Loreto: el origen olvidado de la California

FOTOS: Ayuntamiento de Loreto.

Tierra Incógnita

Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La historia de las Californias —esa vasta franja de tierra que se extiende entre el mar y el desierto, entre el mito y la epopeya— tiene su punto de partida en un acto fundacional que definió su destino: la fundación de la Misión de Nuestra Señora de Loreto Conchó, el 25 de octubre de 1697, por el jesuita Juan María de Salvatierra. Con ese gesto de fe y de voluntad comenzó no solo la evangelización, sino también la colonización y estructuración política del territorio, que a partir de entonces se reconocería como “Las Californias”.

En aquel año remoto, el suceso representó la primera ocupación estable y permanente de europeos en la península. A partir de ese núcleo —pequeño, frágil, pero sostenido por una fe inquebrantable— surgió la red misional que, a lo largo del siglo XVIII, habría de transformar el paisaje humano y geográfico de la región. Desde Loreto se irradiaron los caminos de la historia: los misioneros avanzaron fundando San Javier, Comondú, Mulegé, San Ignacio, La Paz y Todos Santos, y muchas más. Por ello, Loreto es el punto de arranque de la civilización californiana. Es el sitio donde se estableció el primer gobierno, el primer templo, el primer sistema agrícola y el primer contacto cultural sostenido entre europeos e indígenas. Fue, en términos históricos, la cuna del mestizaje peninsular y el laboratorio donde se ensayaron las políticas que más tarde darían forma al Norte de México y al Sur de los Estados Unidos. Sin embargo, hoy, a 328 años de aquella fundación, pareciera que su profundo significado se desvanece entre la música, los discursos políticos y los fuegos artificiales.

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Cuando Salvatierra desembarcó en la bahía de Conchó, acompañado de un puñado de soldados y de su fe, no solo iniciaba una empresa religiosa. Daba comienzo a una obra civilizatoria integral: la organización social, económica y espiritual de un territorio hasta entonces desconocido para la Corona. En Loreto se estableció el primer centro administrativo y logístico de las Californias; desde allí se organizaron las expediciones jesuitas que habrían de consolidar la presencia novohispana en toda la península. La Misión de Loreto fue el corazón político y espiritual del Noroeste novohispano. En su entorno se levantaron huertos, acequias, talleres y almacenes; se abrieron los caminos que unirían las misiones del desierto; y se forjó la primera comunidad sedentaria de la región. Su iglesia, sus archivos y su plaza fueron los pilares de un modelo que conjugaba el ideal cristiano con la práctica de la autogestión indígena. De esa pequeña población costera surgieron nombres fundamentales en la historia peninsular: Eusebio Francisco Kino, Juan María de Salvatierra, Juan de Ugarte, Fernando Consag, Clemente Guillén y Wenceslao Linck, entre otros, quienes dieron continuidad a una obra que trascendió los límites de la evangelización para convertirse en un proyecto de civilización y conocimiento.

Loreto, pues, no es un símbolo aislado, sino la raíz de toda una identidad histórica. Su fundación dio origen a una red de 30 misiones que, en menos de un siglo, unieron el Sur y el Norte de la península, y extendieron la cultura novohispana hasta Alta California. Desde ahí se trazó el rumbo que siglos después definiría la frontera cultural entre México y Estados Unidos. Con todo, el peso histórico de Loreto parece diluirse en las celebraciones contemporáneas. Lo que debería ser un espacio de reflexión sobre el origen de nuestra civilización peninsular, se ha transformado en un escaparate político y festivo que poco honra el espíritu de aquel acontecimiento.

De la conmemoración a la autopromoción

Durante la conmemoración reciente del 328 aniversario de la fundación de la Misión, los actos oficiales se vieron marcados por la estridencia musical, los espectáculos de danza y las exhibiciones gastronómicas que, aunque vistosas y turísticamente rentables, desplazaron casi por completo las actividades académicas e históricas. Resulta paradójico —y profundamente lamentable— que en el mismo sitio donde Salvatierra levantó la primera cruz y sembró las primeras semillas de una cultura, hoy se erijan escenarios para el lucimiento personal de funcionarios ávidos de reflectores. El acto fundacional que dio origen a la California parece reducido a un pretexto para fotografías oficiales, discursos huecos y promoción de imagen.

De entre la programación conmemorativa, solo dos conferencias ofrecieron un contenido digno de la solemnidad del aniversario: la del Dr. Carlos Lazcano Sahagún, titulada Rodríguez Cabrillo, su exploración de las Californias y su conexión con Guatemala. Kino y su impulso para la fundación de Loreto, y la del Dr. Leonardo Varela Cabral, Nuestra Señora de Loreto Conchó: materialidad y devoción. Ambas charlas, además de aportar conocimiento científico e histórico, demostraron que la esencia del aniversario debía estar en el pensamiento, no en el ruido. Lazcano reconstruyó la compleja red de exploraciones que antecedieron a la empresa jesuita, estableciendo los vínculos entre la visión de Kino y la decisión de Salvatierra de fundar Loreto. Varela, por su parte, ofreció una lectura humanista y material de la devoción, analizando la arquitectura, los símbolos y los objetos litúrgicos que sobreviven como testimonio del encuentro cultural.

Fuera de estos aportes, el resto del programa estuvo dominado por actividades de corte recreativo o político, desprovistas de contenido histórico. Las tarimas, los bailes, los concursos y los discursos oficiales dejaron en segundo plano la oportunidad de reafirmar la identidad californiana y de difundir su verdadero legado. No se trata de despreciar las expresiones culturales populares, ni de negar la importancia del turismo o del entretenimiento en la vida comunitaria. Pero no puede confundirse la celebración con la conmemoración. Mientras la primera busca el regocijo inmediato, la segunda exige reflexión, memoria y respeto.

El problema es que las autoridades —locales y estatales— han convertido los aniversarios históricos en plataformas de autopromoción. En lugar de fortalecer el vínculo ciudadano con su pasado, lo diluyen entre luces, discursos complacientes y promesas vacías. Cada año, las mismas fórmulas se repiten: escenografías vistosas, espectáculos ruidosos, y un puñado de funcionarios que se arrogan el protagonismo de una historia que no les pertenece.

La fundación de Loreto no fue un acto político, sino una hazaña espiritual y humana. Fue el inicio de un proyecto de civilización que costó vidas, sacrificios y siglos de esfuerzo. Transformar ese legado en un evento mediático banaliza la memoria colectiva y reduce el patrimonio cultural a un mero escaparate. El deber de las autoridades culturales y educativas no es entretener al público, sino educar a la sociedad. La historia no debe ser un pretexto para el aplauso, sino una herramienta para la conciencia.

¿Dónde quedaron los coloquios académicos, los seminarios sobre la obra jesuita, los recorridos guiados por los vestigios misionales, los talleres con niños y jóvenes, las ediciones conmemorativas, los homenajes a los cronistas y misioneros? ¿Por qué se ha sustituido el contenido por la forma, la reflexión por el espectáculo, la cultura por la propaganda?

El caso de Loreto refleja una tendencia general en la gestión cultural mexicana: la subordinación del patrimonio histórico a los intereses políticos del momento. Cuando las efemérides se transforman en ferias o campañas disfrazadas, se pierde la oportunidad de construir ciudadanía, orgullo local y pertenencia. En Loreto debería sentirse la solemnidad de un sitio fundacional. Su plaza, su templo y su bahía deberían ser escenario de actividades académicas, literarias y espirituales que conecten a las nuevas generaciones con el pasado. Nada honra mejor la historia que el conocimiento, no la música ni los reflectores.

Recordar la fundación de Nuestra Señora de Loreto Conchó implica reconocer el origen de nuestra identidad peninsular. Es volver a las raíces del mestizaje californiano, al momento en que la fe, el trabajo y la convivencia dieron forma a una comunidad nueva. Ignorar ese significado o relegarlo a un acto protocolario es una forma de ingratitud histórica. Las autoridades culturales y educativas del Estado tienen una obligación moral y política: rescatar el verdadero sentido de las conmemoraciones históricas. No se trata de eliminar la fiesta, sino de devolverle la profundidad que la hace valiosa.

Imaginemos un aniversario de Loreto con rutas históricas, conferencias sobre los misioneros, exposiciones documentales, representaciones teatrales del desembarco de Salvatierra, publicaciones conmemorativas y homenajes a los cronistas locales. Eso sería celebrar con sentido. Eso sería honrar nuestra historia. Si algo enseña la historia de Loreto es que las grandes gestas nacen de la fe y de la perseverancia, no de la vanidad. Los misioneros que levantaron esa primera iglesia lo hicieron sin recursos, sin reflectores, sin cámaras ni tarimas. Su recompensa fue el deber cumplido y la esperanza de un futuro mejor.

Hoy, tres siglos después, el desafío no es construir nuevas misiones, sino reconstruir nuestra conciencia histórica. Debemos aprender a mirar Loreto no como una postal turística, sino como un símbolo vivo de nuestra identidad colectiva. Allí comenzó todo: el gobierno civil, la agricultura, la enseñanza, la medicina y la escritura en esta tierra. Si permitimos que el sentido de ese origen se disuelva en el ruido de los eventos oficiales, estaremos negando una parte esencial de nosotros mismos. La historia no se celebra: se honra, se estudia, se transmite y se defiende.

Por eso, este aniversario debería servir como punto de inflexión. Que los próximos festejos no sean escaparate de funcionarios, sino aula abierta de historia. Que los aplausos se transformen en preguntas, y las luces en conocimiento. Que cada niño sudcaliforniano aprenda en la escuela quién fue Salvatierra y por qué Loreto es más que una fecha en el calendario. A 328 años de su fundación, la Misión de Nuestra Señora de Loreto Conchó sigue siendo el faro moral e histórico de las Californias. Su legado no pertenece a un partido ni a un gobierno: pertenece al pueblo que nació de sus muros y al espíritu que aún respira entre sus piedras.

Ojalá que las autoridades comprendan que la promoción política es efímera, pero la cultura es perdurable. Que comprendan que la verdadera grandeza de un funcionario no se mide por la magnitud de sus eventos, sino por la profundidad de su respeto a la historia. Si logramos rescatar el sentido de Loreto, habremos rescatado también el alma de la California. Porque, en el fondo, defender la memoria de Loreto es defender el derecho de los pueblos a conocer su origen, a reconocer sus raíces y a proyectarse con dignidad hacia el futuro. Y eso, más que cualquier espectáculo, es lo que verdaderamente merece celebrarse.

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El Fondo Piadoso de la Antigua California. La buena fe desvirtuada en imprudencia

FOTO: Modesto Peralta Delgado.

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Desde que la Corona Española dejó de lado los viajes a la tierra nombrada California, las expediciones fueron cada vez más esporádicas y sujetas a un permiso por parte del Virrey de la Nueva España, el cual pocas veces lo concedía. Las costosas expediciones que se habían sufragado con dinero de la Hacienda de la Corona siempre terminaban en desastres y en nada redituaban ganancias como para seguirlas patrocinando. Bajo estas condiciones fue que dos hombres de intrépido valor decidieron emprender la búsqueda del permiso para establecer asentamientos en la California con el único fin de convertir a la cristiandad a los miles de nativos que deambulaban por aquellas tierras. Los nombres de estos hombres fueron Francisco Eusebio Kino y Juan María Salvatierra.

A la par que Kino y Salvatierra buscaban el convencimiento de sus superiores en la orden de los jesuitas, también se preocupaban por convencer a los ricos mecenas de la cristiandad de la Nueva España del gran servicio que prestarían a “Dios” si colaboraban con bienes materiales (dinero y propiedades) para conformar un capital del que se pudiera echar mano para la compra de barcos, alimentos y herramientas así como la contratación de marineros y soldados que acompañaran a los religiosos en la búsqueda de las miles de “almas paganas” que habitaban esas tierras y que “El Señor” quería que conocieran la “verdadera fe” de manos de los religiosos. Es así como convencieron a figuras de gran renombre como el Conde de Miravalle, el Marqués de Buenavista, Juan Caballero y Ocio, Pedro Gil de la Sierpe y el propio Virrey de Nueva España, Don Fernando de Alencastre Noroña y Silva. Además de los ya mencionado varias de las corporaciones religiosas que ya habían llegado hacía años a la Nueva España y poseían grandes haciendas las cuales tenían excelentes producciones, ofrecieron ayuda en especie y económica para sufragar parte de estas futuras expediciones. Fue así como a partir del año de 1697 dieron origen a la integración del Fondo Piadoso de las Californias.

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Cuando en el mes de octubre de 1697, el sacerdote Salvatierra se hizo a la mar rumbo a la California, el Fondo Piadoso contaba con la cantidad de 37 mil pesos lo cual era más que suficiente para la fundación y sostenimiento por corto tiempo de una Misión. A finales de ese mismo mes ya al desembarcar en la península, llamaron a esta primera Misión con el nombre de “Loreto”, siendo el primer enclave permanente en las tierras Californianas. Conforme se compraban insumos y materiales para enviarlas de los poblados de lo que actualmente es Sinaloa, Nayarit  y Sonora, con el dinero que había en el Fondo, éste se veía fortalecido con donaciones de otros píos mecenas como el Marqués de Villapuente de la Peña y su prima y esposa la Marquesa de las Torres de Rada junto con la Duquesa consorte de Béjar y Gandía. Estas personas buscaban no solamente la satisfacción cristiana de contribuir con la “Santa Obra” sino al mismo tiempo “ganarse la gloria eterna” en el momento en que desencarnaran y fueran al encuentro del Creador. Por lo anterior  no escatimaban sus esfuerzos donando propiedades como Haciendas, Molinos, Viñedos, etc. así como los dividendos que produjeran “a perpetuidad”. Ha quedado constancia en los documentos que aún se conservan del Fondo Piadoso que se donaron haciendas con valor de 200 mil pesos para restablecer los destrozos que se ocasionaron en algunas de las iglesias como consecuencia del levantamiento de los pericúes durante los años 1734-1735.

En los 70 años que permanecieron los jesuitas realizando su labor religiosa en la California, el Fondo Piadoso fue administrado por su Orden de forma independiente al Gobierno de la Corona. Con las ganancias que se obtenían de las rentas de las propiedades donadas, el ganado y los productos que se obtenían, se sostuvieron las 13 Misiones que se levantaron, cosa que seguramente jamás se hubiera logrado sin este valioso aporte. Sin embargo cuando en el año de 1768, los Jesuitas fueron expulsados de todos los territorios pertenecientes a la Corona Española, el Fondo Piadoso de Las Californias pasó a ser administrado por órdenes directas del Rey. Es aquí cuando empieza el saqueo y el dispendio de los recursos resguardados por esta institución ya que muchas de las propiedades fueron vendidas de forma irregular y el dinero obtenido jamás se reintegró al fondo y mucho menos se destinó para el fin para el que se había creado.

Cuando en el año de 1823 finalizó la llamada Guerra de Independencia, y se empezó a consolidar el primer gobierno de la naciente República Mexicana, el Fondo Piadoso pasó a ser manejado por el gobierno establecido. Para estas fechas la península de California estaba regida por la Orden de los Dominicos y en el territorio denominado la Alta California, los Franciscanos realizaban las actividades de apostolado y habían consolidado 23 puntos misionales. Durante estos primeros años del gobierno mexicano sus dirigentes aún no lograban sacudirse el pesado yugo de la iglesia católica y por lo mismo cedían ante sus nefastas pretensiones tratando de conseguir su valioso apoyo para mantenerse en el poder. Es así como el presidente en turno en el año de 1836, José Justo Corro, aprobó una ley autorizando a la “Santa Sede” para la creación de un obispado en California, el cual sería dirigido por el Obispo Francisco García Diego y Moreno, el cual llegó a aquellas tierras hasta el año de 1840. Dentro de la mencionada Ley se concedía que el capital de que disponía el mencionado Fondo Piadoso de las Californias se le fuera otorgado para realizar las actividades para las que originalmente fue creado. Sin embargo aquí cabe hacer la aclaración que para esos años la cantidad de naturales que aún vivían en los alrededores de las antiguas Misiones eran sólo un puñado ya que la mayoría habían muerto víctimas de la enfermedades traídas por los extranjeros y a la imposibilidad para adaptarse a esta nueva cultura. Con lo anterior trato de expresar que ya no existían la razón principal para lo que fue creado el Fondo Piadoso de las Californias y por lo mismo se debió de haber planteado una estrategia ya sea para restituir lo que aún quedaba del mismo entre los descendientes de los primeros donantes o bien liquidarse de forma legal y que formara parte de la Hacienda del Gobierno Mexicano. Sin embargo esto no se hizo así y debido a ello se desencadenaron una serie de trastornos que vinieron a afectar económicamente por muchísimas décadas al erario mexicano.

Retomando el hilo de nuestro análisis histórico, el Fondo Piadoso sólo duró hasta el año de 1842 en manos de la diócesis de California. Cuando el trastornado y primer chapulín de la historia mexicana, Antonio López de Santa Ana llegó en una de tantas ocasiones a la Presidencia de la República, de forma arbitraria e inconsciente revoca la ley que se había expedido años atrás sobre el Fondo Piadoso y publica un nuevo decreto donde ordena que a partir de ese año sea administrado por la Hacienda Mexicana. Este obtuso y decrépito político en unos cuantos días ordenó que todas las propiedades que estaban amparadas por este Fondo Piadoso fueran rematadas a un valor ínfimo y que el dinero resultante de su usufructo pasara a formar parte de la Hacienda Nacional. Se sospecha que muchas de estas propiedades pasaron a manos de sus compinches más allegados y de él mismo.

Pasados unos años, y como producto de la injusta guerra de intervención y ocupación que llevó a cabo el ejército yankee a nuestra patria mexicana en los años de 1846 a 1848, los hipócritas religiosos que aún dirigían las Iglesias dentro de lo que fuera la Alta California decidieron aprovechar esta oportunidad y solicitaron al Gobierno de los Estados Unidos de América que impusiera al gobierno mexicano, como parte de las abusivas demandas de los vencedores, el que se restituyera el dinero al que equivalía el Fondo Piadoso de las Californias en el año en que les fue cedido para su administración (1836). El gobierno yankee ni tardo ni perezoso vio la oportunidad de arrancarle otro pedazo a nuestra destrozada nación y pidió la integración de una Comisión Mixta Americano-Mexicana de Reclamaciones con el único fin de resolver el reclamo de la comunidad religiosa de la Alta California. Ante la negativa del gobierno mexicano para hacer el pago correspondiente, ventajosamente el gobierno yankee impuso el arbitrio del embajador británico en Whashington sabiendo que este personaje, hambriento de ganarse el favor de los yankees, fallaría de forma positiva a la petición, y así fue. El 11 de noviembre de 1875 el mencionado embajador Sir Edward Thornton, condenó al gobierno mexicano a pagar la cantidad de 904,070.79 dólares a los religiosos de la Alta California como la parte proporcional que les correspondía a las supuestas misiones que ellos administraban en ese lugar.

México tuvo que realizar el pago de esa cantidad en varias parcialidades, sin embargo se negaba a pagar intereses por las mismas. Ante la presión del gobierno yankee, el caso fue llevado ante la Corte Permanente de Arbitraje de La Haya para que ahí se analizara y dirimiera. Para nuestra desgracia, el poder del gobierno yankee pesó mucho más que la justicia y, con base a un término legal denominado “res judicata” (cosa juzgada) se dejó en firme la “sentencia” que ya había expresado el cónsul británico Sir Edward Thornton. Obviamente se puede entrever que la Haya no quiso comprometerse en este entuerto y simplemente pasó “la bolita” al representante inglés para que sobre él recayera el peso de la decisión. En consecuencia, el Gobierno Mexicano estaba obligado a pagar a los Estados Unidos de América, para el arzobispo y obispos católicos de California, la cantidad de 1,402.682.67 dólares así como una anualidad “perpetua” de 43,050.99 dólares. A partir de ese año las mencionadas sumas fueron pagadas por nuestro gobierno, pero como una paradoja, las monedas con las que se pagó fueron acuñadas en plata, tal como las que se ofrecieron a aquel injusto traidor que al vender a su Maestro, se ganó el repudio de todos los que conocieron el hecho y al final murió por su propia mano.

Como colofón de esta situación, durante el sexenio en que estuvo en la presidencia Gustavo Díaz Ordaz, se emitió el pago de 716 mil 546.00 dólares al gobierno yankee para finiquitar la injusta deuda a la que fue condenado nuestro país a cuenta del famoso Fondo Piadoso de las Californias.

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