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El drama de la libertad como espacio entre el azar y la necesidad

IMAGEN: Flor Pereira

La demencia de Atenea

Por Mario Jaime

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). En Robben Island conocí a Benjamín Dau. Rengueaba un poco, le faltaba un dedo de la mano derecha y varios dientes, resabios de once años de torturas.

Aquella mañana, yo había comprado un libro del poeta Stephen Gray, Gabriel’s exhibition,  y sus profundos versos se mezclaban con las olas que castigaban los peñascos bajo los torreones.

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Los pinnípedos apestaban sobre las rocas; al columbrar el intenso zafiro del océano evoqué a los tiburones blancos que había visto saltar como un destello eterno. Imaginé  probables evadidos y su periplo por escapar de la prisión, tras de ellos la violencia humana, delante un destino de dientes como navajas.

Fue entonces cuando Benjamín me habló. Trabajaba como guía en aquel museo que antaño fue su infierno. Era un bantú magro que reía bajo el sol invernal mientras caminábamos bajo los torreones.

Me dijo que cuando lo arrestaron, la policía lo clasificó según su tono de piel. A los más claros les encerraban en celdas más amplias y les daban raciones con carne, a los coloured les destinaban a espacios estrechos con pocas raciones de arroz y harina; y a los más negros les apiñaban bajo un régimen de potajes sin carne. Dau retenía cada onza de comida en su esperanza por salir de allí. Y sin embargo, como hombre libre aun rondaba ese lugar como un espectro que llevaba treinta años sin desligarse.

Yo no entendía como alguien que fue encerrado por más de una década seguía allí, ahora por voluntad propia, mostrando día con día las ruinas del apartheid a turistas de toda laya. No comprendía porque no había escapado lo más lejos posible, tratado de olvidar un espacio donde le arrancaron diente por diente mientras minaban su voluntad.

Ante mis preguntas me contó como Mandela le había enseñado a él y a otros reclusos a escribir con un pedazo de yeso en una cueva donde fingían picar piedra. Había sembrado un jardín e impelía a los demás a cuidarlo, daban un sentido a su estancia para no suicidarse. Mandela también le enseñó a leer y Benjamín escribió en el muro de su celda: Masiyibambe, “Soy fuerte”. Mantra al que se adhirió aun cuando Mandela ya había salido y él pernoctaba repitiéndose una y otra vez después de las golpizas.

Y era fuerte y sonreía.

Nunca supe por qué Benjamín Dau había sido procesado y le habían arrebatado uno de los valores más importantes que detenta un hombre, su libertad individual. No sé qué hecho, delito o no, le había ocasionado tal desventura y no quise averiguar.

Como figura de acontecimientos que yo no viví me preguntaba absurdos. ¿Qué hubiera hecho Dau si tuviese la oportunidad de vengarse de sus torturadores? ¿Qué hubiera pasado si una sola partícula se hubiese desviado de su trayectoria durante su condena? ¿Por qué valoraba yo la libertad individual como el valor máximo al intuir el sufrimiento del otro y por qué no entendía la decisión de aquella víctima?

Días después me encontraba en Mossel Bay frente al Cabo de Buena Esperanza. Caminé los atardeceres por el malecón donde venerables ancianos pescaban con sus nietos y compraban helados. La bonhomía de su sonrisa contradecía el pasado de esos viejos que un día envolvieron bombas en cabezas de cerdo, quemaron vivos a otros aprisionándolos en llantas o reclutaron niños para la guerrilla.

Una noche, Abraham Hendrik Petrus, ictiólogo de Namibia con ascendencia alemana, me invitó a ver el juego de rugby a un bar. Me llamó la atención el grupo de motocicletas de lujo aparcadas frente al bar; Harley, Valkirye y Ducati dormían como rocines agotados. Pertenecían a un grupo de hombres que departían en una mesa. De los muros colgaban fotografías de caza; tipos orgullosos con un arma al hombro, luciendo la V en la mano y la bota sobre kudus, rinos, nyalas, leones y hasta niños del Congo o de cualquier hoyo africano —daba igual, África tiene forma de filete —.

Abraham me explicó que era un clásico bar donde los mercenarios descansaban. Ex veteranos de diversos ejércitos, contratados por empresas privadas para controlar o incitar insurgencias en Botsuana, Ruanda o Lesoto. Cuando estaban francos volaban a Sudáfrica a descansar mientras esperaban nuevas misiones.

Me asaltaba la frase de Sartre: “Un hombre es todas las cosas que hace”. Si esto es cierto somos respecto a nuestros actos y vamos siendo y cambiando en un nominalismo imparable.

Una tarde me detuvo una pareja de policías hermanados por el Estado, los ojos perros. Pasaporte por favor. ¿No lo tiene? Este fin de semana lo pasará en la celda. No lo entendía.

¿Acaso los insectos requieren pasaporte cuando viajan? ¿Los peces, las golondrinas, los azores? ¿Acaso las mariposas requieren pasaporte? ¿Las semillas? ¿Los tiburones? ¿Los halcones? ¿Las bacterias?

Pensé en aquellos mercenarios cuya función les daba mayor libertad de acción que a mí. No me metieron a ninguna celda. Les convencí con alegatos burocráticos que como extranjero sería peor perder mi avión y hacer un papeleo absurdo. Me dejaron ir.

Las cuestiones revolotearon como enigmas sin respuesta. Cada paso que damos en esta realidad incide sobre otros seres, a cada acción corresponde una reacción y a cada instante el fragor del drama se imbrica con la libertad y la voluntad.

¿Es cierto que el daño se relaciona con la libertad tal como sugiere una larga tradición filosófica? ¿Se puede escapar de un determinismo fatal o minimizar ese desgaste? ¿Lo que llamamos maldad se relaciona con el devenir de nuestras acciones?

Cuando Rüdiger Safransky relaciona la maldad con la libertad evoca una vieja tradición filosófica grecocristiana difícil de refutar. Derivada de la fatalidad trágica, el Cristianismo también heredó del Judaísmo el concepto de pecado y las mezcló en una curiosa filosofía donde el hombre era pecador casi por antonomasia. De aquí se infirió que el hombre es malo por naturaleza pero puede ser salvado y ya en el Génesis puede atisbarse una hermenéutica en donde se condena la libertad como desobediencia. La historia comienza con el conflicto mismo, la rebeldía ante una necesidad impuesta. No hay drama sin conflicto ni conflicto que no provenga del drama. Siglos después, Camus subrayaría la paradoja que implica esa rebelión imposible así: “La rebelión metafísica es la reivindicación motivada de una unidad dichosa contra el sufrimiento de vivir y de morir”.

Enlazar la libertad como un drama requiere aclarar los conceptos.

Según Safransky lo que llamamos maldad no es ningún concepto sino solo un nombre para el caos, lo que nos daña, lo que nos amenaza, la contingencia y la entropía. Pero el pensador alemán da una vuelta a su análisis al aclarar que la conciencia puede también escoger la crueldad y la destrucción y sus fundamentos son el abismo que se abre en el hombre.

Ahora, ¿qué se entiende por drama? El sustantivo tiene su origen en un verbo griego δράω, literalmente “yo hago”. Entenderemos el drama pues, como acción. Al modo actoral de la tradición teatral clásica toda acción es drama, entonces todo lo que hace el hombre es por antonomasia dramático.

La Libertad es un titán inasible, uno de estos noumenos kantianos que como Materia, Energía, Dios, Tiempo o Universo han tenido tantas definiciones como individuos han pensado sobre ella. Conceptos hay cientos y van desde el libre albedrío católico hasta la libertad negativa del liberalismo, tamizada por implicaciones racionales al modo de Spinoza de que no puede haber libertad más que en el estado o en sus antípodas la extrema postura de que solo el individuo es realidad al modo anarquista de Stirner.

 

Continuará…

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