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La Batalla de los Pavos: el asistencialismo endémico del servicio público sudcaliforniano

FOTOS: Rodrigo Rebolledo.

El Desierto Crece

Por Rodrigo Rebolledo

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). «¿Y el pavo?», reclamaba una cartulina fosforescente, instalada sobre el lema gubernamental de alambre y foquitos navideños que adorna —y seguramente lo hará hasta el 6 de enero— la Explanada del Centro de Justicia Penal en la capital sudcaliforniana.

Tanto el autor del artístico reclamo, como los cientos de inconformes, habían escuchado con sospecha las declaraciones sobre medidas de austeridad del nuevo gobierno. Austeridad que afectaría directamente al confianzariado: los miles de trabajadores que son tratados como «de segunda» por la política laboral del sector público mexicano y que en Baja California Sur conforman el grueso de su fuerza de trabajo.

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Por ahí del 12 de diciembre las sospechas se vieron confirmadas: la invitación a las posadas laborales dibujaba la ausencia de un importante invitado: el vale del pavo. Detalle que derivó en que una falange de agentes ministeriales decidiera tomar por asalto la sede de la Secretaría de Finanzas, en una movilización sin precedentes en la historia de los movimientos laborales sudcalifornianos.

En la cultura política actual llamamos asistencialismo a la actitud de orientar la solución de los problemas a la administración de «ayuda» directa y con ello ganar tiempo de cara al «pueblo», sin generar soluciones estructurales a la causa del problema. Este asistencialismo tiende a ser visto como un mal de los gobiernos populistas, los cuales –lo sabemos muy bien– vienen de todos colores.

El ejemplo más común de asistencialismo es la entrega de dádivas que los gobiernos llaman «programas sociales». La expresión «programas sociales» está tan vinculada en nuestro país a su versión asistencialista, que es prácticamente sinónima de la mera entrega de bienes como paliativo al conjunto de «problema sociales» que desbordan la brecha de desigualdad.

Parecería un error pensar que se puede aplicar el asistencialismo para precarizar al servicio público mismo. Pero su aplicación queda en evidencia luego de La Batalla de los Pavos.

El pavo, o mejor dicho el vale de pavo, es una unidad de asistencialismo redonda. Permite dispersar la dádiva de forma opaca como realizar una discreta triangulación del recurso público a través de empresas afines.

Ya en la resaca de un austero fin de año, esta Navidad parece que no se caracterizará por la acostumbrada presencia de la tamaliza de pavo, la «pavada», el pavo horneado y otras confecciones que los sudcalifornianos hemos ido añadiendo a nuestro habitual menú navideño de sopa fría, frijoles y birria, en un intento por emplear la congelada proteína asistencial.

La falta de la descomunal ave inyectada de hormonas, proveniente de algún corral industrial de Coahuila, marcó un «hasta aquí» que –una vez mas– hizo evidente la importancia de exigir aumentos reales al salario, la entrega de bono de riesgo y otros derechos que son empeñados en tanto persiste el favoritismo, el tráfico de influencias, «el vale del pavo» y el bono navideño que se emite sin justificación legal alguna desde los gobiernos de Narciso Agúndez (PRD), Marcos Covarrubias (PAN) y Carlos Mendoza Davis –a quien no podemos llamar militante de partido alguno.

«Las costumbres se hacen derechos», expresan algunos de los héroes de La Batalla de los Pavos, quienes tratan de justificar las dádivas no contempladas por la Ley bajo el argumento de que era una compensación por una carga laboral no pagada.

Pero cuando las costumbres cesan –o cuando alguien las desactiva– la deuda con los derechos cala de inmediato. ¿Se puede cambiar lo que está construido sobre el sólido mortero de más de una década de asistencialismo institucional a la sudcaliforniana? ¿Qué sería del sector público sin su confianzariado?

«Primero el pago, luego el pavo» tuvo que llegar a zanjar, salomónico, el mandatario estatal, culminando así la batalla del pavo con el peculiar recordando. Y separando con ello a su gabinete ampliado —y muy ampliado, a sus trabajadores de confianza— del confianzariado. Legitimando la existencia de una clase artificial —intangible legalmente— que exhibe el desbalance en la estructura laboral del sector público sudcaliforniano.

A falta de una moraleja manifiesta, de un proverbio que sintetice los deseos de cada uno de los guerreros implicados en La Batalla de Los Pavos, prefiero recordar una anécdota personal, acorde con estas fechas de añoranza y acorde también con las avalanchas que no prevemos:

En una ocasión conocí al maestro de payasos Ricardo Pichardini, uno de los artistas circenses de mayor renombre en el país, quien regresó a México por el Puerto de Ilusión luego de su primera gira por Latinoamérica. Fuimos a comprar las viandas que coronarían lo que iba a ser el «reyes» de nuestro «Guadalupe», hacia el extinto Centro Comercial Californiano (CCC).

Ya estando ahí, nos encontramos con mi amigo Manuel Candelario, que no se percató de nuestra presencia por estar ensimismado en su propia búsqueda por los pasillos. Abstraído, intentaba cuidadosamente liberar una caja de Maruchan sabor camarón que, a su vez, sostenía una gran pirámide aún más cuidadosamente construida con empaques del ahora proscrito ramen.

Y justo al sacar la pequeña sopa, fabricada a base de quién sabe qué materias más desechables que el vaso que las contiene, la pirámide se vino abajo estrepitosamente, dejando a Manuel Candelario inmóvil y encorvado, en medio del tiradero con una cara de asombro, sin decir nada, por un momento que parecía eterno en el que su mirada lánguida veía las lámparas del techo y nosotros lo veíamos a él, como a alguien pasmado frente al derrumbe de un cerro.

«A mí me tomó varios años de estudio y mucha práctica para poder hacer eso», dijo el payaso.

El desierto crece.

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