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La mentira, la verdad y sus reinos

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El librero

Ramón Cuéllar Márquez

 

 

Cuenta la leyenda que un día la verdad y la mentira se cruzaron…

—Buen día. Dijo la mentira.

—Buenos días. Contestó la verdad.

—Hermoso día. Dijo la mentira.

Entonces la verdad se asomó para ver si era cierto. Lo era.

—Hermoso día. Dijo entonces la verdad.

—Aún más hermoso está el lago. Dijo la mentira.

Entonces la verdad miró hacia el lago y vio que la mentira decía la verdad y asintió.

Corrió la mentira hacia el agua y dijo:

—El agua está aún más hermosa. Nademos.

La verdad tocó el agua con sus dedos y realmente estaba hermosa y confió en la mentira.

Ambas se sacaron las ropas y nadaron tranquilas.

Un rato después salió la mentira, se vistió con las ropas de la verdad y se fue.

La verdad, incapaz de vestirse con las ropas de la mentira comenzó a caminar sin ropas y todos se horrorizaban al verla…

Es así como aun hoy en día la gente prefiere aceptar la mentira disfrazada de verdad y no la verdad al desnudo.

“La verdad y la mentira” es una leyenda anónima que ha llegado a nuestros días gracias a Jean-Léon Gerôme, que no fue escritor, sino un pintor francés (1824-1904).

La Paz, Baja California Sur (BCS). El reino de la mentira no es otra cosa que un puñado de intereses al que sostienen desde la oscuridad o desde madrigueras confeccionadas para reproducirse ad infinitum. Es esencialmente conservadora y si la sorprenden en una verdad, pronto matiza o lo niega todo. A veces tiene ropajes de marca, de sastre, de diseñador, y otras, atuendos sencillos para no invocar la atención. Se disfraza de lo que sea con tal de retener o expandir su reino. Puede incluso llegar al derramamiento de sangre cuando ha sido descubierta o bien generar una guerra con pretextos parecidos a banderas que claman por la libertad, la democracia y el Estado de Derecho o simplemente para consolidar su dominio. La mentira es multifacética, ilimitada, mediática y se desarrolla como un virus para no morir.

En cambio, la verdad es limitada, requiere de argumentos sólidos documentados que no den pie a la duda. Debe ser irrebatible. Mientras la mentira se reproduce sin control —pues esa es su naturaleza— en miles de formas, la verdad necesita tiempo, investigación, paciencia, honestidad, ética. Por eso es más difícil ver un reino de la verdad. La mentira es el camino de la inmediatez, de lo quiero ahora mismo y a cualquier costo y si no se someten, mátalos en caliente, persíguelos, desaparécelos, tortúralos: conoce bien su labor de convencimiento y utiliza las herramientas masivas de comunicación —que siguen su línea—, para propagarse.

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La verdad puede erigir su gobierno, sin embargo, está tan rodeada de una malla de reinos de la mentira, que le cuesta construir, pues está, por un lado, infiltrada por súbditos de la mentira, que son enviados para espiar y, por otro, por sus aparatos de poder mediáticos, financieros e intelectuales para derrocarla y ocultarla en las tinieblas para que nadie la vea ni la escuche; sin esas acciones, la mentira jamás podría sobrevivir. El reino de la mentira requiere de la difusión de sus ideas, de sus leyes creadas en su beneficio para que no la refuten. No le gusta ser cuestionada por la verdad: a esa incómoda la persigue, la acosa, la acusa de polarizar y la calla para siempre si es indispensable, aunque después deje descendientes, que igual oprimirá. Por otra parte, la desgracia de la mentira es que la verdad no está sola, sabe que su falso reinado siempre estará en vilo porque la verdad tarde o temprano saldrá a la luz. Y le teme. La verdad es un peligro para su reino.

El reino de la mentira tiene sus aliados en la corrupción, la impunidad, la represión, la traición, el chantaje. Con ellos cogobierna. Actúan por separado o en grupo si sus existencias se ven amenazadas. La mentira siempre vivirá bajo alerta y con miedo, sabiendo que la verdad camina por las calles, que se manifiesta y exige justicia. Por eso debe anularla, reprimirla, contenerla. Si la verdad llega a desplazar a la mentira para edificar un reinado de paz, ésta reaccionaría violentamente porque no sabe vivir sin las formas del engaño, la marrullería, la adulación y el privilegio. La mentira es aspiracionista, desea ser lo que no es, cree ciegamente en su dios el dinero, en sus templos los bancos y en su biblia el mercado.

En los tiempos modernos la mentira reina por periodos de seis años, de cuatro con posibilidad de reelección; en otros reinos si le da la gana se queda de por vida. A la mentira le gusta más la cosa de ceñirse una corona de oro incrustada de joyas preciosas, y si se hace necesario, puede fingirse republicana creando edictos democráticos, pero en el fondo mantiene su estructura. Es chistoso verla cuando toma posesión de una república: Si así no lo hiciere, que la nación me lo demande, aunque todos saben —o casi todos— que le gustan más las mieles de las monarquías.

Por eso goza a lo máximo, el lujo a todo lo que da sin importar de dónde vienen las riquezas, al cabo que para eso es la líder del reino junto con sus vasallos. El problema es cuando la nación le demanda que haga lo que prometió: no todo en el reino es mentira, la verdad late por donde quiera. Por supuesto, no le interesa en lo más mínimo cumplir; dijo aquella frase por protocolo, porque así se estila y no tiene ninguna consecuencia: “Protesto guardar y hacer guardar la constitución política y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de la República que el pueblo me ha conferido…”

El reino de la mentira es una mentira y muchos de sus ciudadanos terminan por ser leales súbditos de sus decisiones, aunque esto implique que vaya en contra de sus libertades y de sus derechos ciudadanos; solamente les importa que nadie les mueva el piso que los hace sentir seguros y están de acuerdo con la represión de los cuerpos policiacos —¡mano dura!, gritan— si alguien sale con alguna verdad. Para ellos es mejor vivir un país de simulación que en una república donde impere la certidumbre que solo quiere convertirlos en una dictadura de la realidad.

A veces la verdad se impone, llega con el poder de un ejército de convicciones y principios, sabedora de que no será fácil sostenerse, que la reacción de la mentira será brutal y tratará por todos los medios de desestabilizarla, destrozarla y bloquearla; la verdad sabe que la mentira tiene con qué hacerlo porque posee una red interminable de leales peoncitos que están dispuestos a pagar el precio del desprestigio. Aún más: la mentira, gustosa de su dictadura o imperio, la promueve e impone como verdad en otros reinos, y si la verdad logra su propio reino, de inmediato la acusa de ser una dictadura. La doble moral de la mentira no tiene límites.

La verdad sabe que en el reino de la mentira las leyes fueron torcidas para proteger ese reinado que, si ella la denunciara frente a la ley, la mentira gritaría que es una perseguida política, utilizaría el aparato judicial corrompido que colocó ahí años atrás para preservarla; la verdad sabe que la frase y que la nación me lo demande tendría un verdadero propósito de justicia, las palabras poseerían consecuencias. En un reino de la mentira, la verdad no puede ser su súbdita, sino todo lo contrario.

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




La sudcaliforneidad, esa cosa amorfa más parecida a la xenofobia

El librero

Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Esa cosa tan vacua como la identidad, de la que han escrito y hablado innumerables historiadores, investigadores, sociólogos, escritores y poetas, en realidad es la búsqueda exasperada del espejo donde podamos vernos, aunque ello implique que en él veamos imágenes de nosotros o de otros que no nos gusten. Esa identidad es un grupo de características que le son propias a una persona o a varias y que las hace distinguirse del resto, es decir, tener una propia cara o una creencia de lo que se es o no. Nuestro espacio vital se construye a partir de lo que pensamos o imaginamos de él y nos lo apropiamos para sentirnos seguros, que nos dé un sentido de pertenencia. La identidad creada, buscada, definida por académicos e intelectuales no tiene, bajo ninguna circunstancia, el propósito de dividir, excluir o marginar a nadie, sino que, muy al contrario, busca que en la diferencia individual y colectiva podamos reconocernos en la otredad.

En estos días se detonó un escándalo porque una intelectual nacionalizada mexicana, la activista de derechos humanos y doctora Mónica Jasis, de origen argentino, pero radicada en nuestro país desde hace casi cincuenta años y más de treinta en Baja California Sur, dio un discurso en el Congreso Estatal, invitada por diputados locales con motivo de la conversión de territorio a estado. De pronto se revivió, como un reguero de pólvora, la identidad sudcaliforniana para atacar a la doctora sin miramientos, bajo el lema de que no era de aquí y que había otros u otras que más lo merecían porque aquí nacieron y tienen arraigo y que son dueños hasta del aire que se respira.

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El origen de tal afrenta es eminentemente política y proviene de la oposición, sorprendentemente incluso de gente de izquierda. Quizá crean que con poner a la gente oriunda contra los foráneos van a conseguir votos electorales en un futuro. Nada más absurdo porque la mayoría en este estado ha venido de fuera a enriquecer nuestra cultura y a darle grandeza. Valerse de que sus apellidos son originarios o que nacieron aquí y que por lo tanto tienen más derechos que otros son en verdad pueril. Me imagino que todos ellos deben saber que ninguno es descendiente de guaycuras, pericús o cochimís, porque esos pueblos desaparecieron con la llegada de los españoles, esos de quienes sí somos descendientes… y que, si me apuran un poco, todos nosotros somos responsables de algún modo de ese genocidio cometido contra esas tribus. Para que más les guste.

Según ese libro de Pablo L. Martínez llamado Guía familiar de Baja California, mi familia, los Márquez, son de las primeras familias criollas —después de que desaparecieron los pueblos originarios— y que pertenecían a los elementos militares que iniciaron las primeras familias sin raíz indígena. Esas primeras tres familias fueron los Rodríguez, los Márquez y los Arce. Pablo L. Martínez menciona en su libro que el apellido Márquez fue originado por Nicolás Márquez, un soldado siciliano que arribó junto con Salvatierra allá en 1697 y que se encuentra muy difundido, aunque la mayor parte de sus descendientes son ya mestizos. Se trata, pues, de un apellido añejo que está ligado al general José Manuel María Márquez de León —de quien por cierto estoy escribiendo una novela—, nacido en San Antonio, B.C.S, de donde era mi madre y de donde es la mayor parte de mi familia materna. Mi familia paterna es otro asunto, pero que pertenece a la historia de Baja California Norte, de Tecate, específicamente.

¿Por qué hago mención de eso? Para demostrar que es inadmisible manejar el espacio geográfico, el apellido o las actividades humanas como privilegios que nos dan derecho a excluir, donde solo caben mis intereses, porque aquí solo mis chicharrones truenan y que por eso voy a salir a defender mi sudcaliforneidad basado en esos datos registrados por Pablo L. Martínez y por una fecha equis donde se le dio categoría de estado a un territorio habitado por foráneos después del asesinato y exterminio de sus pueblos nativos. Si nos ponemos radicales y exigentes los Márquez tienen más tiempo sobre esta tierra, más que muchos que no nacieron aquí pero que crecieron y se formaron en este semidesierto y que a ellos jamás se les ha cuestionado que no pertenezcan a la sucaliforneidad. Pura hipocresía, pues. Alegar identidad es hablarle al abismo. Argumentar así habla más de los miedos que de una sana convivencia.

Por otro lado, no estoy de acuerdo en el uso de la xenofobia como pretexto para defender la identidad sudcaliforniana, esa cosa tan etérea y ambigua que han construido a base de prejuicios y afanes como si fuera una franquicia. Me hace pensar que debemos ser más grandes que nuestras reducidas y limitadas formas de ver la realidad, más allá de la cortina de la choya de la que hablaron los jóvenes de los setenta. Propongo que no lo hagamos, que nadie merece ser atacado/a por circunstancias extrageográficas porque todos tenemos derecho a la migración en nuestra patria y en nuestro planeta, a ser felices y a no tener miedo en el lugar donde vivimos, que es el sitio donde nos desarrollarnos en todos los sentidos. Demostremos nuestra grandeza en la solidaridad y la capacidad de madurar nuestras diferencias. Porque francamente esta actitud no ayuda, sino que nos regresa a varias décadas atrás.

Sí, con tristeza veo que existen fachoyeros/as xenofóbicos/as en BCS, porque de pronto el no nació aquí pasa como sentido identitario para descalificar a quien participa en la vida pública de BCS por no ser de este lugar, pero que, por derecho, como es el caso de Mónica Jasis, tiene su ciudadanía mexicana bien ganada y plantada. La actitud de quienes promueven y aluden a un sentido de sudcaliforneidad como apropiación identitaria es lamentable. Eso se llama, les guste o no, lo nieguen o no, XENOFOBIA. Todos los argumentos vertidos para defender su identidad y rechazar al otro, es xenofobia, término que viene del griego, compuesto por xénos (extranjero) y phóbos (miedo). Esa palabrita, retuérzanse, hace referencia al odio, recelo, hostilidad y rechazo hacia los extranjeros.

¿Por qué esa descalificación a Mónica Jasis por parte de connotados intelectuales locales y con arraigo? Si, como dicen, está legítimamente radicada en BCS, ¿por qué el cuestionamiento entonces?, ¿por qué el menosprecio? ¿No es acaso ella ciudadana libre y auténticamente mexicana y sudcaliforniana para ser invitada? ¿O BCS solo es para unos cuantos con sangre de nacimiento? ¿Alguno/a de ellos quería dar ese discurso o cómo? ¿No resulta injusto que se reclame a alguien que evidentemente no conocen ni su trayectoria ni su trabajo? ¿Entonces ser sudcaliforniano/a tiene un carácter de exclusividad, como en esos años oscuros en muchas partes del mundo donde solo se admitían a blancos pero no a negros o indígenas, o negar la ciudadanía y perseguirla por ser comunista o católico o musulmán o budista o boliviano o venezolano o aun argentino? ¿En serio quieren que los que no son de aquí sean relegados en un apartheid choyero, donde los verdaderos sudcalifornanos reinen como una aristocracia o una élite racial a la que no le importa el sentimiento ni la vida de los demás? ¿Ese es su nivel de análisis y capacidad para ser empáticos con el otro?

No es justo que para que seamos aceptados casi debamos traer el acta de nacimiento pegada al pecho, como en aquella novela de Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata, publicada en 1850 y situada en la rígida Nueva Inglaterra a inicios del siglo XVII y que nos cuenta la historia de una mujer acusada de adulterio por tener una hija con un hombre con el que no se casó y que por ello es condenada a portar en el pecho la letra A, en rojo. Nadie tiene el arbitrio de pasar por encima de nuestros derechos, sean personas de afuera o de adentro. El discurso de yo no soy xenofóbico, pero… o yo reconozco la trayectoria de Jasis, pero hay otros que tienen más derecho solo demuestra que no hemos madurado socialmente, que estamos más movidos por nuestras emociones primarias —tan parecidas al fascismo o al fanatismo— que, por los altos principios, los razonamientos, nuestra cultura que nos hacen más humanos. Ninguna civilización se hizo sola, todas recibieron influencia de la inmigración y emigración de otras tantas y que gracias a eso pudimos conocer y heredar a los sumerios, a los egipcios, a los griegos y a los romanos, por mencionar unos cuantos. Tenochtitlan tampoco se hizo por generación espontánea. Tal vez habrá que escribir La letra escarlata choyera para señalar y describir el puritanismo de quienes se rasgan las vestiduras desde un pensamiento supuestamente de izquierda. De los conservadores ya ni hablamos: ellos gustosos nos quemarían con leña verde en el malecón.

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Octavio Paz era un político de derechas… Sí, pero Ovidio

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Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). León Krauze celebra el 75 cumpleaños de su padre, Enrique Krauze, y para asentar la gran influencia que ha tenido en el pensamiento intelectual mexicano, hace un artículo para decir que su progenitor tenía razón con respecto a las conjeturas —en realidad profecías porque les acomoda más sentirse profetas— que escribió contra el hoy presidente Andrés Manuel López Obrador en decenas de escritos, especialmente en su insufrible artículo donde lo tacha de ser un mesías tropical; por supuesto, también incluye su obsesivo afán de acusarlo y culparlo de todo, cosa que les ha servido para vivir de la figura del político tabasqueño. Atacarlo es su pasión y muy rentable.

No obstante, pareciera que el alcance de sus escritos se reduce a sus círculos cercanos y que comparten la misma antipatía —por decir lo menos— contra el de Tepetitán, porque no han logrado crear una narrativa contundente para derrotarlo; quizás eso se deba a que solo se leen entre ellos. Hicieron carrera intelectual primero dándole razón y sustento histórico al neoliberalismo y sus líderes —aunque se hayan apegado al constructo de, el fin de la historia fukuyamista, hacían historia por negocio—, y luego descubrieron que podían hacer una carrera lucrativa destruyendo opositores, en particular con la figura de AMLO, sujeto de la historia que hizo sentir amenazada a la élite económica-política. Había que hacer de ese personaje un espantajo social.

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¿Qué hicieron los políticos panistas y priistas para neutralizar la influencia de AMLO en las bases sociales, el pueblo de México?, pues apostarle al prestigio que la mafia cultural de Krauze y Aguilar Camín construyeron desde la década de los 80, primero con un incuestionable Octavio Paz y luego como dos bandos supuestamente opuestos —el PRIAN intelectual—: los liberales de la revista Letras Libres, herederos de Paz —que les dejó un sustentáculo amplio advirtiéndonos de los peligros del populismo y de los beneficios de la modernidad representada en ese entonces por Carlos Salinas de Gortari y el PRI, que aunque era una hegemonía de partido, para nada era una dictadura perfecta ni mucho menos dictablanda, querido Enrique—. Y los de Nexos, la izquierda buenaondita que coptó a un gran número de intelectuales progres. ¿Quién mejor que ellos, herederos del premio nobel de literatura, para desactivar a un populista?

Así, la fusión de esos dos bandos les permitió desarmar —según ellos— a posibles antagonistas que eran líderes de luchas sociales y presentaron a la verdadera izquierda como locos, intransigentes, violentos, irracionales, ignorantes y salvajes —es decir, AMLO y sus pejezombies que siguen al mesías—. De esa forma dominaron el escenario político-cultural durante casi cuarenta años. Que el cachorro Krauze defienda a su padre solo habla de que el otoño del patriarca es inminente y el olvido intelectual será el descargo que el pueblo de México y sus luchas le tendrá reservado.

Por otro lado, sé que algunos tratan de salvar y no relacionar a Octavio Paz por las ligaduras que tenía con el PRI, con el partido de Estado, y de cómo ambos congeniaban y se beneficiaban mutuamente. Muchos quieren excluirlo de los intelectuales orgánicos —Nexos y Vuelta (hoy Letras Libres)— que acapararon todo durante el neoliberalismo: becas, premios, viajes, estudios en el extranjero, embajadas, altos puestos culturales, publicaciones; fama, prestigio y privilegios: en suma. Pocos hablan de que Octavio Paz fue uno de los que avaló el fraude del 88, e igual que lo hizo Krauze y Aguilar Camín desde 2006 contra AMLO, Paz también escribió contra los disidentes dentro del PRI, haciendo de Cuauhtémoc Cárdenas un demonio al que había que derrocar cuanto antes porque el decente era Carlos Salinas de Gortari:

[El neocardenismo] no es un movimiento político moderno, aunque sea otras muchas cosas, unas valiosas, otras deleznables y nocivas: descontento popular, aspiración a la democracia, desatada ambición de varios líderes, demagogia y populismo; adoración al padre terrible: el Estado y, en fin, nostalgia por una tradición histórica respetable pero que treinta años de incienso del PRI y de los gobiernos han embalsamado en una leyenda piadosa: Lázaro Cárdenas.

Y agreguemos el oscuro objeto del deseo por las monarquías que en algún rincón del poeta laureado se ocultaba. Octavio Paz fue como uno de esos abajofirmantes de hoy, pero en de la década de los 80 y que dieron sustento al naciente neoliberalismo. Resulta curioso que por todo lo que significa Paz en el mundo literario, una enorme obra, la parte política suele ser tocada con pinzas porque ante una crítica cualquiera por sus posturas y esa relación permanente que tuvo con el PRI, salen Tirios y Troyanos a decir: Paz no necesita que se le reivindique porque su obra es más grande que él, como si fuera un santo, un no-humano al que no se le puede señalar cómo participó en la vida pública del país, el cómo influía, el peso político que cargaba, la narrativa intelectual que construyó para demeritar a las izquierdas poniendo un discurso de derechas disfrazado de una supuesta tradición liberal que se proyectaba hacia la modernidad —es decir, el naciente neoliberalismo económico—. Tal como esos de las redes sociales que salen a contrarrestar cualquier comentario que beneficie al de Tabasco: Sí, pero Ovidio.

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