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Tablas

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La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

Carl Schlechter, 1874-1918

Quiero pasear con Carl Schlechter

en el novecientos, bajar por una calle de piedra.

El sol se acaramela. Desde alguna ventana

un piano suena suave, y los ojos tristes de Carl

se encienden un poco. Le pregunto por su ajedrez,

por qué siempre ofrece tablas,

y él se encoge de hombros. Las palomas blancas se amontonan

en los alféizares. “Odio esa mirada en los ojos de los hombres

cuando pierden”. Lo amo. Compramos cerezas

en un puesto, guindas, oscuras, medio amargas,

y las comemos juntos. Lo beso,

probándolas en su boca. Quiero contarle

“Carl, te estás muriendo de hambre, a los cuarenta y cuatro,

y podrías ser campeón del mundo. Juega a ganar.”

Pero entonces él no sería quien es,

Y yo no habría hecho todo este viaje

desde el siglo siguiente para tomarle las manos

al maestro entablador, observarlo,

con leve inclinación, escuchando la quietud de las palomas,

uno a uno, en un sueño. Gentilhombre; gentil.

Sheenagh Pugh

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El poema de Sheenagh es un homenaje al hombre que pudo haber derrotado a Emanuel Lasker y se quedó a un empate para ser campeón del mundo. Karl, el hambriento, no era de triunfos —por lo menos, no a la manera del depredador ajedrecístico que busca laureles.

Tres días jugó su partida contra Lasker en 1910. Tenía ventaja, incluso podía forzar un jaque perpetuo. Perdió. ¿Regaló la partida? ¿Quiso ganar de una forma espectacular para inmortalizarse en los anales? ¿Le dio miedo la victoria?  El match quedó empatado. Lasker retuvo, Schlechter se retiró desnutrido y ocho años después murió anémico.

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Era un caballero y un poeta de los escaques. Durante una partida en 1894, sacrificó la Dama y logró el jaque mate contra un Rey atónito que murió en el centro del tablero.

Lo vislumbro ofreciendo tablas a sus rivales más débiles. Para quedar amigos, para ser iguales en un universo desigual. Una mano tendida en un mundo despiadado. ¿Cuántas tablas habrá ofrecido Karl por gentileza? Lo irónico es que le faltó sólo una para inscribir su nombre en la lista selecta de los campeones.

Entrenaba a sus rivales; si ellos eran impuntuales, Karl retrasaba el reloj para ser justo, ofrecía tablas aún en posiciones ventajosas. Empatar en ajedrez es hacer un pacto, abrazarse después de las acciones. Un proverbio francés reza: No puedes jugar al ajedrez si eres de corazón noble. Karl contradijo ese pequeño evangelio con su andanza inútil, sus ojos de herbívoro. No es que no haya ganado. Barrió torneos en Ostende, Estocolmo, Viena, Praga… Pero lo decisivo…

Caminar después de su partida con Lasker por las calles de una frenética Europa, cuyo odio no podía impregnar los pasos de aquel hombre, debió ser un cuadro desolador. Al paso de los carros, acalambrada la tripa, sin patrocinadores, va Karl que ni sabe ganarse el dinero, ni sabe ser lobo en una selva industrial. Lo único que lamenta de su derrota no es la gloria, sino el reloj como premio que pensaba regalarle a su hermana. Vivía de lo exiguo en los torneos. Poco a poco el ambiente lo atrapó.

Los hombres se odiaron bajo estúpidos nacionalismos (pleonasmo), cavaron trincheras, se fusilaron, asfixiaron, empalaron, torturaron durante cuatro años. Karl ofrecía tablas. Inútil para “servir” a su patria, porque su patria era el club, el café, la charla, las posiciones bellas en un tablero que nada sabía de malevolencia. Y jugó en busca de otra oportunidad contra Lasker, continuó en los torneos, que cada vez pagaban menos, que cada vez eran menos importantes que el horror cernido sobre hermanos devorados.

Ganó tres veces el Trebitsch memorial. Volvió a enfrentarse a Lasker y a Rubinstein. Bebía en los cafés pero no tenía para comer.

Juega para ganar —le aconseja en un estrato temporal distinto la poetisa de Gales. Pero no, el juego está allí, por la belleza, lo inútil es lo más hermoso. Como la Luna, como el amor, como rondar en busca de posiciones en tableros mientras los hombres se destrozan por ignorancia.

Y los héroes de los periódicos luchan con bravura, y los enemigos son cobardes y torturan, y los países y las naciones se lanzan en busca de un mundo democrático que cuesta millones de almas, y los pacifistas son encarcelados, y los anarquistas son condenados al garrote por ser considerados satánicos, y los negros son linchados, y los soviéticos masacran a los capitalistas, y los blancos disparan a los rojos. Las mentiras giran sobre los cadáveres y justifican la ira. Karl tiene hambre pero ofrece tablas porque sabe sonreír y desdeña las medallas.

Murió. Ningún hombre puede soportar el mundo sin hombres, un mundo de simios ciegos y carniceros. Quizá ofreció tablas a la muerte y ella lo abrazó en aquellos días atareados.

Tablas eternas. Un pacto. Un sabio que desdeñó laureles para enseñar nobleza.

Como las traducciones son traiciones, más las que intentan traducir poemas, aquí copio el original del inglés.

 

Karl Schlechter, 1874-1918

I want to stroll with Karl Schlechter

in nineteen-hundred, down a street of stone

the sun’s turned to honey. From some window

a piano’s playing slow, and Karl’s sad eyes

kindle a little. I ask about his chess,

why he always offers a draw,

and he shrugs. White pigeons gurr

on the sills. “I hate that look in men’s eyes

when they lose.” I love him. We buy cherries

from a stall, morellos, dark, half-bitter,

and feed them to each other. I kiss him,

tasting them in his mouth. I want to tell him

“Karl, you die starving, at forty-four,

and you could be world champion. Play to win.”

But then he wouldn’t be who he is,

and I wouldn’t come all the way

from the next century to hold hands

with the drawing master, watching

the light slant, hearing pigeons hush,

one by one, into sleep. Gentleman; gentle man.

Sheenagh Pugh

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