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La gramática es un condón lingüístico

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El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

La Paz, Baja California Sur (BCS). Sé que la lengua no se detiene jamás ni para tomar impulso, tiene sus propias reglas y va fluyendo sola como una barcaza en altamar, contra viento y marea; va hacia adelante siempre —a veces da sus pasitos atrás con los arcaísmos, pero no deja de moverse nunca. Claro, hay una gramática que funciona a modo de condón (es preservativa) para que las formas dialectales de cada territorio (el habla viva) no destruyan una lengua, como le pasó al latín que pasó de ser una lengua imperial —no tenía una gramática propia, la pobre—, a convertirse en muchas lenguas romances, sus hijitas.

Si el latín hubiera usado condón, probablemente, no estaríamos hablando español, ni los franceses francés, ni los portugueses portugués. Lo sé porque todas las semanas me enfrento a diferentes formas de construir la lengua —soy corrector de estilo: leo ajeno y me dedico a limpiar textos—, desde estructuras pedagógicas, sociológicas, médicas, científicas, hasta literarias y filosóficas… Son un mundo de diversidades, de donde abrevo las venas de la sintaxis.

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Eso sí, el latín no era como el inglés (también es imperial), que convive con otras lenguas e intercambia vocablos según sea el caso e intereses de los hablantes; en cambio, el latín era invasora, aplastaba las lenguas de los territorios que invadía —al inglés le gusta llevar “democracia” a otros países y llevarse sus recursos naturales—. No obstante, a pesar de todo, las lenguas exterminadas, desaparecidas, dejaban en la lengua invasora vestigios de su presencia, alterando al latín con giros dialectales en cada zona conquistada.

Ya sé todo eso, que cambia, a veces a pesar de la misma gramática, que por momentos nos pareciera estricta por culpa de la RAE, que poco abona en su contacto con las personas y que por más que se esfuerza en usar condón simplemente no puede controlar a los millones de espermatozoides-hablantes que terminan fecundando nuevos especímenes, dialectos e idiolectos conviviendo y alterando las palabras, su sentido a lo largo del tiempo.

Nacido en Lebrija en 1444 y fallecido en Alcalá de Henares, el 2 de julio de 1522, fue Antonio de Nebrija, a finales de 1492, quien hizo la primera gramática del español, tal vez observado lo que le ocurrió al latín. Así, gracias a don Toño podemos entender a un español, a un cubano, a un argentino, a un colombiano, a un venezolano, a toda Latinoamérica, en suma —no la iberosfera, por favor—, a pesar de los giros dialectales de cada país, a pesar de algunas palabras que significan cosas distintas de nación a nación; aun así, podemos comprendernos entre hablantes, incluso comprender textos del español antiguo, donde se reflejaba muchas veces la oralidad.

Y, bueno, eso hace la gramática, ese condoncito permite que la lengua se sostenga sobre una estructura: un esqueleto. Los hablantes son las células, los órganos, los músculos, la piel, para que la osamenta se mueva en el espacio. Aunque a muchos les parece lo contrario, la gramática no es impositiva, pero sí mantiene reglas para cohesionar la lengua de millones de hablantes, que constantemente están en el intercambio sociolingüístico por diferentes factores.

Les decía que la lengua no se detiene, lo sé, pero hay palabras que me causan urticaria en los ojos cuando las leo, aunque sepa que los hablantes llevan mano; por ejemplo, cuando utilizan “influir” e “influenciar”. Los maestros Juan López Chávez y Marina Arjona Iglesias nos decían siempre: “Influir es el verbo e influencia es el sustantivo, pero hay una tendencia entre los hablantes a decir «influenciar» como verbo, debido al contacto con el inglés o el francés”. Y me gustó siempre la diferencia entre una y otra. Jamás me verán diciendo o escribiendo “estás influenciado”, aunque yo sepa que mi pequeño nicho lingüístico e individual es mera ilusión y aferramiento, a pesar de tantas lecturas, que al final la lengua hablada hará lo que se le dé la gana, aunque quieran ponerle un condón.

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