Festejos y danzas de los antiguos Californios

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Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La cultura de los habitantes primigenios de la antigua California fue amplia. Incluía ceremonias especiales para festejar el encuentro de rancherías, la llegada de ciertas estaciones del año, la conmemoración de eventos propios de su cosmogonía y algunas otras, que simplemente se realizaban por el gusto de estar reunidos y en paz.

Lamentablemente, de estas tradiciones no dejaron escritos y los pocos registros que se conservan están narrados a través de la óptica bastante prejuiciosa de los misioneros Jesuitas que convivieron con ellos durante 70 años. Es muy probable, que la nula lectura de estas narrativas misionales haga pronunciar a muchos de los jóvenes y no tan jóvenes ciudadanos de esta media península “que los grupos originarios, no tuvieron una cultura”. Comentarios totalmente errados y carentes de sustento.

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Como ya mencioné, fueron los jesuitas, llegados desde el año de 1697, los que fueron dando cuenta en sus constantes informes y correspondencia, sobre las ceremonias y danzas que realizaban los Californios, a las cuales catalogaban como “demoníacas y contrarias al buen espíritu cristiano”. Muchos de los datos que podrían interesarnos de estas manifestaciones culturales fueron omitidos en sus narrativas, puesto que los jesuitas, además de considerar “pecaminoso y ofensivo” el reproducir por escrito lo que habían presenciado, deseaban dar la imagen, a través de sus documentos, que la evangelización y la conversión de los naturales se realizaba de forma constante y permanente, cosa que no hubiera sido creíble si manifestaban que los Californios continuaban celebrando estas festividades y ritos.

El sacerdote Francisco María Píccolo es uno de los primeros en hacer referencia a una festividad que él denominó como “el repartimiento de pieles a las mujeres una vez al año”. Esta ceremonia la pudo apreciar en una entrada que realizó en el año de 1716 en el Valle de San Vicente, donde posteriormente se establecería la Misión de San Ignacio Kadakaamán. De acuerdo a lo reseñado por Píccolo, se lee lo siguiente: Juntábanse en un lugar determinado las rancherías confinantes, y allí formaban, de ramas de árboles y matorrales una casita o choza redonda, desde la cual desembarazaban la tierra por un trecho proporcionado formando camino ancho y llano para las carreras. Traían aquí todas las pieles de los venados que habían cazado aquel año, y con ellas se alfombraba el camino. Entraban los principales dentro de la choza y, acabado el convite de sus cazas, pescas y frutas, se medio emborrachaban, chupando del tabaco cimarrón. A la puerta de la choza tomaba su lugar uno de los hechiceros en traje de ceremonia y predicaba en descompasados gritos las alabanzas de los matadores de venados. Entretanto los demás indios iban y venían, corriendo como locos sobre las pieles, y las mujeres daban vueltas alrededor cantando y bailando.

En fatigándose demasiado el predicador, cesaba el sermón, y con él las carreras; y saliendo de la choza los principales, repartían a las mujeres las pieles para vestuario de aquel año, celebrándose el repartimiento con nuevas algazaras y alegrías, a pesar del descontento necesario de algunas. Toda esta fiesta se hacía por ser para aquellas miserables mujeres la mayor gala y riqueza una piel de venado, con que poder malcubrir su desnudez.

Como podemos apreciar, esta ceremonia obedecía a un complejo entramado que no obedecía a la casualidad, sino que había sido desarrollada de forma intencional a través de muchísimos años. En ella, se ponía de manifiesto al carácter comunal de los productos obtenidos en la cacería, el papel preponderante que tenía la mujer en este grupo, las jerarquías y su reafirmación de poder ante el grupo, la transmisión de creencias y costumbres por los guamas o hechiceros, las habilidades motrices, la práctica de la danza y cánticos tradicionales, etc.

El padre Juan María de Salvatierra no pasó por alto estas actividades, y menciona en su correspondencia la forma en que los Californios manifestaban su alegría y beneplácito en las temporadas de abundancia de alimentos y esto lo hacían a través de danzas: Y son sus bailes muy diferentes de los que usan las naciones de la otra banda; pues tienen más de treinta bailes, y todos diferentes, y todos en figura, ensaye y enseñanza de algunas cosas esenciales para la guerra, para la pesca, para caminar, enterrar, cargar y cosas semejantes; y se precia el niño de cuatro y de tres años de salir bien del papel de su baile, como si fueran ya mancebos de mucha emulación y juicio: cosa que nos dio a todos mucho divertimiento de verlos. Este párrafo es de gran importancia para corroborar que los grupos de Californios desarrollaron una cultura compleja, en donde la danza era una actividad sumamente valorada y en la que se representaban, como lo hicieron y hacen muchos grupos étnicos, pasajes de su vida cotidiana así como rituales de su cosmogonía. Muy singular resulta el entrenamiento de los integrantes de estos grupos, a edades muy tempranas, en los diferentes bailes e incluso el reconocimiento que se ganaban por la mejor ejecución de ellos.

Continúa Salvatierra: los tres meses de la pitahaya son como en algunas tierras de Europa los tiempos de carnestolendas, en que en buena parte salen de sí los hombres. Así estos naturales salen de sí, entregándose del todo a sus fiestas, bailes, convites de rancherías distantes, y sus géneros de comedias y bufonadas que hacen, en que suelen pasarse las noches enteras con risada y fiesta, siendo los comediantes los que mejor saben remedar, lo cual hacen con grande propiedad. Conforme los Californios fueron evangelizados y convertidos a la nueva fe, se fue realizando un proceso de integración de la forma en que ellos manifestaban su regocijo y reverencia hacia lo sagrado, al incorporar a las ceremonias del ritual católico sus danzas. Este proceso es muy semejante al que se llevó a cabo en otras partes de la Nueva España. Así lo relata el sacerdote Salvatierra: los bailes tenían suma variedad y no poca destreza. Tuvimos aquí las fiestas de pascua de Navidad con mucho gusto y devoción, y de los indios también, asistiendo algunos centenares de catecúmenos a las fiestas, haciendo también sus bailes los cristianitos más de ciento.

Miguel del Barco también se suma a la lista de los jesuitas que hicieron observaciones sobre los bailes y ceremonias de los Californios: no es extraño, que adelantasen en este oficio de bailes, pues es el único que tienen en tiempo de paz: natural es adelantarse en lo que siempre se ejercita. Ellos se divierten y bailan por sus bodas, por la fortuna en sus pesquerías y cazas, por el nacimiento de sus hijos, por la alegría de sus cosechas, por las victorias sobre sus enemigos o por otras cualesquiera causas cuya gravedad no se detenían mucho en pesar y medir. Para estos regocijos solían convidarse unas a otras las rancherías y también se desafiaban muchas veces a luchar y correr, a probar las fuerzas y la destreza en el arco y flechas y en éstos y otros juegos entretenidos, pasaban muchas veces días y noches, semanas y meses en tiempo de paz.  Como podemos inferir, los Californios eran sumamente festivos y tenían danzas para una gran cantidad de eventos.

Conforme los jesuitas fueron adentrándose cada vez más en la parte sur de la península, descubrieron ciertos sucesos que los escandalizaron y que tenían una relación muy profunda con el motivo de ciertos bailes entre los Pericúes: el adulterio era mirado como delito, que por lo menos daba justo motivo a la venganza, a excepción de dos ocasiones: una de sus fiestas y bailes, y otra la de las luchas, a que algunas veces se desafiaban unas a otras las rancherías, porque en ésta era éste el vergonzoso premio del vencedor. Durante las fiestas (bailes) había una “licencia” tácita entre los moradores de aquellas rancherías en donde se permitía el intercambio libre de parejas; lo anterior, causaba una gran repulsión y era motivo de reproche público por parte de los Misioneros. Algunos investigadores sostienen que este tipo de intercambios sexuales, más que un acto de promiscuidad irracional, era una costumbre que se sostenía sobre las bases de la exogamia, esto es, el evitar las taras o deformaciones que se dan entre los hijos al ser concebidos entre personas consanguíneas (padres, hijos, hermanos, etc.).

El modo de ajustar sus casamientos en la nación de Loreto, era presentando el novio a la que pretendía, por vía de arras, una batea, que en lengua monqui llamaban “oló”. Si se admitía, era señal de consentimiento, debiendo volver ella al pretendiente una redecilla; y, con esta mutua entrega de alhajas, quedaba celebrado el casamiento. En otras naciones se hacía el ajuste al fin de un baile, a que convidaba a toda la ranchería el pretendiente. Como ya lo había reseñado Salvatierra y aquí lo expone Del Barco también, la danza estaba presente en las actividades más importantes en la vida de una ranchería y el “casamiento” era una de ellas. De la misma manera, cuando un integrante de una ranchería fallecía se realizan ceremonias en las que no podían faltar los bailes: después de unos días, hacía la gente sus exequias o fiestas al muerto, y estas se reducían a ciertos cantos y bailes de noche (en los bailes había licencia general para que al concluirse se retirase cada uno con la mujer que quería).

El sacerdote Francisco Javier Clavijero, a pesar de que nunca estuvo en la California, logró concentrar una gran cantidad de cartas e informes elaborados por Misioneros que sí estuvieron en esta península, y con ellos elaboró un libro titulado “Historia de la Antigua o Baja California”. En este libro, encontré la forma en la que los Californios poco a poco incluían en sus bailes algunos movimientos que representaran sucesos extraordinarios en la vida de su comunidad, tal es el siguiente caso: habiendo hallado algunos indios entre la arena de la playa del mar Pacífico unas tinajas grandes de barro dejadas allí sin duda por los marineros de algún navío de las islas Filipinas, se admiraron, como que jamás habían visto vasijas semejantes, las llevaron á una cueva poco distante de su habitación ordinaria, y las colocaron allí con las bocas vueltas hacia la entrada á fin de que todos las observasen bien. Después concurrían con frecuencia a verlas, sin dejar de admirar aquellas grandes bocas siempre abiertas, y en sus bailes, en donde imitan los movimientos y voces de los animales, remedaban con sus bocas las de las tinajas. Más adelante en esta misma obra nos comenta Cuando los niños llegaban a cierta edad, les agujeraban las orejas y el cartílago de la nariz para ponerles pendientes, lo cual se hacía en un gran baile a que asistía toda la parentela, a fin He que el ruido impidiese que se oyera el llanto causado por el dolor de la operación. Con lo anterior, se reafirma la importancia de los bailes incluso en estas “ceremonias de pase” de la niñez a la adolescencia.

El arraigo de las costumbres “fiesteras” de los Californios era tal, que las colocaban por encima de cualquier compromiso u otra actividad que estuvieran realizando. Lo anterior era poco o nada comprendido por los Colonos europeos recién llegados, los cuales los juzgaban con los criterios propios de su cultura. En una ocasión, este “choque cultural” tuvo graves repercusiones e incluso estuvo a punto de dar al traste con el establecimiento de la Misión de San Francisco Javier. Esta situación es relatada por el Sacerdote Clavijero de la siguiente manera: La necesidad se agravó por una sublevación de los indios ocasionada por la temeridad de un soldado. Este estaba casado con una California convertida al cristianismo, la cual en junio se ausentó sin permiso de su marido y sugerida por su madre para asistir al baile y otras diversiones que entonces hacían los salvajes por la cosecha de las pitahayas. El soldado, disgustado por la fuga de su mujer, pidió licencia para ir a buscarla y traerla a Loreto; y habiéndosele concedido para cierto término, volvió sin haberla hallado; pero a pocos días, impulsado de su pasión, marchó de nuevo sin permiso del capitán y acompañado de un Californio, y habiendo encontrado en el camino un indio anciano que procuraba disuadirle de aquel viaje manifestándole que le era muy peligroso, riñó con él y le mató de un balazo. Excitados con el trueno del arcabuz, todos los bárbaros que se hallaban en las cercanías, acudieron prontamente, é indignados contra aquel temerario soldado, le mataron, e hirieron al Californio que le acompañaba”. Poco después, este grupo de Californios destruyó la incipiente choza que se había levantado como impronta de la Misión de San Javier, y no acabaron con la vida del misionero porque este se hallaba de viaje. Al poco tiempo se logró calmar a los Californios y se regresó a la paz en aquella ranchería.

No podía faltarnos en esta descripción de los bailes y danzas de los Californios, el punto de vista del colérico y bilioso sacerdote Juan Jacobo Baegert, el cual nos dice lo siguiente: También tienen sus canciones que llaman “ambéra didi”, y sus danzas que llaman “agénari”. Su canto sólo consiste en cuchicheos y exclamaciones inarticuladas, sin sentido preciso, que cada quien entona como le da la gana, para expresar su alegría y contento, porque ni su idioma, ni su inteligencia, permiten una verdadera poesía rimada. Y la danza que siempre acompaña a estas canciones, no es más que un extraño y absurdo gesticular, brincar y marchar; un ridículo caminar hacia adelante, hacia atrás y en círculos. Sin embargo, este modo de divertirse les da tanta satisfacción, que pasan una media noche y hasta noches enteras bailando sin cansarse. Más adelante el mismo sacerdote escribe lo siguiente: Estas canciones y estas danzas causan a primera vista la impresión de algo muy inofensivo, pero en el fondo, dan oportunidad a los más bestiales excesos, maldades y crímenes públicos, en gran número. Por tal motivo, les han sido prohibidas estrictamente, pero no es posible hacerlos desistirse de ellas. Dejando de lado el tono malgeniudo e intolerante del ignaciano, nos podemos dar cuenta de uno de los motivos por el cual estas danzas y festejos de los Californios no llegaron con más explicaciones y detalles hasta nuestro tiempo. Los prejuicios de algunos de estos sacerdotes los consideraban indignos y criminales, como para escribir más de ellos, por lo que simplemente los omitieron o describieron unas cuantas partes de ellos.

Como conclusión podemos decir que sí hubo festejos y danzas practicadas por los grupos naturales de la California. Que estas manifestaciones de su cultura obedecían, tal como lo hacen en la mayoría de los grupos de todo el mundo, a la conmemoración de sucesos destacados en la vida social o del ecosistema que les rodeaba. Finalmente, a pesar de lo prejuicioso y escueto de las referencias, los textos de los Misioneros Jesuitas dejaron constancia de estos hechos y nos han llegado hasta el día de hoy.

Ojalá que se den más estudios sobre el tema y, sobre todo, que algún experto en bailes y danzas pudiera hacer una recreación de las mismas retomando la poca información que existe pero apegándose al marco histórico de referencia. Nuestra historia Californiana bien merece este esfuerzo y un justo premio a aquel especialista que lo intente.

 

 

Bibliografía:

Barco, Miguel del, Historia natural y crónica de la antigua California. Adiciones y correcciones a la noticia de Miguel Venegas, 2a. ed. corregida, estudio preliminar, notas y apéndices por Miguel León-Portilla, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1988, 482 p., dibujos y mapas (Serie Historiadores y Cronistas de las Indias 3).

Juan María Salvatierra, Misión de la California, edición de Constantino Bayle, Madrid, Editorial Católica, 1946, p. 141.

Francisco María Píccolo S. J., Informe del estado de la nueva cristiandad de California 1702, y otros documentos, edición de Ernest J. Burrus S. J., Madrid, José Porrúa Turanzas, 1962, p. 193-195.

Francisco Javier Clavijero, Historia de la Antigua ó Baja California. Méjico: Impr. de J. R. Navarro, 1852.

Juan Jacobo Baegert (2013). Noticias de la Península Americana de California. Edit. Instituto Sudcaliforniano de Cultura, La Paz, Baja California.  Pp. 266

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Invitan a la presentación de la APP “Los Antiguos Californios”

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La Paz, Baja California Sur (BCS). El profesor Sealtiel Enciso Pérez, ganador del premio de la Conferencia sobre la California del sur en el Concurso de la A.C. Californios Amigos de la Historia y los Estudios Locales (CAHEL) y creador de la antología “Piratas y corsarios en la Antigua California”, invita a todos los sudcalifornianos e interesados en la historia de nuestra península, a la presentación virtual de su innovadora aplicación “Los Antiguos Californios”, que se llevará a cabo el próximo jueves 24 de septiembre en punto de las 10:00 a.m. en su página de Facebook.

Esta aplicación, cuya descarga será totalmente gratuita y estará libre de publicidad, tiene el objetivo de promover el conocimiento sobre la historia de los grupos originarios de la península de Baja California desde su llegada hace aproximadamente 11 mil años, hasta mediados del siglo XIX, fecha en que se extinguieron. Es decir, aborda la historia de los habitantes nativos que a la llegada de los jesuitas fueron denominados como «Californios» y que posteriormente los dividieron en varias tribus o «naciones» entre las que destacan los Pericúes, Cochimíes y Guaycuras.

La app “Los Antiguos Californios” es la primera en su tipo en todo el mundo, ya que hasta ahora no existía ninguna aplicación para teléfono celular o tableta que trate sobre esta temática; cuenta con las secciones de migración y poblamiento de la península, la literatura jesuítica, los grupos de Californios, su aspecto físico, alimentos, actividades (pesca, cacería y recolección), vestimenta, tiempo, armas y utensilios, festejos, ceremonias, cosmovisión, pinturas rupestres, entierros, guerra, dirigentes, familia y su extinción.

Durante el evento se compartirá la dirección de internet desde donde se puede descargar la aplicación por todos los interesados. La aplicación estará disponible para los sistemas operativos de iOS y Android.

Para cualquier comentario o información comunicarse al correo: fundacioncaliforniosbcs@gmail.com




La muerte de Ildefonso López en la antigua California. ¿Crimen o accidente?

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Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La historia escrita de los sucesos en la Antigua California es una fuente de consulta a la que podemos tener acceso a través de los documentos resguardados en el Archivo Histórico de Baja California Sur “Pablo L. Martínez”. En el caso que hoy nos ocupa, afortunadamente se han preservado las declaraciones y procedimientos legales que dan cuenta de las aristas de este suceso y del desenlace del mismo.

El suceso que vamos a mencionar ocurrió en la Misión de San Vicente Ferrer (actualmente en el estado de Baja California) durante el año de 1810. En esa época, las misiones de la península de Baja California languidecían por el abandono en que se encontraban por parte de la corona Española y su representante en la Nueva España. La población nativa había decrecido hasta el punto de desaparecer en la mitad sur de la península y, en el norte, los grupos indígenas se resistían tenazmente a vivir en centros misionales o tener que servir a los sacerdotes en las misiones. La península se encontraba dividida en la Alta y Baja California y, además, para finales del siglo XVIII se había formado en los límites entre estas dos demarcaciones una Comandancia Militar de las Fronteras con cabecera en la Misión de San Vicente Ferrer. El veterano militar José Manuel Ruiz Ibáñez, teniente de caballería, había sido designado como Comandante de este Departamento por lo que a él le correspondía resolver cualquier situación extraordinaria que ocurriera, como lo fue en este caso.

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Aproximadamente entre las 4 y 5 de la tarde del 25 de junio de 1810, dos mujeres “gentiles” (no bautizadas) acudieron a la presencia del Teniente Ruiz para notificarle que habían encontrado en San Jacinto, el cuerpo de un joven “tirado en un portezuelo”. Las mujeres procedieron a ver lo que le pasaba y se percataron que estaba muerto, por lo que de inmediato acudieron a dar parte a la autoridad. El Comandante José Manuel ordena al sargento Juan Ibáñez que se haga acompañar de los soldados Juan Pedro Caspio y Diego Camacho y se traslade al sitio que comentan las mujeres, a efecto de verificar la veracidad del suceso y, en caso de ser afirmativo, que realice las diligencias para trasladar el cuerpo hacia la Misión. El sargento Ibáñez cumple lo ordenado y al llegar al lugar encuentran el cuerpo de un joven de aproximadamente unos 15 años, el cual en vida respondía al nombre de Ildefonso López y era habitante de la Misión de San Vicente (Californio bautizado). Al hacer una inspección superficial del cuerpo, encuentran golpes en la cara y espalda (al parecer propinados con una reata) y en el pecho un “aplastamiento”, tal vez producido por la pezuña de un caballo. Al difunto no se le encontraron más pertenencias que el taparrabo que traía puesto. Finalmente, el sargento Ibáñez trasladó el cuerpo de Ildefonso López a la Misión en donde el sacerdote le dio sepultura.

Conforme fueron avanzando las pesquisas sobre el caso se encontró a un testigo presencial, un Californio gentil vecino de la Misión de nombre Diego Almud que por señas particulares carecía de un ojo (tuerto). En el mes de septiembre, se procedió a tomarle declaración a Almud y para ello se le pidió a otro de los habitantes de la Misión, Pedro Benito Barrera, que fungiera como intérprete, lo anterior debido a que Almud declaró no saber hablar español. En su declaración, Diego Almud aseguró que el difunto Ildefonso López, había hurtado un caballo perteneciente a los guardias del presidio y que había huido con él con rumbo a “una ranchería de gentiles que estaba arriba del arroyo de los alisos”. También comentó que él salió ese día de la Misión de San Vicente con el mismo rumbo que el californio muerto. Al llegar a la ranchería, observó que el soldado José María Salgado perseguía a Ildefonso y que, al atraparlo, procedió a amarrarlo con una reata que traía para tal efecto. Una vez que lo inmovilizó, procedió Salgado a interrogarlo sobre el paradero del caballo y como Ildefonso no quería confesar lo jaló de los cabellos y lo golpeó varias veces en el rostro con la reata. Al final, confesó que el caballo estaba escondido a un lado de la ranchería. Sin describir el motivo, Almud comentó que el soldado Salgado le quitó su arco y se lo quebró en la cabeza, para posteriormente proceder a amarrarlo con la misma cuerda que sujetó a Ildefonso y finalmente procedió a llevarlos maniatados de regreso a la Misión.

En esta interesante declaración, Diego Almud menciona que durante todo el camino el soldado Salgado los golpeó en la espalda con la reata y que, al exigirle que dejara de hacerlo porque lo acusaría con el Teniente o con el padre, el militar le gritó: “¡más que te quejes no me han de hacer nada, yo soy maldito!”. En reiteradas ocasiones Ildefonso se tiró al suelo, quizás por las molestias que sentía por la cuerda que traía amarrada al cuello, fue en ese momento que el soldado Salgado decide liberarlo y de forma intempestiva el prisionero aprovecha para huir a toda prisa. El soldado sube a su caballo y va en su persecución, hasta que lo alcanza y empieza a golpearlo con su reata y fue en ese momento que el caballo pasa por encima del joven Ildefonso, pisándole el pecho. Almud finaliza esta parte de su declaración asegurando que: “luego (Ildefonso) empezó a echar sangre por la boca y las narices que parecía ya se estaba muriendo”. El Soldado Salgado dejó abandonado a Ildefonso y condujo a Almud a la Misión de San Vicente “con azotes y patadas”. Al preguntarle porqué consideraba él que el soldado Salgado lo había apresado dijo que “nada ha hecho”.

Posteriormente, el 24 de septiembre, se procedió a tomar declaración al soldado José María Salgado, acusado del delito de asesinato. Algunos datos que se rescataron de este documento fueron los antecedentes personales del joven: José María Salgado, hijo de José María, cabo retirado de esta compañía y de María Concepción Morillo. Natural de este presidio de Loreto, dependiente del gobierno de la Baja California y avecindados en el expresado presidio. Su oficio, campista; su estatura, cinco pies cuatro líneas; su edad, diecisiete años; su religión, Católico Apostólico Romano; sus señales estas: pelo negro, ojos pardos, ceja negra, cara larga, algo abultada, nariz ancha y larga, color trigueño. Sentó plaza voluntariamente por diez años en la compañía del real presidio de Loreto el día 1o de agosto de 1806.

En su declaración, Salgado dijo que habiendo dejado amarrados dos caballos, detrás del sitio donde hacen su guardia los soldados, al ir a revisarlos se dio cuenta que faltaba uno de ellos. Escudriñó con detalle el sitio y encontró que al caballo lo habían hurtado, por lo que de inmediato fue a dar parte al Cabo de Guardia y le solicitó su autorización para buscar el caballo. El cabo no sólo le dio esa autorización, sino que le ordenó que si lograba capturar a los Californios que habían cometido el robo los trajera a la Misión. El soldado Salgado empezó a seguir el rastro del caballo, el cual lo llevó a una ranchería. Al llegar todos los que ahí se encontraban emprendieron la huida, sin embargo, él reparó en un bulto que estaba tapado, al ordenar que se descubriera, se percató que era un cristiano de la Misión de nombre Ildefonso López. Le hizo una inspección superficial y encontró que estaba sudado “de la entrepierna” (por haber cabalgado sin utilizar una silla o tela) y con muchos pelos de caballo. De inmediato, procedió a amarrarlo “con piedad” según su dicho. Mientras estaba en esta ocupación se acercó otro Californio al cual reconoció como Diego Almud, concluyó que él había sido el cómplice de López por lo que le ordenó que dejara su armas, sin embargo, Almud opuso cierta resistencia por lo que Salgado le propinó varios golpes en la cabeza con su propio arco hasta rompérselo, lo que terminó en el sometimiento del Californio y su aprisionamiento. Salgado procedió a rescatar al caballo que le habían hurtado y emprendió el camino de regreso llevando a los supuestos ladrones amarrados y caminando.

Según lo declarado por el soldado Salgado, conforme iban avanzando los dos cautivos empezaron a “echarse la culpa uno a otro de quién había robado el caballo”. Según este soldado “ambos hablaban castilla y por eso los pude entender”, pero de acuerdo a lo que se sabe, Diego Almud no hablaba ni comprendía el español, motivo por el cual se le tuvo que designar a un intérprete. Fue durante este intervalo que Ildefonso se dejó caer al suelo en dos ocasiones y, como Salgado sospechaba que fuera un distractor, le dio varios golpes con la reata para obligarlo a levantarse. Lo golpeó en la espalda y en la cara, lo que hizo que Ildefonso le agarrara la reata para que no pudiera seguir golpeándolo, ante esto, Salgado le da un golpe en la cara y el californio “se dejó caer en las manos del caballo y como el caballo era muy brioso no lo pude detener, pasó por encima de él y lo pisó”. En ese momento se percata que Ildefonso echaba alguna sangre por las narices” pero, desconfiando de él, el soldado le pega varios golpes con la reata lo que hace que se levante y procede a amarrarle las manos por la espalda. Conforme siguieron caminando, Ildefonso “se dejó caer de cabeza otra vez, le tiré otro azote desde el caballo a que se levantara, no quiso levantarse, me apeé yo del caballo y lo alevanté, luego que lo solté se dejó caer otra vez, le dije que si quería subir en el mismo caballo en que se había ido que lo subiría, entonces ya se sentó, arrimé el caballo para subirlo, le mandé que se parara, no se paró, lo volví yo a levantar, y en cuanto lo subí, se volvió a dejar caer. Yo tenía ya muncha [sic] sed, el sol [estaba] muy caliente, ya determiné el dejarlo, le quité las ataduras y me vine a la misión solo con el gentil tuerto y llegué a la Misión, se lo entregué al cabo de guardia y le di parte de lo sucedido.

La declaración de José María Salgado Morillo (Murillo) finaliza diciendo que cuando él dejó a Ildefonso López estaba vivo. Resalta una pregunta muy interesante que aparece en el acta de declaración del soldado: Preguntado: ¿les tiene vuestra merced odio a los indios? Respondió: que no, que siempre les ha visto con amor y caridad.

Es importante constatar que este juicio se llevó a cabo de una manera formal y profesional, siguiendo las normas dictadas en esa época. José Manuel Ruiz le reconoció a Salgado el derecho de nombrar un abogado entre la gente de su confianza siendo Juan Ignacio Seceña (así aparece escrito en los documentos), sexto cabo de la compañía, el designado para tal fin. Aunado a lo anterior, se realizó una sesión de careo entre el acusado y el único testigo, en donde ambos ratificaron su dicho. Es interesante el referenciar que entre los documentos de este caso se encuentra un escrito que entregó el soldado acusado en el cual se da cuenta que el día en que ocurrieron los hechos, este militar acudió como a eso de las 5 de la tarde “a tomar lo sagrado” (tal vez sea la confesión) en la iglesia del sitio. Este documento fue extendido por el “Reverendo Padre Fray José Duro, religioso dominico y actual ministro de esta Misión de San Vicente”. Es también digno de mencionar que el 27 de septiembre de dicho año, el cabo Ignacio Manuel Seceña se presentó ante el teniente Ruiz y renunció al encargo de abogado con el que Salgado lo había electo.

Finalmente, el caso se resolvió el día 28 de septiembre, dejando constancia del veredicto el cual transcribo a continuación: “Vistas las declaraciones, cargos y confrontaciones contra José María Salgado, soldado de la compañía del presidio de Loreto, acusado de haber atropellado por casualidad a un indio de esta misión llamado Ildefonso López, de cuyas resultas se le originó la muerte. Aunque está convencido de esta casualidad, no contemplo se le deba aplicar y sentenciar la pena que merecen a los que de intento cometen este crimen, como su majestad manda en sus reales ordenanzas y concluyo por el Rey a que se pase a continuar sus servicios al presidio de San Diego por el tiempo que le falte de cumplir”. Con lo anterior, quedó en libertad el inculpado y simplemente se dispuso que se cambiara a otra Misión.

En la actualidad, podemos analizar este caso desde otra óptica y quizá a la conclusión que lleguemos sea muy diferente de la concluida por el Teniente Ruiz Ibáñez, sin embargo, hay que considerar que en esa época el “valor” que se daba a la declaración de un mestizo estaba por encima de la de un natural de las Californias. También es importante mencionar que, en esos años, los soldados eran los encargados de ejercer los castigos a que se “hicieran acreedores” los Californios por delitos cometidos, muchos de ellos eran penas corporales como azotes y mantenerlos en el “cepo” hasta que se considerara que habían expiado su falta. Lo anterior originaba que muchos de los soldados se sintieran con el derecho de ejercer la violencia física y verbal contra los Californios y que hubiera cierta tolerancia de parte de sus autoridades.

Estos relatos aún vagan por entre las cajas del Archivo Histórico “Pablo L. Martínez” esperando que algún investigador acucioso dé cuenta de ellos y los traiga al presente, para que partiendo de ellos podamos tener una idea más clara de nuestro pasado y obtener nuestras propias conclusiones

 

Bibliografía:

Proceso José María Salgado, Loreto, 25 de junio de 1810 – Archivo Histórico de Baja California Sur “Pablo L. Martínez”. Acervo documental del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Baja California, doc. 207, inv. 4.19, folios 697-718. Transcripción del documento por Melissa Rivera Martínez y Luis Eduardo Gomara Chávez.

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El ocaso de Guamongo y la Real Cédula del 6 de febrero de 1697

FOTO: Ayuntamiento de Loreto

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Antes de la llegada de los primeros colonos europeos a la Antigua California, Guamongo, divinidad principal de los guaycuras, causante de todas las enfermedades, se enseñoreaba en sus tierras, protegiendo a los guamas, sus principales adoradores y seguidores. Sin embargo, el destino había escrito el final de su reinado, el cual llegaría con el arribo a sus costas de unos hombres vestido de negro, de largos ropajes y que entre sus pertenencias portaban una cruz como símbolo de poder: los jesuitas.

Se tiene registro que desde la llegada de Hernán Cortés a estas tierras (1535) ya venía acompañado de sacerdotes, los cuales durante el tiempo que permaneció en la Bahía de la Santa Cruz hoy La Paz—, se dedicaron a convertir a los gentiles y a construir un incipiente templo. No obstante, debido al desafortunado final de esta expedición y a lo intempestivo de su rescate, tuvieron que abandonar la empresa (1536).

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Pasaron alrededor de 147 años para que, de nuevo, la Corona Española tomara la decisión y tuviera el empeño para concretar la exploración y la consolidación de una colonia en la península que había sido descubierta. Tal empresa fue encomendada al almirante Isidro de Atondo y Antillón, el cual partió desde las costas de Sinaloa, el 18 de marzo de 1683 rumbo al puerto de la Santa Cruz. Lo seguían los sacerdotes jesuitas Eusebio Francisco Kino, Pedro Matías Goñi y Juan Bautista Copart, los cuales representaban a su Compañía tras haber conseguido la licencia del virrey José Sarmiento y Valladares, conde de Moctezuma, para la evangelización de los gentiles que habitaban estas tierras.

Esta expedición no estuvo exenta de contratiempos, algunos sucesos trágicos como los acontecidos en el puerto de la Santa Cruz, y otros tristes como fue el que motivó que tuvieran que abandonar el puerto de San Bruno, recién fundado por ellos; pero lejos estaban estos desafortunados sucesos de cortar el deseo del Imperio Español, sobre todo de los miembros de la Compañía de Jesús, por regresar a la California y continuar con su labor expansionista.

Para la consecución de tal fin, los altos jerarcas de los jesuitas en la Nueva España promovieron acciones decididas y agresivas para evitar que las demás órdenes, que también ambicionaban ser las responsables de la conversión de los gentiles en la California, se les anticiparan. Y es así que consiguen la Real Cédula del 6 de febrero de 1697, en la cual el virrey José Sarmiento autorizó el establecimiento de la Compañía de Jesús en la California con una doble condición: por un lado, que la conquista se hiciese en nombre del rey de España; y por otro, que esta campaña de ocupación y evangelización del territorio no supusiese un gasto para la Real Hacienda. Con ello los jesuitas obtenían también la responsabilidad civil y militar, de modo que a la labor evangelizadora primeramente encomendada se sumaba la potestad sobre el poder político y militar de los territorios conquistados.

Mucho tuvo que ver el trabajo de los sacerdotes Kino y Juan María de Salvatierra para que esta Cédula fuera suscrita, y por fin su tesón se vio coronado con el éxito; a partir de ese momento toda la estructura de la orden de los jesuitas en la Nueva España se pone en marcha para facilitar los medios por los cuales se pudiera concretar esta expedición: se consiguió el barco para trasladar a la gente que acompañaría a Kino y Salvatierra a dichas tierras, y se inició la recaudación de fondos entre los hacendados acaudalados y piadosos, lográndose obtener una buena suma de dinero, en efectivo y en promesas de pago que se harían efectivas en el transcurrir del tiempo.

Padre Juan María de Salvatierra. FOTO: El Vigía

Llegado el mes de octubre y casi a punto de partir, una rebelión entre los indígenas pimas de la Sierra Tarahumara, orilló al padre Francisco Kino a dirigirse hacia esos sitios para tratar de detener el alzamiento, obligando a que Juan María de Salvatierra fuera el apóstol de las Californias, a quien correspondió el honor y gran responsabilidad de concretar esta gran empresa.

Fue el 19 de octubre de 1697 cuando la expedición llegó a las costas peninsulares, pero hasta el día 25 del mismo mes, se realizó una misa solemne así como una procesión con lo que se fundó oficialmente el puerto de Loreto, siendo la primera colonia permanente que se estableció en la península. Durante los primeros años de trabajo en estas tierras se presentaron muchas privaciones, debido a que la Corona española se negaba a darles socorro, esto justificado por la cláusula establecida en la Real Cédula del 6 de febrero, en la que claramente se especificaba que la Compañía de Jesús no sería un cargo económico para la Real Hacienda.

Los envíos de bastimentos desde Sonora y Sinaloa no eran tan frecuentes ni en la cantidad necesaria para mitigar el hambre de los colonos, por lo que muchos de ellos desertaron y regresaron a sus lugares de origen; por otra parte, y a pesar de que se había garantizado el control político y militar de las Misiones que se establecieran en las tierras conquistadas, en muchas ocasiones esto no era respetado por los soldados de presidio que se asignaban para proteger a los sacerdotes. Hubo varios actos de insubordinación o franco desdén por parte de los soldados al negarse a acatar las órdenes que les daban los jesuitas, llegando incluso a discutir acaloradamente en público.

Sin embargo, la colonización y evangelización de la California se puso en marcho y su avance fue irrevocable; Guamongo se vio desterrado de sus tierras por las que durante milenios se enseñoreó a su antojo y voluntad, y hasta el día de hoy sigue confinado en alguna oscura cueva o en el fondo del mar, tal vez esperando la oportunidad para resurgir de nuevo victorioso.

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