestífero. Los tártaros no lo sabían pero habían sido contagiados por las pulgas de las ratas  chinas que llevaban en la sangre la bacteria Yersinia pestis.

Pero lo que sí intuía el jefe, el gran khan de la Horda de Oro, Jani Beg, era que los humores podrían contagiarse. Así que ordenó colocar los cadáveres sobre las máquinas de asedio y ser catapultados por arriba de las almenas para que cayera sobre sus enemigos. Aquella tarde los genoveses vieron cuerpos humanos que caían sobre los techos y entre las calles.

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En su Istoria de Morbo sive Mortalitate quae fuit Anno Dni MCCCXLVIII el cronista Gabriel de Mussis lo describió así: “En vista de ello, los tártaros, agotados por aquella enfermedad pestilencial y derribados por todas partes como golpeados por un rayo, al comprobar que perecían sin remedio, ordenaron colocar los cadáveres sobre las máquinas de asedio y lanzarlos a la ciudad de Caffa. Así pues, los cuerpos de los muertos fueron arrojados por encima de las murallas, por lo que los cristianos, a pesar de haberse llevado el mayor número de muertos posible y haberlos arrojado al mar, no pudieron ocultarse ni protegerse de aquel peligro. Pronto se infectó todo el aire y se envenenó el agua, y se desarrolló tal pestilencia que apenas consiguió escapar uno de cada mil”.

A la semana siguiente la peste negra se extendió por la ciudad, que cayó en 1347. Los mongoles se embarcaron hacia Génova y extendieron la enfermedad por los puertos… lo demás es historia. La pandemia se extendió hasta 1353, luego, reapareciendo y desapareciendo por oleadas, llegó hasta 1490 y cobró la vida de 25 millones de europeos y hasta 60 millones de asiáticos y africanos.

La orden de Jani Beg que dio origen a la concepción  de la guerra biológica no era nueva.

Hace 3500 años los hititas introdujeron ovejas infectadas con tularemia a los campamentos enemigos. Allí, diversas especies de bacterias Francisella sp. infectaban a las garrapatas y los roedores que servían de vectores. Los soldados morían entre diarrea, tos, fiebres y priapismo.

El principio de Anaxágoras “La ciencia daña tanto a los que no saben servirse de ella, cuanto es útil a los demás”; tiene una connotación ética. El creciente conocimiento bioquímico y médico ha potenciado el desarrollo de la guerra biológica como una amenaza de proporciones devastadoras en nuestra época.

La actual crisis de pandemia por el COVID19 ha generado sospechas y acusaciones en este orden. El 16 de marzo de 2020, el portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores chino, Zhao Lijian, sugirió que el ‘paciente cero’ en la pandemia podría haber venido de Estados Unidos, señalando directamente al ejército rival. Otros, como Francis Paul, según fuentes iraníes, señaló que el síndrome respiratorio agudo grave (SARS) surgido en 2002 también en China y el síndrome respiratorio del Medio Oriente (MERS) aparecido en 2012 en Arabia Saudí al igual que el carbunco, más conocido como ántrax, se han producido en laboratorios de la Universidad de Carolina del Norte.

Paul sostiene que los experimentos e investigaciones sobre estos virus se llevan a cabo en laboratorios llamados “niveles biológicos de salud” y, en particular, se desarrollan en los de Nivel 4. Estados Unidos cuenta con 12 laboratorios de este nivel.

Algunos medios de información rusos, como el Sputnik, sugieren que este virus es una arma biológica desarrollada en China. Esta potencia en biotecnología fue la primera en desarrollar la edición genética que ha abierto una nueva era en la ciencia.

Por otro lado, algunos científicos sospechan que el virus llegó por primera vez a los humanos en un mercado de carne en Wuhan en donde se utilizaban animales exóticos como murciélagos o pangolines. El 17 de marzo de 2020 se publicó en Nature un análisis comparativo de la estructura genética del nuevo coronavirus con otros siete de la misma familia hallados en humanos y animales. El artículo titulado The proximal origin of SARS-CoV-2 está firmado por una investigadora de EU llamada Andersen. Su conclusión es que es altamente improbable que fuese creado en un laboratorio.

Sea como sea, los planes e investigaciones sobre armas biológicas, sean toxinas, virus, agentes infecciosos, parásitos, hongos, protozoarios  o bacterias, son una realidad histórica y exponencial, tanto así que se consideran más mortíferas y peligrosas que las armas nucleares. Oficialmente, hasta 2017 se conocen más de 1200 agentes biológicos que pueden fungir como armas de diseminación activa.

Estas armas presentan dificultades técnicas que los investigadores pugnan por vencer, las principales son desarrollar y controlar el agente patógeno, y la segunda, idear el modo de propagación.

Esto fue discutido ya por Sexto Julio Frontino en el siglo I en su tratado bélico  Strategemata en el que describe tácticas militares greco romanas que pudo usar de primera mano en Britania.  La introducción de enjambres de abejas en los túneles, el arrojar fieras hambrientas contra el enemigo, arrojar la carroña de animales muertos a las ciudades sitiadas, percudir las espadas con excrementos  y lanzar víboras, eran algunas de las tácticas.

Ya los mayas lanzaban también avisperos y colmenas de abejas, pero fueron los virus los que conquistaron América.

Cuando los españoles arribaron a Mesoamérica en 1518, la población aborigen ascendía a unos 25 millones de habitantes, diez años después había disminuido a 16,8 millones, para 1568 a 3 millones y para 1618 a sólo 1,6 millones. ¿Qué diezmó a los pobladores americanos? Aparte de las matanzas sistemáticas, fueron principalmente las epidemias de las enfermedades traídas de ultramar. En 1520, cuando Hernán Cortés se enfrentó al ejército de Pánfilo de Narváez, que debía apresarlo, sucedió que un africano enfermó de viruela y propagó el virus. Toribio de Benavente, Motolinia así lo describió “… entrado en esta Nueva España el capitán y gobernador Dn. Fernando Cortés con su gente, al tiempo que el capitán Pánfilo de Narváez desembarcó en esta tierra, en uno de sus navíos vino un negro herido de viruelas, la cual enfermedad nunca en esta tierra se había visto, y a esta sazón estaba toda esta Nueva España en extremo muy llena de gente, y como las viruelas se comenzasen a pegar a los indios, fue entre ellos tan grande enfermedad y pestilencia mortal en toda la tierra …”.

Esta epidemia le vino como anillo al dedo a Cortés pues el virus aniquiló a los mexicas, incluyendo al tlatoani Cuitláhuac. Y aunque Tenochtitlán liderada por Cuauhtémoc  resistió 80 días, no pudo más y cayó el 13 de agosto de 1521. Aunque no fue usada ex profeso como arma biológica, la viruela conquistó a los mexicas.

Lo mismo sucedió en el imperio Inca. Gracias a la guerra civil entre las fuerzas de Huáscar y Atahualpa en 1527, los incas estaban divididos. Un año después los españoles introdujeron la viruela en el Perú; según algunos cronistas, el emperador del Cuzco, Huayna Cápac murió de ella. Uriel Gacría Cáceres escribe: “Durante  todo  el  siglo  XVI  las  enfermedades  virales sembraron el caos entre las sociedades desmoralizadas y vencidas de los andinos, en territorios que ahora son parte de  países  como  Colombia,  Ecuador,  Perú,  Bolivia  y  las regiones  norte  de  Argentina  y  Chile”.

Continuará…

 

Referencias

Andersen, K. G., Rambaut, A., Lipkin, W. I., Holmes, E. C., & Garry, R. F. (2020). The proximal origin of SARS-CoV-2. Nature Medicine, 1-3.

Benítez Pérez, M. O., Artiles Jiménez, E., Victores Moya, J. A., Reyes Roque, A. C., Gómez Pacheco, R., & Calderón Medina, N. (2018). La guerra biológica: un desafío para la humanidad. Revista Archivo Médico de Camagüey, 22(5), 803-828.

Diomedi, P. (2003). La guerra biológica en la conquista del nuevo mundo: una revisión histórica y sistemática de la literatura. Revista chilena de infectología, 20(1), 19-25.

García Cáceres, U. (2003). La implantación de la viruela en los Andes, la historia de un holocausto. Revista Peruana de Medicina Experimental y Salud Pública, 20(1), 41-50.

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Wheelis M, Rózsa L, Dando M (2006). Deadly Cultures: Biological Weapons Since 1945. Harvard University Press

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