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Si escribir no es revolución, la vida carece de sentido

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El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

La Paz, Baja California Sur (BCS). La literatura nos cambia para bien o para quién sabe. No está claro qué función cumple para un individuo en las actuales condiciones de cambios profundos que hay en México. Porque al menos es claro que hasta hace muy poco se trataba de ganar prestigio, un nombre, premios, becas, entrar a la sala de los dioses de la literatura o ya de perdida a la elite de Letras Libres o Nexos.

A veces comenzamos con pasión adolescente para que nos lean, decir lo que sentimos, pensamos o hacemos. Dejamos todo en un poema, en una novela, en una obra que hable más por nosotros. Pero el problema comienza cuando le damos más cargo a la relevancia, el que nuestros nombres aparezcan en las marquesinas de la historia.

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¿Para qué escribimos? Es una pregunta constante al momento de sentarnos durante horas para tener logros y avances, hasta que al fin alcancemos el objetivo primordial que es la consumación de una obra. En el transcurso de su creación nos asaltan las dudas, los miedos, las vanidades, las soberbias: aquello debe ser un monumento que todos deben admirar.

Un escritor frente a la máquina es un mono desnudo, no tiene lauros, joyas, estatuillas, medallas, solo está frente a su incertidumbre. No obstante, durante cuatro décadas muchos dedicamos nuestra energía a tener una “ganancia” de lo que hacíamos y caímos en el garlito de que la institución debía ser el mecenas obligatorio para que sacáramos a la luz nuestros avatares humanos.

El horizonte promisorio que nos seducía a través de convocatorias literarias para que compitiéramos por un monto, no era para nada despreciable. Así, muchos afanosos centraron sus baterías en escribir para que un jurado al azar pudiera también al azar escogerlos. En algunos casos las decisiones eran honestas y en otras tantas no. Chanchullos literarios por todos lados existen. Y una larga lista de bases que prometían dar a un ganador una cantidad simbólica de que culturalmente en las instituciones se estaba trabajando.

Terminamos atrapados en ese círculo vicioso. ¿Cuántos de esos premiados están siendo leídos después de cuarenta años? ¿Qué impacto social trajo un libro? Dirán que eso es muy relativo, que la obra es producto de la circunstancia personal, que el autor no puede circunscribirse a una necesidad social sino a una individual, que es la esencia de toda obra de arte. ¿Por qué no, entonces, todas las obras tienen alcances masivos si algunas son extraordinarias?, ¿o por su calidad baja, porque no somos lectores o porque las obras no tienen la menor importancia?

¿Cómo atraer la atención de un lector? Los de Netflix tienen a su cargo un equipo de escritores que conocen los resortes emocionales de la población y saben cómo hacerlo, ¿por qué un escritor cualquiera no puede hacerlo también?, ¿porque les falta formación o como les gusta decir a algunos, “no están actualizados”? ¿Los grandes escritores ya no existen o solo quedan los que buscan que su nombre aparezca en la marquesina solo porque sí? ¿Tiene sentido seguir escribiendo cuando hay billones de libros que pululan por todos lados y además hermosísimos?

Me pregunto. La experiencia de escribir es una experiencia lúdica, pero deja de serlo en el momento que la contaminamos con el deseo de ganar algo a toda costa, cualquier cosa. Me replicarán que están en su derecho, pero yo no me refiero a eso, sino a que la obra estará prisionera del objetivo y lejos de la libertad crítica para desarrollar una obra. Porque, seamos sinceros, si escribimos en función de ganar un premio, el sesgo, el deseo y la manipulación interior a la que nos sometemos produce un territorio con límites.

Se ven bien bonitos los premios en el currículum que ni qué, pero ¿cuántos están siendo leídos, llevados a la mesa de los lectores hipotéticos? La efímera vida nos conduce a través de obras fugaces y, sin embargo, buscamos la inmortalidad, que no nos olviden. ¿Es la vanidad o la impronta humana de que las letras sean los vínculos de una época? Tengo más preguntas que respuestas o tal vez las preguntas son la misma respuesta, pero de lo que sí estoy seguro es que escribir es un acto revolucionario, cuyo único sentido es darle significado a la realidad que nos cobija o en la que estamos atrapados. Al escribir entramos y salimos de ella.

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




La lectura en México: su método y su enseñanza de Dulce Anyra Cota

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El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El asunto de la lectura es un pendiente constante que no ha sido cubierto con el paso de los años. Es como una enfermedad que no ha sido atendida correctamente a pesar de los acertados diagnósticos y de las diferentes directrices que se implementen para superar los escollos que impiden una sanación lectora. Uno de esos trabajos de investigación y análisis es el libro publicado por el Instituto Sudcaliforniano de Cultura (ISC), La lectura en México: su método y su enseñanza (2017), de Dulce Anyra Alida Cota Salazar (La Paz, BCS, 1980), quien hace una propuesta concreta, bajo una visión clara que nos permite tomar un balance, vislumbrar sus causas y también rutas a seguir.

Es cierto que hay esfuerzos gubernamentales que se han enfocado en ese aspecto y que han influido más o menos en la población; sin embargo, no ha sido suficiente, las voluntades positivas a veces vienen más de la iniciativa de personas que de una estrategia institucional eficaz. Para nadie es un secreto que leer es fundamental para el desarrollo del intelecto en una sociedad, así como escribir para comunicarnos con claridad y certeza, de tal modo que ambas acciones —leer y escribir— se vuelvan una misma cosa y una misma acción, definido como lectoescritura, dos sucesos que están intrínsecamente vinculados, siameses de nacimiento, pero separados por la mala educación y la falta de compromiso de quienes se ocupan del tema.

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Hace años impartí cursos de redacción, y en el manual con el que nos guiábamos, Comprensión y redacción del español culto, rezaba la frase “el que sabe leer y escribir, sabe pensar”, es decir, la acción era complemento una de la otra y viceversa, donde se hacía hincapié en la lectoescritura como un conjunto para provocar la comprensión y la comunicación. En su análisis, Dulce Anyra tiene muy claro de lo que sucede y de lo que podría hacerse, las distintas vertientes que se podrían asumir y de las opciones educativas oficiales que se podrían involucrar. En su libro La lectura en México: su método y su enseñanza nos define por qué la lectura es una habilidad humana que puede ser entrenada no sólo a través de métodos pedagógicos, sino con la pasión y entrega de quien se interesa porque la gente aprenda a desarrollar esa capacidad innata que requiere de esfuerzo y paciencia. Es decir, que quien se encargue de esa enseñanza pueda asumirse también como lector, como lo recalca en su libro con una frase cardinal dentro del análisis, de la escritora brasileña Ana María Machado, que dice: “imaginar que alguien que no lee pueda hacer leer a otros es tan absurdo como pensar que alguien que no sabe nadar pueda convertirse en instructor de natación”.

Entonces ¿por dónde empezar?

Para Dulce Anyra Cota Salazar, pues, el profesor, el guía, debe estar completamente imbricado con la lectura, debe ser parte de su vida, como comer y dormir, un hábito que puede ser enseñado no sólo como técnica sino como modelo cotidiano de conducta. En este proceso de señalar las necesidades de la lectoescritura, la autora nos va desmenuzando cómo es el desarrollo, de tal modo que con cada etapa se puedan saber los procedimientos y resultados; un proceso que edificará un lector posible, de tal modo que la actividad se vuelva una práctica sociocultural inherente a nuestra idiosincrasia. No es ilusorio pensar que con el tiempo se haga norma y hábito no sólo del modelo y proceso educativo, sino de nuestras necesidades para entender la vida misma, ello con métodos de lectura y sus aplicaciones, que nos describe a lo largo del libro para comprender cómo ese ciclo es un fin, que bien estructurado teóricamente, resulta trascendente, con beneficios concretos como instrumentos de enseñanza.

La lectura en México es una larga reflexión y un modo de aplicarnos no sólo como docentes, sino como guías interesadas en que la lectura sea el centro motor de la adquisición de toda forma de conocimiento, donde el sistema oficial educativo lo implemente más que como asignatura, como ejemplo de vida a seguir, con un compromiso contundente que permita, quizá, crear —por ejemplo—, una carrera que se dedique exclusivamente a la enseñanza de la lectoescritura en todos los niveles de nuestra formación académica. Y aquí es fundamental la participación del profesorado como facilitador, pues sin él como instrumento, guía y amor por la lectura no sería posible ningún avance ni a corto ni a largo plazo, de tal modo que nuestras expectativas con respecto a la conducta lectora de los niños y adolescentes sean fructíferas y sólidas, que son quienes al final repetirán en las generaciones el hábito lectoescritor.

La lectura en México: su método y su enseñanza es un libro no sólo para reflexionar, sino para tomar conciencia de nuestro desarrollo social, intelectual y espiritual, una manera en que podemos entender nuestro lugar en el mundo lector y asumir las medidas pertinentes donde haya que hacerlas. Dulce Anyra Cota Salazar nos deja con su libro un abanico de oportunidades para inmiscuirnos y al mismo tiempo aprender y abonar donde haga falta, para así hacer de la lectura —la lectoescritura—, un disfrute y no una obligación, que es el comienzo de toda buena relación con las cosas que dejan huella y nos humanizan de modo profundo.

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‘Miss Apocalipsis’, de Jorge Peredo

IMAGEN: ISC / Interior: Cortesía.

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Hay escritores que se forman desde la constancia y la terquedad, desde la creencia de que lo que hacen tiene el sentido primordial de darse significado a sí mismos. Porque escribir es eso: una especie de terapia interior que cierra círculos, pero aviva y exhibe las obsesiones sin pudor y sin miedo. Digo, a veces no tanto. Y vencer justamente los propios prejuicios para ser capaces de construir un discurso literario que exponga personajes contradictorios y al mismo tiempo de carne y hueso, envueltos en un escenario paradójico, extraño y oscuro, es una de las tareas más profundas y regenerativas.

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Los cuentos de Jorge Peredo en Miss Apocalipsis son la vivencia pura de cómo se extrae y se expone la violencia cotidiana, real, gráfica y cinematográfica, del acontecer en las relaciones humanas, de tal modo que todos podamos embarcarnos en sus historias sin salir indemnes, sin heridas, bajo la corrosiva narración de un escritor que a veces se abre y otras utiliza el sarcasmo como un modo de que pongamos los pies en la tierra, para que nadie se vaya con la finta de que sus personajes son de utilería, un pretexto para nombrar las locuras de un instante, antes bien el modo en que se resuelven las visiones de un escritor que ha dedicado todo su ímpetu, su entrega, su poder de cómo ve el mundo desde la ficción.

Las criaturas que deambulan por Miss Apocalipsis son seres encarnados en sus frustraciones, miedos, paranoias, desilusiones, narcisismos, incapaces de poder redimirse, no obstante la exacta manera en que Peredo los desnuda de un modo cruel, con quienes no tiene piedad, que los pone como frutos de sus lecturas y de sus andanzas por la vida misma. Hay una gran influencia del cine, es notorio, pero logra destrabar esa ilusión momentánea con una narrativa propia, dicha con un estilo personal, que es algo que no puede afirmarse de muchos escritores noveles al momento de presentar su primer libro.

Al leer nos topamos con un suicida extremo, una tullida y un cerdo (que me recuerda escenas de la infancia nada agradables), una perra astronauta (la que todos conocemos, Laika), un apocalipsis muy particular que tiene que ver más con el cómo visualizamos la solidaridad humana; un pastelero fracasado ¿o un pastelero honesto?, donde se exhiben las clases sociales maravillosamente doloroso y sarcástico; un médico y un adicto en la ola de una historia sórdida; un abogado importamadrista; un poeta burócrata contado dentro de un experimento narrativo, y un Mauricio Garcés muy personal, un vampiro narcisista que nos trae a la memoria los mejores películas de este actor mexicano.

Hay motivos para dejarnos conducir por los relatos de Jorge Peredo. Descubriremos un universo que siempre ha estado frente a nuestros ojos, pero que muy probablemente nos hemos negado a ver. Y Jorge insistirá con sus historias, con la aventura de contarnos algo insólito, con profundas raíces ancladas en la vida diaria, que es de donde viene el mundo de la literatura.

A Jorge lo vi crecer desde hace seis años cuando asistió a un taller de narrativa que comencé a impartir en la UABCS. Apasionado, estridente, vigoroso para encauzar sus palabras en un cuento, a veces trastocado por las formas del cine, a veces trastocado por sus propios delirios y obsesiones. Era capaz de llevar un cuento en una sesión y a la siguiente el mismo cuento revisado y corregido a profundidad, casi con otras palabras. Jorge es, ante todo, un escritor comprometido con su obra, con sus dichos. Siempre quiere estar seguro de que lo que escribe está diciendo lo que piensa y quiere. Es, con mucho, uno de los narradores más entusiastas y tesoneros que he conocido, además de ser uno de los lectores más meticulosos y constantes, cosa que se ve reflejado en su obra.




Cómo escribir mejor que tu abuela

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¿Escribir mejor que la abuela? Los interminables recovecos de escribir Literatura. Imágenes: Internet

Colaboración Especial

Por Octavio Escalante

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Al ver a mi abuela de 72 años agregarme a Facebook para que le diera like a su página sobre un libro que escribió, de prosa poética contra las telenovelas, me doy cuenta que los géneros literarios todavía tienen mucho qué ofrecer. Algunos se han opacado, otros irán apareciendo. Uno de ellos, antiquísimo, persiste a pesar de no tener éxito comercial como las novelas. Ese género (o subgénero) es la poética.

Ha existido desde los griegos. No es la poesía, sino un tipo de manual en el que se trata de ofrecer al aspirante de poeta-escritor, consejos para lograr una efectiva obra literaria, sin grandes tropiezos, y con la mejor expresividad.

La poética de Aristóteles y la de Horacio son ejemplos clásicos de este asunto. En ellas se establecen las pautas que hay que atender para que no se nos destartale a medio camino la epopeya o la tragedia. Sorprende que entre sus tips para escribir bien se hayan colado algunos otros buenos tips para cocinar papa, para aprovechar el aceite de ballena y para fabricar mermelada basada en betabel. Más allá de esos detalles gastronómicos, los textos se concentran en la escritura.

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Con el paso de los siglos encontramos poéticas que, como en el caso de Horacio, no iban dirigidas al público en general, sino que eran cartas enviadas a destinatarios específicos, como los Pisones, o al joven poeta y soldado que milenios después mantuvo correspondencia con Reiner María Rilke. El género de la poética o arte de creación literaria no es ejercido solamente por los buenos autores. Habemos muchos a los que nos gustaría hacer nuestro propio decálogo sobre cómo escribir, sin por ello ser buenos aprendices. Mi hipótesis al respecto es que, después de tantos intentos, hemos identificado muy bien los consejos que quisiéramos seguir y que, no obstante, nunca cumplimos con disciplina.

La idea de un manual de escritura repele casi a cualquiera. En lo personal, me he dado cuenta con el tiempo que la repugnancia que me causaban dichos manuales era resultado de mi falta de experiencia. He encontrado que si bien algunos preceptos de poética podemos pasarlos por alto, hay otros que dan en el clavo, y que su estancia en el librero de los libros empolvados de la humanidad no ha sido fortuita, sino basada en una constante revisión por los autores modernos que encuentran en ellos elementos eficaces hoy, aplicables hasta en las redacciones más experimentales.

Por otra parte, ni los diez mandamientos, ni las señales de tránsito, ni la ley de ingresos para el ejercicio fiscal, son reglas que se tengan que seguir al pie de la letra. De vez en cuando podemos pasarnos un semáforo en rojo, evadir nuestros impuestos o no santificar las fiestas sin que por ello caiga necesariamente sobre nosotros el rayo destructor de Jehová. Lo que no podemos dejar de hacer es estar conscientes de que, aunque Jehová esté muy ocupado rodeado de su corte de ángeles y arcángeles, decidiendo quién será el próximo delegado del planeta, otros agentes pueden caer sobre nosotros como un rayo, por ejemplo Hacienda, un fanático o un auto que se nos estampa porque para él la luz sí estaba en verde.

El destino de los individuos es misterioso y el de la humanidad entera en cada época da muestras de ser atroz e irreversible.

De vez en cuando aparecen miles de libros, también atroces e irreversibles, que provocan la destrucción de grandes bosques alrededor de la Tierra, tan fatales como la producción de aceite de palma o las mineras. Las glorias literarias actuales, como las musicales, están muy por debajo de las glorias de la música clásica (el año pasado Mozart vendió más discos que nadie) o de El Quijote, si las midiéramos por su éxito comercial. No se trata de que nos quedemos en una parálisis que sólo mira al pasado y lo imita de forma lamentable. Pero ya que no somos como los venados o casi cualquier fauna, que al nacer aprende lo que debe hacer el resto de su vida como si se hubiese levantado de un sueño y no del vientre materno, necesitamos echar un ojo a lo que nos precede, que encierra tanta riqueza, a la que por buena fortuna hoy podemos acceder a través de Internet, o de esos asilos de ancianos que los antiguos llamaban bibliotecas.

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En numerosos escritores canonizados encontramos confesiones íntimas, diarios o decálogos sobre consejos para escribir. Algunos intentan persuadir de que se pueden llegar a escribir 14 cuentos a la vez, poco a poco, pero simultáneamente. Otros dan consejos tan devastadores como dejar de escribir si la escritura no te somete, te obliga y quiebra tu alma. Otros más sobrios, hablan sobre no dejar de escribir al menos una frase al día, con la intención de ir formando la propia voz, como suelen decir, y que no es otra cosa que un acento muy bien trabajado, que sólo puede aparecer después de muchas correcciones, documentos en la papelera de reciclaje, desempleo, divorcios, problemas con la policía, sentimientos de culpabilidad, complejos de inferioridad, delirios de grandeza, robo en supermercados y otras cosas por las que pasan los escritores antes de escribir un libro breve y aceptable.

Hoy en día tenemos a nuestro alcance conversaciones videograbadas sobre el oficio de escribir, donde nos habla gente que a todas luces es común y corriente, pero que se ha dedicado con disciplina e intentado comprender las entrañas de la literatura hasta donde su capacidad lo permite. Es gente tan común y corriente como tú y yo que, a veces, al verlos, uno se desencanta de la imagen poco pintoresca del escritor actual. Pero el cambio de esa imagen poco singular de los escritores de hoy tienen ciertas ventajas que no se tenían en el pasado, como el usar condones de látex, y no de tripa de cerdo, ni tener que posar más de una hora para que les tomen una foto; tampoco tienen que soportar mucho tiempo la sífilis, entre tantas otras cosas, como la peste, la carencia de medicamentos y la brevedad de la vida, aun mayor en aquellos tiempos que ahora. Teniendo en cuenta las aflicciones de los escritores del pasado, no resulta tan decepcionante parecer un personaje de comedia gringa y al mismo tiempo ser escritor.

Mis únicos consejos respecto a la escritura es leer todo lo que se pueda, leer también a los clásicos, revisar en Internet los programas de estudio de las carreras de Letras y echarle un vistazo a los autores que estudian. Ver entrevistas sobre esos escritores, escucharlos hablar sobre su trabajo, oír sus opiniones y escribir lo más que se pueda, todos los días, dejar reposar lo escrito, releerlo y no publicarlo nunca, hasta que alguien por error o una casualidad misteriosa lo lea y te suplique que lo publiques, ¡por el amor de Dios, mándalo a una editorial, dejaste tus tripas ahí!; luego comprarte un automóvil usado, comenzar a salir con alguien, beber más cerveza en bares y menos en los parques, aprender a cocinar cosas raras, aceptar el abandono de tu nueva pareja, y volver a escribir.




Escribir es un combate: el escritor como maquila

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Escribir, escribir, escribir… los dilemas del escritor moderno. Foto: Internet.

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Ser escritor en estos tiempos no es cosa fácil, y más en México. Se pasa la vida uno construyendo un nombre, pero nada de ventas, lo cual es el fin de obtener lectores. Y esa es una cosa horrible. Ser publicado por las instituciones no es cosa mala, porque de algún modo resulta un impulso, un motor de arranque. Pero no puede uno seguir a la espera a que nos publiquen los gobiernos cualquier cosa que escribamos. Eso sirve para caer en el olvido y que vivamos en el autoengaño. Daniel Sada decía que era la mejor forma de tirar a la basura miles de ejemplares que no se leerían jamás. El trabajo de escritor es un trabajo hormiga, de buscar aquí y allá una editorial que se interese por nuestros inéditos, sobre todo que sea rentable y lucrativo. Llegar a un producto de esa índole requiere años de oficio, de lecturas ininterrumpidas, diarias, o de plano gozar de una genialidad literaria que rompa los cánones de la noche a la mañana. No todos gozamos de esa suerte.

Si una editorial llega a interesarse en nuestros libros, ya tenemos el primer logro alcanzado; el siguiente es convencer a los lectores de lo que hicimos y que se vuelva viral, como ahora gusta decirse en términos de redes sociales. Ese primer libro va lleno de esperanzas, de entrega, de desvelos, de incertidumbre, de la mejor calidad literaria de que dispuso el escritor durante su creación. Me vienen a la mente varios títulos de libros que por la manera en que se construyeron pronto se convirtieron en clásicos de la literatura. Cien años de soledad es uno de ellos. Pedro Páramo es otro. Un asesino solitario, uno más.

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Uno siempre está lleno de prejuicios en torno a lo que nos gusta y no nos gusta, cuyos valores provienen de nuestro modo de pensar, nuestra educación, nuestros condicionamientos familiares, religiosos y sociales. Así que nos llamará la atención aquello con lo que nos identificamos o aquello que maneja un cierto tipo de lenguaje, cualquiera que éste sea. Leer, sin duda, nos pone a funcionar la imaginación y las neuronas. Un buen libro nos invita a querer otro más bueno, hasta que se vuelve un hábito. Una mente con lecturas es una mente que tiende a ser más creativa. Por supuesto, no es regla general. Compramos libros porque el autor está de moda, porque alguien lo recomendó o por aventurarnos a autores desconocidos para nosotros. A veces ocurren maravillas, otras sentimos que nos estafaron. De este modo, un escritor puede hacerse de un buen número de lectores y hasta de un club de fans.

Sin embargo, ¿qué pasa cuando un escritor se convierte en un best seller (un más vendido) y gana millones en su primera entrega? Para la editorial esto supone un momento importante, porque comercialmente el libro es muy lucrativo, y claro está, el propio escritor, quien ha entrado a las ligas de los que sí venden. Para quienes gozamos del libro, uno esperaría con pasión algo mucho mejor. Gabriel García Márquez le declaraba a Plinio Apuleyo Mendoza en su famosa entrevista de El olor de la guayaba, que su gran temor era convertirse en esclavo de Cien años de soledad; es decir, que dado el éxito del mismo, los lectores estarían esperando Cien años de soledad 2. Este pasaje de la vida de este escritor se entiende cuando lanzó al mercado El otoño del patriarca, que no tuvo las ventas espectaculares del anterior, pero sí demostró que no se había casado con el estilo de Cien años, y experimentó con otra forma de narrar. García Márquez se negó a convertirse en maquilador de su propia escritura.

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Gabriel García Márquez. Foto: Internet.

La pregunta que nos viene a la mente es: una vez instalados en el compromiso, en el contrato con la editorial, ¿perderemos la libertad de escribir cuanto tema se nos ocurra? La respuesta, en la mayoría de los casos, es sí. A la editorial no le interesan tus necesidades estéticas, tus necesidades filosóficas, o tu imaginación cuestionadora, a la editorial le interesa ganar y vender, lo cual es un hecho natural del mercado, puesto que son una empresa que viven de eso. Pero, ¿y el individuo, el escritor, dónde queda? ¿Se convierte en un trabajador, un obrero, un maquilador de las letras? ¿Ve frustrado su talento para acomodarse a las necesidades del mercado? Muchos hemos constatado que el primer libro resultó una maravilla porque no estaba sujeto a las presiones editoriales, sino a su propia entrega, carisma y capacidad de escribir. No obstante, los siguientes libros comenzaron a parecerse entre sí, pero no al primero. Algunas editoriales optan por exigirle al escritor sagas de aventuras para determinadas edades y públicos, con el fin de crear demanda. Conocen su negocio, pues. Sin embargo, el escritor, ¿dónde queda?, ¿qué papel juega?

Hace décadas los escritores pensaban en función de su obra, de su arte, de su estética, de su filosofía de vida. Hoy no es así o al menos no enteramente así. La narrativa es distinta. Sería difícil que un joven Gabriel García Márquez funcionara en el mercado de hoy, que tampoco es regla, pero esa es la tendencia. Escribir hoy en día no es para nada el ideal romántico del siglo XIX o de lucha como a mediados del siglo XX, donde el escritor es un héroe, un rockstar o de plano un marginal con clase (¡ay, Henry Miller!). Escribir hoy en día es un trabajo arduo y difícil, que no halla su camino ni el éxito tan fácilmente, y algunos morirán y no lo tendrán, o quizá después de la muerte (!Oh Kafka, mi Kafka!). ¿Quién quiere ser escritor?, de los que están horas nalga, de los que investigan, de los que corrigen una y otra vez, de los que arman un proyecto, de los que creen en lo que hacen, de los que no andan tras la lana como mendigos de su propia profesión, quienes mandan a concursitos de jóvenes sus libritos insípidos, pero al que no pueden entrar por rebasar la edad y utilizan a alguien para conseguir sus fines. Escribir, la verdad, es un combate con la vida.

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