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La visión de las series o películas de obras literarias, ¿apegadas a las historias originales?

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El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). En los últimos veinte años vivimos la era del consumo de series televisivas. Unas asombrosas, otras originales, otras de personajes siniestros como los narcos, otras tomadas de obras literarias que en su momento han sido verdaderos bestseller. Hay para todos los gustos y para todos los sectores. En el caso de series que han tomado como referente una novela, anima porque uno ya leyó el libro, o porque otros se enganchan a la historia sin nunca haber leído una sola línea, pero puede que eso los anime a leer la original.

Hacer una adaptación debe ser un asunto algo difícil porque se entiende que no se puede trasladar el total de la visión literaria de una obra, tanto desde su estética, como desde su punto de vista, así que muchos optan por sólo contarnos las acciones dejando de lado el valor artístico.

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Hace un par de semanas, por ejemplo, vi la serie Diablo Guardián, (Amazon Prime, 2016), basada en la novela homónima de Xavier Velasco. Animado por la grata impresión y el buen sabor de boca que me dejó la historia del escritor, me puse a verla. Obvio, mientras uno va observando, mentalmente embonamos lo que leímos con lo que nos presentan las imágenes y la narrativa del guión. Pronto nos vamos desentendiendo de la novela conforme pasan los minutos y nos centramos en la historia que nos cuentan. También vemos a los actores y actrices, a ver si se parecen a los personajes como nos los imaginamos. Ninguno, como lector, dio el ancho, a pesar de que la mayoría del cuerpo actoral son estupendos y que conocemos su trayectoria. La actriz principal, Paulina Gaitán (Violetta en la serie) cumplió más o menos a cabalidad, y eso porque de acuerdo a lo dicho por el propio autor, él la escogió personalmente porque así se la imaginó. Aunque como lector debo decir que yo no.

La cosa es que la primera temporada me la devoré en un par de días, y me parece que en muchos sentidos está bien lograda. No obstante, el problema comenzó con la segunda temporada, que trató de seguir el hilo argumental, pero a los pocos capítulos dio un giro tremendo y se convirtió en sensacionalista, escabrosa y alejada de la propuesta de Velasco. De plano no pude terminarla y dejé de verla. Era más que una traición a la historia original, era una traición al televidente.

 

Hace unos años Élmer Mendoza dijo que le han propuesto muchas veces adaptar sus libros al cine o a una serie, y que no ha aceptado por “fidelidad a sus lectores”, que estaba consciente de con eso no le redituaría más ganancias y muy posiblemente más lectores. “Adiós a departamento en Miami”, dijo. No sé si al momento de escribir esto ya cambió de opinión. Philip K. Dick, el famoso escritor de ciencia ficción estadounidense, cedió los derechos de su novela ¿Las ovejas eléctricas sueñan con androides? (Do Androids Dream of Electric Sheep?, 1968) al director de cine Ridley Scott, de donde surgió una de los filmes de culto del género, Blade Runner (1982), a pesar de que no tuvo buena recepción económica. La película es prácticamente otra obra y poco tiene que ver con la novela. Asimismo, Ridley Scott produjo en 2015 El hombre en el castillo (The Man in the High Castle, 1962) del mismo escritor, y el resultado es muy bueno, aunque parecieran dos obras distintas.

Así, ha habido películas y series que algunas se apegan muy poco y otras de plano no. Hace poco releí la novela de Juan José Rodríguez, Asesinato en una lavandería china (FETA, 1996), y miré la película basada en el libro, Reencarnación: una historia de amor (2012), que sí se aleja un mucho de la propuesta del escritor, empezando por el título. También hemos visto películas que han basado sus guiones en novelas de Gabriel García Márquez, la mayoría pésimas adaptaciones, y que nos han dejado un mal sabor de boca, al menos a mí. El caso de García Márquez es especial y más complicado de llevar a la pantalla porque la mayoría de su obra está cargada en el uso del lenguaje y sus historias insólitas, y eso es casi imposible traducir al cine y mucho menos a una serie, como es el caso de Cien años de soledad, que pronto habremos de mirar y que según Netflix nos promete que será un deleite. Está por verse.

La experiencia del cine, la TV y la lectura es distinta, está claro, pero al menos sería deseable que las imágenes también participaran del viaje de un libro extraordinario que nos impactó en algún momento de nuestras vidas.

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Escribir es un combate: el escritor como maquila

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Escribir, escribir, escribir… los dilemas del escritor moderno. Foto: Internet.

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Ser escritor en estos tiempos no es cosa fácil, y más en México. Se pasa la vida uno construyendo un nombre, pero nada de ventas, lo cual es el fin de obtener lectores. Y esa es una cosa horrible. Ser publicado por las instituciones no es cosa mala, porque de algún modo resulta un impulso, un motor de arranque. Pero no puede uno seguir a la espera a que nos publiquen los gobiernos cualquier cosa que escribamos. Eso sirve para caer en el olvido y que vivamos en el autoengaño. Daniel Sada decía que era la mejor forma de tirar a la basura miles de ejemplares que no se leerían jamás. El trabajo de escritor es un trabajo hormiga, de buscar aquí y allá una editorial que se interese por nuestros inéditos, sobre todo que sea rentable y lucrativo. Llegar a un producto de esa índole requiere años de oficio, de lecturas ininterrumpidas, diarias, o de plano gozar de una genialidad literaria que rompa los cánones de la noche a la mañana. No todos gozamos de esa suerte.

Si una editorial llega a interesarse en nuestros libros, ya tenemos el primer logro alcanzado; el siguiente es convencer a los lectores de lo que hicimos y que se vuelva viral, como ahora gusta decirse en términos de redes sociales. Ese primer libro va lleno de esperanzas, de entrega, de desvelos, de incertidumbre, de la mejor calidad literaria de que dispuso el escritor durante su creación. Me vienen a la mente varios títulos de libros que por la manera en que se construyeron pronto se convirtieron en clásicos de la literatura. Cien años de soledad es uno de ellos. Pedro Páramo es otro. Un asesino solitario, uno más.

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Uno siempre está lleno de prejuicios en torno a lo que nos gusta y no nos gusta, cuyos valores provienen de nuestro modo de pensar, nuestra educación, nuestros condicionamientos familiares, religiosos y sociales. Así que nos llamará la atención aquello con lo que nos identificamos o aquello que maneja un cierto tipo de lenguaje, cualquiera que éste sea. Leer, sin duda, nos pone a funcionar la imaginación y las neuronas. Un buen libro nos invita a querer otro más bueno, hasta que se vuelve un hábito. Una mente con lecturas es una mente que tiende a ser más creativa. Por supuesto, no es regla general. Compramos libros porque el autor está de moda, porque alguien lo recomendó o por aventurarnos a autores desconocidos para nosotros. A veces ocurren maravillas, otras sentimos que nos estafaron. De este modo, un escritor puede hacerse de un buen número de lectores y hasta de un club de fans.

Sin embargo, ¿qué pasa cuando un escritor se convierte en un best seller (un más vendido) y gana millones en su primera entrega? Para la editorial esto supone un momento importante, porque comercialmente el libro es muy lucrativo, y claro está, el propio escritor, quien ha entrado a las ligas de los que sí venden. Para quienes gozamos del libro, uno esperaría con pasión algo mucho mejor. Gabriel García Márquez le declaraba a Plinio Apuleyo Mendoza en su famosa entrevista de El olor de la guayaba, que su gran temor era convertirse en esclavo de Cien años de soledad; es decir, que dado el éxito del mismo, los lectores estarían esperando Cien años de soledad 2. Este pasaje de la vida de este escritor se entiende cuando lanzó al mercado El otoño del patriarca, que no tuvo las ventas espectaculares del anterior, pero sí demostró que no se había casado con el estilo de Cien años, y experimentó con otra forma de narrar. García Márquez se negó a convertirse en maquilador de su propia escritura.

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Gabriel García Márquez. Foto: Internet.

La pregunta que nos viene a la mente es: una vez instalados en el compromiso, en el contrato con la editorial, ¿perderemos la libertad de escribir cuanto tema se nos ocurra? La respuesta, en la mayoría de los casos, es sí. A la editorial no le interesan tus necesidades estéticas, tus necesidades filosóficas, o tu imaginación cuestionadora, a la editorial le interesa ganar y vender, lo cual es un hecho natural del mercado, puesto que son una empresa que viven de eso. Pero, ¿y el individuo, el escritor, dónde queda? ¿Se convierte en un trabajador, un obrero, un maquilador de las letras? ¿Ve frustrado su talento para acomodarse a las necesidades del mercado? Muchos hemos constatado que el primer libro resultó una maravilla porque no estaba sujeto a las presiones editoriales, sino a su propia entrega, carisma y capacidad de escribir. No obstante, los siguientes libros comenzaron a parecerse entre sí, pero no al primero. Algunas editoriales optan por exigirle al escritor sagas de aventuras para determinadas edades y públicos, con el fin de crear demanda. Conocen su negocio, pues. Sin embargo, el escritor, ¿dónde queda?, ¿qué papel juega?

Hace décadas los escritores pensaban en función de su obra, de su arte, de su estética, de su filosofía de vida. Hoy no es así o al menos no enteramente así. La narrativa es distinta. Sería difícil que un joven Gabriel García Márquez funcionara en el mercado de hoy, que tampoco es regla, pero esa es la tendencia. Escribir hoy en día no es para nada el ideal romántico del siglo XIX o de lucha como a mediados del siglo XX, donde el escritor es un héroe, un rockstar o de plano un marginal con clase (¡ay, Henry Miller!). Escribir hoy en día es un trabajo arduo y difícil, que no halla su camino ni el éxito tan fácilmente, y algunos morirán y no lo tendrán, o quizá después de la muerte (!Oh Kafka, mi Kafka!). ¿Quién quiere ser escritor?, de los que están horas nalga, de los que investigan, de los que corrigen una y otra vez, de los que arman un proyecto, de los que creen en lo que hacen, de los que no andan tras la lana como mendigos de su propia profesión, quienes mandan a concursitos de jóvenes sus libritos insípidos, pero al que no pueden entrar por rebasar la edad y utilizan a alguien para conseguir sus fines. Escribir, la verdad, es un combate con la vida.

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