La Paz: Un proyecto colonial frustrado y el triunfo de la evangelización

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Tierra Incógnita

Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Los primeros intentos de establecer una colonia española en el puerto de La Paz, BCS, enfrentaron una serie de dificultades que impidieron el éxito de la empresa. A pesar de la disposición inicial de los californios, cuya acogida fue pacífica y amistosa, las respuestas violentas de los colonos desataron tensiones y resistencia entre los habitantes nativos, lo cual acabó frustrando los planes de la Corona Española en la península. Los enfoques militares, comunes en otras regiones del imperio español, no lograron imponerse en esta área. Fue la evangelización, en manos de los jesuitas, el medio que permitió finalmente el establecimiento de una presencia duradera y pacífica.

En 1697, los jesuitas iniciaron su labor evangelizadora en las Californias, fundando la misión de Nuestra Señora de Loreto, al Norte de La Paz. Este punto de partida se convirtió en el primer bastión de la expansión espiritual en la región. Con la fundación de esta misión, los misioneros jesuitas tenían como objetivo no sólo la conversión religiosa, sino también la introducción de una estructura social y económica que pudiera sostenerse en el tiempo y acercarse a las comunidades indígenas en términos pacíficos.

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El liderazgo del padre Juan María de Salvatierra fue fundamental en esta etapa. Su visión de la evangelización como una herramienta de integración y pacificación fue clave para las estrategias jesuitas. En 1716, casi veinte años después de la fundación de Loreto, Salvatierra dirigió una expedición de exploración a la bahía de La Paz, con la esperanza de acercarse a los guaycuras, una de las principales etnias de la región. Sin embargo, la desconfianza acumulada debido a experiencias previas, como la del almirante Isidro de Atondo y Antillón, dificultó el contacto directo. La memoria de las traiciones y agresiones sufridas en el pasado hacía que los guaycuras mantuvieran distancia con los visitantes. En 1717, sin lograr establecer la misión deseada en La Paz, Salvatierra falleció, dejando un legado de intención evangelizadora que continuaría años después.

Fundación de la Misión de Nuestra Señora del Pilar de La Paz

Finalmente, en 1720, después de varios intentos y más de dos décadas de consolidación en el Norte, los jesuitas consiguieron avanzar hacia el Sur. El 4 de noviembre de ese año, el misionero Jaime Bravo, junto con Juan de Ugarte, fundaron la misión de La Paz, bajo la advocación de Nuestra Señora del Pilar, patrona del puerto. La elección del lugar no fue casual: la misión se ubicó en una loma que dominaba la playa y el mar, lo cual ofrecía ventajas tanto de visibilidad como de acceso al agua y protección. Esta misión fue establecida entre los callejúes, un subgrupo de los guaycuras, quienes, con el tiempo, se incorporaron de forma pacífica al asentamiento.

La expedición jesuita llegó desde Loreto a bordo de la balandra El Triunfo de la Cruz, una embarcación construida específicamente para facilitar el transporte de personas y recursos. Una vez en el lugar, los misioneros comenzaron a construir infraestructuras temporales para dar cabida a la comunidad y a la iglesia. Además de las barracas para los padres y la iglesia, se construyeron alojamientos para los marinos e indígenas que ya se habían convertido al cristianismo. Para proteger el asentamiento, se levantó una trinchera de mezquites, la cual quedó terminada en diciembre de 1720.

La misión de La Paz no sólo cumplía un rol evangelizador, sino también estratégico. Desde ahí, se planeaban y coordinaban las actividades de expansión hacia el Sur, buscando acercarse y ganar la confianza de otros grupos indígenas.

Consolidación como centro de evangelización

En diciembre de 1720, la misión de La Paz recibió apoyo de una expedición terrestre procedente de Loreto, dirigida por el misionero Clemente Guillén de Castro. Esta colaboración reforzó el asentamiento y permitió la ampliación de su influencia en la región. En su papel de líder de la misión, el padre Bravo no se limitó a evangelizar en La Paz, sino que se adentró en otras áreas, explorando tierras al oeste rumbo al océano Pacífico. En 1721 fundó un pequeño pueblo de visita en la zona que hoy se conoce como Todos Santos, y estableció el sitio Ángel de la Guarda, cuya ubicación exacta aún es incierta.

La misión de La Paz se convirtió en el punto de partida para nuevas fundaciones jesuitas en el Sur de la península. Con el tiempo, se establecieron las misiones de Santiago y San José del Cabo, dirigidas al grupo indígena de los pericúes, quienes habitaban zonas del Sur peninsular. Estas misiones ampliaron significativamente el alcance de la evangelización jesuita en Baja California Sur.

La misión de La Paz y las misiones subsecuentes marcaban el inicio de una nueva etapa en la historia de la península de California. Lo que comenzó como una serie de intentos fallidos de colonización mediante la fuerza, evolucionó hacia una estrategia de evangelización que logró establecer un proceso de encuentro y transformación cultural.

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




Los rituales funerarios de los antiguos californios. Un viaje a través de la muerte y el Más Allá

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Tierra Incógnita

Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Desde tiempos inmemoriales, la muerte ha sido un evento que las sociedades humanas enfrentan con complejos rituales y creencias. En la península de Baja California, las culturas indígenas que habitaron estas tierras desarrollaron un profundo vínculo entre sus cuerpos, la naturaleza y el Más Allá, plasmando su visión de la vida y la muerte a través de intrincados rituales funerarios. Estos rituales, algunos de los cuales perduraron por milenios, son consecuencia de una rica tradición espiritual que ha sido documentada tanto por misioneros como por exploradores, y más tarde, investigada por antropólogos.

La información que tenemos sobre las prácticas funerarias de los pueblos indígenas de Baja California proviene de tres principales tipos de fuentes. En primer lugar, los escritos de misioneros jesuitas como Miguel del Barco, Francisco Javier Clavijero y Juan Jacobo Baegert, entre otros, que ofrecen descripciones detalladas de los rituales que observaron durante su evangelización de la región. Estos relatos proporcionan una ventana a los primeros contactos entre los colonizadores europeos y los nativos californios.

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En segundo lugar, también contamos con los testimonios de soldados, marinos y exploradores que convivieron con estos grupos étnicos. Uno de los más notables es Francisco de Ortega, quien en 1632 narró un ritual fúnebre entre los guaycuras en La Paz. Su relato describe el velorio de tres días tras la muerte del hijo de Bacari, un líder local, y el proceso de duelo en el que los amigos y familiares se cortaban el cabello y pintaban sus cuerpos de negro. Este tipo de fuentes ofrecen una visión externa sobre la interacción entre los colonos y las costumbres indígenas.

Finalmente, el trabajo de antropólogos e investigadores que han estudiado los entierros antiguos a partir del siglo XIX ha sido crucial para entender la evolución de las prácticas funerarias en la península. Nombres como León Diget, Harumi Fujita, Martha Elena Alfaro, Cecilia Sánchez y Antonio Rosales-López destacan entre los estudiosos que han aportado hallazgos sobre las prácticas mortuorias. Estos estudios han desvelado rituales como el «segundo entierro», practicado entre los guaycuras, donde los restos de los difuntos eran desenterrados, pintados y reorganizados meses después de la muerte.

El cuerpo como símbolo y objeto ritual

En las sociedades antiguas de la península de Baja California, el cuerpo no era simplemente una entidad biológica; era un artefacto cultural que trascendía la muerte. En muchas religiones indígenas, el poder del cuerpo se trasladaba al espíritu, y los rituales funerarios garantizaban el tránsito de la persona al Más Allá. Según el antropólogo Alfonso Rosales-López, el concepto occidental de la muerte no existía en estas culturas. En lugar de desaparecer, el individuo se fundía con el universo a través de los rituales funerarios, integrándose de nuevo en el ciclo natural.

Los primeros seres humanos que llegaron a la península de Baja California, hace aproximadamente 12,500 años, no desarrollaron de inmediato una cultura funeraria estructurada. Es probable que los cuerpos de aquellos que morían fueran abandonados sin mayor ceremonia. Sin embargo, alrededor de 5,500 años atrás, con el surgimiento de sociedades semi-sedentarias, se comenzaron a realizar entierros formales. Esta transición hacia rituales funerarios más elaborados refleja el desarrollo de una mayor complejidad cultural y social en estos grupos.

El ritual funerario en la Antigua California

Los guaycuras, cochimíes y pericúes, algunos de los grupos étnicos que habitaron la península, concebían la muerte y los rituales funerarios de maneras distintas, pero compartían algunos elementos en común. Las descripciones de Francisco de Ortega y otros exploradores documentan rituales donde el duelo no sólo incluía el luto verbal, sino también el físico. Los familiares de los fallecidos se golpeaban la cabeza con piedras filosas hasta sangrar, como muestra de respeto y dolor por la pérdida.

En los funerales de los guaycuras, según el misionero Juan Jacobo Baegert, el cuerpo de los difuntos solía ser cremado o enterrado en una cueva. También existía la costumbre de «enroscar» el cuerpo de los fallecidos, es decir, flexionar sus extremidades inferiores hacia atrás y atarlas con cuerdas. Solo aquellos que morían en batalla eran enterrados en posición boca arriba, como símbolo de honor. Además, el Guama, un hechicero o chamán, dirigía el ritual y pedía mechones de cabello del difunto y sus familiares como pago por sus servicios.

Uno de los rituales más fascinantes descritos por Rosales-López es el «segundo entierro». Pasados tres o cuatro meses de la primera inhumación, el cuerpo del difunto era exhumado y sus huesos cuidadosamente separados y pintados con pigmento ocre. Luego, los restos eran envueltos en piel de venado y enterrados de nuevo. Este proceso, que puede parecer macabro a los ojos modernos, era parte de una creencia que sostenía que el difunto no encontraba paz hasta que su cuerpo era reorganizado y sus huesos eran purificados.

Creencias sobre el Más Allá

Las creencias sobre lo que sucedía después de la muerte variaban entre los diferentes grupos étnicos de la península. Según Francisco Javier Clavijero, los pericúes creían que aquellos que morían flechados no iban al cielo, sino que eran llevados a una cueva donde moraba Tuparán, un ser castigado por rebelarse contra el dios creador Niparajá. Por su parte, los guaycuras creían que ciertos espíritus llamados «mentirosos y engañadores» capturaban a los hombres y los escondían bajo tierra para que no pudieran ver al «Señor que vive».

Los cochimíes, por otro lado, sostenían que los muertos venían a visitarlos una vez al año desde los «países septentrionales», durante una festividad conocida como «el hombre venido del cielo». Durante esta celebración, un hombre disfrazado de mensajero traía mensajes de los difuntos a sus familiares, quienes lo recibían con reverencia. Estos rituales, complejos y profundamente simbólicos, muestran cómo los antiguos habitantes de Baja California mantenían una conexión constante con sus ancestros y el Más Allá.

Influencias externas y evolución de las prácticas funerarias

Con el tiempo, las costumbres funerarias de los pueblos indígenas de Baja California fueron evolucionando, influenciadas por migraciones y contactos con otras culturas. Los antropólogos han identificado tres fases principales en la evolución de los entierros en la península. La primera, hace unos 5,500 años, vio el inicio de la sepultura de cuerpos en posición flexionada. La segunda, hace unos 3,500 años, introdujo el seccionamiento de cuerpos y su entierro en las playas. Finalmente, a partir del año 1,200 d.C., comenzaron a enterrarse los cuerpos en abrigos rocosos, una práctica posiblemente traída por grupos migrantes del Nnorte.

La llegada de los europeos también trajo nuevas influencias a las prácticas funerarias. Los misioneros jesuitas intentaron erradicar algunas de las costumbres más violentas, como el autoflagelamiento de los dolientes, aunque con poco éxito. Además, la cremación de cuerpos y el entierro boca abajo, costumbres comunes entre los guaycuras y los cochimíes, podrían haber sido influenciadas por prácticas funerarias de Sinaloa y Sonora.

La rica y variada cultura funeraria de los antiguos habitantes de Baja California revela no sólo su visión de la muerte, sino también su profunda conexión con el entorno y el cosmos. Los rituales funerarios eran una forma de asegurar que el individuo, aunque muerto, permaneciera conectado a la tierra y a su comunidad. A través de los estudios antropológicos y los relatos históricos, podemos conocer y apreciar la complejidad de estas prácticas, que nos ofrecen una visión fascinante de cómo las culturas prehispánicas entendían el ciclo de la vida y la muerte.

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Llevemos al terreno político la palabra California

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El librero

Ramón Cuéllar Márquez

Lo que no se nombra, no existe.

Claudia Sheinbaum Pardo

La Paz, Baja California Sur (BCS). Cuando México perdió más de la mitad del territorio nacional con la invasión estadounidense de 1846-1848, incluyó la pérdida de la Alta California y con ello la apropiación de la palabra California por parte de EEUU, pues una vez dueños de la tierra fue fácil tumbarle el «Alta» al nombre. Por su parte, luego de eso, México y los bajacalifornianos tuvieron que defender el territorio ante los constantes intentos bélicos y amenazas políticas estadounidenses de quedarse también con la península. El Gral. Márquez de León fue defensor cuando el comodoro Jones intentó anexarse la península por la fuerza en 1946, y luego enfrentó en 1853 al navegante filibustero William Walker, quien pretendía crear la «República de las Dos Estrellas»; asimismo, Lázaro Cárdenas en el siglo XX ordenó la colonización de Baja California con mexicanos nacionales y mexicanos provenientes de Estados Unidos en los años 1935-1939 para evitar su vulnerabilidad ante la codicia extranjera.

No obstante, al final, por otro lado, tuvimos que conformarnos con que la península se quedara con «Baja» California, es decir, no hicimos como EEUU, no eliminamos el «Baja» sino que lo conservamos y lo volvimos oficialmente parte del nombre. Ese, pienso, fue un error. Ya conocemos cómo es que «California» se volvió nombre de un territorio al que llegaron los españoles, porque por aquellos años circulaba un libro de Garci Rodríguez de Montalvo, Las sergas de Esplandián, donde se contaba de una isla California llena de oro y joyas, riquezas inmensas, esas cosas que a los españoles de la conquista volvía locos. Hernán Cortés creía que esa historia era cierta y por ello, cuando arribó, pensó que se trataba de la California de «Las sergas…» (se topó con la realidad de unas tierras desérticas).

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Y así se llamó. Por cierto, en algún momento Loreto se convirtió en la capital de las tres Californias, lo cual confirma la fortaleza nominal histórica. Luego los investigadores en su rescritura de la Historia de la península la llamaron «Antigua California» y a los indígenas originarios (hoy por completo desaparecidos) «antiguos californios» o solo «californios«. La Baja California se dividió en dos, la Sur y la Norte. Ambas fueron Distritos, Territorios y al final Estados constitucionales, donde Baja California eligió llamarse de ese modo primero, como aparece desde la promulgación de su Constitución Política desde el 16 de enero de 1952. En el caso de la Sur tardó unos años más en convertirse en estado, el 8 de octubre de 1974, y asumió el nombre de Baja California Sur, un nombre por demás largo, donde el gentilicio se antoja imposible. Sin embargo, los habitantes de BCS se autodenominan «sudcalifornianos», una manera de aferrarse y apegarse a California, un nombre no oficial que da cierta identidad.

Ciento setenta y seis años después de que se cediera más de la mitad del territorio nacional (Tratado Guadalupe-Hidalgo, firmado el 2 de febrero de 1848, en la Villa de Guadalupe Hidalgo, Ciudad de México), los estadounidenses a la Baja California le dicen «Baja» y al Golfo de California le dicen «Mar de Cortés», donde desaparece la palabra California. Incluso en México, en el caso de BCS, dicen «Baja Sur»; de remate, muchos oriundos del Estado dicen «La Baja». En La Paz hubo un hotel que se llamó o se llamaría «Hotel Gran Baja» o la famosa carrera off-road la llaman «Baja Mil» (durante un tiempo se intentó llamarla «Baja California Mil», pero se volvió al mismo, aunque para serles franco, no sé si se sigue llamando «Baja California Mil» y le dicen «Baja Mil» por asuntos comerciales; huelga decir, «La Baja Mil» fue una hechura gringa: creada por Dave Ekins y Bill Robertson Jr. en 1962, cuando partieron de Tijuana, Baja California, en dos motocicletas Honda con destino a La Paz, BCS).

En la Constitución Política de BCS, desde el 31 de diciembre de 1982 está prohibido que oficialmente se omita California de eventos, instituciones o en giros comerciales, que en el caso de estos últimos de poca cosa ha servido porque por todos lados vemos anuncios con la palabra «Baja» y jamás se les sanciona ni se les llama la atención: «Ley para que en lo sucesivo se utilice en nombre completo de Baja California Sur y se suprima el calificativo ‘Baja’«.

Existe un cierto arraigo al nombre de BCS, porque cuando nos confunden con la Baja California, de inmediato gritamos «¡Suuuuur!» para recordar que no somos lo mismo (lo cual da una idea de separación eterna irrenunciable). He de decir que se me antoja una Baja California unida, como Vietnam y otras naciones lo hicieron, tumbarle el «Baja» y quede solo California: los californianos mexicanos en una sola pequeña patria. Pero ese es un debate intelectual que sólo se da entre historiadores, académicos, ensayistas, poetas, narradores (un círculo vicioso perenne que no lleva a ningún lado), no entre los políticos, o al menos no he escuchado que se den acalorados debates públicos al respecto o que exista una propuesta oficial al respecto (al parecer ni siquiera quieren arrancar para ponerlo en la arena pública).

Se les ha planteado a los gobernantes a través de medios escritos, de voz a voz, que se cambie la Constitución local y federal para tal efecto, pero replican que «hay cosas más importantes que atender»; me da la impresión de que no quieren tocar el asunto por razones políticas ¿por temor a EEUU?, ¿para no mover el tapete?, ¿por indiferencia? De este modo, como vemos, al momento de perder la Alta California también el nombre se ha ido difuminando poco a poco hasta que, puede ser, nos llamemos en el futuro, en efecto, Baja Norte y Baja Sur y seamos Bajeños, hasta que la ocupación e invasión territorial se complete con la apropiación cultural (y robo nominal) de la palabra California.

Estoy convencido de que California, su espíritu, su historia, su identidad deben politizarse, defenderse y ganarse en el terreno político, abrir la discusión pública, es decir, el vocablo como si se tratara del mismísimo territorio, porque, a mi parecer, estamos muy conformes y acomodados a que en la palabra vayamos perdiendo la batalla, donde sólo nos queda despotricar cada que alguien omite California, pero en la realidad nos quedamos sumisos y sin mayores aspavientos perdiendo con ello la cuestión identitaria. Siento que este alegato no ha concluido: 29 estados de la República tienen un nombre con el que se identifican de inmediato, entonces, ¿por qué no llevar al terreno político la palabra California? ¿Cómo llamarnos de tal modo que California abarque más allá de su Golfo?

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327 Aniversario de la Misión de Nuestra Señora de Loreto. Un viaje de fe y perseverancia

FOTOS: Modesto Peralta Delgado / IA / Archivos.

Tierra Incógnita

Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). En los últimos años del siglo XVII, la región de California, con su vasto y desolado paisaje, se convirtió en el escenario de una de las empresas más ambiciosas de la Corona Española: la fundación de misiones. Estos proyectos no sólo pretendían evangelizar a los pueblos indígenas, sino también establecer una presencia permanente en una zona poco explorada y de difícil acceso. La historia de las misiones en Baja California es un testimonio de la perseverancia, la fe y los desafíos enfrentados por un grupo de hombres que, liderados por el padre Juan María de Salvatierra, se embarcaron en una travesía espiritual y territorial.

Entre los años 1683 y 1685, el padre Eusebio Francisco Kino, reconocido por su labor evangelizadora en las regiones de Sonora y Sinaloa, acompañó al almirante Isidro Atondo y Antillón en una expedición a la California. El objetivo era claro: fundar misiones permanentes que sirvieran como bases para la evangelización de los pueblos indígenas y la consolidación de la presencia española en la región. Sin embargo, la empresa se encontró con dificultades insalvables. La escasez de recursos, el terreno inhóspito y la resistencia local llevaron al abandono del proyecto. Las misiones soñadas en la California se desvanecieron, al menos temporalmente.

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A pesar de los fracasos iniciales, la llama de la evangelización no se apagó. En 1686, el padre Juan María de Salvatierra, un ferviente jesuita que había sido designado visitador de las misiones de Sinaloa y Sonora, se encontró con Kino. Fue en ese encuentro donde Salvatierra se vio profundamente inspirado por la labor que Kino había comenzado y, convencido de la importancia de continuar la obra en la California, decidió embarcarse en esta misión. Salvatierra no estaba solo en su convicción. El legado espiritual del padre Juan Bautista Zappa, fallecido en 1694, también influyó en la decisión de Salvatierra. Zappa, antes de morir, había alentado a Salvatierra a continuar con la misión y a enfrentar los desafíos con la esperanza de la recompensa celestial.

Para emprender una empresa de tal magnitud, era necesario contar con el respaldo tanto de la Iglesia como de la Corona. El padre Salvatierra, consciente de ello, buscó la autorización del general de los jesuitas, el padre Tirso González de Santa-Ella. Aunque la licencia no fue inmediata, finalmente, el 5 de febrero de 1697, el excelentísimo señor don Joseph de Sarmiento y Valladares, Conde de Moctezuma, concedió el permiso oficial para fundar la misión en California. Este apoyo no sólo validaba la labor espiritual de los jesuitas, sino que también garantizaba cierto respaldo material y logístico por parte del virreinato de la Nueva España.

Viaje hacia lo desconocido

Con la licencia en mano, Salvatierra partió desde el puerto del Yaqui el 10 de octubre de 1697. Lo acompañaba una tripulación compuesta por hombres de diversas partes del mundo, cada uno con su propia historia y motivaciones, pero todos unidos por un mismo objetivo. Entre ellos se encontraban don Esteban Rodríguez Lorenzo, un portugués que posteriormente serviría como capitán durante muchos años, Bartolomé de Robles Figueroa, un criollo originario de la provincia de Guadalajara, y Juan Carabaña, un marinero maltés. También formaban parte de la expedición Nicolás Márquez, un marinero siciliano, y Juan Mulato, un hombre del Perú. A este grupo se unieron tres indígenas: Francisco de Tepahui, Alonso de Guayavas y Sebastián de Guadalajara, quienes servirían como guías y colaboradores en la misión.

El viaje no estuvo exento de desafíos. El trayecto marítimo desde el Yaqui hasta las costas de la Baja California fue largo y peligroso. Finalmente, el 13 de octubre de 1697, la expedición llegó a la Bahía de la Concepción, donde desembarcaron para iniciar su travesía hacia el Norte. Sin embargo, la calidad del agua en esa región resultó ser deficiente, lo que obligó a la tripulación a buscar un lugar más adecuado para establecerse.

La expedición continuó su búsqueda, liderada por el capitán Juan Antonio Romero de la Sierpe, quien recordaba un sitio más prometedor al que había llegado durante una expedición anterior con el almirante Atondo. Fue así como la expedición se dirigió hacia la Ensenada de San Dionisio, conocida como Conchó por los indígenas cochimíes. Este lugar, ubicado en una zona estratégica y con acceso a mejores recursos, parecía el sitio ideal para fundar la primera misión jesuita en Baja California.

Encuentro con los indígenas

El 19 de octubre de 1697, la expedición llegó a Conchó, donde fueron recibidos por más de cincuenta indígenas de la vecina ranchería, así como por otros provenientes de San Bruno. Los indígenas, curiosos y respetuosos, se acercaron a la tripulación, muchos de ellos hincándose de rodillas y besando las imágenes del crucifijo y de la Virgen María. Este encuentro pacífico marcó el inicio de una relación que, aunque no exenta de dificultades, permitió a los jesuitas comenzar su labor evangelizadora en la región.

El acto más simbólico de la jornada fue la procesión en la que se trajo desde la embarcación la imagen de Nuestra Señora de Loreto, patrona de la conquista. Con solemnidad y devoción, los misioneros colocaron la imagen en el centro de lo que sería la primera misión en California. El 25 de octubre de 1697, se tomó posesión oficial de la tierra en nombre del rey de España, marcando el inicio formal de la Misión de Nuestra Señora de Loreto, el primer bastión jesuita en la península.

Un legado que perdura

La fundación de la Misión de Loreto no sólo fue el inicio de la evangelización de Baja California, sino también el comienzo de un proceso de transformación cultural y social que moldearía el futuro de la región. A pesar de los desafíos geográficos, la escasez de recursos y la resistencia ocasional de los pueblos indígenas, los jesuitas, liderados por hombres como Salvatierra, lograron establecer una red de misiones que perduraría durante décadas.

Hoy, la Misión de Loreto es un testimonio vivo de la perseverancia de aquellos hombres que, impulsados por su fe y dedicación, se embarcaron en una de las empresas más audaces de su tiempo. La historia de la misión no solo es parte del patrimonio cultural de Baja California, sino también un recordatorio de los sacrificios y logros de quienes, con esperanza y devoción, buscaron expandir las fronteras de su mundo.

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Caminantes y territorios: La lucha por los espacios públicos en La Paz

FOTO: El Informante / INTERIORES: Archivos.

Tierra Incógnita

Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El malecón de La Paz, BCS, ha sido históricamente un espacio emblemático para los paceños, un lugar de encuentro y reflexión que teje la identidad colectiva de la ciudad. Sin embargo, en los últimos años, este icónico lugar ha sido testigo de una transformación significativa, marcada por la privatización simbólica de sus espacios públicos en favor de intereses turísticos y comerciales. Este artículo explora cómo los cambios en la apropiación y uso del malecón están afectando no sólo el paisaje urbano, sino también la memoria y el sentido de pertenencia de sus habitantes, quienes se enfrentan a la creciente desterritorialización de un espacio que alguna vez fue suyo.

La ciudad, esa amalgama de edificaciones, calles y la vida que fluye en su interior, es un lienzo donde se despliegan un sinfín de emociones y experiencias. Cada calle, cada esquina, cada rincón urbano cuenta una historia, y esta narrativa se teje a través de la interacción de sus habitantes y la forma en que estos se apropian y transforman los espacios públicos. En este contexto, el libro Privatización simbólica de los espacios públicos. Prácticas histórico-territoriales en torno al malecón de La Paz, Baja California Sur, México del Dr. Tito Fernando Piñeda Verdugo, se erige como un profundo análisis de la relación entre la ciudad, sus espacios públicos y sus ciudadanos.

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Los espacios públicos, esos lugares abiertos donde convergen la diversidad de la vida urbana, son auténticas encrucijadas de experiencias compartidas. Aquí, los habitantes, independientemente de su género, edad, ocupación u origen, contribuyen a la construcción simbólica de su ciudad. Estos espacios se convierten en escenarios donde las prácticas sociales se desarrollan y donde, con el transcurso del tiempo, se forjan las memorias colectivas que otorgan identidad a la comunidad.

Si bien, las ciudades pueden ser objeto de planificaciones urbanas desde los centros del sistema capitalista global, es en la práctica cotidiana y local donde estas planificaciones cobran vida y se transforman. Cada calle es un capítulo de la historia urbana, donde se entrelazan deseos, sueños y realidades. La ciudad es un organismo vivo que evoluciona constantemente, moldeado por las acciones y aspiraciones de quienes la habitan.

El libro del Dr. Piñeda Verdugo se adentra en este intrigante mundo de las ciudades y sus espacios públicos. A través de una meticulosa observación de los caminantes y sus narrativas, el autor nos brinda un valioso reporte de investigación etnográfica. Sin embargo, este no es un estudio aislado; se enriquece con una reflexión teórica profunda en torno a conceptos fundamentales como cultura, territorio y ciudad. Esta base teórica proporciona las herramientas necesarias para analizar crítica y juiciosamente los movimientos y cambios en la trama urbana de La Paz, BCS, con un enfoque especial en su emblemático malecón.

El malecón de La Paz se ha convertido en un territorio particularmente significativo. A través de las décadas, ha sido más que una simple vía costera; ha sido territorializado por sus caminantes como un laboratorio social y cultural. En este espacio, las personas encuentran un lienzo en blanco donde pueden reflexionar sobre sus identidades individuales y colectivas. El «paceño,» aquel que habita y da vida a La Paz, encuentra en el malecón un espacio para expresarse, definirse y construir una narrativa común que les vincula.

No obstante, el libro de Piñeda Verdugo también aborda un tema crucial: la privatización simbólica de estos espacios públicos. En los últimos años, el malecón de La Paz ha experimentado una clara desterritorialización en favor de una mayor privatización socio-simbólica, en gran medida centrada en el turismo. Este proceso se ha propagado como una ola expansiva que se extiende en todas direcciones por la geografía sudcaliforniana.

La privatización simbólica implica que, aunque el espacio público siga existiendo físicamente, su esencia como un lugar de encuentro e intercambio cultural se ve eclipsada por intereses económicos y turísticos. Los caminantes dejan de ser los protagonistas de su propia narrativa urbana y ceden ese protagonismo a fuerzas externas. El espacio público se transforma en un escenario, y sus habitantes pasan a ser actores secundarios en una producción diseñada para satisfacer las demandas del turismo.

Es en este contexto que la obra del Dr. Tito Fernando se convierte en una herramienta esencial para entender los cambios que están moldeando el tejido urbano de La Paz y, por extensión, de muchas otras ciudades en todo el mundo. Su investigación etnográfica y su profundo análisis teórico nos invitan a reflexionar sobre la importancia de preservar los espacios públicos como lugares donde los ciudadanos pueden seguir siendo los protagonistas de la historia urbana. La privatización simbólica no sólo afecta la estructura de las ciudades, sino que también socava la esencia misma de la vida urbana y la identidad de sus habitantes.

Concluyo que la presente obra trasciende la mera descripción de un lugar y sus cambios urbanos. Es un llamado a la reflexión sobre el papel de los espacios públicos en nuestras ciudades y la importancia de protegerlos como lugares donde la comunidad puede seguir construyendo su historia y su identidad. El autor nos brinda una brújula para navegar por el laberinto de emociones y experiencias que es la ciudad, recordándonos que, en última instancia, son los caminantes quienes dan vida a sus calles, plazas y malecones, y que la ciudad es un texto en constante reescritura, una narrativa colectiva que merece ser preservada y enriquecida.

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