Literatura, locura y llamado; ¿por qué escribir?

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¿Por qué escribir? Imagen: Internet.

Colaboración Especial

Por Jorge Peredo

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). “Tal vez, habrá muchos que digan que sólo un niño o un loco piensa en escribir en México en esta época aciaga de desmoronamiento social, y pretende ser leído a la luz rojiza del incendio y estruendo de los cañones”. Aunque esto fue escrito por Juan Díaz Covarrubias en 1858, parece algo que cualquiera diría en estos días en los que el estruendo es de los cuernos de chivo… Entonces ¿por qué escribir? Primero, escribes porque experimentas esa “atracción inexplicable e irrefrenable” de la que Octavio Paz habla en el prólogo del primer tomo de sus obras completas y  “el llamado nace de una disposición innata que nos otorga, en proporciones variables, la capacidad de hacer las cosas. Además, nos da el goce de consagrarnos a aquello que amamos. El llamado es interior y puede ser instantáneo o paulatino; apenas se manifiesta, deja de ser una revelación, es decir, el descubrimiento de una afición oculta, para convertirse en una imperiosa invitación a hacer. La palabra central, el corazón del llamado, no es el conocer sino el hacer”.

El hacer del llamado es algo muy íntimo, dice Octavio Paz, que el hacer es buscar ser. El pintor es porque pinta y pinta porque es. En el caso de la literatura, yo pienso que escribes porque tu voz necesita de la pluma, porque necesitas de la pluma para tener voz, para convertirte en ella, que tus palabras necesitan vivir más allá de ti, sin ti, en el papel, en otros ojos, en otros corazones, en la mente; algo te dice que no eres nada hasta que te vacías en la hoja. Lo sabes porque lo amas.

Ese llamado llega ahora —como entonces— en tiempos aciagos y uno corre el riesgo de ser tachado de niño o de loco; de ser acusado de despilfarrar la mente y el alma: de doblar el lomo en nombre del desperdicio y todo lo que haces termina, ante los otros, pareciendo una locura. Escribir es absorber e intentar devolver por ósmosis inversa; adentro, en el corazón y en la mente alguna alquimia transforma lo real: lo concentra, lo tamiza; hay una concreción y si se puede lo depura —aunque dicen que el corazón no es una forja.

Pretendemos vivir en tranquilidad en un mundo loco: queremos normalizarnos, estar a gusto en un espacio pequeñito y familiar, como si una burbuja pudiera aislarnos de todo el desmadre; se nos olvida que las burbujas estallan al segundo de su nacimiento. Con cada golpe del teclado o mandoble de la pluma se revientan realidades. Tal vez buscamos aquella literatura que para el victoriano H.G Robinson abre “la región serena y luminosa de la verdad donde todos se encuentran y todos se espacian unidos más allá del ruido y el alboroto de una vida prosaica plena de preocupaciones, negocios y polémicas…”. En un mundo que amenaza con desmoronarse: en dónde no sabemos quién es quién, no conocemos sus políticas, ni sus leyes: nos dicen que son unas y todo el tiempo presentimos que son otras; el aspecto que aprehendemos de nuestra realidad corre el riesgo de ser una máscara. Todo el tiempo gente muere de forma violenta y hay razones, pero no tragamos nada, truenan los cañones y una guerra sin nombre ni motivos recrudece.

El escribir y la forma de interpretar el llamado varían. Unos gozan cuando escriben, otros sufren. Unos lo hacen por dinero otros porque lo necesitan otros como Flaubert y Vargas Llosa porque es “una manera de vivir”. Kafka escribía por  compulsión, era algo casi orgánico. De siete de la tarde a una de la mañana, Kafka entraba en una especie de trance y escribía sin parar. En ese estado K. escribe las cosas más raras e inesperadas: sobre legislaciones desconocidas y recintos ocultos desde las que seres sin rostro asistidos por un órgano burocrático inexplicable controlan las vidas de las personas siempre en pos de fines que nunca parecen tener sentido; escribe sobre la angustia y la desesperación de vivir en ese mundo prisión; escribe sobre máquinas de muerte y deshumanización y luego muere con los pulmones llenos de coágulos. Kafka tenía miedo de que su obra se conociera porque era pura neurosis, de cualquier modo el destino quiso que una parte fuera rescatada, lo demás fue destruido por un régimen totalitario que vio en sus letras una profecía.

El que escribe, debe enfrentarse a la neurosis de su era para encontrar sentido y tal vez nunca lo encuentre pero quizás logre iluminar a otros sobre el sinsentido de sus propias vidas; podríamos pensar que está en busca de la verdadera realidad. El escritor poblano José Luis Zárate dijo que “el papel del escritor y del artista en general, es el de ser el canario en las minas. El gas que hoy conocemos se le ha añadido productos que le proveen de un olor específico, cuando en realidad el gas no huele a nada y resulta mortal. Los mineros bajaban hasta las entrañas de la excavación acompañados de un pájaro, y si este moría, era  momento de salir corriendo de ahí antes de que el lugar explotara. Este es el trabajo del artista, que ha afinado su sensibilidad a tal grado que son los primeros en denunciar lo que acontece a su alrededor y evidenciarlo a través de su obra.”

Franz nunca debió ser ignorado, él fue el canario de minas de su tiempo, éste loco fue un sacrificio de la era, ahora lo sabemos y aun así, aunque decimos que no, preferimos ignorarlo. Existieron otros canarios, como Phillip K. Dick quien envenenó su cerebro sólo para poder decirnos que nuestra realidad es un simulacro; como Aldous Huxley que también fue un visionario psiconauta; como José Revueltas quien fue a prisión por atreverse a narrar la corrupción y el miedo; como Sade quién tras dejar al descubierto las vísceras hipócritas de la sociedad fue encerrado en el manicomio. Como muchos otros, lunáticos o no, raros o medio piratas que escribieron obras que en su tiempo carecieron de sentido pero que hoy en día nos dicen muchísimo sobre los miedos, las pasiones y los dolores de nuestra gente: en tiempos de guerra —¿existen otros tiempos?— el escritor es un canario que respira la locura.

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Jorge Peredo

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