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Todo se desmorona, de Chinua Achebe

FOTOS: Cortesía

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Casi nadie lee a escritores africanos. Los pocos que lo hacen suelen compartir sus experiencias y hacen recomendaciones, la mayor de las veces atinadas. Lo cierto es que desconocemos bastante sobre el universo literario de los países de ese continente. Asomarnos a sus autores es una experiencia única, pues nos deja contrastar entre nuestra realidad y la de ellos, el cómo experimentamos su vida cotidiana y sus problemáticas sociales, para poder observar que dichas diferencias son abismales, pero también con vínculos que tienen que ver con la condición humana. Así que darnos un viaje por historias que la mayor parte son tragedias reivindicatorias de sus pueblos, aldeas y países, es una oportunidad de quitarnos la venda de los ojos desde nuestras tragedias americanas continentales, tan occidentalizadas por Europa y sujetas a la hegemonía de Estados Unidos.

En este 2020 han ocurrido muchas cosas, a pesar de la pandemia por la COVID-19. Tener la capacidad de fijarnos en los detalles es una de ellas. En las redes, hemos vivenciado la guerra política desatada por una oposición confundida, que no encuentra un liderazgo social, porque más bien están centrados en sus intereses económicos y políticos. No obstante, decía al principio, muchos comparten sus experiencias y recomendaciones literarias; uno de ellos fue el escritor Luis Felipe Lomelí, de cuyos libros ya hemos hablado en entregas anteriores. Él habló de los escritores africanos, que muy pocos hemos referenciado por la falta de cánones literarios o porque vemos al continente africano como un solo país, sin pensar pocas veces que, en realidad, se trata de un conglomerado de naciones, igual que el resto del mundo. Eso me animó a buscar y rastrear algunos escritores. Y hallé a varios.

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Está Albert Chinualumogu Achebe, mejor conocido como Chinua Achebe (nació en Ogidi, Nigeria, en 1930 y murió en Boston, Massachusetts, EE. UU., en 2013), quien fue narrador, poeta y crítico literario. El libro con el que adquirió fama mundial fue Todo se desmorona (Things Fall Apart, 1958), del que se dice es el más leído en la literatura mundial. Claro, a partir de la visión de los críticos que han tenido contacto con autores africanos, principalmente estadounidenses, quienes se han encargado de difundir la perspectiva académica e ideológica sobre todo de Nigeria, país de origen del padre de Barack Obama, ex presidente de Estados Unidos.

Achebe se desarrolló en el pueblo igbo de Ogidi, en el Sureste nigeriano, siendo sobresaliente en sus estudios, lo que le dio la oportunidad de una beca de pregrado. De hondas raíces y amante de las culturas tradicionales africanas y de las religiones del orbe, inició su camino narrando cuentos desde la época universitaria. Después de trabajar en la NBS, una red de radiodifusión, se fue a Lagos, donde continuó fascinado por las cosas que descubría y que reafirmaba sus lazos africanos.

Desde la década de los cincuenta, Achebe despega su carrera con la novela Todo se desmorona, donde nos relata y describe la brutal influencia que Europa ha tenido en ese continente —ideológica y religiosa, particularmente cristiana— y de cómo han transformado sus sociedades, al grado de que muchos pierden su identidad e historia, como es, de hecho, la historia de los últimos quinientos años. La vida de Achebe fue intensa, participó en diferentes orientaciones políticas, pero quedó desencantado a causa de la corrupción y el manejo elitista que se hacía desde los partidos. La obra literaria de Achebe está focalizada sobre todo en las costumbres y tradiciones aldeanas de sus pueblos, especialmente los igbo, clan al que pertenecía. Su estilo parte justo desde la tradición oral, donde mezcla cuentos populares, proverbios y algunos pasajes de oratoria.

Todo se desmorona o Todo se derrumba, como quieran decirle, depende de la traducción que lean, es una historia que nos habla de Okonkwo, un famoso guerrero que se ha dado a conocer por toda África por su valentía y fortaleza, sin embargo, un día su leyenda se viene abajo cuando por accidente mata a un importante hombre de su clan, por lo que es condenado a pagar su crimen sacrificando a su hijastro y expulsándolo al exilio. Después habría de regresar, pero se topa con que su tierra está llena de misioneros cristianos y gobernantes ingleses. A partir de ahí su mundo se viene abajo, lo que trae como consecuencia su tragedia íntima con la nueva realidad. Esta novela, escrita en inglés, está muy ligada a la oralidad africana, aunque también a la tragedia griega, esa que nos condena a la desgracia sin soluciones y que muchos países que vivimos en el retraso cultural no nos hemos podido sacudir. No tengo duda de que Todo se desmorona, de Chinua Achebe, es un libro que nos meterá en otro mundo, pero, sobre todo, veremos los espejos con los que podemos identificarnos.

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Leer a Albert en tiempos del narco. Amar a Camus en tiempos de guerra

Albert Camus. Fotos: Internet.

La Paz, Baja California Sur (BCS). ¡Qué fácil es matar hoy en día! Por tres o cinco mil pesos una tarde secuestran a un hombre, lo torturan toda la noche, literalmente lo destrozan, y por la madrugada lo tiran en partes dentro de bolsas para la basura en algún callejón. No habrá detenidos, no pasará nada. Los verdugos no irán a la cárcel, aunque saben que es muy probable que acaben como las víctimas. Es el eterno retorno de la narcoviolencia. Los psicópatas —insensibles al dolor, creídos cabrones y valientes— pululan libremente en las calles de nuestras ciudades. Y cuando en medio de este narcoterror se atraviesa un inocente, o por error se asesina a quien no era, da exactamente igual. Los crímenes quedan impunes. No hay juicios, aunque en tiempo de redes sociales, sentados desde un escritorio, ciudadanos estigmatizan al muerto: “por algo fue” —decimos—, y no importa si no fue por nada, si fue una víctima colateral, de todos modos enjuiciamos que “algo hizo”. Sí, vivir. Vivir —hasta donde la suerte lo permita— en ciudades sin ley. El gobierno está doblemente maniatado para no hacer nada por parar las ejecuciones: una enraizada corrupción en todas las esferas y una incapacidad brutal. Sólo harán realmente algo cuando ocurra una sola cosa: que toquen a uno de ellos. Mientras, no harán nada. Y los altos funcionarios están seguros de que eso es difícil, porque además de ganar unos sueldazos, cuidan estar bien custodiados porque ellos son ciudadanos de primera, el resto, simples mortales abandonados a su suerte.

Hombres roban sin ser detenidos, o están sueltos al siguiente día; comienzan o comenzarán los secuestros y el “cobro de piso”: los criminales reinan donde la justicia es una ficción que los ciudadanos aceptamos, con el leve espejismo de una civilidad a la que nos esperanzamos pero que parece perdida. La gente que trabaja honradamente está en la mitad de un sándwich, entre bandas criminales que matan y delinquen sistemáticamente, y entes gubernamentales a las que no les importa la seguridad, sólo llevar agua para sus molinos. Esto es la narcocultura. No sólo un asunto de canciones o películas. Una cultura, como una visión de la vida, estilo o forma de vida, en donde, precisamente, la vida no vale nada y donde los delincuentes tácitamente mandan.

Los que matan no quieren la vida del otro —si no vale la propia, qué va a valer la de los demás—, quieren enviar un mensaje de poder. En Baja California Sur medio millar de vidas han sido despojadas en años recientes, el lapso históricamente más violento en toda la historia de la entidad; no sólo matan, matan con crueldad y con la garantía de la impunidad; no sólo es “entre ellos”, sino que una sola vida inocente, un solo error, bastaría para indignarse —aunque eso ya tampoco tenga valor ni sirva de nada. Y esto produce en los ciudadanos comunes y corrientes un abanico de emociones que van desde el pánico y la pesadumbre hasta la indiferencia por la costumbre y el humor negro. De pronto, aceptamos la violencia diaria. Los asesinatos son sistemáticos, metódicos, masivos e impunes. No son legales, pero casi, al dejarlos seguir descontroladamente.

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¿Exagero? Tal vez. Así me quedé, hace unos diez años, cuando leí por primera vez a Albert Camus, en el ensayo El hombre rebelde, que inicia hablando del asesinato masivo y sistemático, en el contexto de la recién pasada Segunda Guerra Mundial. Su forma de entrar al tema del asesinato como algo cotidiano, chocó conmigo. Las palabras me atrajeron, pero sentía demasiado lejano de mi realidad el crimen como forma de vida —por paradójico que suene. A los años, la violencia que florece y se expande por el narco en México y en BCS produce —puede producir— una empatía con la temática de este autor africano. Este ensayo, junto con El mito de Sísifo, son el extracto de la filosofía existencialista de Camus, y la idea de que la vida es un absurdo sin sentido, pero que al final, vale la pena vivirla.

Lo que vino a empujar sus conceptos fue su tiempo, la resaca de la Guerra Mundial, ¿de verdad los seres humanos fuimos capaces de asesinar a millones de seres humanos, de las formas más despiadadas y con un sentido racional? Yo ahora me pregunto, si ejecutaran a un vendedor de droga, suponiendo que sea sólo por eso en medio de esta guerra entre bandas delictivas, ¿merece por eso la muerte?; la sociedad, ¿consiente la pena de muerte al juzgar al asesinado “por que por algo le pasó eso”? El asesinato sistemático debiera tener un fundamento, como todas las guerras, y ese “debiera” es encontrarle una razón a algo que a todas luces es irracional. Un ejemplo, ahora sabemos y pensamos que la esclavitud es inhumana y no merece una sola razón para justificarse, pero en su momento, cuando fue un gran negocio intercontinental, fue completamente aceptado. La ola de crímenes producto del narcotráfico tiene el objetivo claro de adueñarse del mercado de las drogas —además de abrirse paso a otros negocios y dominar el territorio, de la misma forma en que los perros y gatos orinan las orillas de ‘su’ territorio. Sí, el objetivo es claro, pero no es válido. Pero ha resultado tan doloroso e inusitado, que pasamos de la consternación a la normalización del fenómeno. A veces, a través del humor negro o de la más asombrosa indiferencia, ya que nos volvemos insensibles. Pero resulta que una nueva balacera cerca de nosotros, un muerto que era conocido, o el chismorreo del nuevo asalto a un lado de la casa, despierta —de nuevo, también— aquella preocupación primigenia. Un terror mezclado con depresión. Este texto va dirigido a aquellos que no la han normalizado, y cuyas emociones se han visto trastornadas alguna vez a causa de la mayor crisis de inseguridad en el país y en nuestro Estado. Al ciudadano común. No imagino que un político o un sicario llegando hasta estas líneas, pero me conformo con que una sola persona abra un libro de este argelino y medite sobre el asunto.

Albert Camus (1913-1960) nació en Argelia —al extremo Norte de África— pero se naturalizó francés. Tiene una biografía muy interesante, de esas que se mueven en los extremos. Nació en la miseria, huérfano de padre, a quien visitaría en su tumba cuando el escritor era más grande que su progenitor; fue criado por su madre, una trabajadora analfabeta, la única que no leería a uno de los más jóvenes en ganar el Premio Nobel de Literatura (en 1957); y murió joven, en un accidente automovilístico, entre hierros retorcidos donde encontraron el manuscrito de su última novela. Su obra más famosa fue la novela El extranjero (1942), aunque escribió teatro, ensayo y periodismo. Junto a Jean Paul Sartre, constituyeron la mejor dupla del existencialismo, aunque se enemistaron cuando el primero criticó fuertemente al segundo por la publicación de El hombre rebelde; pero a diferencia del primero, Camus era un tipo no sólo inteligente, sino atractivo y con aire de James Dean. Y a pesar de que su temática —aparentemente— estaría lejos del optimismo, en el fondo de algunos de sus textos, hay esa vitalidad nietzschezana que rendía un tributo a la vida. Aquí conectamos el tema con nosotros, su pertinencia y actualidad.

Nos referiremos especialmente a El mito de Sísifo (puede leerse en este enlace), que comienza con la poderosa frase “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. El suicidio es un tema abundante que no alcanzaríamos a tratar aquí, pero viene al caso la sensación de batallar tanto para nada. El mito referido lo ilustra perfecto: Sísifo es condenado a subir una piedra a un risco y soltarla y volverla a subir… eternamente. ¿No es algo absurdo? Esa fue la conclusión de Camus. La vida no es fácil. Y tras el horror de las guerras mundiales —que comparo en este punto con la narcoviolencia, en el sentido de ser homicidios sistemáticos y avasalladores—, queda una sensación de que no hay Dios que escuche parar la matanza, ni Estado que pueda o quiera controlarla, e invade una sensación de que la vida no vale nada, y que no tiene caso tratar de ser una persona buena, pues aparentemente los malos gobiernan y tienen el poder de aplastarnos. Y a pesar de todo, tenemos que seguir, aunque llega un momento de hartazgo en que pensamos, ¿seguir a dónde y para qué? En ese momento nos encontramos en el sentido absurdo de la vida, y desde ese pozo, Camus nos llama a reflexionar.

La fatalidad de encontrarnos con medio millar de muertos producto de la guerra entre bandas delictivas —sólo en BCS—, en donde el gobierno no puede y pareciera no querer detenerlo, y que acentúa el delito ante leyes ineficaces, nos ha tomado por sorpresa pero poco a poco nos hemos acostumbrado. La paleta de colores de las emociones ha ido del pánico al humor negro. Cuando nos encontremos paralizados por el terror o impotentes ante la muerte de inocentes; cuando llegue la angustia y la depresión; cuando internalicemos la demencia en que se ha convertido nuestra cultura y civilización, estaremos en ese pozo. Cualquier tipo de ayuda será agradecida, y una de ellas es la meditación que se da a través de ciertas lecturas como las de este autor. Leer no es la respuesta, sino pensar a través de lo que mentes brillantes no han legado; y traducirlo a nuestra vida y transmitirlo. Todo está a nivel mental, digámoslo también, a nivel moral y espiritual. No siempre es fácil acercarnos a este tipo de literatura y verlo como opción; y es que lo que llamamos “promoción de la cultura” —llámese arte o ciencia— es el renglón en el que menos les interesa invertir a los gobiernos, y lo que desdeñan como parte de una solución integrada al problema de la violencia: porque les conviene tener ciudadanos atemorizados, desorganizados y sin conciencia social. Atrapados entre los delincuentes de cuernos de chivo y los delincuentes de cuello blanco, aún hay la forma de salir de la depresión, la crisis y la deseperanza.

Lo insólito en Albert Camus es que, a pesar de que la filosofía existencialista pareciera caracterizada por complicarse la vida, por ver las cosas con pesimismo y con la premisa de lo absurdo, resulta que se trata esencialmente de dos cosas: aceptar la vida así como es, con todo y sus injusticias sociales y los peligros inherentes, y apreciarla más, es decir, querer vivir más y experimentar más.

¿Quiere decir que ya estábamos bien divirtiéndonos con el Internet y la televisión, y que todo esto es una perorata? No. No se trata de llegar a la frivolidad sino a la toma de conciencia, ni precisamente al placer por sí mismo, sino como uno de los sentidos que le podemos dar a la vida. Y que nada, nada justifica asesinar. Estamos en un mundo que nos ha dado más facilidades que en cualquier otra época de la Historia, y eso nos ha hecho desvalorizar el esfuerzo, y si le sumamos que ante la pobreza una opción es ganar mucho dinero aunque se viva muy poco, resulta entonces que matar es fácil. Demasiado fácil. Y no se interprete tampoco como una pasividad ante el asunto, nada más lejos de la filosofía de este autor, que lo aborda con amplitud en el ensayo El hombre rebelde (puede leerse en este enlace), pero que haría extendernos demasiado.

Entonces, lo insólito es que a pesar de tanto y todo, se puede elegir valorar la vida y vivir lo más posible, como una especie de venganza a la muerte pronta y sin sentido que ya se ha vuelto parte de nuestra cultura y, por tanto, de la forma normal de ver nuestra vida. “Uno debe imaginarse a Sísifo feliz”, concluye Camus, para sorpresa de muchos que veían venir cualquier cosa menos una actitud positiva. Entonces, si es tan fácil que puedan matarnos, debemos reivindicar el sentido de nuestra existencia y valorar la vida. Una forma de vengarse de esta crisis, entonces, es haciendo cosas que nos hagan ser felices.